Por: Cosecha Roja, 26 de Mayo 2014. /
En Hamburgo, Alemania, eran las diez menos veinte de la
mañana del 1 de abril de 1971. Una mujer de profundos ojos color de cielo entra
en la oficina del cónsul de Bolivia y, espera pacientemente ser atendida.
Mientras hace antesala, mira indiferente los cuadros que
adornan la oficina. Roberto Quintanilla, cónsul boliviano, vestido de traje
oscuro de lana, aparece en la oficina y saluda impactado por la belleza de esa
mujer que dice ser la australiana, y quien días antes le había pedido una
entrevista.
Por un instante fugaz, ambos se encuentran frente a
frente. La mujer lo mira fijamente a los ojos y sin mediar palabras extrae
un revolver y dispara tres veces. No hubo resistencia, ni forcejeo, ni lucha.
Los impactos dieron en el blanco. En su huida, dejó atrás una peluca, su bolso,
su Colt Cobra 38 Special, y un trozo de papel donde se leía Victoria o muerte.
ELN.
¿Quién era esta audaz mujer y por qué habría asesinado a
“Toto” Quintanilla?
En la milicia guevarista había una mujer que se hacía llamar
Imilla cuyo significado en lengua quechua y aimara es Niña o joven indígena
(ahora considerado un insulto en Bolivia). Su nombre de pila: Mónica (Monika)
Ertl. Alemana de nacimiento que había realizado un viaje de once mil kilómetros
desde la perdida Bolivia con el único propósito de ajusticiar a un hombre, el
personaje más odiado por la izquierda mundial: Roberto Quintanilla Pereira.
Ella, a partir de ese momento, se convirtió en la mujer más
buscada del mundo. Acaparó las portadas de los diarios de toda América. Pero
¿cuáles eran sus razones y cuáles sus orígenes?
Retornemos al 3 de marzo de 1950, fecha en la que Mónica
había llegado a Bolivia con Hans Ertl –su padre– a través de lo que sería
conocida como la ruta de las ratas, sendero que facilitó la huida de miembros
del régimen nazi hacia Sudamérica al finalizar el conflicto armado más grande y
sangriento de la historia universal: la II Guerra Mundial.
La historia de Mónica pudo ser narrada con grandes pasajes
gracias a la investigación de Jürgen Schreiber. La que yo le presento es apenas
un pincelazo de ésta apasionante historia que involucra muchos sentimientos y
personajes.
Hans Ertl (Alemania, 1908-Bolivia, 2000) alpinista,
innovador de técnicas submarinas, explorador, escritor, inventor y
materializador de sueños, agricultor, converso ideológico, cineasta,
antropólogo y etnógrafo aficionado. Muy pronto alcanzó notoriedad al retratar a
los dirigentes del partido nacionalsocialista cuando filmaba la majestuosidad,
la estética corporal y las destrezas atléticas de los participantes en los
Juegos Olímpicos de Berlín (1936), bajo la dirección de la cineasta Leni
Riefenstahl quien glorificó a los nazis.
Sin embargo, tuvo el infortunio de ser reconocido para la
historia (y su posterior desgracia), como el fotógrafo de Adolfo Hitler, aunque
el iconógrafo oficial del Führer haya sido Heinrich Hoffman del escuadrón de
defensa. Citan algunas fuentes que Hans estaba asignado para documentar las
zonas de acción del regimiento del famoso mariscal de campo, apodado el “Zorro
del Desierto” Erwin Rommel, en sus travesía por Tobruk, África.
Como dato curioso, Hans no perteneció al partido nazi pero,
a pesar de que aborrecía la guerra, exhibía con orgullo la chaqueta diseñada
por Hugo Boss para el ejército alemán, como símbolo de sus gestas de otrora, y
su garbo ario. Detestaba que lo llamaran “nazi”, no tenia nada contra ellos,
pero tampoco contra los judíos. Por irónico que parezca fue otra víctima de la
Schutzstaffel.
Al término la Segunda Guerra Mundial, cuando el Tercer Reich
se derrumbó, los jerarcas, colaboradores y allegados al régimen nazi huyeron de
la justicia europea refugiándose en diversos países, entre ellos, los del
continente americano con el beneplácito de sus respectivos gobiernos y el apoyo
incondicional de Estados Unidos. Se dice que era una persona muy pacífica y no
tenía enemigos, así que optó por quedarse en Alemania un tiempo trabajando en
asignaciones menores a su status, hasta que emigró con su familia. Primeramente
a Chile, en el austral archipiélago de Juan Fernández, “fascinante paraíso
perdido”, donde realizó el documental Robinson (1950), antes que otros
proyectos.
Después de un largo viaje, Ertl se establece en 1951 en
Chiquitania, a 100 kilómetros de la ciudad de Santa Cruz. Hasta ahí llegó para
instalarse en las prósperas y vírgenes tierras cual conquistador del siglo XV,
entre la espesa e intrincada vegetación brasileño-boliviana. Una propiedad de
3.000 hectáreas donde construiría con sus propias manos y materia autóctona lo
que fue su hogar hasta sus últimos días; “La Dolorida”.
El vagabundo de la montaña, como era conocido por los
exploradores y científicos, deambulaba con su pasado a cuestas, por la inmensa
naturaleza con la visión ávida de desentrañar y capturar con su lente todo lo
percibido de su entorno mágico en Bolivia al tiempo que comenzaba una nueva
vida acompañado de su esposa y sus hijas. La mayor se llamaba Mónica, tenía 15
años cuando dio lugar el exilio y, aquí empieza su historia…
Mónica había vivido su niñez en medio de la efervescencia
del nazismo de Alemania y cuando emigraron a Bolivia aprendió el arte de su
padre lo que le valió para trabajar después con el documentalista boliviano
Jorge Ruiz. Hans realizó en Bolivia varios filmes (Paitití y Hito Hito) y
trasmitió a Mónica la pasión por la fotografía. Por cierto, fácilmente podemos
reclamarla como mujer pionera de las realizadoras de documentales en la
historia del séptimo arte.
Mónica se crió en un círculo tan cerrado como racista, en el
que brillaban tanto su padre como otro siniestro personaje al que ella se
acostumbró a llamar con cariño “El tío Klaus”. Un empresario germano (seudónimo
de Klaus Barbie (1913-1991) y ex jefe de la Gestapo en Lyon, Francia) mejor
conocido como el “Carnicero de Lyon”.
Klaus Barbie, cambiaría su apellido por “Altmann” antes de
involucrarse con la familia Ertl. En el estrecho círculo de personalidades en
La Paz, donde este hombre ganó suficiente confianza de tal forma que, el propio
padre de Mónica, fue quien lo introdujo, incluso, le consiguió su primer empleo
en Bolivia como ciudadano Judío Alemán, de quien se dice asesoro dictaduras
sudamericanas.
La célebre protagonista de esta historia, se casó con otro
alemán en La Paz y vivió en las minas de cobre en el norte de Chile pero, luego
de diez años, su matrimonio fracasó y ella se convirtió en una política activa
que apoyó causas nobles. Entre otras cosas ayudó a fundar un hogar para
huérfanos en La Paz, ahora convertido en hospital.
Vivió en un mundo extremo rodeada de viejos lobos
torturadores nazis. Cualquier indicio perturbador no le resultaba extraño. Sin
embargo, la muerte del guerrillero argentino Ernesto Che Guevara en la selva
boliviana (octubre de 1967) había significado para ella el empujón final para
sus ideales. Mónica –según su hermana Beatriz–, “adoraba al “Che” como si fuera
un Dios”.
A raíz de esto, la relación padre e hija fue difícil por la
combinación: ese fanatismo adherido a un espíritu subversivo; quizá factores
detonantes que generaron una postura combativa, idealista, perseverante. Su
padre fue el más sorprendido y, muy a su pesar, la echó de la granja. Quizás
ese desafío produjo en él cierta metamorfosis ideológica en los años 60, hasta
convertirse en colaborador y defensor indirecto de los izquierdistas en
Sudamérica.
“Mónica fue su hija favorita, mi padre era muy frío hacia
nosotros y ella parecía ser a la única que amaba. Mi padre nació como resultado
de una violación, mi abuela nunca le mostró afecto y eso lo marcó para siempre.
El único afecto que mostró fue para Monika”, dijo Beatriz en una entrevista
para la BBC News.
A finales de los sesenta, todo cambió con la muerte del Che
Guevara, rompió con sus raíces y dio un drástico giro para entrar de lleno a la
milicia empuñando el brazo con la Guerrilla de Ñancahuazú, tal como lo hiciera
en vida su héroe por la desigualdad social.
Mónica dejó de ser aquella chica apasionada por la lente
para convertirse en “Imilla la revolucionaria” refugiada en un campamento de
las colinas bolivianas. A medida que fueron desapareciendo de la faz de la
tierra la mayor parte de sus integrantes, su dolor se trasformó en fuerza para
reclamar justicia convirtiéndose en una clave operativa para el ELN.
Durante los cuatro años que permaneció recluida en el
campamento escribió a su padre, solamente una vez por año, para decir
textualmente; no se preocupen por mi… estoy bien. Nunca más la volvió a ver; ni
viva, ni muerta.
Así fue como en año 1971 cruza el Atlántico y vuelve a su
natal Alemania, y en Hamburgo ejecuta personalmente al cónsul boliviano, el
coronel Roberto Quintanilla Pereira, responsable directo del ultraje final a
Guevara:la amputación de sus manos, luego de su fusilamiento en La Higuera. Con
esa profanación firmó su sentencia de muerte y, desde entonces, la fiel
“Imilla” se propuso una misión de alto riesgo: juró que vengaría al Che Guevara.
Después de cumplir su objetivo comenzaría una cacería que
atravesó países y mares y que solo encontró su fin cuando Mónica cayó muerta en
el año de 1973, en una emboscada que según algunas fuentes fidedignas le tendió
su traicionero “tío” Klaus Barbie.
Después de su muerte, Hans Erlt siguió viviendo y filmando
documentales en Bolivia, donde murió a la edad de 92 años (año 2000) en su
granja ahora convertida en museo gracias a la ayuda de algunas instituciones de
España y Bolivia. Allí permanece enterrado, acompañado de su vieja chaqueta de
militar alemán, su fiel compañera de los últimos años. Su sepulcro permanece
entre dos pinos y tierra de su natal Bavaria. El mismo se encargó de prepararlo
y su hija Heidi de hacer sus deseos realidad. Hans había expresado en una
entrevista concedida a la agencia Reuters:
“No quiero regresar a mi país. Quiero, incluso muerto,
quedar en esta mi tierra”.
En un cementerio de La Paz, se dice que descansan
“simbólicamente” los restos de Mónica Ertl. En realidad nunca le fueron
entregados a su padre. Sus reclamos fueron ignorados por las autoridades a
partir del hecho. Estos permanecen en algún sitio desconocido del país
boliviano. Yacen en una fosa común, sin una cruz, sin un nombre, sin una
bendición de su padre.
Así fue la vida de esta mujer que en un período, al decir de
la derecha fascista de aquellos años, campeaba en “el comunismo” y por ende “el
terrorismo” en Europa. Para unos su nombre quedó grabado en los jardines de la
memoria como guerrillera, asesina o quizá terrorista, para otros como una mujer
valiente que cumplió con una misión.
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