El robo de minerales en la ciudad de Potosí fue una práctica común que no se
pudo controlar en la Colonia. Por ejemplo, en la década de 1570 las quejas por
el kajcheo -como se conocía a esta práctica- se multiplicaron, pues incluso se
denunciaba que las esposas de los mitayos estaban comprometidas. Según las
denuncias, cuando las mujeres subían al Cerro Rico para alimentar a sus
esposos, éstos aprovechaban para entregarles los "ricos minerales” que
eran vendidos en el mercado indígena o c’atu de la Villa Imperial.
En 1573, el Virrey Francisco de Toledo implantó el sistema de trabajo
obligatorio, conocido como mita, y el proceso de amalgamación con mercurio para
purificar el mineral, el cual se realizaba en los denominados ingenios. Enrique
Tandeter, en su obra Coacción y mercado, afirma que paralelamente a la
construcción de ingenios, las denuncias de robo de mineral se habían
multiplicado.
Kajcheo tolerado
Sin embargo, el kajcheo fue tolerado por las autoridades porque atraía a
trabajadores eventuales que se quedaban en la Villa Imperial y porque los
trabajadores indígenas veían a la "apropiación directa del mineral” como
un complemento de la paga que recibían.
Tandeter afirma que con la introducción del proceso por amalgamación la
situación de los yanaconas, que hasta 1573 refinaban los minerales en los
hornos indígenas o huayras, cambió radicalmente, pues pasaron a depender de un
jornal. Por ello, para trabajar en las minas o en los ingenios los indígenas
impusieron la condición de apropiarse de una parte de la producción.
Bartolomé Álvarez fue un clérigo que llegó a Potosí posiblemente a fines de la
década de 1570. En 1588, este religioso terminó de escribir su obra De las
costumbres y conversión de los indios del Perú, en la cual afirma que el robo
de minerales estaba directamente relacionado con las condiciones precarias del
trabajo en las minas.
Por ejemplo, en el Cerro Rico había minas que no tenían protección, a las
cuales se ingresaba sin dificultad. Pero, también había otras que tenían un
guardia o una puerta de seguridad en sus respectivos accesos. Para acceder a
ellas, los indígenas buscaban entradas abandonadas.
Álvarez dice que estos ingresos se abandonaban porque el mineral se había
agotado o bien, porque las cajas de las vetas se habían ablandado y habían
perdido fortaleza, lo cual provocaba que las condiciones de trabajo se tornasen
peligrosas.
Así, los indios que entraban a "hurtar” por los accesos abandonados eran
quienes se exponían a los "mayores peligros”. Cuando los kajchas
ingresaban por senderos abandonados, dice Álvarez, el camino que debían
recorrer era mucho más oscuro, largo y peligroso.
Además el trayecto era recorrido llevando "a cuestas” no sólo
herramientas, sino también comida. De esta forma se atravesaba por sitios
peligrosos abandonados y se pasaba por "lugares que se están (estaban)
cayendo”, decía el clérigo.
Derrumbes
Álvarez observó que dentro de las minas ocurrían derrumbes debido a los cuales
"mucha cantidad de indios” quedaba atrapada o perdía la vida. El clérigo,
al tener una visión religiosa, creía que los desastres eran un castigo, pues
afirmaba que éstos no habrían ocurrido si los indígenas no habrían entrado
"a hurtar”.
Las "desgracias que les suceden (a los indios)” eran "guiadas del
cielo por sus intolerables desatinos”, decía el clérigo. Estaba claro que a los
naturales les sucedería algún mal porque ingresaban "idolatrando”,
buscando "el peligro”, "apartados de Dios y su conocimiento”, además
lo hacían "acompañados del demonio, a quien van [iban] invocando con sus
sacrificios y ejercicios”, añadía Álvarez.
Así, en opinión del clérigo, los indígenas que ingresaban a robar se buscaban
el "mal y daño” que sufrían, ya que éstos no vacilaban en ingresar a las
minas "ascuras (a oscuras) de día y de noche”, y atravesaban "caminos
temerarios y peligrosos que se están (estaban) cayendo”.
Los accidentes que sufrían los indígenas eran su exclusiva responsabilidad,
decía Álvarez, por lo cual las autoridades que los obligaban "a la labor
en las minas” podían tener "limpia la conciencia”. Sin embargo, el
religioso fue testigo de que se trataba de reducir los peligros en los
socavones, pues pudo apreciar que se reparaban los derrumbes y otros
"riesgos”.
Derroche
Es necesario aclarar que una de las razones por las cuales Álvarez escribió su
obra fue para solicitar la intervención de la Inquisición en la evangelización
de los indígenas, pues consideraba que esta labor estaba siendo mal ejecutada
por las autoridades responsables. Así se explica su visión, que a nuestros ojos
contemporáneos puede resultar exagerada o incluso racista.
Según Álvarez, los indios gastaban las ganancias obtenidas por el robo de
minerales en borracheras, que en Potosí eran "más ordinarias que en otras
partes”. Así el clérigo afirmaba que no había día en que los curacas no se
encontraran bebiendo y tampoco faltaba quien les acompañase.
Las fiestas, donde cantaban y bebían "de ordinario”, empezaban "desde
mediodía hasta toda la noche” y en ellas se obraban "todos los pecados de
fornicación [...] con más libertad y vicio”, decía el religioso, que no dudaba
en calificar a Potosí como un "bebitorio (bebedero) ordinario”.
Frente a este comportamiento, los sacerdotes que tenían esperanza en la
evangelización como Álvarez, no podían hacer nada,pues los indios se quejaban a
las autoridades diciendo "mentiras y falsos testimonios”.
Ante las quejas, los jueces argumentaban que todo estaba "cometido a la
Justicia Real” y que los sacerdotes no debían "meterse en ello”.
Incluso, afirmaba el clérigo, "por tener (a) los indios contentos” se
intentaba trasladar a los curas. En esta apreciación tal vez se refleje la
propia experiencia de Álvarez, que por desavenencias en la Villa Imperial fue
trasladado a la parroquia de Aullagas, a orillas del lago Poopó, donde concluyó
su obra.
Así el clérigo renegado creía que los jueces y los responsables seculares no pensaban
en la salvación de las almas de los indios. Las autoridades, decía, "sólo
piensan en cómo le servirá el indio y cómo se podrá aprovechar del indio”. Por
ello, según Álvarez, "dichas autoridades” les dejaban vivir como quisieran
"mientras asistan a la labor de sus intereses”.
Polémica
En 1579 se generó una polémica entre las autoridades civiles y eclesiásticas de
la Villa Imperial acerca de la mita y la conveniencia de eliminar el mercado
indígena, donde se comerciaban los minerales robados. Así, había miembros de la
Iglesia Católica que no estaban de acuerdo en forzar a los indios a trabajar en
las minas. Álvarez no era de esta opinión, pues creía que la mita debía
continuar.
En todo caso, sugería el religioso, lo que se debía hacer era suprimir el
consumo de coca, perseguir la idolatría y prohibir el robo de minerales y el
ingreso a las minas en estado de ebriedad. Si se tomaban estas medidas,
aseguraba Álvarez, "Dios se dolería dellos (los indios) y daría menos
lugar al demonio para que triunfase”.
Bartolomé Álvarez observó que las condiciones de trabajo en las minas eran
sumamente peligrosas, por lo que recomendaba a los mitayos tener "mucho
juicio y seso” cuando se desplazaban a través de las escaleras, ya que las
minas eran profundas y oscuras y los derrumbes eran frecuentes.
Los minerales que se robaban se vendían en el "c’atu de Potosí” o
"mercado ordinario” y quienes estaban de acuerdo con su existencia, según
Álvarez, argumentaban que los mitayos al ser "naturales” tenían el derecho
de hacer lo que quisieran con los "bienes de la tierra”, pues les eran
"propios de derecho”.
Asimismo, esas voces argumentaban que los españoles estaban presentes en los
territorios por la fuerza y comían "los bienes que los indios habían de
comer”.
En opinión de Álvarez, para resolver el problema era necesario juntar "un
concilio de letrados desapasionado del interés desta tierra”, formado por
"hombres prácticos” que debían analizar no sólo el daño que sufrían los
propietarios de minas e ingenios, sino también el beneficio que percibían
quienes no tenían minas y benefician el mineral que compraban en el c’atu;
además de las utilidades que obtenían los indios por la venta del metal.
No hurtarás
Pero Álvarez, fiel a su visión religiosa dogmática y tal vez poco práctica,
decía que el principal problema de mantener el c’atu tenía que ver con la
trasgresión del mandamiento: "No hurtarás”, que atañía no sólo a quienes
robaban y vendían el mineral, sino también a los que lo compraban. Todo el
mundo sabía que los indios hurtaban los mejores metales y sabían lo que
llevaban para vender, porque eran "mejores mineros y conocedores que los
españoles”, decía Álvarez.
Para el clérigo este asunto también estaba relacionado con la confesión, pues
como manifestaba, si se habría determinado la legalidad del robo de minerales,
también debería haber circulado un documento entre los curas mediante el cual
se autorizase a absolver a los indígenas que confesaban dicha práctica.
Pero en la época en la cual Bartolomé Álvarez terminó de redactar su memorial
(1588), todavía no se había decidido si el robo de minerales era lícito o no,
pues además era imposible determinar el origen de los minerales que se
comercializaban en el c’atu de Potosí.
Así, el mercado indígena o c’atu se mantuvo y se permitió el intercambio de
mineral de origen dudoso, que de una u otra forma llegaba a las arcas de las
autoridades coloniales que lo despachaban a ultramar.
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