Foto: Una casa de indios quichuas en el valle de Cochabamba,
grabado hecho en base a dibujos de d’Orbigny.
Alcide Charles Victor Marie Dessalines d’Orbigny nació en
Francia en 1802 y poco más de dos décadas después ya estaba convertido en
naturalista, zoólogo, malacólogo, paleontólogo, geólogo, arqueólogo y
antropólogo de gran importancia.
Según cuenta el arqueólogo Ricardo Céspedes, director del
Museo de Historia Natural Alcide d’Orbigny de Cochabamba, el científico francés
llegó a Bolivia a principios de la década de los 30 del 1800.
El tomo al que hace referencia es el cuarto de la colección
que fue realizada entre 1826 y 1833, ya que, antes de Bolivia, d’Orbigny pasó
por Brasil, Uruguay, Argentina, la Patagonia, Chile y luego de Bolivia finalizó
su recorrido en el Perú.
El trópico y los yuracarés
Aunque estuvo por varios departamentos de Bolivia, “a él le
fascinó especialmente la parte del trópico y especialmente el grupo yuracaré,
al cual le dedica muchísimos trabajos y, aparte de eso, aprende a hablar
guarayo y yuracaré, y hace un libro que se llama el ‘Origen del Hombre
Americano’ donde dedica varios de los capítulos a los yuracarés, describiendo
la bondad de los indios que lo hacían sentir muy bien a él”.
Sin embargo, d’Orbigny también los describía sin tapujos:
“El yuracaré, cuyo carácter es una mezcla singular de vicios y de virtudes, es
paciente en el sufrimiento, vivo de pensamiento y de acción y, sin embargo,
perezoso. Envidioso, mentiroso descarado, ladrón, detesta hasta a sus mismos
compatriotas. Se cree el primero del mundo y trata de ignorantes a todos los demás
hombres (...). Aunque tienen un concepto del bien y del mal y aunque
consideran poco regular el robar, el mentir o el matar, parece que no reprueban
estas acciones sino en los demás”.
Gran observador y narrador
En sus relatos Alcide d’Ordigny muestra no sólo la
gran personalidad que tenía, sino la acuciosa mirada de un observador inquieto
por siempre descubrir. Para Céspedes uno de los pasajes más ricos narrados por
el científico francés a su paso por Cochabamba, es el que hace referencia a su
encuentro fortuito con tres naciones indígenas: quechuas, yuracarés y
mocetenes.
“Mezclados así, formábamos todos un conjunto singular, con
los más curiosos contrastes de color, de rasgos, de indumentaria; en tanto que
cada cual se ocupaba de lo que le interesaba, yo volví a mi papel de
observador. Comparé los caracteres físicos de las tres naciones americanas que
se encontraban reunidas allí fortuitamente. El quichua montañés o descendiente
de los Incas, de color oscuro, de cuerpo corto y ancho, cuyo tronco, por su
gran desarrollo, no está en armonía con sus extremidades; el quichua, de nariz
aquilina muy pronunciada, de cara grave y triste; junto a él, el yuracaré, casi
blanco, de bellas formas esbeltas y masculinas, de rostro orgulloso y altanero;
más lejos, el mocetene, que ocupaba entre aquellos el justo medio por su
estatura, por sus formas y por su color casi blanco, pero que tiene rasgos
afeminados, una graciosa sonrisa, llena de dulzura, la nariz corta y la cara
más o menos redonda”.
Ni por todo el oro del mundo
Además de su cualidad de gran y minucioso observador,
Céspedes rescata de d’Orbigny su gran amor por la ciencia antes que por el
dinero.
“No podría describir las sensaciones que me hacía
experimentar la idea de haber llegado así a donde ningún otro alcanzara. Al
mismo tiempo, me sentía dichoso por servir a mis semejantes y a las ciencias”,
escribía Alcide d’Orbigny el 8 de julio de 1932 sobre su ingreso a la localidad
cochabambina de Choquecamata (Ayopaya).
Esos días el naturalista abandonó Totolima con su caravana
para adentrarse en los ríos de Choquecamata y le tocó dormir en una excavación
de roca a la vera de un río. “Noté que los alrededores estaban cubiertos de
bancos de cantos rodados asentados sobre esquistos”, narra d’Orbigny y afirma
que había oído que en esa zona se podían encontrar grandes pepitas de oro y por
su experiencia sabía también “que ese metal se encuentra en las viejas
erosiones de las rocas esquistosas”.
Para salir de dudas o para confirmar sus sospechas, el
francés arrancó unos trozos, le quitó las arenillas, las lavó en una calabaza y
extrajo varias partículas de oro.
“Ese resultado me dio la certeza --escribió d’Orbigny ese 8
de julio-- de que algunas búsquedas especiales y trabajos regulares en
ese pequeño curso de agua procurarían grandes ventajas, sobre todo si se tiene
en cuenta que esos cascajos auríferos, mezclados con cantos de cuarzo lechoso,
se notan en una extensión de casi una legua. Hubiera podido solicitar la
concesión de esta explotación, que indudablemente me habrían otorgado; pero yo
había venido a América para hacer ciencia y no para enriquecerme”. Sin embargo,
más tarde se limitó a “señalar el descubrimiento, a fin de que otros lo
aprovechasen”.
Sin tiempo para perder
Ricardo Céspedes también resalta del científico francés su
gran apego por no desperdiciar el tiempo. Incluso rechaza la invitación que le
hizo el emperador Pedro II de Brasil, cuando éste se anotició de la
llegada de d’Orbigny a su país.
“Por fin iba a poner el pie en la tierra tan deseada, cuya
exploración y estudio había deseado casi desde mi infancia… ¡qué me importaban
entonces los peligros, los disgustos, las decepciones y las fatigas! Nada me
faltaba para ser feliz… Estaba en América”, había escrito el científico al
llegar a Brasil, el primer país del continente que pisó.
Obviamente encantado con su llegada, según cuenta Céspedes,
d’ORbigny apenas pisó la costa carioca comenzó a recolectar moluscos y entonces
lo abordó una carroza del emperador invitándolo a asistir a una fiesta por su
llegada. Él rechazó la invitación argumentando que no tenía tiempo para
banalidades. “A él le interesaba más investigar la costa, porque para él un día
era muy importante; cosa que ahora, para nosotros, nuestros días no son tan
importantes como para ellos”.
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