Por: Nelly Fernandez Negrte. Este artículo fue publicado en
el libro: Libres!: testimonio de mujeres víctimas de las dictaduras.
Delfina Burgoa de Ventemillas era una excelente profesora de
primaria, jubilada, esposa de un mayor de ejército que murió en la Guerra del
Chaco dejándola viuda con tres hijos. Lamentablemente, los hijos murieron –al parecer-
asesinados en un trágico pasaje de la vida de Delfina que jamás fue esclarecido,
lo que la hizo sufrir mucho. Intento rehacer su vida con el escritor
indigenista Fausto Reinaga, de quien tuvo un único hijo.
Tenía 67 años cuando la tomaron presa por haber alojado al
Che Guevara por algunos días en su paso por La Paz, antes de entrar a
Ñancahuazu. En su casita del actual barrio denominado Amor de Dios en la zona
sur, rodeada de árboles que cubrían la fachada, cuando no existía puente y había
que pasar el rio a pie, vivió el Che una corta temporada en la que trato de
contactarse y organizar el apoyo a la guerrilla. Algunos políticos de izquierda,
sobre todo los del Partido Comunista pasaban por allá, conversaban con él y
tomaban acuerdos. Ella solía relatar que en ese momento no sabía que el alojado
en su casa era nada menos que el Comandante Che Guevara y desconocía que se
estuviera gestando una guerrilla. Solo sabía que era un personaje importante,
muy educado y jovial, a quien debía alojar discretamente.
En 1972, cuando el aparato de inteligencia de la dictadura había
tomado control total. La llevaron a la prisión de Achocalla. La dictadura conocía
la situación de la izquierda, rastreaba todos sus pasos y caían todos los que
en alguna medida habían participado en la política nacional.
En las celdas de Achocalla resultaba ser una de las presas
de mayor edad. Estaba enferma con múltiples dolencias, pero era una mujer de valentía
y consecuencia admirables, de gran calidad humana y voluntad férrea. Jamás se quejaba,
mas al contrario, trataba de animar a las jóvenes para que pudiesen sobrellevar
las condiciones de encierro. Siempre nos recordaba que las revolucionarias no debían
quejarse ni mostrar sus flaquezas, no dar lugar a que los tiras (carceleros) se
dieran cuenta de nuestras debilidades para explotarlas contra la causa, a su
favor; tampoco había que darles motivo para alegrarse, decía, porque eran sádicos.
En cualquier circunstancia difícil, cuando había castigos y
represalias de los represores, ella estaba presta a inculparse para salvar al
grupo. Decía “yo ya soy vieja, tengo que morir de todos modos, ustedes las jóvenes
deben tratar de conservar la vida para continuar luchando”.
Lamentablemente después de salir de la cárcel, como muchas, murió
sola y abandonada, amargada de ver como algunos revolucionarios conocidos de izquierda
se retractaban de sus ideales y, cruzando “los ríos de Sangre”, pactaban y se ponían
al servicio del neo-liberalismo.
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