Fuente: Boquerón. Diario de campaña de Antonio Arzabe Reque. // Fotografía: Fortín Boquerón ahora bajo poder paraguayo. foto actual.
Ráfagas de ametralladoras se sienten momento a momento. Tiros aislados de
fusilería son dirigidos al pozo de agua que aún queda; pues, el otro que tenía
abundante líquido ha sido destrozado por un tiro de mortero. Está derrumbado y
es imposible remediar. El agua escasea a tal extremo, que muchos soldados, para
apagar la sed, tienen que servirse de sus propios orines. ¿Víveres? Hace dos
días que no se han probado. La cocina ha sido volada por otro disparo de
artillería. El cocinero se ha convertido en un combatiente más, porque existen
muchos claros en las posiciones y porque su misión ha terminado, sin víveres y
sin agua, las ollas no pueden ser aderezadas. Además, necesitamos tiradores que
reemplacen a los que cayeron en las acciones.
Aunque el fuego enemigo ha disminuido, no por esto deja de producir nuevas
bajas. Nuestro puesto de sanidad está totalmente colmado de heridos. No hay
drogas ni vendas para la atención de ellos. La gangrena hace estragos, y, el
hedor de las heridas putrefactas hace que las moscas se asienten y dejen su
queresa, la que pronto se convierte en larvas que roen y hacen supurar,
convirtiéndolas en heridas purulentas, fétidas. Muchos son los heridos que
prefieren la vida de las posiciones, donde por lo menos estarán libres de las posibles infecciones, a
permanecer allí en el puesto sanitario. Varios de los heridos que han visto que
los maltratos de la guerra en su humanidad física han impreso la inutilidad,
han tomado su fusil y han puesto fin a sus sufrimientos. Otros, viéndose
impotentes para descerrajarse un tiro, piden a gritos se les proporcione un
medio de descanso definitivo. El sanitario hace uso de las morfinas. Muchos de
ellos se sumergen en un sueño del que no despiertan más. Sus cuerpos son llevados
a unos veinte metros del puesto de auxilio donde son depositados en fosas que
se tienen cavadas a escasos centímetros de profundidad. Ni una cruz de madera,
ni un palo que indique el lugar de su entierro. Ni un epitafio que lleve a la
posteridad su vida y su historia... ¡Todos!, todos aquellos permanecen en el
olvido y en el anonimato. Ni siquiera se lleva control de los nombres de los
soldados. Muchos de éstos serán considerados como “desaparecidos”.
Ahora la lucha se ha trasladado a Yucra, Castillo y Lara. De esta manera el
cerco que nos rodea se hace más imposible de romper. El combate en el sector
Yucra, llega hasta nuestros oídos. Nuestros corazones anhelantes palpitan por
concebir una remota esperanza... Pero... ¡Nada! ¡Nada...! Y el desaliento
vuelve a consumir lo poco que nos queda de vida.
Mientras, en el reducto de Boquerón, la calma continúa. ¡Esta es una agonía que
raya en la desesperación… “El Comando en esta emergencia, resolvió continuar
aprovisionando la plaza por vía aérea, y en efecto, se acondicionaron convenientemente
grandes bolsas de víveres y cartuchos; pero, los aviones se veían precisados a
volar alto por imperativo del violento fuego que les hacían desde las líneas
paraguayas apenas eran avistados y de este modo, el incipiente
aprovisionamiento sólo podía confirmarse en mínima parte, cayendo las más de
las veces los anhelados paquetes, al alcance de los soldados paraguayos”.
“No obstante, éste era el único recurso posible para seguir alentando la
resistencia, y a él continuaron atenidos tanto directores de la campaña, en sus
cálculos, como las heroicas y sacrificadas huestes de Marzana, en obediencia a
la consigna”.
“La intrepidez y pericia de los pilotos bolivianos, realizaron entonces una
tarea encomiable, prolongando hasta límites extremos la agonía de la gloriosa
defensa... (Pág. 230)” “...Los defensores sentían disminuir paulatinamente sus
energías vitales, en rigor de las exigencias tesoneras y aniquiladoras del
combate sin tregua, de la pobreza de sus medios defensivos, agravados por la
escasez irremediable de la munición, por la creciente desnutrición y por la
torturadora sed, cuyos efectos se hacían sentir en forma más palpable a medida
que pasaba el tiempo, desesperados ya de recibir el auxilio del exterior que
requerían, tantas veces prometido, dolorosamente al doble estrago que azotaba
sus cuerpos constituidos éstos por los trallazos de la metralla y por los
mordiscos del clima, ambos en concatenación infernal”.
“No obstante todo esto y mucho más, Marzana se mantenía enhiesto como un
símbolo vivo del cumplimiento del deber, ya que su actitud, plásticamente
hermosa y viril, galvanizaba y arrastraba a sus subordinados a llenar la
empresa gloriosa de permanecer en su puesto traspasando ostensiblemente el
límite de lo que las posibilidades humanas permitían…” (“La Guerra del Chaco”,
Cnl. Aquiles Vergara Vicuña).
Son las doce del día. Ya se hace costumbre esperar a nuestros aviones que nos
traerán un poco de pan y otro de chocolate... Necesitamos más pan porque de lo
poco que nos arrojan, apenas tenemos la suerte de que lleguen una o dos bolsas
hasta nuestras posiciones, y... ¡tenemos hambre! ¡Hambre que nos devora...!
Por fin se deja escuchar en el horizonte el ruido peculiar de nuestra aviación.
Son tres aparatos blancos como las gaviotas de nuestros lagos. Son biplanos y
pronto se hallan volando por encima del reducto. Las ametralladoras paraguayas
entran en acción, pero, los aviones continúan sus evoluciones hasta colocarse
muy bajos. Empieza el lanzamiento de sus preciosas cargas. Una va cayendo; pero
se fue a la línea de los pilas, que agradecen con una ráfaga de
ametralladora... ¡Otra! Esta tiene mejor suerte... Ha caído dentro de nuestras
posiciones... Dos caen en el campo de nadie, una está en pleno pajonal.
Otras tantas vuelven a caer detrás de las líneas paraguayas. Dos de los tres
aviones descargan para los paraguayos su ración de rocío de proyectiles y
vuelven a sus bases, mientras ráfagas de ametralladoras y fusilería los
acompañan en su retirada.
Un soldado boliviano se desplaza fuera de las posiciones en procura de rescate
de aquella bolsa de pan que se encuentra en el campo de nadie. El estímulo es
grande. Quien rescata o lleva una bolsa hasta el Comandante, tiene derecho a
ración doble, o triple, según la cantidad. Y este incentivo ha hecho que aquel
soldado se someta a la difícil como peligrosa tarea de ir a rescatar el pan.
Ello significa, además, setenta raciones para otros tantos soldados
hambrientos...
El soldado se dirige con toda cautela hacia el lugar... Se arrastra como una
culebra por entre las pequeñas matas de paja que existen en la pampa... Diez
miradas aguardan ansiosas el resultado de la proeza. Su arrastre es lento,
silencioso. Va acercándose al saco. Faltan tan solo unos treinta metros... Se
detiene a descansar. No lleva fusil. ¿Está desarmado? No, tiene su
cuchillo-bayoneta entre su ropa de kaki. Su corazón palpita con violencia.
Levanta un poco la cabeza para medir la distancia que le separa. Reanuda el
reptar, pocos metros le faltan hacia la codiciada bolsa... Silencio absoluto...
Miradas bolivianas, vigilantes y anhelosas, contemplan desde las posiciones. Ya
está pronto a tomarla... Apenas faltan cinco metros.
El bulto se hace grande... Detiene el resuello para escuchar... ¡Un ruido! como
el de una serpiente cascabel que se arrastra.
Aquieta su respiración. El ruido continúa. Ve con asombro que el bulto se
mueve... ¡No es posible! Observa cómo el bulto se va alejando a ras de
tierra... ¡Misterioso...! ¿Qué puede ser? Se decide al final y se arrastra
decidido y ¡he aquí, un pila! ¡Un pila que también ha venido en pos del bulto!
Se levanta a medias, saca el cuchillo de su cintura y se lanza como una fiera
pronto a herir y rematarlo, pero, el paraguayo se da cuenta, se pone a la
defensiva, le toma el cuchillo. Empiezan a forcejear ambos. Se ve desde las
posiciones que se han trabado en lucha... Los cuerpos desaparecen...
Han pasado cinco minutos y el pajonal cubre la escena que se desarrolla; ni un
ruido, ni un lamento, sólo se escucha en el otro extremo de las posiciones de
Boquerón, el traqueteo de las ametralladoras enemigas que dirigen sus fuegos a
las posiciones bolivianas...
Quietud y silencio en la pampa. ¿Quién fue el que venció en la lucha, y quedó
con el saco de pan? El tiempo pasa... Ni un movimiento que delate la existencia
de aquellos dos soldados enemigos. Los que observan desde las trincheras se
desesperan y van a comunicar el caso a su comandante de sección. Este,
reflexiona cariñosamente a sus soldados por haber permitido que salga un
compañero. Han pasado otros diez minutos y no hay nada que dé muestras de que
esté aún vivo. Por fin, el teniente se decide y ordena a otro soldado salir de
la trinchera para ir y averiguar lo que ha pasado. Este hace algunas preguntas
sobre la posibilidad de que esté muerto o haya sido tomado prisionero. El
teniente le ordena que sólo debe constatar si vive, si ha muerto; o, si está
herido, debe arrastrarlo hasta la trinchera poco a poco.
—En caso de que esté muerto —le ordena—- debe Ud. arrastrarlo hasta nuestras
posiciones, nosotros le protegeremos en caso de peligro.
—Es su orden, mi teniente —responde el soldado, al mismo tiempo que sale de la
posición.
El soldadito lleva su fusil listo para cualquier emergencia y se va arrastrando
por las huellas dejadas por su compañero...
Pasan otros cinco minutos. Se detiene porque ha escuchado un pequeño ruido como
el arrastrar de un bulto. Aguza más el oído. Espera anhelante; escucha a un ser
que jadea de prisa. Concibe la idea de que es su compañero. Si es él... Habla
despacio llamándolo por su nombre:
— ¡Ezequiel...! ¡Ezequiel...! —la voz es apenas un susurro, al mismo tiempo que
apresura su arrastre.
El llamado ha sido escuchado y no se hace esperar la respuesta.
—Ayúdame compañero, ya no puedo más. Estoy cansado.
El soldado enviado ve que su compañero tiene la cara hinchada y que le sangra
la nariz. La ropa está ensangrentada.
Inmediatamente piensa que debe estar herido. Jadea con dificultad, pero
arrastra consigo la bolsa de pan. Después de breves momentos de esfuerzo
sobrehumano, ambos se encuentran dentro de las fortificaciones de Boquerón, con
la carga preciosa; mientras el otro, el pila, quedó tendido para siempre en el
“campo de nadie”, con seis cuchilladas en el cuerpo.
Ya recapacitado, es llevado ante el coronel Marzana, quien lo felicita y le da
las tres raciones prometidas. Su hazaña vuelve a contar a los médicos Dres.
Brito y Torrico. Estos, después de curarlo le dan de palmaditas en la espalda;
luego, se aleja a su trinchera, ufano de haber conquistado el “premio
máximo”... ¡Tres raciones de pan para calmar su hambre…!
La calma de este día es sólo interrumpida por disparos aislados. Una que otra
ráfaga es dirigida hacia las trincheras bolivianas, que permanecen indiferentes
ante las provocaciones del enemigo.
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