Por: Ferran Gallego / Universidad Autónoma de Barcelona.
En Junio de 1985 se cumplió el cincuenta aniversario del
armisticio que puso fin a la guerra del Chaco, sin duda la de mayor envergadura
registrada entre dos naciones americanas en el siglo XX. La escasez de trabajos
dedicados en nuestro país a la historia contemporánea de Bolivia y Paraguay -por
no decir de todo el continente, hace comprensible, aunque desalentador, que la
efemérides no se haya aprovechado para reflexionar sobre un aspecto tan
relevante de la crisis de los años treinta en América Latina. Tal carencia
justifica las páginas que siguen, restringidas a la post-guerra de uno de los
países envueltos en el conflicto, y cuyos planteamientos conllevan la obligada
provisionalidad de toda primera aproximación.
Expansión y crisis en la Bolivia de principios de siglo
Suele hablarse de la “Generación del Chaco”, para designar
tanto la quiebra del orden como las alternativas que le siguieron. Con todo,
resulta conveniente no dejarse intimidar por la eficacia impresionista de un
concepto que, si bien resalta la manifestación más rotunda de la fractura del
sistema liberal, tiende a alejarnos de su comprensión, emplazando la cronología
y las causas de la crisis en el episodio bélico y el relevo generacional. Puede
ajustarse más a la realidad ver en la guerra contra Paraguay un acelerador del
agotamiento del antiguo régimen boliviano, cuyos síntomas se detectan en los
enfrentamientos sociales de los años veinte, y cuyas raíces reposan en las
insuficiencias de la opción de crecimiento adoptada en la segunda mitad del XIX.
La doble imagen de prosperidad económica y estabilidad
política proyectada por la Bolivia de principios de siglo se confunde con la
recuperación de su actividad minera y con la gestión del Partido Liberal. El
estaño sustituyó a la plata en la cabecera de las exportaciones bolivianas tras
la crisis de los yacimientos argentinos en los años 90.2 Entre 1896 y 1926, el
comercio exterior del país se multiplicó por 45. La participación del estaño en
tal incremento supuso un 70,5% del total de las exportaciones en 1921-25.3 Era
evidente que la potencialidad de crecimiento económico boliviano radicaba en la
riqueza del subsuelo. Sin embargo, de esta evidencia podían desprenderse
políticas distintas, cuando no antagónicas: el Partido Liberal había hecho una
obsesiva referencia al progreso en sus programas, pero su gestión en poco se
diferenció del aplastamiento del proteccionismo llevado a cabo por los
conservadores en el XIX. La función del Estado no era dirigir su legislación
aduanera contra la exportación del mineral en bruto para favorecer la fundición
dentro de Bolivia, ni redistribuir el beneficio por medio de una política
fiscal y unas inversiones públicas que propiciaran la diversificación económica
y la integración del mercado nacional. Su función consistía en eliminar
cualquier factor que pudiera desanimar la inversión en los yacimientos,
prosiguiendo la obra ferroviaria iniciada en los años ochenta, y cuyo trazado
se dirigía a conectar los centros de producción minera con el exterior,
facilitando la entrada de productos agropecuarios y manufacturas procedentes de
Chile, Perú o ultramar. No sólo se evitaba la creación de un mercado nacional,
sino que se rompían mercados regionales que habían logrado sobrevivir a la
política librecambista del conservadurismo. En el mismo esquema de evitar la
introducción de factores desestimulantes en la actividad minera, debe
constatarse una política fiscal que la privilegiaba. En las dos primeras
décadas del siglo, los derechos sobre exportación supusieron un promedio del
12,98% de los ingresos totales del Estad~.~ Falto de recursos para la
realización de obras públicas y para nutrir una creciente administración, el
Ejecutivo hubo de firmar empréstitos en el exterior que llevaron la deuda a
41.000.000 de bolivianos en 1919, cuando lo recaudado por el Tesoro Público no
alcanzaba los 25.000.000.
Aun cuando el crecimiento económico se llevara sobre bases
de tan exigua solidez, los efectos a corto plazo fueron de una estabilidad
política sin precedentes -ni, mucho menos, continuidad- en la historia
republicana. El liberalismo doctrinario de lsmael Montes, hombre fuerte del
régimen y presidente por dos veces, no halló competencia en fuerza organizada
alguna, exceptuando escaramuzas de tan escuálida entidad, que el Partido
Liberal pudo presentarse a las elecciones de 1908, 1909 y 1913 en solitario.
Mientras el régimen fue capaz de alimentar el crecimiento urbano que se disparó
en estos años, mediante la oferta del sector de servicios, la República de
Bolivia pudo presentar con orgullo al continente el ejemplo de una prolongada
tradición civilista, sólo desmejorada por la marginación indígena y los
episodios de resistencia rural que acompañaron la desintegración del ayllu.
El consenso entre los grupos dominantes que caracterizó al
liberalismo montista se rompió con la aparición del Partido de Unión
Republicana, cuyo congreso fundacional se Llevó a cabo en Oruro, en 1915.
Superando el anttcdotario de “oposiciones” que, de hecho, respondían a peleas
familiares en el seno del liberalismo -caso de puritanos o “patiñistas”, el
Partido Republicano se convirtió en una fuerza respetable contra la que Montes
hubo de emplear La violencia de los estados de sitio y el fraude electoral. Sin
bases ideológicas claramente diferenciadas, el republicanismo basó su
continuidad y éxito en haber sabido integrar distintos niveles de descontento
en una sola organización. Al P.U.R. acudieron antiguos conservadores
chuquisaqueños silenciados tras la guerra federal; artesanos y empleados que
experimentaban las primeras dificultades serias de la economía boliviana,
especialmente en los núcleos urbanos; los aspirantes a puestos en la
administración que necesitaban un cambio de partido en el poder para obtener
los derechos clientelares. Tratándose de un país que no había desarrollado
industria alguna que no fuera la extractiva, no existía alternativa a la
ocupación en el propio aparato del Estado. La propia expansión de la etapa
liberal había engendrado realidades sociales que la lógica del sistema impedía
digerir. Añadamos a estos factores la compleja articulación entre minería y
latifundismo, y la misma oposición entre facciones de la industria del estaño
-básicamente, entre Patiño y Aramayo- que sin dar lugar a partidos
diferenciados por sí mismos, pueden decidir y consolidar una escisión iniciada
en otros ámbitos. Cabe recordar, por último, la fase depresiva abierta con la
Gran Guerra y que volvería a iniciarse poco antes del golpe republicano de
1920.
La revolución de julio de 1920 Llevó al poder al Partido
Republicano, justamente cuando afloraban los síntomas de la quiebra del orden
tradicional, cuyos efectos de fondo quedarían aplazados por la guerra del
Chaco. Los dos primeros presidentes de la década se presentarían como
superadores de la “vieja
Bolivia”, en momentos en que el avance hacia la gran depresión convertía a las
instituciones liberales en órganos de integración y representación cada vez más
obsoletos. Bautista Saavedra desplazó a sus competidores en la jefatura del
partido mediante el recurso a las capas populares de La Paz, llegando a
alcanzar influencia entre los primeros núcleos de clase obrera organizada. Su
innegable astucia política le permitió detectar la necesidad de hacerse con las
franjas más humildes, radicales y numerosas del partido, estableciendo con
ellas una relación de caudillaje paternalista que conservaría, en gran parte,
hasta su muerte. Fruto de esta relación fueron las que Saavedra llamaría
orgullosamente primeras leyes sociales, limitadas bajo su mandato a algunas disposiciones
sobre accidentes de trabajo y una aplicación parcial de la jornada de ocho
horas. Al tiempo, se presentó como enemigo de la oligarquía minera elevando las
tasas sobre beneficios. Sin embargo, la elevación de impuestos sólo se llevó a
cabo en 1923, como respuesta desesperada a la caída de los ingresos estatales,
que amenazaba con llevar a la quiebra el Tesoro Público. Las medidas fueron,
además, tan insuficientes, que Saavedra hubo de firmar el empréstito Nicolaus,
una de las operaciones financieras más escandalosas de la historia republicana.
La dependencia del exterior sólo varió en la progresiva entrada de los
intereses estadounidenses, a los que una confusa ley orgánica de petróleos
permitió la exploración incontrolada del crudo boliviano hasta su
nacionalización, en 1937. La misma relación paternalista establecida por
Saavedra con los trabajadores bolivianos presuponía la más dura represión en
caso de que éstos decidieran actuar por su cuenta. La masacre de Uncia o la de
campesinos en Jesús de Machaca fueron los episodios más contundentes, pero en
modo alguno los únicos, de intervención militar contra las reivindicaciones que
rompían el pacto de clientela establecido entre el líder republicano y los
cuadros de la “cholada”.
Si Bautista Saavedra captó la necesidad de ampliar la base
del republicanismo recurriendo al apoyo de las capas populares urbanas,
Hernando Siles, su sucesor en el Palacio Quemado entre 1926 y 1930, intentó
hacerlo mediante un Llamamiento a los universitarios y jóvenes profesionales
sensibles a las ideas que atravesaban el continente en aquella década. La
difusión del pensamiento marxista, del ejemplo mexicano, del aprismo y de las
corrientes corporativistas se unieron a la descomposición de la economía
boliviana, para extender un estado de opinión renovador que el presidente
intentaría instrumentalizar y moderar a través del Parido Nacionalista. Su
programa fue tan prudente que ni siquiera consiguió convencer a los que en
principio habían optado por el silismo, creyéndolo la vía más segura de ruptura
con el orden tradicional. Las propuestas aprobadas por el I Congreso
Universitario y las que se articulaban en los sindicatos obreros rebasaron los
planteamientos presidenciales, despojando al Partido de base hasta convertirlo
en un mero apéndice palaciego, que ganaba las elecciones porque ningún gobierno
las perdió en Bolivia antes de 1951. La esclerosis del nacionalismo oficialista
se sumó a la crisis del 29 para convertir la posición de Siles en insostenible.
Las exportaciones de estaño alcanzaron su cifra record en 1929, pero sólo para
compensar con el volumen lo que se perdía con el precio, en descenso desde
1927. Los ingresos obtenidos por el Estado gracias a la producción del mineral
se redujeron en 1930 a un 25% de lo que había sido en 1927.8 La misión
Kemmerer, invitada por Siles al apuntar la crisis, emitió un desolador diseño
de las finanzas públicas boliviana. Sus
consejos no fueron seguidos, y el gobierno recurrió, nuevamente, a la deuda
externa. A pesar de su lenguaje, el republicanismo ni siquiera fue capaz de
ofrecer un proyecto reformista de modernización que deberá esperar a otros
protagonistas y a otra coyuntura.
Hernando Siles fue derribado por un golpe cívico-militar
iniciado -para mayor ultraje del «líder de la juventud- en las universidades.
Uri amplio consenso unió a los que luchaban contra un régimen autoritario y a
los que combatían sus promesas de renovación. De tal consenso, efímero pero
eficaz, surgiría la candidatura presidencial de Daniel Salamanca, caudillo del
Partido Republicano Genuino, y la vicepresidencial de José Luis Tejada Sorzano,
dirigente liberal. Las, universidades llevaban, así, al poder a los más
conspicuos representantes de la Bolivia tradicional. El idilio acabó
rápidamente, pues la coyuntura y las decisiones a tomar frente a ella no eran
nada reconfortantes. En 1930, la deuda sobrepasó los 200.000.000 de bolivianos
y fue preciso suspender el pago de los empréstitos exteriores al año siguiente.
Los ingresos del Estado de 1931 representaban sólo el 61% de la cifra alcanzada
el año anterior. La unanimidad registrada en el derrocamiento de Siles se
esfumó con la misma rapidez con que se deterioraba la situación económica del
país. La inflación, agudizada por la emisión masiva de billetes 37.000.000 en
1931, 80.000.000 en 193211-, provocó la reaparición de protestas de los
trabajadores, en especial de los funcionarios, cuyos sueldos habían sido objeto de una severa restricción.
Liberales y saavedristas se alejaron de Salamanca, alarmados por la
impopularidad de sus medidas. La obstrucción de salidas políticas -y no la de
su píloro, como se empeña en repetir la historiografía más habitual- lanzó a
Salamanca a la aventura del Chaco. En una historia como la de Bolivia, atestada
de humillaciones y amputaciones territoriales, podía recuperarse la unanimidad
perdida pulsando el reivindicacionismo, esta vez orientado hacia un vecino
débil. Salamanca creía apostar así su carrera política a una carta segura, y
nadie en el país, salvo algunos cuadros de la izquierda, se opuso a la jugada.
El que iba a ser el mayor desastre militar sufrido por Bolivia comenzó, en
junio de 1932, con el delirante entusiasmo de un pueblo que esperaba resarcirse
de sus anteriores derrotas, y con el cálculo confiado de una clase dirigente
incapaz de contener la descomposición de un modelo de desarrollo
manifiestamente agotado.
La postguerra inmediata: el gobierno de Tejada Sorzano
(1934-1936)
Resulta ocioso indicar aquí que la seguridad de una
resolución del conflicto rápida y victoriosa se vio pronto defraudada. No es
intención de este artículo detallar el episodio bélico, que ha dado pie a una
abundante bibliografía.12 Lo que interesa aquí es medir el impacto de la guerra
sobre los cambios que la sociedad boliviana experimentó a partir de entonces.
Espero haber justificado mi afirmación inicial de que el conflicto actuó más
como acelerador que como causa Última de la quiebra de las instituciones
liberales. Ahora bien, tanto los contemporáneos como una gran parte de los
ensayistas posteriores tienden a identificar tales procesos de aceleración con
los inicios reales de una crisis de régimen. Así ocurrió también en la Bolivia
de 1935, cuando se vivió el desastre del Chaco como el gozne que había de
separar el viejo país del que debía edificarse a partir de aquella experiencia.
Aun cuando era el resultado del envejecimiento del sistema y no su causante,
las dimensiones de una derrota tan inesperada propiciaron la toma de conciencia
de la esterilidad de la Bolivia tradicional. Díaz Machicao resume así la
mentalidad de los que lucharon en la campaña “los combatientes juraban destruir
el pasado, arrebatar el mando a los grupos tradicionales y buscar para la
patria vida nueva y nueva moral”. La referencia a la guerra sería, desde
entonces, un paso obligado para cualquier discurso político que quisiera
disponer de audiencia.
La primera ruptura con el régimen, aún muy limitada, fue el
golpe que depuso al presidente Salamanca y colocó en su lugar a José Luís
Tejada Sorzano, a fines de 1934. Daniel Salamanca, jefe supremo de las fuerzas
armadas en su calidad de presidente de la República, se empeñó en convertir el
cargo honorífico en poder efectivo, permitiéndose destituciones y nombramientos
que la clase militar contemplaría como agravios. Lo que distingue este golpe de
estado de los anteriores y de ahí su importancia es que no se trató de un
movimiento cívico- militar, sino de un acto exclusivamente castrense contra el
poder civil. Y no debe llamar a engaño la colocación de Tejada en el puesto de
Salamianca: a diferencia de los golpes previos, la alternativa de un poder
militar permanente se estaba gestando ya en el Estado Mayor, como los hechos
encargarían de demostrar. la unanimidad que en principio se creó en torno al nuevo
presidente se quebró en cuanto el conflicto militar quedó resuelto. Papel
importante fue el que correspondió a Bautista Saavedra en tal coyuntura. En
efecto, el viejo caudillo confiaba en ser la única salida posible a la
situación en que había dejado el país la coalición de salamanquistas y
liberales. Fallecido Salamanca al mes del cese de las hostilidades, demasiado
vivo el recuerdo de la dictadura en que había desembocado el silismo, Saavedra
creía contar con el suficiente prestigio entre las capas populares urbanas
presentándose como el pionero en la legislación social, al tiempo que ofrecía,
de cara a los sectores más moderados, la imagen tranquilizadora de un puente
entre la vieja y la nueva Bolivia que él mismo pretendía personificar. En los
meses que siguieron a la paz, Saavedra rompió el pacto establecido con Tejada y
separó a los dos ministros republicano-socialistas del gobierno. Resulta lógico
suponer que Saavedra iniciaría entonces sus contactos con sectores
nacionalistas y militares, ofreciendo la influencia que el Partido Republicano
Socialista tenía aún en la clase trabajadora para provocar la revolución. No
debe suponerse que Saavedra pensara entonces en convertir el ejército en rama
permanente del gobierno, y mucho menos en sustituto de los partidos civiles.
Para el se trataba, sencillamente, de un instrumento cuya función debía ser la
de liquidar la permanencia del liberalismo en el gobierno, recoger la
aspiración nacional de romper con una política de viejo cuño cuyos exponentes
eran genuinos y liberales y abrir el camino al reformismo cerrado por
Salamanca. Era sensato opinar que ni la izquierda del silismo ni los militares
estaban en condiciones de ofrecer una alternativa como la que representaba el
P.R.S. Resulta extraño, sin embargo, que Saavedra no reflexionara sobre el
papel que el ejército estaba desempeñando en la crisis de los estados liberales
en naciones vecinas como Argentina o Brasil, sin haberse dado en estos casos
conflictos internacionales que hubieran depositado un protagonismo especial en
las fuerzas armadas. Saavedra, que no infravaloraba en absoluto el golpe dado por
el desastre militar al antiguo régimen, no estuvo igualmente acertado a la hora
de medir las intenciones de unos militares incitados a la acción política, y
que podían dejar de verse a sí mí, como una excepción transitoria entre
gobiernos civiles “normalizados”.
Desde muy pronto, los órganos de prensa vinculados a los
partidos tradicionales y especialmente El Diario, prácticamente el órgano del
liberalismo Llamaron a la constitución de un gobierno de unidad nacional y al
respecto a la prórroga del mandato de Tejada Sorzano, para conjurar el peligro
de una intervención militar. Muy poco después de firmarse el armisticio, se
dice en este órgano de prensa “Hace ya muchos días que venimos escuchando
disertaciolnes acerca del imperio de la constitución, y las escuchamos de
labios de las personas de dos facciones políticas, una de las cuales hizo la
guerra como la hizo y la otra propone en el conflicto actual una junta de
gobierno o gobierno de facto, fuera de la constitución. Alejados de intereses
partidarios, creímos nosotros que alguna vez después del inmenso sacrificio y
dolor de la guerra el país habría de mostrarse cuerdo y dueño de sus destinos
(...) Son inútiles nuestros esfuerzos para levantarnos a la altura que nos
llamaba la gravedad de la hora (...) Nadie ve más en el horizonte que la
dictadura militar. No podrá ver otra cosa, puesto que si los civiles son
incapaces para ordenar sus ideas, el Ejército vendrá a imponer por lo menos
orden. Y no es que auspiciemos la solución, sino que simplemente la vemos venir”
En efecto, los constantes esfuerzos de Tejada Sorzano para unir en torno a su
persona a los partidos tradicionales resultaron inútiles, por la negativa de
los republicano-genuinos y los saavedristas. Los primeros porque exigían el
respeto a unas elecciones celebradas en plena guerra; los segundos, porque
esperaban beneficiarse de la quiebra del edificio conservador. El peligro
denunciado por El Diario parecía respirarse en el ambiente, como lo demuestran
las repetidas declaraciones de Tejada Sorzano acerca del carácter no intervencionista
del ejército.16 En los primeros meses de 1936, el embajador de los Estados
Unidos enviaba significativos mensajes a la Secretaría de Estado dando cuenta
de la inminencia del golpe. El 6 de febrero afirmaba que “El Estado Mayor del
Ejército se ha negado a abandonar las restricciones de guerra como la censura
de prensa y correo (...) Hay crecientes rumores de que el coronel Toro no
esperará a la elección de la Asamblea Nacional que debe ser votada en mayo para
restaurar un gobierno constitucional en Bolivia, sino que tomará el gobierno en
cuanto esté resuelto el problema de los prisioneros”. El 28 de febrero, la
embajada, tras apuntar la violenta campaña desatada por los saavedristas contra
la continuación del estado de sitio, insistía en que muy pocos creían que las
elecciones fueran a llevarse a cabo, señalando que: “es un sentimiento
generalizado que el coronel Toro se hará cargo del gobierno antes del día
señalado para las elecciones. De hecho, muchas personas se sorprendieron, en La
Paz, que le fuera permitido al presidente Tejada Sorzano regresar a La Paz
desde Sorata, donde el Presidente había pasado los festivales de carnaval”. ^
El 6 de marzo, comentando una rueda de prensa ofrecida por Tejada Sorzano, en
la que éste había sostenido la imposibilidad de suspender el estado de sitio a
causa de la agitación izquierdista, el diplomático escribía a Washington lo
siguiente: “das actividades de los comunistas son un factor pero
incuestionablemente el menos importante entre las causas del actual desorden.
La auténtica causa de la confusa situación es la debilidad y vacilación de la
actual administración para encarar los hercúleos (sic) problemas de la
postguerra y su fracaso a la hora de solucionar cualquiera de ellos (...) La
administración es, pues, impopular entre los trabajadores, las más importantes
industrias mineras y los comerciantes, y su impopularidad ha crecido por la
continuidad del oneroso estado de sitio.” En mayo de 1936, poco antes de que se
produjera el golpe de estado. Tomás Manuel Elío, dirigente del Partido Liberal,
explica a la prensa las razones de abstención de su fuerza política, que pueden
resumirse en la seguridad de que el ejército, apoyado por determinadas
organizaciones -singularmente el recién creado Partido Socialista- ocuparía el
poder. Los intentos de convencer a socialistas y saavedristas para llegar a un
acuerdo que evitara el golpe habían fracasado, y ello obliga a los liberales a
situarse: “en el puesto de espectadores de la nueva política (...) en vísperas
del experimento colectivista, en que Bolivia hará el papel de conejito de
indias, en el laboratorio de la sociología americana.”
Desde el fin de la guerra se va identificando el aislamiento
del gobierno Tejada Sorzano con una alternativa militar, ya se contemplara ésta
como opción permanente, ya se observara como una simple medida transitoria,
destinada a la realización de rectificaciones similares a las llevadas a cabo
en 1930 y 1934. La desorientación de los partidos tradicionales sólo es
comparable a su desprestigio. Ambos aspectos eran de especial relevancia en el
Partido Genuino, que al haber querido monopolizar una victoria había cargado
con la adjudicación del desastre bélico. Sin embargo, el mismo Partido Liberal,
que había conseguido el milagro de regresar al Palacio Quemado y de obtener
mayoría parlamentaria tras dos golpes militares sucesivos, no había podido
exculparse totalmente de las responsabilidades del conflicto porque
representaba, como ningún otro, la imagen de la Bolivia clásica. Tratándose del
grupo que había gobernado durante mayor número de años el país, cuya expansión
habíase mostrado como una farsa, empuñaba las riendas del poder en el delicado
proceso económico que acompañó y siguió a la guerra, cuando a la depresión se
añadieron los efectos de la política inflacionaria realizada durante el
conflicto. Las indecisiones de los liberales en el periodo 1935-1936, buscando
desesperadamente la alianza con saavedristas primero y con genuinos después,
para acabar predicando la abstención, corresponden a una profunda crisis de
confianza que se adueñó de los dos principales grupos defensores de un regreso
a las fórmulas del antiguo régimen. Tan sólo el saavedrismo esquivó tal
desajuste con su base social, y ello sólo momentáneamente, gracias a la astuta conversión
a tesis socializantes que contactaban con la difusa aspiración al cambio
experimentada desde inicios de la década. Con todo, incluso el saavedrismo fue
incapaz de mantener su indiscutido ascendiente sobre las capas populares
urbanas, por diversos factores entre los que pueden contarse el cambio en la
composición del movimiento obrero, la aparición de fuerzas políticas realmente
nuevas y la misma muerte del caudillo. La rapidez con que se desmoronan los dos
partidos más estrechamente identificados con el sistema tradicional es un
producto específico de la guerra del Chaco que, sin crear tendencias
radicalmente nuevas, sí matiza los ritmos de envejecimiento y potencialidad de
los movimientos sociales y sus expresiones políticas. El informe del embajador norteamericano,
rechazando las obsesivas acusaciones a la agitación izquierdista resulta
especialmente revelador cuando admite la existencia de un descontento
generalizado, vertical en la sociedad boliviana. La inadaptación de los
liberales, la reclusión genuina y la conversión de los saavedristas son las
tres fachadas de un mismo edificio condenado al derribo. La cita de los
industriales mineros como opositores nos sitúa ante dos reflexiones de interés:
por un lado, la pérdida de la base social " natural del liberalismo; por
otro, la existencia de una corriente favorable a la “rectificación” en el seno
mismo de la oligarquía. Ello acentúa la ambigüedad del “socialismo militar” de
Toro y Busch, pero también precisamente en su ambigüedad reside gran parte de
las explicaciones que pueden darse a sus éxitos, por efímeros que fuesen. Lo
que se nos presenta en mayo de 1936 es, por tanto: la completa descomposición
de los canales de legitimidad política de la Bolivia de pre-guerra,
neutralizando cualquier intento de conducir la protesta social a través de las
viejas organizaciones, incluyendo el Partido Republicano Socialista; la
inmadurez de los grupos constituidos a partir de la derrota, sean
explícitamente políticos o de carácter corporativo; la disposición de una parte
importante de la joven oficialidad a desplazar a las capas dirigentes de la
Bolivia tradicional, considerando que el Ejército es la única institución
situada por encima de los intereses partidistas capaz de llevar adelante tal
transformación.
Estos tres factores políticos se movían en el marco de la
crisis iniciada en los años veinte y cuya más penosa manifestación para las
capas trabajadoras era la inflación. Por motivos diversos, entre los que se
citan la disminución de las inversiones, la salida del capital para la
adquisición de armamento y el mantenimiento de un tipo de cambio
artificialmente beneficioso para el peso boliviano, el fenómeno inflacionario
se mantuvo a un ritmo de crecimiento moderado en el periodo de guerra. A partir
de 1935-36 se operaría un incremento en el índice de precios que ya no podía
justificarse por las penalidades de aquélla. Entre las causas de este
crecimiento se encuentra la propia actividad emisora del Banco Central. Los
222'5 millones de bolivianos en depósito y circulación de 1934 pasaron a ser
377'7 millones al año siguiente y 442'9 en 1936.23 Las necesidades fiscales se
cubrían con bonos nacionales y departamentales adquiridos por el Banco emisor,
que en 1936 expresaba sus temores con esta advertencia: “(...) las inversiones
mobiliarias (...) constituyen siempre y en todas partes un grave malestar; que
tarde o temprano, y más antes que después, afectan a la moneda nacional, dando
lugar a su desvalorización (...) Si el Estado cubre los déficits del presupuesto
ordinario mediante empréstitos colocados ante el Instituto emisor; quiere decir
que el país está en el camino de la bancarrota monetaria.”
Las relaciones comerciales con el exterior mejoraron tras la
guerra del Chaco. Las exportaciones ascendieron a un valor total de 150.000.000
bolivianos, y las importaciones a 80.000.000. El principal recurso para
mantener la balanza comercial favorable continuada siendo el estaño, que proporcionaba
el 78% del valor de las exportaciones, el 93% de todas las rentas obtenidas por
la salida de productos bolivianos y el 36'8% del total de ingresos
presupuestados para 1935. Sin embargo, el porcentaje de renta sobre el valor de
exportación era del 11%. Aun tratándose de un presupuesto con superávit, tal
apreciación debe matizarse con los casi 400.000.000 de bolivianos en deuda
interna, procedentes en !su mayoría de los bonos de emergencia de 1933.25 En la
inflación intervenían tanto los factores estrictamente monetarios -emisión, déficit-
como los correspondientes a la recuperación económica. La conjunción del
crecimiento de la demanda de mano de obra y de los precios condujo,
respectivamente, a un marco más favorable para la organización obrera y a una
exigencia más enérgica del incremento salarial y la contención de la curva
inflacionaria. Durante los primeros meses de 1935 empezaron a reorganizarse las
antiguas Federaciones Obreras de Trabajo, que para 1936 habían alcanzado el
vigor suficiente como para coordinar sus esfuerzos, orientados a la obtención
de plataformas reivindicativas que no sólo contemplaban los aspectos de
inflación y salarios, sino también los referidos a las libertades políticas y
sindica le^.^^ Entre los sindicatos que se reorganizaron tras la guerra del
Chaco destacó el de gráficos, cuyo dirigente Waldo Álvarez acabó siendo una de
las más prestigiosas figuras del sindicalismo urbano en Bolivia. El 10 de mayo
de 1936, tras haber presentado un pliego de peticiones al gobierno, los
gráficos iniciaron la huelga general, a la que se sumaron inmediatamente la
Federación Obrera de Trabajo y la Federación Obrera Según el embajador
norteamericano, “«se llegó a un paro total en las actividades industriales y
comerciales en La Paz (...) La Federación de Estudiantes de La Paz anuncitj que
se uniría a los trabajadores si la huelga no finalizaba el lunes. El Presidente
discutió la situación en una reunión de notables (. . .) y decretó la
movilización de? todos los trabajadores, sometiéndolos a las leyes y deberes
militares. Los trabajadores hicieron caso omiso del decreto y pronto quedó
claro que no había nada que hacer”.
El 17 de mayo, tras haberse negado a utilizar el ejército
contra los huelguistas, el Jefe del Estado Mayor, Teniente Coronel Germán
Busch, obtenía la renuncia del presidente Tejada, llamando a David Toro para
que se hiciera cargo de la Junta de Gobierno.
Nuevas fuerzas políticas, sindicales y corporativas
Antes del estallido de la guerra se habían creado en el país
sindicatos obreros, pequeños núcleos socialistas y organizaciones estudiantiles
claramente influidos por las corrientes de pensamiento que se extendían en
América Latina." Sin embargo, hubo que esperar al comienzo del conflicto
y, sobre todo, a las condiciones en que finalizó, para que se creara un clima
propicio a la superación de los partidos tradicionales. La quiebra de las
viejas instituciones no fue inmediata, y aún después de las experiencias de
reformismo militar se volvería a aquéllas. De la misma forma, la maduración de
las nuevas fuerzas opositoras, a pesar de estímulo ofrecido por la postguerra,
no fue lo suficientemente rápido como para sustituir definitivamente a los
grupos tradicionales, prescindiendo de la tutela del ejército.
El deseo de superar los esquemas sociales de la (vieja
Bolivia) dio paso a lo que algún autor ha denominado “La vieja Bolivia” dio
paso a lo que algún autor ha denominado “marea socializante”. En efecto, pocos
de los nuevos grupos se resisten a la tentación de utilizar tal adjetivo:
incluso los facistas de Falange “Socialista” Boliviana o los partidos oficialistas protegidos
sucesivamente por Toro y Busch consideran imprescindible su utilización. Sin
embargo, los núcleos vinculados a las corrientes mayoritarias del socialismo
eran diminutos. El primero de ellos, que en 1934 tomó el nombre de Partido
Obrero Revolucionario -P.O.R.- acogió en su seno, en el exilio, a algunos
intelectuales de izquierda, más o menos influidos por el marxismo, que veían en
la guerra un conflicto interimperialista -y, más concretamente, un conflicto
entre la Standard Oil y la Royal Dutch Shell-. Su funcionamiento como grupo de
agitación en el exterior le restó posibilidades en el magma de organizaciones
socialistas) que emergió del caos de postguerra. El P.O.R. contaba con una de
las principales figuras de la izquierda boliviana, Tristán Marof, autor de
textos clásicos como La justicia del lnca y La tragedia del Altiplano. Junto a
él se encontraba un joven valor, José Aguirre Gainsborg, que tras una breve
militancia en el Partido Comunista boliviano pasó a simpatizar, durante su
exilio en Chile, con las posiciones troskistas. Al celebrarse la II Conferencia
del P.O.R., que debía haber servido para impulsar el partido en el interior, el
enfrentamiento entre las dos concepciones del socialismo y del carácter del
partido defendidas por Madof y Aguirre llevaron a que el primero se apartara
del P.O.R., constituyendo un exiguo Partido Socialista Obrero que se diluyó en
los años cuarenta. El P.O.R., convertido ya en organización inspirada por el
trotskismo -aun cuando de momento no se afilió a la IV Internacional-, perdió
en un accidente estúpido a la más valiosa de sus figuras, el mismo año 1938, y
nunca obtuvo arraigo en la clase obrera del país. El espacio político marxista
sólo quedaría cubierto más adelante, cuando diversos grupos sociales y del
exterior se unificaron en el Partido de la Izquierda Revolucionaria, en 1940,
dirigido por José Antonio Arze, que logró rebasar la implantación en el marco
minero para llegar a influir en las capas populares urbanas e incluso algunas
comunidades indígenas.
El “socialismo” hegemónico en la inmediata postguerra no fue
el de inspiración marxista, aun cuando ésta pudiera estar presente en algunos
planteamientos individuales. De hecho, el grupo que llegaría a cobrar más
importancia procedía del Partido Nacionalista de Siles. Este se escindió a
fines de 1935, dando lugar, tras complejos contactos con los diversos núcleos
nacionalistas de izquierda, al Partido Socialista. Aunque la figura principal
del P.S. era Enrique Baldivieso, se vería pronto rebasado por los colaboradores
del diario La Calle, que en junio de 1936 comenzaría una andadura de diez años,
inicialmente corrió gano del partido socialista, y más adelante como el más
autorizado portavoz del Movimiento Nacionalista Revolucionario. Entre sus
redactores figuraban Carlos Montenegro, Augusto Céspedes, Armando Arce, José
Cuadros Quiroga y Nazario Pardo Valle. La opinión dominante del s socialismo^)
de este periodo estuvo orientada por este sector poco numeroso pero muy
influyente al que se unirían después destacadas figuras de la Convención de
1938, como Víctor Paz Estenssoro o Walter Guevara. En sus primeros años, este
grupo profundamente ecléctico no aspiró a convertirse en una organización de
masas, sino a crear una élite que influyera sobre los oficiales
regeneracionistas del Chaco, sensibles a un programa fundamentalmente
nacionalista, cuyo socialismo,^ se limitaba a la eliminación de la oligarquía y
su sustitución por una burguesía nacional. A corto plazo, tal estrategia
resultó eficaz, y sólo habría de rectificarse a la muerte de Busch, cuando se
crea el M.N.R., y sobre todo tras la caída de Villarroel, cuando se opta por la
insurrección popular y por un programa capaz de provocarla.
Junto a los partidos propiamente dichos, la postguerra asistiría
al nacimiento de organizaciones de carácter sindical algunas, corporativo
otras, que tendrían notables índices de afiliación y una gran capacidad de
presión sobre el ejecutivo. Fruto directo de la guerra fue, por ejemplo, la
Legión de Ex-Combatientes, a la que se sumarían grupos específicos como la
Asociación de Ex-Prisioneros y la Asociación Mutilados e Inválidos de Guerra.
Aunque todos estos organismos negaran vinculación con partido político alguno,
sus simpatías se dirigían hacia aquellos oficiales jóvenes, sin relación con el
antiguo régimen, que confiaban en la renovación de la vida política boliviana
prescindiendo de los viejos partidos. El apoyo era mayor, lógicamente, cuando
se trataba de alguno de los escasos héroes de guerra bolivianos, como Germán
Busch, y cuando la atención gubernamental a las exigencias corporativas de los
excombatientes ofrecía empleo o pensiones a los afiliados. También fruto de la
guerra fue la organización de RADEPA -Razón de Patria-, formada por oficiales
de rango inferior a Mayor en los campos de prisioneros paraguayos. Esta logia
militar, dotada de un programa nacionalista próximo al que podían presentar los
~socialistas~) de La Calle, tendría un papel muy poco claro en este periodo. Su
fundador llegaría al ministerio de gobierno con Busch, pero no parece que antes
del golpe de Villarroel dispusiera de una trama lo sufientemente consolidada
como para imponer sus propuestas a sus compañeros de armas en el poder.33
Citemos, para acabar esta rápida enumeración de las fuerzas emergentes del
Chaco, la unificación de los sindicatos en la Confederación Sindical de
Trabajadores de Bolivia, en Noviembre de 1936, que dos años más tarde se
afiliaría a la Confederación de Trabajadores de América Latina,34 y la
consolidación de la Federación Universitaria Boliviana -F.U.B.-, cuya IV
Convención, celebrada en 1938, la convertiría en una de las principales
plataformas de transformación de la izquierda marxista.
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