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BOLIVIA, EL MILITARISMO Y EL PODER DE LA MAFIA

Fuente: Narcotráfico y Política Militarismo y mafia en Bolivia / Este libro fue publicado en el año 1982. // Tomado de: http://www.derechos.org // Foto: Roberto Suarez, el "rey de la cocaína".

1. El Militarismo en Bolivia

¿Cómo explicar el fenómeno de que una auténtica mafia civil-militar, que ha nacido de la corrupción y del abuso del poder y que ha engordado con el ilícito flujo de dólares que atrae del tráfico de drogas, llegue a hacerse dueña de todo un país como es el caso de Bolivia? Para aproximarse a una respuesta mínimamente consistente es preciso esbozar, aunque sólo sea a grandes rasgos, las características del poder de esta mafia. Y, para ello, hay que comenzar echando una mirada al pasado reciente de Bolivia.
La larga secuencia de golpes de Estado militares desde 1964 es, sin duda, lo que más llama la atención en la política boliviana. El resultado de ello es una inestabilidad político-institucional crónica que, a su vez, es la causa más profunda del golpismo. Las raíces más profundas de esta inestabilidad por su parte, habrá que buscarlas en las contradicciones del desarrollo del capitalismo en un país dependiente como Bolivia, lo cual queda fuera del objeto de este estudio.
El hecho básico es que las Fuerzas Armadas (FF.AA.) ocupan el escenario político de Bolivia casi ininterrumpidamente desde 1964. Ya entonces (dictaduras del General Barrientos), pero sobre todo desde 1971 (dictadura del General Banzer), los militares trataron de institucionalizar su presencia en el escenario político boliviano imitando el modelo brasileño, primero, y los sistemas argentino y chileno, después. Sin embargo, Y ésta es la particularidad sobresaliente del caso boliviano, no pudieron conseguirlo y fracasaron en su empeño, no obstante el decidido y directo apoyo que recibieron, abierta y encubiertamente, del gobierno de los Estados Unidos.
El poder militar es, esencialmente, de carácter fascista. Según un estudio del ex Presidente de la República Walter Guevara Arze, «Los militares en Bolivia» -editado en el exilio en agosto de 1981-, el origen del militarismo en su país es, en primera instancia, de tipo ideológico. «Como para todos los grupos humanos, la educación determina en gran medida la conducta militar», escribe Guevara. «La educación que reciben los oficiales producen en ellos ciertas deformaciones profesionales, que ocurren en otras partes, pero que en Bolivia resultan más profundas.»
Después de explicar que «los oficiales son educados dentro del país en el Colegio Militar de La Paz y en otras escuelas superiores de especialización que existen en Cochabamba», Guevara subraya el hecho de que, «además de esa educación reciben otra en el exterior, en la Escuela Militar de Las Américas de la zona del Canal de Panamá y en diversos institutos de los Estados Unidos». Y anota que por esa Escuela «han pasado unos 4.000 oficiales bolivianos, lo que equivale a decir casi todos los que ahora forman parte del establecimiento militar del país».
Ahora bien: según el ex presidente boliviano, es precisamente en las escuelas norteamericanas donde los oficiales bolivianos fueron formados ideológicamente en los esquemas de la llamada «Doctrina de la Seguridad Nacional y de la Defensa Ampliada», según los cuales la defensa exterior del país queda en manos de los Estados Unidos, mientras que el ejército local debe dedicarse a combatir al «enemigo interno», combinando la represión contra el movimiento popular con el desarrollo económico y social.
«Semejante educación simplista y parcial, sin el más insignificante elemento crítico -concluye el estudio de Guevara-, ha convencido a los militares bolivianos que su función 'sagrada' es gobernar Bolivia. Ni siquiera los estrepitosos fracasos que han sufrido en la ejecución de tales conceptos los han hecho cambiar de criterio. Por lo demás, incluso aquéllos que dudan de la validez de las enseñanzas recibidas se mantienen estrechamente leales al sistema por los beneficios que derivan del mismo».
¿Por qué los repetidos fracasos en institucionalizar el poder militar en Bolivia y cuáles son los beneficios que, a pesar de ello, extraen de él los militares? Estas preguntas tienen que ver con las peculiaridades del fascismo en Bolivia. De hecho, el intento más serio de institucionalizar el poder militar tuvo lugar bajo la dictadura del General Bánzer (1971-1978), período durante el cual se puso en marcha un experimento de acumulación acelerada de capital bajo moldes fascistas. Según otro pensador economista Pablo Ramós, en un estudio editado en México en mayo de 1981 bajo el título «Radiografía de un golpe de Estado», el objetivo del experimento consistió en crear las condiciones para un crecimiento económico autosostenido desmantelando la economía estatal y popular en beneficio de la hegemonía de la empresa privada.
«Apoyado en distintos factores tales como la explotación irracional de los recursos naturales (...), la expansión inflacionaria del crédito bancario al sector empresarial-privado, el uso desenfrenado del gasto público, la depresión sistemática de los salarios y, sobre todo, el irracional endeudamiento externo, el régimen fascista pudo mostrar, transitoriamente, ciertos éxitos económicos», anota Ramos.
La explicación de este éxito reside en que el régimen banzerista «no fue una dictadura militar al estilo tradicional», sigue diciendo Ramos. «Formó parte de un esquema continental de fascistización y puso todos los engranajes del Estado al servicio del capital. Fue un régimen ferozmente represivo de la clase obrera y se sustentó en el terror sistemático, aplicado como política de gobierno. Usó grandes cantidades de recursos, en magnitudes que ningún régimen anterior había dispuesto en toda la historia de Bolivia.» Y, sin embargo, el experimento fracasó. «Al final, sólo quedaron los pasivos; es decir, las deudas, junto con los socavones cada vez más vacíos, tanto en los yacimientos mineros como en los petroleros.»
Las causas del fracaso del fascismo en Bolivia no son de carácter coyuntural, sino estructural, sostiene Ramos. Sintéticamente, afirma que «las fuerzas que pueden generar una dinámica capitalista autónoma no existen, ni pueden existir, en Bolivia ( ... ), ya que la burguesía se resiste a transformar en capital productivo las grandes masas de recursos que llegan a sus manos, por medios políticos principalmente».
¿Qué hace la burguesía boliviana con esas grandes masas de recursos? «Las distrae y dilapida en consumo suntuario, fugas al exterior y otros destinos alejados de la esfera productiva»,. Más adelante, Ramos se explica mejor: «La burguesía boliviana es inmediatista y está condenada a serlo de por vida. Es ventajista, en el sentido de que está sólo preocupada por lograr la prebenda inmediata, aunque ese logro agrave la situación del sistema en su conjunto. Cada fracción burguesa actúa dentro del estrecho marco de sus intereses de hoy y se preocupa por dar un zarpazo antes de que otra fracción se le adelante.» Además, «no están seguras de que su permanencia en el poder esté garantizada. Por eso se extranjerizan y trasladan al exterior una parte creciente de los excedentes generados en el país. Para el grueso de las fracciones burguesas, Bolivia es un país de tránsito, no es el país definitivo».
He ahí porqué el esfuerzo banzerista «resultó evidentemente vano, pues no aparecieron las fuerzas sociales y económicas que pudieran llevar adelante el desarrollo capitalista. El sacrificio de la economía fiscal y de la economía popular se convirtió en un aporte unilateral de carácter forzoso, pero no dio origen al crecimiento capitalista autosostenido».
«Sin embargo -concluye el economista boliviano-, el fascismo resultó indudablemente atractivo y de gran beneficio para los grupos dominantes en Bolivia. El uso irrestricto del poder estatal, sin limitación legal o moral de ningún tipo, ofrece innegables posibilidades de enriquecimiento. Es una forma política que permite la explotación sin freno de la fuerza de trabajo y facilita la transferencia del valor creado en la esfera de la empresa pública hacia manos privadas. Por lo demás, un régimen de este tipo utiliza los mecanismos de la corrupción como uno de los pilares centrales de la estructura de poder y como una de las condiciones para su permanencia y reproducción».
La corrupción como finalidad del poder: he ahí la «clave» de la subsistencia del fascismo en Bolivia y, por ende, del poder militar. En efecto, no se debe olvidar que una de las diferencias más importantes entre los fascistas europeos anteriores a la segunda guerra mundial y el neofascismo latinoamericano contemporáneo radica en la ausencia, aquí, de partidos políticos capaces de aportar una base de sustentación social amplia al régimen de terror. Todos los intentos de crear un movimiento político de masas desde el gobierno han fracasado en los fascismos latinoamericanos. De ahí que las FF.AA. hayan asumido, en todas partes, el rol de partido político para llenar, con sus propios subordinados, ese vacío. Lo demás sería cubierto con mercenarios.
Es así que a su tradicional función de «gendarme» y «guardia pretoriana» al servicio del «orden establecido», las FF AA. de Bolivia le añadieron la nueva función de «partido» de la burguesía para el ejercicio del poder político.
Pero el militarismo boliviano fue aún más allá: a fuerza de detentar el poder estatal y de ocupar la administración pública durante tanto tiempo, terminó convirtiendo a la institución militar en un semillero de «burgueses». 0, para decirlo en palabras de otro analista de la realidad boliviana, autor de un estudio titulado «Ejército y vacas gordas en Bolivia: del General Bánzer al General García Meza», editado en noviembre de 1980, los militares han ingresado en un proceso de «aburguesamiento relativo».
Este proceso es consecuencia del enriquecimiento que experimentaron los militares en función de gobierno durante el período 1974-1977, cuando una coyuntura económica internacional favorable permitió unos ingresos extraordinarios en el país por concepto de exportación de materias primas y de endeudamiento externo. Este flujo de ingresos se tradujo, en el interior de la institución militar, en un considerable aumento de los sueldos militares (sin contar que los innumerables militares que ocupan funciones civiles de toda índole, tales como prefectos, alcaldes, presidentes o gerentes de empresas autárquicas o estatales, reciben además un sueldo civil), en grandes beneficios sociales de carácter pesonal y facilidades financieras (gracias a los cuales, por ejemplo, se han podido construir casas, comprar tierras o invertir en negocios) y en escandalosas ventajas aduaneras (con lo cual tienen al alcance de la mano, en tiendas militares libres de impuestos, toda clase de productos manufacturados traídos directamente desde Panamá o Miami y automóviles de lujo).
Con todo esto, previene el estudio citado, no se quiere decir que los militares «constituyan una nueva burguesía susceptible de invertir en negocios (aunque algunos lo hayan hecho), sino que han aumentado su consumo y su nivel social hasta el punto de aparecer como nuevos ricos».
Más aún. El grupo de oficiales más próximos a Bánzer se benefició, además, de toda clase de favores y licencias derivadas de la posición que cada uno de ellos ocupaba en la administración de los asuntos públicos. De ahí a los abusos y a la corrupción sólo hay un paso. Así, varios jefes y oficiales se envolvieron en negociados y tráficos escandalosos, al margen de toda ley y con total impunidad, las más de las veces conjuntamente con civiles. Ese es el origen de algunas fortunas espectaculares. De todos los tráficos (de gasolina, de maderas preciosas, de automóviles, de armas...), el que mayores superganancias engendra es, sin duda alguna, el de la cocaína. De este modo nació la mafia militar-civil narcotraficante.
A este respecto apunta el ex presidente Guevara en su estudio ya citado: «El negocio se remonta a diez o doce años atrás, época a partir de la cual buscó y obtuvo la protección directa o' indirecta de los gobiernos militares. Los primeros grandes traficantes se establecieron bajo el gobierno de( General Bánzer,y, a partir de entonces, el negocio se ha incrementado en proporciones gigantescas. Los militares han ido comprometiéndose cada vez más, deliberadamente o no, proporcionando a los narcotraficantes impunidad, protección e incluso la utilización de ciertas facilidades oficiales, como los sistemas de comunicación de las propias Fuerzas Armadas.»
«La cocaína se ha convertido en un componente importante del poder político en Bolivia», reza la conclusión a la que ha llegado el ex presidente de Bolivia. «Al parecer, ni siquiera en los Estados Unidos se percibe la verdadera significación de este problema para el país. Desde luego, la fabricación y comercialización de esta droga ha introducido un nuevo y significativo elemento para aumentar la solidaridad interna y determinar las decisiones de las Fuerzas Armadas.»
El autor de «Ejército y vacas gordas en Bolivia: del General Bánzer al General García Meza» extrae una segunda conclusión: la corrupción (y hoy, sobre todo, el tráfico de la cocaína) se ha convertido en el cordón umbilical que une a los militares bolivianos al poder.
Tres son las hipótesis que alimentan semejante conclusión. En primer lugar, antes que el deseo de un mayor enriquecimiento, es más bien el temor de sufrir una disminución de sus ingresos tras un período de «aburguesamiento» lo que incita a los militares a permanecer en el poder, o, si han tenido que dejarlo (como en 1979), a regresar a él. En segundo lugar, con Bánzer fue sólo una fracción del Ejército la que alcanzó los más altos niveles del poder estatal; es, pues, entre los jefes y oficiales que menos se han aprovechado de la situación por haber sido relegados a puestos secundarios durante todo el gobierno de Bánzer que se encontrarán los partidarios más exaltados de una continuidad del Ejército en el poder. En tercer lugar, cuanto más se hayan implicado militares en negociados y tráficos ilícitos y cuanto más condenables sean éstos, tanto más temerán estos militares tener que rendir cuentas algún día y tanto más estarán dispuestos a cualquier aventura golpista.
En todo caso, estas tres hipótesis buscan explicar desde el punto de vista de la lógica y dinámica institucional del sistema militar (es decir, «desde dentro», sin perder de vista que una explicación completa requiere otros datos de carácter sociopolítico) el porqué del golpismo boliviano, el porqué de la supervivencia del militarismo contra viento y marea y el porqué de la voluntad suicida de los militares de aferrarse al poder a cualquier precio.

2. Economía y Narcotráfico

No intentaremos desentrañar el «programa económico» de los últimos gobiernos militares de Bolivia, ni aun, siquiera, el señalar sus crasos errores y las dolorosas frustraciones que vive actualmente ese pueblo. En realidad, la burguesía boliviana y los militares que la representan no tienen un proyecto político-financiero que represente sus intereses. Están preocupados por enriquecerse lo más rápidamente posible, siendo incapaces para formular los lineamientos que abarquen un amplio horizonte del futuro nacional. La burguesía boliviana vive cada instante como si fuera el último, y dentro de ese que hacer, la formulación de programas a largo plazo es sólo una tarea distraccionista. La burguesía boliviana es inmediatista. Está preocupada por lograr prebendas inmediatas, aunque ese logro agrave la situación en su conjunto. Los gobiernos militares, fieles a esa concepción tremendamente egoísta, han administrado el poder dentro del estrecho marco de sus propios intereses inmediatos.
No puede resultar extraño, por lo tanto, que un régimen fascista se instaure en Bolivia, no sólo sin el más mínimo programa económico, sino también demostrando incompatibilidades profundas y total incompetencia.
El estancamiento de las negociaciones para el refinanciamiento de la deuda externa ha sido el más duro revés para la política económica de los últimos regímenes militares bolivianos. El periódico «Wall Street Journal» señala que la inestabilidad política del país y la participación de sus gobernantes en el narcotráfico han conducido al estancamiento de las negociaciones. El periódico llega a afirmar: «El gobierno boliviano está pagando los salarios del sector público y proyecta comprar aviones franceses con fondos obtenidos por el mercado ilícito de la cocaína...» (8-V-8l).
Muchos de los militares creyeron, lo mismo que García Meza y Arce Gómez, que los fabulosos ingresos del narcotráfico serían más que suficientes para reflotar la economía boliviana. El problema merecería un estudio especializado y profundo que no es el objetivo de esta publicación. La situación económica actual no deja de presentar una aparente contradicción: Cuando ingresa al país una extraordinaria corriente de dinero estimada en unos 1.600 millones de dólares anuales por la venta de la cocaína es justamente en ese momento cuando el país presenta la mayor crisis económica de su historia. ¿Cómo se explica todo esto?
No es posible ignorar que un alto porcentaje de las divisas que circulan en Bolivia se obtienen a través del mercado ilegal de la cocaína. Es más: la mayor parte de esas divisas tiene relación directa o indirecta con el narcotráfico. El valor de todas las exportaciones del país no sobrepasa los 850 millones de dólares. Es muy posible que los fondos obtenidos a través del mercado de la cocaína doble esa cantidad.
Un ingreso tan voluminoso y tan desproporcionado con la realidad económica del país no puede dejar de tener impacto decisivo en la economía nacional. El mayor efecto se produce, a no dudarlo, sobre la situación cambiaría, pies la afluencia de «coca-dólares» permite incrementar la oferta de moneda extranjera y mantener, en cierto grado, un tipo de cambio más bajo de lo que correspondería si no se dispusiera de esa entrada ilegal de dólares.
Los «coca-dólares» llegan en efectivo, en forma de remesas, a las manos de los productores de sulfato o de clorhidrato de cocaína y de éstos (en forma mucho más reducida) a los productores de hoja de coca, pasando por los revendedores y transportistas. Una parte de las divisas ingresa al mercado cambiario a través de las casas de cambio y otras agencias que operan en el canje de divisas. El resto ingresa al circuito a través de compras de bienes durables (televisores, coches, radios, grabadoras...) que se adquieren generalmente en Panamá, pagando en dólares, «Así los «coca-dólares» financian una parte importante de las salidas de divisas al exterior y una parte, también, de las importaciones legales de bienes.
Es evidente que los «coca-dólares» no llegan y no pueden llegar directamente al Banco Central y, por lo tanto, no tienen un efecto monetario directo. Lo que tienen es un efecto indirecto sobre la economía del país. Las personas que poseen dólares provenientes del narcotráfico necesitan siempre una cierta cantidad de pesos bolivianos para solventar sus gastos corrientes. Por medio del mercado cambiario obtienen la moneda nacional requerida. El vínculo, por lo tanto, es a través de mercado de cambios.
Es por intermedio de ese mercado por el que se «blanquean» los «coca-dólares». Pero esta especie de «legalización» del dinero mal habido se lo hace también por medio de las cuentas corrientes en los Bancos del Exterior (Bancos de Suiza, de Estados Unidos, de Panamá, de las Bahamas...). El «blanqueo» es importante para borrar las huellas de narcotráfico. Los narcotraficantes bolivianos, contando con las grandes posibilidades que les ofrece su país para internar contrabando, prefieren muchas veces «blanquear» los dólares adquiridos por la venta de cocaína en Miami o Panamá, comprando mercancía e internándola ilegalmente a Bolivia. Este contrabando se lo hace generalmente por medio de los aviones Hércules que poseen las Fuerzas Armadas de Bolivia. El año 1981 uno de esos aviones, cargado de contrabando, se vino abajo, desapareciendo en las aguas del Caribe.
En un mercado libre de divisas el problema del «blanqueo» no es tan agudo, pero siempre existe. De ahí que los narcotraficantes busquen vincularse con gente que tenga en Bolivia negocios establecidos para lograr de este modo la cobertura necesaria. Esto provoca un ensamblamiento de intereses, muy difícil de desdoblar, entre los negocios lícitos e ilícitos. ¡Con más razón aún si los que los hacen ocupan posiciones claves en el gobierno! En estas circunstancias, aun el propio «blanqueo» deja de ser un problema importante. Con una política económica de librecambio y con unas posibilidades ilimitadas para internar al país cualquier producto a través del contrabando, los «coca-dólares» se limpian fácilmente perdiéndose todo rastro para saber qué productos han sido adquiridos legalmente y cuáles lo han sido con dinero ilegal. Los «coca-dólares» se transforman en automóviles, televisores o en suntuosos edificios. No es casual el que en Bolivia, los principales narcotraficantes estén estrechamente vinculados a los grandes negociantes de Santa Cruz a través de la Cámara de Industria y Comercio.
La política económica de los últimos regímenes militares de Bolivia está marcada con el signo de la cocaína y así pasará a la historia. Como herencia queda para los futuros regímenes civiles la difícil tarea de desenredar y cortar los hilos del narcotráfico que se ha extendido por el país como una gigantesca tela de araña (P. Ramos: «Radiografía de un golpe de Estado». Mimeografiado. México, 1981, p. 41 y ss.)
Sería interesante analizar si, aún en términos meramente económicos, la afluencia de los «coca-dólares» ha sido positiva para la economía boliviana. Existen poderosas razones para ponerlo en duda. El primero y el más negativo efecto ha sido que, por razón de las implicaciones de los gobiernos últimos con el narcotráfico, a Bolivia se le ha impuesto internacionalmente una especie de cerco económico de consecuencias desastrosas para su economía. La consecuencia más impactante de ese bloqueo ha sido la suspensión de los créditos, así como las tratativas tendientes a refinanciar la deuda externa.
Otra consecuencia negativa emergente del narcotráfico ha sido la fuga de capitales. La cantidad más grande de «cocadólares» no ingresa a la corriente de bienes del país, sino que va a parar, cada vez con más facilidad y frecuencia, a los Bancos de Suiza, de Panamá, de Nassau o de Taiwán. No deja de ser sintomático que el Banco de Santa Cruz de la Sierra, muy ligado, junto con el banco Ganadero del Beni, a personas muy vinculadas al narcotráfico, ya ha establecido una filial en Panamá, uno de los lugares privilegiados para el «blanqueo» de los «cocadólares».
Otro de los efectos contraproducentes de los dólares provenientes del tráfico de drogas contra la economía boliviana es que gran parte de ese dinero se invierte en Miami o en Panamá en la compra de productos manufacturados que después se internan a Bolivia por las vías (legales del contrabando... Gran parte de los automóviles, radio-cassettes, grabadoras, relojes, televisores, tocadiscos... son adquiridos en el extranjero con esos dólares y entran al país por esos medios ilegales.
Pero ha habido instituciones que se han visto favorecidas por la corriente de los «coca-dólares». Lo han sido, de una manera muy destacada, las Fuerzas Armadas y los Organismos de Seguridad. Entre los Organismos de Seguridad (sería más acertado llamarlo «de inseguridad») cabe señalar la eficaz infraestructura que el Coronel Arce Gómez ha dado con esos fondos a los temibles paramilitares y a los organismos pseudo-estatales como el SES o el DIE.

3. Los «Paramilitares»

La existencia de bandas armadas de carácter absolutamente irregular e ilegal, compuestas de elementos organizados militarmente y vestidos de civil, dedicados a las «tareas sucias» de la represión política y del terrorismo al servicio del Estado, genéricamente denominadas «policías paralelas» o «grupos parapoliciales» o «paramilitares», no es, por cierto, algo propio al fascismo boliviano. Desde hace mucho tiempo y en muchos países del mundo, muchos pueblos han tenido que enfrentarse a esta excrecencia social. Sin embargo, las dimensiones que este fenómeno ha cobrado en Bolivia tienen, sin duda, pocos precedentes.
Los «paramilitares» en Bolivia han llegado a constituirse en un verdadero «ejército paralelo», no sólo debido a su capacidad operativa y la impunidad con que actúan, sino también porque su poder se nutre de la misma fuente que el poder las Fuerzas Armadas.
Aunque como «poder paralelo» son un fenómeno absolutamente nuevo e inédito en la historia de Bolivia, se puede rastrear parte de sus orígenes remontándose hasta los grupos de choque que, en los años cincuenta, organizó la fascistoide Falange Socialista Boliviana (FSB) con el nombre de «Camisas Blancas» para hacer frente a las milicias populares del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), entonces en el poder. De esa época data el nombre de Carlos Valverde Barbery, que llegó a protagonizar una aventura guerrillera en Santa Cruz y, en 1971, lanzó a sus huestes falangistas contra el movimiento popular bajo la consigna «Como en Yakarta, casa por casa», siendo por ello premiado por el dictador Banzer con el Ministerio de Salud.
Fue con ocasión del sangriento golpe de Estado que implantó el fascismo en Bolivia, en agosto de 1971, cuando hicieron su aparición los primeros embriones de grupos paramilitares. Mientras en La Paz hacían el oficio de francotiradores asesinos (militantes falangistas como el «Mosca» Monroy o Alberto Alvarez y delincuentes juveniles como la banda de los «Marqueses»), en Santa Cruz se hacía el experimento de aplicar el sistema de «escuadrones de la muerte» importado del vecino Brasil. Widen Razuk Abrene y Oscar Román Vaca dirigieron dos de estos «escuadrones» que entre el 19 de agosto de 1971 y marzo de 1972 se cobraron la vida de 304 personas (según testimonio del más tarde ministro del Interior del gobierno Gueiler, Jorge Selum). A raíz de su probada adhesión a un régimen terrorista como lo fue el de Banzer, todos fueron premiados con cargos públicos: Monroy fue a la Dirección de Aduanas, Alvarez a la Presidencia de la Lotería Nacional, Razuk a la Prefectura del Departamento de Santa Cruz y Román Vaca a la Presidencia del Comité Pro Santa Cruz.
Con estos y otros elementos provenientes del ejército, la policía y el hampa, el régimen banzerista organizó su policía política bajo la denominación de Departamento de Orden Político (DOP) encubierto como dependencia del Ministerio del Interior. Desde entonces suenan los nombres del eterno coronel Rafael Loayza, jefe de Inteligencia del Ministerio del Interior (en la práctica, lo mismo que el Servicio de Inteligencia del Estado o SIE), del entonces capitán Carlos Mena (jefe de Operaciones del Ministerio del Interior, más tarde sucesor de Loayza), del coronel Jorge Cadima, el capitán Rudy Landívar y el mayor Tito Vargas (de la Sección II del Ejército) y de los civiles Guido Benavides (inspector de Policía, jefe del DOP, luego de la Dirección de Investigación Nacional o DIN), Jorge «Coco» Balvián y Daniel «Damy» Cuentas (ex militantes revolucionarios) o «El Trío oriental», del hampa de Santa Cruz, todos ellos tristemente célebres torturadores.
Durante los siete años que duró el régimen fascista, estas bandas semiclandestinas y parapoliciales fueron las encargadas de sembrar el terror entre la población, especializándose en los asaltos nocturnos a los domicilios de quienes resultan molestos al régimen y en cada vez más refinados sistemas de «interrogatorio» y tortura a los «detenidos» (en realidad, secuestrados) políticos.
Fue el 7 de agosto de 1978 cuando se denunció por primera vez públicamente la existencia de grupos paramilitares en Bolivia. En un comunicado de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia se acusó concretamente al «grupo paramilitar FSB, célula I» de Oruro, dirigido por Víctor Hugo Méndez y Alfonso Dalence, de ser el autor del atentado, robo y destrucción de la oficina local de Derechos Humanos. Igualmente se denunció al grupo paramilitar «Legión Boliviana» de Cochabamba, a cargo de los hermanos Alarcón, y al grupo paramilitar de Raúl Fuentes, activo en el distrito minero de Siglo XX.
El 13 de septiembre de 1978, un atentado dinamitero destrozaba la residencia de los sacerdotes de la parroquia católica de Loreto, en la ciudad de Cochabamba, y cuatro días después, la Asamblea de Derechos Humanos volvía a alertar a la opinión pública sobre «el recrudecimiento de la actividad paramilitar».
El 15 de junio de 1979, la Asamblea volvía a la carga con «un nuevo llamamiento para que se adopten a la brevedad posible acciones enérgicas y contundentes para la disolución de los grupos paramilitares y el enjuiciamiento de sus responsables». La denuncia documental sobre el accionar de estos grupos incluía, esta vez, la nómina de una treintena de elementos componentes de los mismos. La Asamblea terminaba su comunicado profetizando que «las garantías del advenimiento de una democracia están en gran parte dependiendo de que nuestro pedido sea tenido en cuenta». Un año después, en julio de 1980, los paramilitares ya estaban en el poder.
¿Cómo fue eso posible? Para entenderlo, es preciso referirse al contexto en que se produjo el vertiginoso desarrollo de la organización paramilitar. En enero de 1978, movilizaciones populares habían obligado al régimen fascista a conceder una amnistía total, gracias a la cual miles de exiliados políticos habían podido regresar a su país. En julio del mismo año, el régimen no había podido impedir que, en unas elecciones prefabricadas, un candidato oficial (el general Juan Pereda, ministro del Interior desde 1974) fuese derrotado por la oposición. Ante el fracaso del proyecto de «legitimación electoral» de la dictadura, Pereda se alzó en armas contra Banzer y le quitó el gobierno, el 2 de julio, para ser derrocado, a su vez, el 24 de noviembre, por el comandante del ejército, general Padilla. Bajo presión norteamericana, éste prometió nuevas elecciones, esta vez limpias, para julio del año siguientes. Fue en este contexto de «debacle», y desmoronamiento del régimen militar que los sectores fascistas más lúcidos del mismo empezaron a organizarse para sobrevivir y preparar su contraofensiva.
Ahora se sabe que fue en 1978 cuando empezaron a llegar a Bolivia los primeros mercenarios extranjeros reclutados por el criminal de guerra alemán Klaus Barbie-Altmann (jefe de la policía política nazi GESTAPO en la ciudad francesa de Lyon durante la Segunda Guerra Mundial) por cuenta del Ministerio del Interior boliviano (léase DOP-SIE), del que el nazi refugiado en Bolivia era asesor.
Así llegaron a Bolivia los argentinos Alfredo Mario Mingolla, González Bonorino y Silva, todos ellos procedentes de la tenebrosa «Alianza Anticomunista Argentina» (o «Triple A»), con tratados por el Ministerio del Interior, por intermedio de Altmann, para actuar como provocadores durante la campaña electoral de 1978. Fue este grupo terrorista el que dinamitó la sede parroquial de Loreto, en Cochabamba, en septiembre del mismo año.
También en septiembre de 1978 fue cuando llegó a Bolivia, contactado por Altmann, el terrorista alemán Joachim Fiebelkorn (desertor del ejército alemán, mercenario de la Legión Extranjera, vinculado a la «Internacional neonazi»), procedente de Paraguay. A fines del mismo año, Altmann se trajo de Paraguay a otro alemán, el ex soldado nazi Hans Joachim Stelifeld, que trabajaba allí al servicio de la organización nazi «Kamaradenwerk». Por otra parte, fue también en 1978 cuando llegó a Bolivia el mercenario belga «coronel» Jean Schramme, igualmente desde Paraguay. Todos ellos recibieron sueldo y credenciales del Ministerio del Interior boliviano y fueron encargados de la instrucción militar de grupos irregulares.
Entretanto, los viejos matones falangistas dan muestra no sólo de vitalidad y capacidad operativa, sino también de impunidad, ocupando, en acción militar, durante la campaña electoral de 1979, el aeropuerto de Santa Cruz para impedir la llegada del candidato de la oposición. En esa ocasión reaparecen Carlos Valverde, Widen Razuk y el «Mosca» Monroy.
Pero no es sino hasta la derrota del efímero régimen fascista del coronel Natusch, en noviembre de 1979, que el proceso de organización de grupos paramilitares «profesionalizados» arranca propiamente. En una carrera contra reloj, se trata de poner en pie todo un «ejército de paramilitares» con el objetivo de conquistar el poder, puesto que el ejército había sido derrotado y la desmoralización cundía en sus filas.
En efecto, desde la victoriosa insurrección popular de 1952 nunca el ejército había vuelto a morder el polvo de la derrota como esta vez. Sólo tres meses antes había culminado el proceso democrático-electoral boliviano con la elección de un presidente interino de la República en la persona del abogado Walter Guevara Arce; haciendo de tripas corazón, los militares habían tenido que replegarse a sus cuarteles tras 15 años de ejercicio del poder. Era el 6 de agosto de 1979. El 1 de noviembre ya estaban de vuelta. Tras un «ensayo general» en octubre, el coronel Natusch proclamó el fin de la democracia representativa en Bolivia y reimplantó el régimen militar. Quince días más tarde, Natusch tuvo que abandonar el Palacio de Gobierno por la puerta trasera repudiado por el pueblo. El Parlamento nombró un nuevo presidente interino en la persona de la señora Lidia Gueiler y ésta convocó nuevas elecciones para junio de 1980.
El ex presidente Guevara escribió más tarde: «Si los militares bolivianos aprendieron o no algunas lecciones del golpe fracasado de Natusch Busch es algo que puede discutirse. Lo que no puede ignorarse es que los asesores argentinos del Estado Mayor sacaron las conclusiones apropiadas y eso fue muy importante, porque ellos dirigieron el golpe del 17 de julio de 1980.»
Al día siguiente del aplastamiento del golpe de Natusch, el proceso de preparación del próximo golpe teniendo como brazo ejecutor a una fuerza paramilitar arrancó con fuerza. La influencia argentina fue decisiva. Se trataba de aprovechar al máximo la experiencia de la «represión clandestina» puesta en marcha por el Ejército argentino antes del golpe de 1976 a través de grupos «parapoliciales» tales como la «Triple A» dirigida por el ministro López Rega y oficiales superiores de la Policía Federal. Las ventajas de este método eran múltiples: el ejercicio del terrorismo de Estado desde las sombras es mucho más efectivo que desde una institución expuesta a la luz pública, pues logra bajar la moral del «enemigo» (léase movimiento popular) desatando el pánico en sus filas, al mismo tiempo que mantiene la ilusión de una «neutralidad» de las Fuerzas Armadas o, por lo menos, no las desgasta en las «tareas sucias» de la represión política; por otra parte, logra intimidar a los sectores militares «blandos» (léase institucionalistas o democráticos) que se atrevan a cruzarse en el camino de los sectores «duros».
Los expertos argentinos en las técnicas de provocación, el terrorismo, el secuestro, la tortura y la «desaparición» llegaron en masa a Bolivia. Es verdad que el capitán Miguel Angel Benazzi, oficial de Inteligencia y uno de los primeros torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada argentina, ya se hallaba en Bolivia desde 1978, mimetizado como funcionario de la Agregaduría Naval de la Embajada argentina. En 1980 llegaron los «pesos pesados»: el siniestro capitán Antonio Pernía, que antes se había fogueado en operaciones clandestinas en París y Madrid, y el capitán Schelling, ex jefe de Inteligencia del aparato represivo montado en la Escuela de Mecánica de la Arrinada (ESMA) en Buenos Aires, quien se llevó a todo su equipo de torturadores. En poco tiempo, la Misión Militar argentina en Bolivia infló su personal encubierto, hasta llegar a contar 70 funcionarios.
La piedra fundamental para la construcción de esta fuerza paramilitar golpista fue, sin duda, el Departamento II (o Sección de Inteligencia) del Estado Mayor General del Ejército desde el momento en que, a raíz del golpe de Natusch, cayó en manos del coronel Luis Arce Gómez. Tras el fracaso del golpe, Arce Gómez se atrincheró en el Departamento II y, ante la pasividad del gobierno y de los demás jefes militares, hizo de él su feudo. Aún más: el 22 de noviembre (sólo una semana después de la vergonzosa retirada de Natusch del Palacio de Gobierno), Arce Gómez se atrevió a desafiar al nuevo gobierno, saqueando él personalmente las oficinas del DOP-SIE sitas en el edificio del Ministerio del Interior y llevándose sus archivos y su personal al Departamento II, instalado en el Cuartel General del Ejército.
De este modo, los Loayza, Mena, Benavides y demás torturadores del antiguo DOP pasaron a depender del Departamento II del Ejército, desde noviembre de 1979, a las órdenes directas de Arce Gómez. Este, desde luego, reunía las mejores condiciones para hacer de centro de la red: experto en explosivos, envuelto en asesinatos políticos diez años antes, resentido social, inescrupuloso y megalómano. Y, además, una «cualidad» que resultó ser la más importante: narcotraficante. Fue a través de Luis Arce Gómez y de sus contactos con la mafia del narcotráfico que la fuerza paramilitar en construcción encontró no sólo su principal fuente de financiación, sino también su principal forma de crecimiento cuantitativo mediante la incorporación masiva de los pistoleros a sueldo de los narcotraficantes a las filas de la fuerza paramilitar. Los encargados del reclutamiento de los traficantes de cocaína fueron, precisamente, dos oficiales de la Sección II del Segundo Cuerpo de Ejército (estacionado en Santa Cruz), personalmente vinculados a la mafia del narcotráfico: el mayor Abraham Baptista y el capitán Rudy Landívar.
Así se fue tejiendo, desde los primeros meses de 1980, una extraña y tenebrosa simbiosis de servicios secretos, hampa del narcotráfico, militantes falangistas, mercenarios extranjeros, torturadores de la policía política y oficiales del Ejército, todo ello bajo la dirección invisible de la Misión Militar argentina. La jefatura de esta banda terrorista quedó en manos del coronel Arce y su coordinación operativa fue encargada a un equipo de «diplomados» en técnicas modernas de represión o «contrainsurgencia», encabezado por el coronel Freddy Quiroga y el capitán Hinojosa, ambos procedentes del SIE.
La banda «debutó» en marzo de 1980, secuestrando y asesinando, con técnicas desconocidas hasta entonces en Bolivia, al sacerdote jesuita Luis Espinal, director del semanario de izquierda «Aquí», único órgano de prensa abiertamente crítico del golpismo militar. Una ola de atentados y explosiones, varios de ellos mortales, recorrió el país los meses siguientes hasta la víspera misma de las elecciones del 29 de junio. Nunca antes se había dado en Bolivia un terrorismo de esa naturaleza. A mediados de junio, los paramilitares falangistas protagonizaron, inclusive, un «ensayo general» con la toma de la ciudad de Santa Cruz. La pasividad, si no complicidad, de los mandos del Ejército con la subversión y las conjuras de los paramilitares del coronel Arce era evidente. Así se llegó hasta el golpe del 17 de julio.
Las operaciones del golpe de Estado estuvieron por completo a cargo de los paramilitares. En el transcurso de sólo una hora y media, unas cuantas decenas de individuos vestidos de civil, entrenados militarmente y armados con metralletas, recorrieron la ciudad de La Paz en ambulancias, al mediodía, y lograron secuestrar a la presidenta de la República y a su gabinete ministerial en pleno (se hallaban sesionando en el Palacio de Gobierno), a la dirección político-sindical del país (estaba reunida en el local de los sindicatos) y acallar por la fuerza a todas las radioemisoras de la ciudad. Una vez paralizada la capital, los paramilitares entregaron el poder en bandeja de plata al Ejército en la persona de su comandante general, el general Luis García Meza.
El intelectual boliviano Pablo Ramos Sánchez ha escrito al respecto: «En la mecánica de este golpe, los paramilitares tuvieron a su cargo las tareas sucias de asaltar locales, tomar prisioneros, perseguir políticos, allanar domicilios, robar, torturar, asesinar y desencadenar el terror en Bolivia. Al utilizarlos, los golpistas no sólo mostraron a sus camaradas de armas que podrían actuar independientemente del resto de las FF.AA., es decir, que tenían capacidad para lanzarse a la calle sin necesidad de recurrir a la movilización de regimientos militares cuyos comandantes podrían no estar dispuestos a ensuciarse las manos y el uniforme en tareas gansteriles. Pero, además, les permitía demostrar a los indecisos o reticentes que también podrían correr la misma suerte que los políticos a manos de los paramilitares».
De esta forma, la mayor parte de los comandantes de regimientos no dudaron en participar en la represión, especialmente sangrienta en las minas. El dinero proveniente del narcotráfico se encargó del resto. En cuanto a la tropa, fue embarcada en las «tareas sucias» en virtud de los principios militares de disciplina y subordinación. A este respecto sigue escribiendo Pablo Ramos: «Es cierto que, después de cumplidas las primeras acciones, salieron a la calle las patrullas militares (...) Es de tener en cuenta que en los allanamientos actuaban juntos, militares y paramilitares, correspondiendo a estos últimos la iniciativa, mientras que los primeros representaban el respaldo de la fuerza.»
«Es digno de anotar, para la historia», sigue el comentario, «lo que ocurría en estas operaciones conjuntas: mientras los oficiales y soldados actuaban con el rostro descubierto, los paramilitares se recubrían con medias nylon de mujer, dando a su presencia un aire de tenebrosidad capaz de desencadenar el pánico en los familiares de los perseguidos. Tales precauciones de los paramilitares obedecían a razones de seguridad, pero también a propósitos específicos de amedrantamiento. Seguramente los propios soldados sentían escalofríos cuando escuchaban las voces deformadas de quienes les daban órdenes desde el fondo de una máscara (...) Tales hechos se marcaron de manera indeleble, para bien o para mal, en la conciencia de los jóvenes militares que participaron en ellos» (Pablo Ramos, en «Radiografía de un golpe de Estado», México, mayo de 1981).
Tras el golpe, las filas de los paramilitares se nutrieron con centenares de individuos, oportunistas o convencidos, procedentes de todos los sectores sociales (desde la empresa privada hasta el hampa), ultraderechistas por anticomunismo, catolicismo integrista o, simplemente, por narcotraficantes.
Desde entonces, los paramilitares se han convertido en una especie de «ejército paralelo» o guardia pretoriana al servicio, indistintamente, del sector fascista del Ejército y de la mafia del narcotráfico. Con los fondos provenientes de éste se les ha dado un sueldo regular, inscribiéndolos en la plantilla de personal de diversas instituciones, tales como la oficina de Formación de Mano de Obra (FOMO), la Lotería Nacional, la Aduana, la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) de La Paz, el magisterio, varios ministerios, sin contar el Ministerio del Interior y la Sección II del Ejército. También se les ha dado un status semilegal con la creación del Servicio Especial de Seguridad (SES) como marco para encuadrarlos.
Primero apareció el Comando de Operaciones Conjuntas (COC), según el modelo argentino, como una especie de «Estado Mayor General de los paramilitares», a cargo del coronel Faustino Rico Toro, ex ministro del Interior que acababa de regresar de una larga estadía en los Estados Unidos. Luego, Rico Toro fue transferido a la Jefatura del Departamento II del Ejército como sucesor de Arce Gómez, pues éste decidió hacerse cargo personalmente del Ministerio del Interior. A la Jefatura del COC pasó el coronel Carlos Rodríguez Lea Plaza, jefe del Departamento III (Operaciones) del Ejército y rival de Rico Toro. Entonces se creó el SES como dependencia del Ministerio del Interior (en realidad se pretendía sustituir al ex DOP-SIE), cuya dirección fue encomendada al coronel Freddy Quiroga, incondicional de Arce Gómez. En octubre de 1981, mediante decreto, el SES fue disuelto y en su lugar se creó la Dirección de Inteligencia del Estado (DIE), a cuyo frente siguió el coronel Quiroga, al menos hasta marzo de 1982.
Pero los paramilitares son algo más que el «brazo largo» de los sectores fascistas del Ejército. Son un verdadero poder del Ejército, pues los jefes y oficiales vinculados a ellos controlan, al mismo tiempo, los puestos claves dentro del Ejército. Estos jefes y oficiales funcionan, incluso, como una «logia secreta», que dice llamarse «Aguilas Negras». Por otra parte, los paramilitares mismos funcionan como una verdadera «mafia» que ha logrado penetrar en todos los entresijos del aparato estatal.
Como dice Pablo Ramos en su estudio ya citado: «Los paramilitares no sólo desempeñaron tareas militares y represivas, pues formaron parte importante entre las bases de sustentación política y social del régimen. Surgidos de las capas medias y del lumpen, constituyen los sectores más agresivos en el accionar político de la derecha boliviana. Incluso llegaron a copar segmentos importantes de la administración pública, especialmente aquéllos donde existe la posibilidad de enriquecimiento fácil. Así, lo primero que controlaron fue la Lotería Nacional, la Caja de Seguro Social, las oficinas recaudadoras de impuestos a la coca, las oficinas de la Renta Interna y de las aduanas. Demás está decir que coparon todas las reparticiones del Ministerio del Interior.»
En un afán por justificar su existencia ante la opinión pública, el dictador García Meza dijo una vez que los paramilitares «no son gente sin oficio ni beneficio, ya que muchos de ellos son abogados, médicos, ingenieros y arquitectos» y que «muchos de ellos son elementos nacionalistas y conscientes, pero necesitan ser controlados para evitar abusos como el cometido por un paramilitar en Santa Cruz, que disparó contra un camarero porque se negó a servirle una cerveza después del toque de queda».
Más brutal fue Arce Gómez. A una pregunta periodística, en mayo de 1982, acerca de quién tenía razón, si la opinión pública que piensa que aún existen los paramilitares o si el Ministerio del Interior que los niega, Arce Gómez respondió: «Pienso que el Ministerio del Interior está mal informado. Que salgan los anarquistas a verificar si existen o no».

4. La «Conexión» Nazi

Otra parte importante de la base de sustentación del fascismo en Bolivia está constituida por una numéricamente pequeña fuerza social, a cuyo poder económico e ideología de extrema derecha se suma un curioso elemento unificador: su condición de alemanes. Se trata de un pequeño pero poderoso grupo de familias alemanas, la mayor parte de las cuales emigraron a Bolivia antes de la primera guerra mundial o en los primeros años de la posguerra. Prosperaron en el mundo del comercio y la industria y asimilaron la ideología nazi de su patria de origen como su principio de identidad y comportamiento en su patria de adopción.
La llamada «Colonia alemana» en Bolivia salió a la luz pública como estrechamente vinculada a la instauración del fascismo banzerista en 1971, cuando uno de sus más connotados miembros, el industrial azucarero Edwin Gasser reveló, en una entrevista con la televisión de la República Federal Alemana, que fue la «Colonia» quien financió el golpe de Bánzer (él mismo descendiente de alemanes) con dineros que sirvieron para sobornar a numerosos jefes militares.
Otro personaje de gran influencia durante el régimen de Bánzer fue Federico Nielsen Reyes, el traductor oficial al castellano del panfleto «Mein Kampf» de A. Hitler. En 1976 era el delegado en Bolivia del Comité Intergubernamental de Migraciones Europeas (CIME) y estuvo implicado en el fallido negociado de importar a Bolivia a colonos rhodesianos expulsados de Africa por su mentalidad racista. A principios de la década, su hijo Roberto apareció implicado en otro escándalo: hallándose en Frankfurt (RFA) disfrutando de su condición de Cónsul de Bolivia, no tuvo reparos en vender su título de Cónsul a un zapatero local para comprarse un caballo de carreras con la pretensión de querer competir en los Juegos Olímpicos de 1972.
Las aficiones hípicas de Roberto lo llevaron a trabar amistad con otro experto en caballos: el oscuro General Luis García Meza Tejada. Tras el sangriento golpe del 17 de julio de 1980, que llevó a García Meza al poder, Roberto Nielsen apareció como Jefe de Seguridad del dictador y ayudante administrativo del Palacio de Gobierno, encargado de cubrir todas las necesidades de la vida privada de García Meza, incluidos los servicios de provisión de prostitutas.
Fue, pues, natural que fuera Roberto Nielsen quien, junto con otros seis guardaespaldas, acompañara a la esposa del dictador, Olma Cabrera de García Meza, en un supuesto viaje a España. En realidad, el destino del viaje era Zurich (Suiza) y su objeto: depositar una enorme cantidad de dinero, que la revista semanal alemana «Der Spiegel», evalúa en nada menos que cuarenta millones de dólares, en un banco suizo.
En cuanto a Federico Nielsen, éste también es cómplice de los robos y manejos dolosos de dinero del dictador: tras la caída de éste, en agosto de 1981 fue el encargado de comprar, a nombre de García Meza, la suma de 50.000 dólares del Banco Central de Bolivia a menos de la mitad del precio oficial para los gastos del numeroso séquito que el ex dictador se llevó a su semiexilio en Taiwán.
Pero el más conocido de los alemanes colaboradores del fascismo en Bolivia es, sin duda, el criminal de guerra Klaus Barbie. Al igual que varios otros criminales de guerra que huyeron de Alemania al terminar la segunda guerra mundial, Barbie también buscó refugio en América del Sur y terminó instalándose en Bolivia. Aquí cambió su nombre por el de Klaus Altmann, para tratar de encubrir su pasado de asesino de miles de judíos y patriotas franceses durante el tiempo en que se desempeñó como jefe de la policía secreta del Estado alemán (Gestapo) en la ciudad francesa de Lyon. De ahí que sea conocido como «el carnicero de Lyon».
El nombre de Altmann está asociado a la represión política, al tráfico de armas, al reclutamiento de mercenarios para la formación de grupos paramilitares y al tráfico de cocaína. Durante el régimen barrientista se vinculó a los militares y fundó una empresa marítima en conexión con otras instaladas en Perú y dedicadas a la importación y exportación; de esta forma entró en las redes del tráfico internacional de armas.
Tras el golpe de 1971, Bánzer lo incorporó al aparato represivo del régimen, en tareas relacionadas con su propia seguridad personal y con la renovación de los métodos de represión en el Ministerio del Interior. Bánzer también le otorgó la ciudadanía boliviana y le dio un pasaporte diplomático, con el cual recorrió Europa negociando la importación de carros de combate y armas ligeras para el Ejército.
Aunque siempre cubrió sus actividades y se mantuvo en la sombra, la célebre «cazadora de nazis» alemana Beate Klarsfeld terminó descubriéndolo, posibilitando que el gobierno francés presentara al de Bolivia un pedido de extradición por «asesinato y complicidad en secuestros arbitrarios, seguidos de deportaciones de cientos de ciudadanos muertos como resultado de las torturas y actos de barbarie». La solicitud francesa fue negada por las autoridades judiciales bolivianas por presión de Bánzer.
Altmann se relacionó estrechamente con los responsables sucesivos del aparato represivo de los distintos regímenes; así, trabó amistad con el que fue ministro del Interior de Bánzer durante cuatro años, el General Juan Pereda Asbún (más tarde, autor de la defenestración de Bánzer y efímero dictador), y con el entonces jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, Coronel Luis Arce Gómez (más tarde, autor del golpe de Estado de 1980 y ministro del Interior del régimen de García Meza). A través de ellos, Altmann se vinculó también al tráfico de la cocaína y al mundo de las mafias del narcotráfico.
El 31 de diciembre de 1980, el diario «El País» de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra publicaba en su edición-anuario una fotografía y una esquela mortuoria absolutamente insólita en Bolivia y profundamente reveladora del submundo donde se entrelazan las mafias del narcotráfico, los paramilitares y los nazis. La foto está tomada en la hacienda de José Gutiérrez en Santa Cruz.
En ella destaca, al centro, la figura de Hans J. Stellfeld, ex oficial del Ejército nazi e instructor de los grupos paramilitares. Stellfeld murió el 16 de diciembre de 1980, a la edad de 68 años, por sobredosis de cocaína, y fue enterrado con honores militares en el cementerio alemán de Santa Cruz ( (1)). Según la nota necrológica, Stellfeld llegó a Bolivia dos años antes (o sea, en el segundo semestre de 1978, cuando Pereda era presidente de la República y Rico Toro su ministro del Interior, Justicia e Inmigración) con el objeto de realizar «estudios de la flora cruceña».
Sin embargo, la nota revela también que «últimamente tuvo una brillante actuación como consejero de los elementos nacionalistas», es decir, fascistas, que protagonizaron la reinstauración del fascismo en Bolivia. Por su parte, el Contralor General de la República, Adolfo Ustares Ferreira, que también figura en la fotografía y asistió al sepelio de Stellfeld junto con «numerosos amigos y miembros de la Colonia Alemana», pronunció un discurso, donde llama a Stellfeld «camarada», revela que todos eran integrantes de una «Legión», que pasaron juntos «largas noches y días de vigilia ante la acechanza roja», que fue la tenacidad de Stellfeld lo que hizo que «nos preparemos y actuemos» y que «fue el 17 de julio que culminó la camaradería».
Ustarez es un abogado relacionado con la mafia del narcotráfico, que integró las bandas armadas fascistas y, por ello, fue distinguido por García Meza con el cargo clave de Contralor General de la República, función administrativa encargada de la defensa de los intereses del Estado, que fue utilizada por el régimen para hacer «blanquear» o reciclar los fondos provenientes del narcotráfico y «cubrir» las operaciones ilícitas de los altos jefes militares. Tuvo que dejar el cargo en febrero de 1981, al mismo tiempo que los Coroneles Arce Gómez y Ariel Coca, por presiones del gobierno norteamericano.
En la histórica fotografía figura también Fernando Monroy. alias «Mosca Monroy», delincuente común con un grueso prontuario. A comienzos de la década de los 70 integraba los grupos de matones de la Falange Socialista Boliviana (FSB) que se dedicaban a «desestabilizar» los gobiernos reformistas de los generales Ovando y Torres. En 1979 fue detenido por haber asesinado a sangre fría a un joven universitario que participaba en una manifestación. En vísperas del golpe del 17 de julio de 1980 fue puesto en libertad por orden expresa del Coronel Arce Gómez para que integrara el grupo paramilitar que asaltó el local de la Central Obrera Boliviana (COB) y asesinó a los dirigentes políticos Marcelo Quiroga Santa Cruz y Carlos Flores Bedregal y al dirigente minero Gualberto Vega Yapura.
El «Mosca Monroy» formaba parte también -como no podía ser de otra manera- de las bandas armadas al servicio de la mafia del narcotráfico. El 18 de junio de 1982 apareció muerto en su casa, en el barrio residencial de Guapay, en la ciudad de Santa Cruz, donde residía desde dos años antes, con herida de bala. Los vecinos informaron que, por la tarde, habían escuchado varios disparos de armas de fuego, pero que no les dieron mayor importancia, porque en esa casa «se practicaba tiro al blanco». Aunque el gobierno del General Torrelio ha querido encubrir los pormenores de su muerte, lo más probable es que se trate de un típico «ajuste de cuentas» entre distintas bandas de narcotraficantes.
Finalmente, en la fotografía aparecen varios mercenarios extranjeros, entre ellos el francés Jacques Edouard Leclere (luchó contra la independencia de Argelia en las filas de la organización terrorista OAS, detenido en Bolivia en 1979 cuando intentaba sacar 7 kilos de cocaína y puesto en libertad con el fin de que ayudara al entrenamiento de los grupos paramilitares en Santa Cruz), el austríaco Wolfgang Walterkirche y los alemanes Joachim Fiebelkorn, Herbert «lke» Kopplin y Manfred Kullman.
Todos ellos resultaron pertenecer a una siniestra logia secreta denominada «Los Novios de la Muerte», o «Frente Bolivia Joven», que salió a la luz pública con motivo de su desarticulación. Todo comenzó el 2 de mayo de 1981, cuando el aventurero falangista y viejo paramilitar Carlos Valverde Barbery se apoderó, al frente de un pequeño grupo de civiles armados, del pozo petrolífero «Tita» de propiedad de la norteamericana Occidental Co., para exigir la renuncia de García Meza. El operativo fracasó al intervenir las tropas de la VIII División del Ejército, al mando del Coronel «constitucionalista» Gary Prado Salmón (quien resultó gravemente herido en la columna vertebral), que por entonces se hallaban empeñadas en una intensa batida contra los narcotraficantes y los paramilitares en todo el Departamento de Santa Cruz.
Días después, un grupo de ocho personas atravesaba la frontera boliviana con el Brasil en precipitada huida desde la ciudad de Santa Cruz. Detenidos por la policía brasileña, fueron trasladados a la ciudad de Campo Grande (Mato Grosso, a 200 km de la frontera), donde les fueron decomisados 3 kilos de cocaína, uniformes militares, panfletería nazi y armamento moderno. El grupo resultó ser parte de otro mayor, compuesto por 36 personas, comandado por el alemán Joachim Fiebelkorn.
El grupo comenzó a ser desarticulado en Santa Cruz, donde fueron apresados seis de sus integrantes. Entre los detenidos en Campo Grande figuran, además de tres bolivianos, dos argentinas y un peruano, el austríaco Walterkirche y el alemán Kullman. Los demás lograron escapar. El propio Fiebelkorn comandaba al grupo de los ochos, pero logró evitar ser detenido él también. Se hospedó durante algunos días en el hotel Beira-Río, de Campo Grande, y luego desapareció.
Entre los papeles incautados a los prófugos, la policía brasileña encontró una lista con 20 nombres, donde Fiebelkorn figura como «Primer Comandante del Grupo Especial de Comando». Como «Segundo Comandante» aparece Jaime Gutiérrez, un connotado narcotraficante que consiguió huir hasta el Paraguay. El «Tercer Comandante» resultó ser Omar Cassis, conocido miembro de la policía política de Bánzer y uno de los tres que dio su nombre para encubrir el asesinato del ex ministro del Interior de Bánzer, Coronel Andrés Selich Chop, por el nuevo ministro Alfredo Arce Carpio.
De las declaraciones de los detenidos en Campo Grande se supo también que el grupo tenía dos funciones: preparar paramilitares para acciones terroristas y suministrar protección a los narcotraficantes. El mismo Jefe de Estado Mayor de la VIII División, Coronel Edwin Peredo, confirmó que se trataba de «un grupo paramilitar de protección a los narcotraficantes y a los productores de cocaína». En la casa que ocupó Fiebelkorn en Santa Cruz se encontró ametralladoras ZK, lanzadoras de granadas, nitroglicerina, fósforo blanco y otras muchas armas modernas.
De toda esta documentación se sabe que Fiebelkorn es un neonazi fanático, que coleccionaba banderas nazis, uniformes militares de los SS, discursos y películas de Hitler, esvásticas y canciones; todos los días escuchaba cintas grabadas con los discursos de Hitler y buscaba imitarlo en las actitudes, las expresiones y hasta en la misma voz ( (2)).
Fiebelkorn llegó a Bolivia en 1978 (como Stellfeld), en compañía de otro compatriota suyo, Hans-Jürgen Lewandowski, ex soldado de las SS hitlerianas, a quien asesinó en noviembre de 1980 en la ciudad de Santa Cruz. En el asesinato estuvo también implicado el mercenario francés Napoleon Forlangier, a quien Fiebelkorn conocía desde la época de las luchas por impedir la independencia de Argelia. El médico boliviano Alberto Chávez, otro integrante de «Los Novios de la Muerte», emitió el certificado de defunción de Lewandowski, según el cual éste habría muerto de «cirrosis hepática aguda».
Fue Klaus Altmann quien contrató a Fiebelkorn para el Servicio Especial de Seguridad (SES) -eufemismo que encubría la estructura de los paramilitares, más tarde cambiado en Dirección de Inteligencia de Estado (DIE)- y le entregó las credenciales correspondientes. Otros viejos y nuevos nazis contratados por Altmann como instructores para los paramilitares son: Franz Josef Hoefle, Manfred Konter, Castern Vollmer y Kai Gwinner.
A Kullman, cuando la policía brasileña lo detuvo en Campo Grande, le encontraron en su bolsillo una carta de «recomendación» que le había dado el entonces ministro del Interior de García Meza, General Ceiso Torrelio Villa (más tarde, sucesor del dictador). En cuanto a Kopplin, que logró evitar el ser detenido, su nombre salió en la prensa cuando, a mediados de junio de 1981, asesinó al argentino Alonso Estévez mientras éste, en estado de ebriedad, tenía una discusión con el administrador del club Playboy. Kopplin le disparó a quemarropa. Después, como descargo, reveló que era agente de la Comisión Nacional de Lucha Contra el Narcotráfico dirigida por los Coroneles Doria Medina, David Fernández y el Mayor Luis Cossío.
En efecto, entre los protectores de los nazis de viejo y nuevo cuño figuran muchos jefes militares, incluida la máxima cúpula. Así, días después de la detención del grupo de «Novios de la Muerte» que huían al Brasil, se supo que el Jefe de Estado Mayor del Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas de Bolivia, General de División Edén Castillo Galarza (antiguo cómplice de la camarilla García Meza-Arce Gómez), había intercedido en favor de dos de los bolivianos detenidos (Tatiana Vaca Díez y Ramón Ortiz), argumentando que «gozan de la confianza de las Fuerzas Armadas». Por si fuera poco, la madre de Tatiana Vaca Díez también hizo publicar las recomendaciones que obtuvo en el Ministerio del Interior, la Guardia Nacional de Seguridad Pública y la Prefectura del Departamento de Santa Cruz. El «affaire» le costó el cargo al General Castillo.
Pero no sólo a él. Otro militar que tuvo que poner los pies en polvorosa por culpa de los «Novios» es el Capitán Rodolfo «Rudy» Landívar, a la sazón cónsul general de Bolivia en Campo Grande. Landívar es un antiguo integrante de los aparatos represivos del régimen de Bánzer, especializados en la represión a los campesinos (su cargo era el de «coordinador del Pacto militar-campesino»), además de connotado miembro de la red de narcotráfico desde su puesto en la Aduana de Santa Cruz. Su ubicación misma en Campo Grande es sospechosa: ¿qué hace ahí un Consulado de Bolivia, en una ciudad que no tiene comunicaciones con Bolivia? La razón del porqué el grupo de terroristas huía en dirección a Campo Grande parece evidente: su contacto allí era Landívar. La policía brasileña le acusó de «conocer todos los nombres de los jefes neonazis que operan en Bolivia». Antes de que fuera demasiado tarde, Landívar renunció de inmediato y se volvió a Bolivia.
Es verdad que no son sólo alemanes los mercenarios de ideología nazi que operan en Bolivia al servicio del régimen militar y de la mafia del narcotráfico. Según una nota secreta de los Servicios de Seguridad del Estado de Bélgica, cuatro mercenarios de origen flamenco forman parte también de las bandas paramilitares en Bolivia. Se trata del «Coronel» Jean Schramme, de Albert Van Ingelgom (de 66 años, que fue comandante de las SS alemanas destinado en el campo de concentración de Auschwitz), de Roger Van de Zande (también de 66 años, brazo derecho de Schramme) y del hijo de éste, de 30 años, que trabajaría en el SES (hoy DIE) en La Paz, donde le apodan «El Tigre» por su dominio de las técnicas de tortura.
La historia de Schramme (de 53 años) es muy elocuente. Hijo de un abogado de Brujas (Bélgica), ingresé en el Ejército como voluntario. A los 24 años se compró una plantación en el Congo Zaire. Cuando se produjo la guerra de la ex colonia belga, hoy secesión de la provincia de Katanga (provocada por los colonialistas belgas reacios a la independencia de la colonia en 1960), Schramme se convirtió en el hombre de confianza del cabecilla de la secesión, Moise Tschombé, cuyas fuerzas policiales dirigió. Tras el fracaso de la aventura se refugió en Angola y en 1964, cuando Tschombé ya fue primer ministro, regresó a Leopoldville. Bajo la dirección del General Mobutu, entonces brazo derecho de Tschombé, reprimió a los seguidores de Lumumba, el padre de la independencia. Cuando Mobutu se apoderó del gobierno mediante un golpe de Estado, Schramme fue promovido a Mayor y Comandante Militar de la región de Maniema. En 1967, a raíz de una aventura golpista protagonizada junto con el mercenario francés Bob Denard, Schramme es expulsado del Zaire.
De vuelta en Brujas, el 26 de junio de 1968, es detenido acusado del asesinato de un belga cometido en mayo de 1967 en el Zaire. Dos meses después logra su libertad en condiciones oscuras, obtiene un pasaporte y, en 1969, huye a España. En 1970 se instala en Portugal, pero a la caída del fascismo en 1974 vuelve a huir, esta vez al Brasil. De aquí es expulsado en 1976, por lo que debe trasladarse al Paraguay, de donde, en 1978, se interna a Bolivia. ¿Sería también Altmann el que lo reclutó?
En agosto de 1981 dos periodistas norteamericanos intentaron conversar con Altmann sobre éste y otros temas en su casa de Cochabamba. Pero el nazi recurrió a sus influencias y los hizo detener por la policía. Por razones de seguridad, Altmann suele cambiar su lugar de residencia entre Cochabamba, su departamento en La Paz (calle 20 de octubre, Edificio Jazmín) y su hacienda de Santa Cruz. Pero ya no se oculta. Con frecuencia se le puede ver entrando o saliendo del Ministerio del Interior. Una vez reveló a la revista de gran tiraje alemana-occidental «Stern»:
«Siempre que necesitan ayuda, me llaman. Tengo una reputación muy buena.»
El 22 de julio de 1982, Altmann demostraba que, tras el último golpe militar, nada había cambiado en Bolivia. Días antes, el General Celso Torrelio había sido destituido por la «mafia de los coroneles» garcíamezistas tras haber cedido a la presión popular decretando una amnistía general y convocando a elecciones generales. Después de un largo forcejeo interno, los coroneles acabaron imponiendo a uno de ellos, Guido Vildoso, en la Presidencia de la República. Al día siguiente, Altmann hacía una aparatosa aparición en el Palacio de Gobierno para visitar a su amigo Vildoso. (3)

Notas:
1. Según pudo averiguar el enviado especial del diario brasileño «O Globo» en Santa Cruz de la Sierra, José Eustaquio de Freitas, «Stellfeld fue asesinado por otros dos alemanes, miembros del "Frente Bolivia Joven" Franz Josef Hoefle, de 39 años, y Manfred Konter, quienes le robaron dinero y regresaron a Paraguay» («O Globo», 7 de junio de 1981).
2. El 11 de septiembre de 1982, el juez italiano Aldo Gentile emitió una orden de detención contra Joachim Fiebelkorn y otros cuatro neonazis terroristas, integrantes todos ellos de la llamada «Internacional negra», como presuntos autores del asesinato de 85 personas en la estación de trenes de la ciudad italiana de Bolonia, el 2 de agosto de 1980, mediante la explosión de una bomba
3. El nuevo embajador de la República Federal de Alemania en Bolivia, Helmut Hoff, al presentar sus credenciales, el 3 de septiembre de 1982, renovó el pedido de extradición de Barbie, presentado por su gobierno en el mes de mayo del mismo año. El pedido alemán se basa en el hecho de que Barbi sigue siendo ciudadano alemán, pues la ciudadanía boliviana la obtuvo en 1957 bajo la falsa identidad de Klaus Altmann. Esta sirvió para que las autoridades judiciales bolivianas rechazaran dos veces, en 1974 y en 1979, el pedido de extradición presentado por Francia.

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