Por: Luis Subieta Sagárnaga – Nuevos Horizontes, El Diario 8
de Agosto de 2017. // Imagen: Simon Bolivar.
El 2 de octubre de 1895 contrajo matrimonio en Caiza
(provincia Linares del departamento de Potosí), el señor José Costas, quien en
aquel acto declaró ser hijo del Libertador Simón Bolívar.
Costas a la sazón contaba 69 años de edad, lo que me hace suponer que dicho
matrimonio lo contrajo en artículo mortis, como que días después dio “El
Tiempo” de Potosí, la noticia de que en el pueblo de Caiza había dejado de
existir el señor José Costas, declarando en su último trance ser hijo de
Bolívar y de doña María Joaquina Costas.
El Libertador en sus charlas con su edecán Luis Perú de Lacroix, le dijo en
1828 encontrándose en Bucaramanga:
–“El Potosí tiene para mi tres recuerdos: allí me quité el bigote, allí usé
vestido de baile y allí tuve un hijo”.
Otro día, al hablar de la numerosa prole de cada uno de los miembros de su
familia, dijo:
–“Que él solo no había tenido posteridad, porque su esposa murió muy temprano,
y que no ha vuelto a casarse, pero que no se crea que es estéril o infecundo,
porque tiene prueba de lo contrario”. (Diario de Bucaramanga, pág. 21).
Encontrándose en el Perú en 1826 y teniendo conocimiento de que en Potosí le
había nacido un hijo demostró el justo deseo de conocerlo, enviando el
Libertador en comisión especial a don José Miguel de Velasco para que condujera
hasta la quinta de La Magdalena a doña María Joaquina Costas y su hijo. Esta
comisión le valió al coronel Velasco su ascenso a General, como muy clara y
rotundamente lo dice don Benito Gardaos en su obra “Aventuras curiosas de un
desterrado”, publicada en Arequipa en 1840 y citada por Cornelio His-paño en su
“Historia se-creta de Bolívar”, pág. 56.
El viaje de doña María Joaquina se realizó con el mayor sigilo, para que no
llegara a oídos del general don Hilarión de la Quintana, esposa de tan bella e
interesante dama, que a la sazón desempeñaba papel importante en el ejército de
Chile. Pero el general no debió ignorar lo ocurrido, porque no volvió más a
unirse con su esposa.
Tenía 21 años de edad doña María Joaquina Costas en 1825, y era de un talento y
de una hermosura sobresalientes, por lo que las damas de Potosí le dieron la
comisión de presidir al grupo de distinguidas señoras que, vestidas de ninfas,
debían congratular a Bolívar en su ascensión al Cerro de Potosí, recibiéndolo
teatralmente en un templete griego.
Allí fue donde doña María Joaquina llamó la atención del héroe pronunciando una
arenga patriótica y diciéndole al oído, al colocar en su sienes una guirnalda
de filigrana de oro tachonada de piedras preciosas:
–¡Cuídese! ¡Tratan de asesinarlo!
Intrigado Bolívar con aquella revelación misteriosa y flechado por los dardos
de Cupido, solicitó de la hermosa dama una entrevista reservada, que la obtuvo
aquella misma noche sin gran dificultad.
Allí supo que un oficial español, León Gandarias, en unión de otros realistas,
trataba de asesinarlo.
Al siguiente día, sin ruido ni aparato alguno, salieron de Potosí, con buena
escolta y con rumbo a la costa, Gandarias y sus compañeros.
Como fruto de aquella entrevista vino al mundo, al mediar el año 1826, un niño
que fue bautizado con el nombre de José.
Su educación fue esmerada, correspondiendo a los antecedentes de su distinguida
familia, poniendo doña María Joaquina toda su atención y cuidados en el
provenir de su único hijo, quien se instruyó en humanidades en el Colegio
Pichincha.
Según cuentan viejos vecinos de esta coronada Villa, la señora María Joaquina Costas
tenía una casita, cerca al templo de San Juan de Dios donde pasaba la vida
comerciando con disfraces, que a precios módicos facilitaba a los mineros y
campesinos para sus festividades religiosas.
Durante el gobierno del general Belzu desempeñó doña María Joaquina la
dirección de un internado de niñas en el Colegio de “Santa Rosa”, siendo sus
alumnas más distinguidas las entonces señoritas Vicenta Sierra, Virginia
Sotomayor, Rosalía Carpio, las hermanas Inés, Julia y Genoveva Vargas, que
después llegaron a ser todas ellas notables educacionistas.
Así no es extraño que su hijo, a quien se lo conocía con el nombre de don “Pepe
Costas”, haya llegado a sobresalir en la sociedad por su ilustración y talento,
cultura exquisita y disposición especial para el arte. Cautivaba a la
concurrencia en cualquier reunión familiar con su guitarra y melodiosa voz.
Era, Pues, el tal don Pepe en Potosí, al mediar el siglo XIX, un adorno en los
salones, una joya de gran mérito en la culta sociedad y el espejo de la
juventud elegante, ilustrada y culta.
La situación económica de doña María Joaquina no debió ser muy desahogada en
sus últimos días, cuando, por consejo de algunas amistades, particularmente del
muy distinguido y patriota historiógrafo nacional Dr. Samuel Velasco Flor, se
presentó ante el gobierno solicitando un montepío en premio a los relevantes
méritos e importantes servicios prestados a la causa de la independencia por su
esposo el general Dn. Hilarión Quintana; pero el Consejo de Estado en su
resolución de 30 de mayo de 1874, rechazó dicha solicitud, fundándose en que el
benemérito general Quintana, si bien había sido héroe de la reconquista de
Buenos Aires en 1807, uno de los principales promotores de la revolución del 25
de mayo de 1810, jefe distinguido del ejército de San Martín y el verdadero
libertador de Chile por su oportuna y decisiva actuación en la batalla de
Maipú, en cambio la República de Bolivia –su patria nativa– no le merecía
servicio alguno, debiendo en consecuencia la viuda recurrir a los gobiernos de
Chile y la Argentina en demanda del montepío que solicitaba.
Refiere un testigo presencial –por demás conocido en el mundo literario con el
seudónimo de Brocha Gorda– que doña María Joaquina sintiendo llegada su última
hora, se confesó con el cura Ulloa –de gran reputación por sus relevantes
méritos de discreción y prudencia– a quien en tan supremo trance le hizo el
siguiente encargo:
“Deseo y pido que no sea separado de mi cuerpo en la tumba, este relicario
precioso que lleva el busto del Libertador, y que me fue ofrecido por él mismo
en prenda de amor y agradecimiento por haberle salvado la vida en la noche de
la solemne subida al Cerro de Potosí. Conocía yo la conjuración contra el héroe
fraguada por mi tío el teniente Gandarias y no vacilé ni un momento en
sacrificar mi honra a mi pasión y a mis deberes de patriota, evitando que fuera
aquel grande hombre indignamente asesinado en su lecho.
Pedí luego dinero y salvoconducto para aquellos conjurados y Bolívar fue con
ellos grande y generoso como en todo. Dios le haya premiado y me perdone a mí
esta única falta grave de mi vida que siempre la consagré al bien de mis
semejantes y al recuerdo de Bolívar, mi único amor en el mundo.
Viéndose sólo don Pepe se retiró al campo, eligiendo para su residencia el
pueblo de Caiza, donde ha dejado numerosa descendencia.
Esta vida, por modesta y silenciosa que haya sido en el mundo, me ha parecido
digna de la exhumación histórica por su romántico origen, por las escenas
novelescas que le rodean, y sobre todo, por haber sido don Pepe Costas el único
hijo del Libertador.
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