Por: Óscar Córdova y Marco Basualdo / La Razón de La Paz, 2 de julio de 2017. // Fotos: 1) Prisioneros bolivianos en Asunción. Foto de Cristhian
Baez Godoy publicado en APRENDIENDO
DE LA GUERRA DEL CHACO (1932-1935) / 2) Prisioneros Bolivianos formados con
fusiles, recién desembarcados del Cañonero HUMAITÁ, en el Puerto de
Asunción... Rara imagen... tal vez para hacerlos desfilar. Foto de Victor
Meden publicada en MEMORIAS
DE LA GUERRA DEL CHACO.
El 12 de junio se cumplió un nuevo aniversario del cese al fuego de la Guerra
del Chaco, uno de los mayores conflictos del siglo XX en el mapa de
Latinoamérica. Librada entre Bolivia y Paraguay entre 1932 y 1935, la contienda
se tradujo en una disputa territorial que significó la movilización de 250.000
soldados bolivianos y 120.000 paraguayos, con un saldo de 2.000 prisioneros
“pilas” en Bolivia y 20.000 compatriotas capturados por el Ejército de
Paraguay. El 18 de julio de 1935, en Puesto Merino, ubicado en la tierra de
nadie camino a Villa Montes, se produjo el primer encuentro entre los comandantes
de ambos ejércitos que de ahí en más acordarían el intercambio de sus
prisioneros.
Según las crónicas de la época, los oficiales y soldados prisioneros bolivianos
habían sido trasladados hasta Asunción, la capital paraguaya, en algunos tramos
a pie y el resto en camiones pequeños, con enfermedades infectocontagiosas,
maltratados y sin una alimentación adecuada. Tristes revelaciones para quienes
ya tuvieron que soportar duros combates, más aún si pertenecieron al propio
bando. Pero, situándose en las botas del otro, cabe la pregunta: ¿cómo fueron
derivados los “enemigos” hacia territorio nacional? Según el libro del
paraguayo Horacio Sosa, 50 Años después. Recuerdos de la Guerra del Chaco, los
uniformados del vecino país fueron recibidos con una metralla de agravios de
parte de los combatientes bolivianos una vez en sus manos. “¡Pilas cobardes!
¡Patapilas! ¡Gallinas argentinas! Tales los insultos que nos endilgaban a
gritos los soldados, y aún los oficiales, con los que nos cruzábamos en nuestro
camino. Y frente al Puesto de Comando del coronel Bernardino Bilbao Rioja, de
los insultos pasaron a los hechos. Nos desnudaron: camisas, pantalones y
zapatones eran minuciosamente examinados so pretexto de que éramos traicioneros
y cobardes y que no había que descuidarse porque podríamos tener granadas de
mano o cuchillos”.
A decir del teniente paraguayo Eulogio Recalde, él y sus soldados fueron
conducidos vía aérea desde el fortín Ballivián en el trimotor Chorolque hasta
Villa Montes, de ahí en el trimotor Bolívar hasta la ciudad de Tarija, de esta
ciudad a Villazón en camiones, y desde ahí por vía férrea hasta Oruro, ciudad
donde permanecerían una semana. Según el historiador orureño Mauricio Cazorla
M., estos prisioneros que habían librado la batalla de Cañada Strongest en su
camino hacia la ciudad de La Paz estuvieron alojados en el cuartel Modelo,
actualmente regimiento Camacho. Muchos de ellos pasaron a ser empleados en
trabajos de apertura de caminos y otros fueron trasladados a las minas por la
escasez de mano de obra debido al conflicto. Como curiosidad, Cazorla afirma
que el trabajo estaba bien remunerado, “les pagaban bien o igual que a los
peruanos y chilenos residentes en el lugar; inclusive con mejor salario que a
los bolivianos”.
El historiador también dice que algunos contingentes de prisioneros se quedaron
en la ciudad dedicados a obras públicas. “Algunos pocos que quedaron en Oruro
se los ocupó en la pavimentación de calles y obras menores, como arreglo de
tuberías de alcantarillado y de conexión de agua. Siempre llamó la atención su
fisonomía y su lenguaje guaraní que era desconocido en la ciudad. No se conoce
de romances”, señala el testimonio, aunque es de dominio, dice Cazorla, que una
paraguaya fijó su residencia en Oruro y se casó con un paisano, junto a quien
formó su familia.
El resto de prisioneros, en su camino a la sede de gobierno, fue transportado
en vagones del ferrocarril hasta la localidad de Viacha. El mayor Sinforiano
Herbas, a cargo de los prisioneros, permitió allí la entrada de un grupo de
periodistas, cuya recepción fue descrita de la siguiente manera: “Se nos recibe
amablemente, traspuesto el umbral se ofrece a nuestra vista una abigarrada
multitud de soldados paraguayos. Muchos llevan las frazadas envueltas al
cuerpo; parte de la dotación del Ejército boliviano, la ropa de campaña con que
han caído prisioneros está en buen estado, es de un tono color azul verdusco
claro. Una buena parte de estos soldados prisioneros carece en absoluto de ropa
interior, de tal manera que llevan el uniforme sobre la carne”.
Asimismo, un corresponsal del periódico La Razón manifiesta su curiosidad en la
visita al cuartel de Viacha, al observar a un conjunto de prisioneros, de
rasgos diferentes, de quienes afirma que eran “indios” del mismo corazón del
Chaco, “que no saben hablar castellano, que ellos mismos ignoran si son
paraguayos o bolivianos. Son ‘indios’ lenguas chulupis, matacos, que ahora
figuran como prisioneros paraguayos”. En el mismo periódico hacen referencia a
la llegada de los 2.000 prisioneros paraguayos a la ciudad de La Paz con la
siguiente descripción: “A las 13.30 llega desde Viacha el convoy de vagones a
la Estación Central, en medio de un imponente silencio. Esperaban en los
andenes el jefe del Estado Mayor Auxiliar, general Blanco Galindo, el coronel
Gonzales Portal, el teniente coronel Candia, y el teniente coronel Brito del
Ministerio de Guerra. En las afueras de la estación se encontraban algunas
góndolas y carros ambulancia que debían trasladar a los heridos y enfermos”,
escribe el periodista Zacarías Monje. Según añade, todos los vagones estaban
custodiados por10 soldados; los primeros en bajar fueron los jefes y oficiales
que cayeron prisioneros en Cañada Strongest y después los que se encontraban en
el pueblo de Quime.
“Los tenientes coroneles Candia, y Brito saludaron al mayor paraguayo César
López, oficial de la más alta graduación entre los prisioneros y le
manifestaron que por gracia especial del Estado Mayor se le dispensaba de
desfilar con los prisioneros, siendo trasladado en auto al Colegio Militar en
compañía del teniente coronel Candia”.
Una vez que se produjo la llegada de los soldados dentro del mayor orden y
silencio, se dio inicio al desfile de los prisioneros encabezados por un
pelotón de carabineros, a quienes seguía un grupo de jefes y oficiales
cautivos, entre los que se hallaba el capitán Joel Estigarribia y los tenientes
Ortigoza y Russo Padín.
La avenida Tarapacá, la calle Comercio, la plaza Pérez Velasco, las calles
Murillo, Ayacucho, Mercado, Loayza, y la avenida 16 de Julio iban a ser las
arterias por donde circularía la procesión de soldados cautivos. Lo amargo de
la jornada, según las mismas crónicas, ocurrió cuando los combatientes
forasteros se vieron expuestos a ojos extraños. “Aparecen las secciones de
hombres que parecen pálidos, como los jefes y oficiales. Chorreados,
desmirriados; muchísimos vienen abrigados con ponchos de lana y frazadas del
Ejército boliviano, que han recibido de caridad. En todo el trayecto se oyen voces
de compasión y curiosidad; pero invade la tristeza, están desnutridos,
famélicos y esqueléticos. El desfile ha sido a lo largo de callejones humanos
como si las gentes hubieren querido proteger a los paraguayos. Después, paso a
paso, hasta el Colegio Militar, hasta el final de la avenida Arce”, escribe el
periodista Monje, de La Razón.
En el libro 50 Años después… se documentan otros datos como “la comida era
buena, pero por un tiempo seguían tratándonos de ‘pilas cobardes, ‘patapilas’,
‘cojudos’, etc. Nos demoraban la correspondencia, o no nos las entregaban. A
veces, y sin razón alguna, nos encerraban y por semanas no nos permitían las
salidas al patio”. Otro de los relatos de un oficial paraguayo no identificado
explica que por actos de indisciplina, un grupo fue trasladado a la cárcel de
San Pedro, donde fueron víctimas de humillación y constantes “baldazos de agua
fría”. En el libro Memorias de un prisionero de guerra, del excombatiente
boliviano Nery Espinoza Mier, se recoge un sentimiento acerca de la llegada de
los soldados foráneos, en la que destaca “la ansiedad del pueblo por conocernos
y entre los más ansiosos se veían a los ‘cholos’, que se mostraban muy
furiosos, con deseos de lincharnos. Sin embargo, en los balcones había mujeres
impresionadas por el acto; se secaban los ojos y con el mismo pañuelo saludaban
a los que desfilábamos”.
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