Fuente: Rebelión en las venas - Escrito por James Dunkerley /
Plural editores, 2003. Págs. 355-356-357.
Varios días después de tomas el poder, entrevistado por una
revista chilena, el general García Meza declaro: “Me quedare en el poder veinte
años, hasta que Bolivia haya sido reconstruida. Mi gobierno no tiene límites
fijados y en esto estoy como el general
Pinochet”. Debido a la eficiencia con que se ejecutó el golpe, al
extremadamente riguroso y violento control impuesto después y a la
aparentemente total derrota del sector institucionalista, tal afirmación fue
tomada en serio. Después de todo, Banzer había gobernado siete años y García
Meza iniciaba su gobierno de manera similar, si no con mayor seguridad y más
consolidado. Con todo, el régimen de García Meza se prolongó solo por un año y
dieciocho días, y en el curso de los seis primeros meses ya estaba sumido en
graves contradicciones, restringido y desestabilizado por el repudio externo,
debilitado por la disidencia dentro de las fuerzas armadas e incapaz de
eliminar la resistencia pasiva que comenzó a cobrar una forma más abierta a
medida que el régimen se tambaleaba entre una crisis y la siguiente. Las tres
administraciones efímeras que lo sucedieron corrieron la misma suerte, pues esencialmente
intentaron mantener el proyecto de 1980 y posteriormente dirigir una retirada
mesurada. Hacia mediados de 1982, el intento de imponer una dictadura orgánica
y de erradicar todo vestigio del interludio democrático se había desintegrado
totalmente.
Los fundamentos de la crisis que acabo con el potencial de
este experimento militarista fueron los mismos que socavaron el
constitucionalismo: una grave y ascendente crisis fiscal del Estado heredada de
Banzer y empeorada por la caída de la producción y de los precios de las
exportaciones esenciales del país: una considerable división dentro del bloque
dominante y una incapacidad para completar la derrota política de la izquierda
con la total destrucción de sus bases sindicales. Sin embargo, la forma que
adopto la crisis política entre julio de 1980 y octubre de 1982 fue
considerablemente distinta de aquella que le había precedido, reflejando sobre
todo la debilidad y la falta de unidad dentro de las FF. AA. Resulto imposible
sustentar un régimen de derecha sobre la base de una política antiamericana por
mucho tiempo; pero inclusive después de que estas actitudes fueron moderadas y
posteriormente invertidas, los efectos de un boicot de quince meses impuesto
por Washington siguieron corroyendo la legitimidad, restringiendo la cooperación
extranjera y estimulando la competencia interna. Lo mismo ocurrió con la agresión
inicial y mal calculada al Pacto Andino, lo cual contribuyo a oscurecer el prestigio
del régimen. Además mientras los cobros por tráfico de cocaína eran
substanciosos y facilitaban el financiamiento de un gran aparato informal de
control, la compra de lealtad de la alta jerarquía militar y la acumulación de
impresionantes fortunas personales no podían compensar el colapso de la economía
legal, ni pagar la deuda externa o financiar totalmente las operaciones
estatales por un periodo indeterminado. En su punto más alto, los ingresos por cocaína
fueron quizás cuatro veces superiores a los de las exportaciones tradicionales,
pero gran parte de aquellos no regresaban a Bolivia y los que sí lo hacían incentivaban
actividades no productivas o de consumo conspicuo. En algunos casos –las zonas
de plantación de La Paz y Cochabamba o los centros comerciales del Beni- hubo
auges regionales de corta duración; pero debido a su origen ilegal, dicho
comercio no pudo revivir la confianza general en el comercio. Si bien el
capital de la cocaína no derivaba generalmente de un proceso primitivo de acumulación,
las reglas comparativas de este sector no eran nada rígidas ni tampoco muy
deferentes de aquellas del capitalismo primitivo, lo cual exageraba la
tendencia histórica del Estado boliviano de ser un centro de pillaje.
El desarrollo de este proceso, unido a la excepcional
violencia, capricho extremo y falta de estrategia seria o respaldo social por
parte del gobierno de García Meza, determino su caída. Durante los dos años del
régimen militar se produjeron ni más ni menos que seis intentos abiertos de
golpe de Estado y un número de huelgas aun mayor que a lo largo de los cinco años
anteriores y hubieron cinco presidentes distintos. Después de que el propio García
Meza fue privado del poder a principios de agosto de 1981, una junta de
comandantes pudo mantenerse un mes en el poder en medio de constantes disputas.
La resolución final a sus diferencias institucionales con el nombramiento del
comandante del Ejército, general Celso Torrelio Villa, como presidente, no
resulto muy conveniente. Torrelio era una persona designada por García Meza, un
testaferro incapaz de reunir las condiciones mínimas para ocupar un alto cargo
gubernamental, salvo el hecho de que representaba al Ejército. Su propia debilidad
garantizo la continuidad de la estructura de poder existente y la protección de
aquellos sectores que progresaron bajo García Meza y Arce Gómez, pero no constituía
ninguna defensa contra los competidores de aquellas facciones, ni contra las
corrientes más institucionalistas que se reagrupaban dentro de las FF AA.
Reacio a presidir una apertura significativa e incapaz de detener los retos de oficiales
con Faustino Rico Toro ¿, quien era identificado tanto con el narcotráfico como
con la extrema derecha, Torrelio simplemente se mantuvo en el puesto hasta que
su presencia en palacio no tenía ya sentido útil para ninguna facción. Su
remplazo en julio de 1982 por el general Guido Vildoso Calderon señalo un
viraje hacia la política más ágil y perspicaz de negociación por parte de una institución
que seguía ejerciendo represión y persistía en vacíos y estentóreos derechos a
un mandato de poder, pero que había sido fuertemente golpeada por la acción de
la clase obrera, debilitada por algunas acciones internas y que evidentemente
buscaba asilo en los cuarteles. Así, en octubre de 1982, las FF. AA. entregaron
nuevamente el poder al
constitucionalismo y Hernán Siles Zuazo y la UDP recobraron el alto
cargo que les había sido usurpado en agosto de 1980.
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