Por: Manuel Carrasco / El Diario 24 de Febrero de 2015.
¡Cuán inmensa amargura debió reflejarse en su última mirada
de agonía! Dotado de admirables cualidades, con una inteligencia y una cultura
nada comunes, empujado por la fortuna hasta las más altas cumbres del prestigio
y acosado luego por el más implacable infortunio, acababa de morir el
expresidentes de la república don José Gutiérrez Guerra en la más extraña
pobreza, lejos de su familia y de los pocos amigos que le quedaban, envejecido
no tanto por los sesenta años que había de cumplir en septiembre, cuanto por
sus hondos padecimientos de los últimos años.
¡Qué impresionante historia la de su vida, para los que le
conocimos íntimamente, para los que no le dimos la espalda cuando la adversidad
empezó a azotarle y cuando le vimos bajar hasta los últimos peldaños de la
desgracia imaginable, hasta morir en una habitación que tenía alquilada en
Antofagasta, donde vivía muriendo, socorrido por una pensión fiscal que apenas
alcanzaba para las drogas que aliviaran sus males!
Recordemos algunos rasgos de su existencia. Hace treinta y
cinco años que don José Gutiérrez Guerra llegó al país des-pués de haber
completado sus estudios en Inglaterra y acompañó entonces a su padre, el
respetable patricio don Lisímaco Gutiérrez que marchaba al Beni y al Nor-este
como Delegado Nacional. Desempeñó después importantes cargos públicos en la
administración pública en el ramo de la hacienda donde sobresalían sus
conocimientos. Más tarde se estableció en La Paz fundando una Casa Bancaria que
él mismo dirigía con notable acierto y honestidad.
Era a la vez consejero de varias instituciones bancarias y
él contribuyó a la modi-ficación y prosperidad del Crédito Hipotecario de
Bolivia que le dio un honroso voto de reconocimiento.
Fue don Gutiérrez Guerra uno de los fundadores del Banco de
la Nación Bolivia-na. Sostuvo acerca de la creación de ese Banco,
brillantísimas polémicas por la prensa y recopiló sus artículos en dos
volú-menes jugosos de ciencia financiera, titu-lados “Cuestiones Bancarias” y
“La Refor-ma Bancaria”. Luego ocupó durante años el cargo de director y
presidente del Con-sejo de Administración de Banco de la Nación Boliviana, que
al ser elegido Presidente de la República le obsequió una gran medalla de oro.
Esa medalla fue más tarde vendida en Santiago en una de las estrechas
situaciones económicas del ex-presidente.
Era en materia hacendaria y bancaria, un hombre de valioso
consejo y pudo luego lucir su vastísima ilustración y compe-tencia en el
Parlamento, donde su palabra era escuchada como la de una positiva autoridad en
la materia. Durante corto tiempo ocupó también el Ministerio de Ha-cienda y
recordamos que empeñó en el Senado un importante debate sobre las letras de
exportación de los mineros con el doctor Salamanca que dio por terminada la
información con las más elogiosas pala-bras para el Ministro de Hacienda.
Su prestigio creció enormemente duran-te su presidencia de
la Cámara de Dipu-tados: su probidad inflexible, su talento para dirigir los
debates parlamentarios, su acierto y su discreción le valieron un voto de
aplauso, el único, si no estamos equi-vocados, en la historia parlamentaria de
Bolivia.
Su candidatura a la presidencia de la República nació de ese
prestigio parla-mentario y empeñó una campaña electoral que fue sin duda por
las circunstancias políticas de aquel momento, una de las más ardientes y enconadas
de cuantas se hayan realizado en Bolivia. En esa cam-paña se llegó a los
mayores extremos de violencia contra el candidato, de manera que cuando se
posesionó de la presiden-cia, tenía el espíritu lacerado y en aquella alma
donde crecía el demócrata cabal e íntegro, comenzó insensiblemente a abrir-se
campo el político, cuyo criterio tiene irremediablemente que estar de acuerdo
con el partido y con la causa.
Tuvo muchos brillantes paréntesis, ese criterio político de
don José Gutiérrez Gue-rra. En el primer año de su gobierno forjó uno de esos
paréntesis con un empeño y una fe sin límites. Olvidó los desengaños de su
campaña electoral: olvidó la revolu-ción abortada del 5 de diciembre y se
pro-puso demostrar que bien podía realizarse en Bolivia una elección ejemplar.
Para ha-cerlo tenía que arrancar de cuajo los pre-juicios de los funcionarios,
especialmente de provincias que al principio creyeron que las recomendaciones
presidenciales eran apenas un “valor entendido”. Y en cuatro largos meses logró
convencer a todas las autoridades que quería sinceramente una elección
transparente, ejemplar, sin candi-datos oficiales, sin persecuciones a los
opositores y aún sin ninguna simpatía para los amigos del gobierno.
Y la elección de senadores y diputados de 1918 fue
memorable. Nunca habíamos presenciado una elección igual, ni volvi-mos a verla
más tarde. Su corrección fue reconocida y aplaudida por el jefe del parti-do
republicano, doctor Salamanca, y al producirse la nota discordante de Tarija,
donde el prefecto apoyó abiertamente al candidato liberal, tuvo Gutiérrez
Guerra el bello gesto de destituir a ese prefecto.
Más tarde, parecía haberse desengaña-do definitivamente. A
veces manejaba el gobierno sin fe. Quería irse y en una oca-sión que tenía ya
redactada su renuncia y a punto de mandarla al Congreso, el sector republicano
de la Cámara acudió presuroso a pedirle que no renunciara . . .
Cerca de 3 años venía gobernando y llegó el 12 de julio de
1920 cuando fue depuesto casi sin derramamiento de san-gre; comienza para él un
calvario no se sabe si admirar más su entereza para so-portar las adversidades,
o el extraño cú-mulo de desgracias juntas que le acosan.
Arrojado de la patria, acusado de fraude en su Casa
Bancaria, complicado en el proceso Pando con refinada perversidad, pobre y
quebrantada ya su salud, comien-za a ganarse el pan diario a los 52 años “como
un átomo perdido en medio de los siete millones de habitantes de Nueva York”,
según nos decía. Y aún reúne sus fuerzas para decirnos en su carta de 27 de
enero de 1921:
“. . .Los únicos anhelos que en mi vida tengo, son dos:
vivir diez años más para dejar a mi Jimmy de 21 años en estado de bastarse a sí
mismo para la lucha de la vi-da, y hacer fortuna para po-der algún día mandar a
Boli-via lo suficiente para pagar a todos mis acreedores el sal-do que resulte
a su favor y los intereses correspondien-tes. Si no fueran estas dos ambiciones
que son además deberes sagrados, hace mu-chos meses que con mi pro-pia mano
habría buscado el eterno descanso acabando con esta farsa de vivir. No lo he
hecho ni lo haré porque mi espíritu no desfallece y he de luchar hasta que el
Destino con mano misericordiosa pa-ra mí, quiera cerrar mis ojos para siempre.
. .”
¡Qué arranque varonil en medio de una vida deshecha, sin rendirse
aunque tenga que empezar de nuevo a tra-bajar como empleado subalterno de un
Banco¡
Ocho años sobrevivió desde entonces. Nos escribía a menudo
quejándose de que sus dolencias no le dejaban trabajar, al punto que tuvo que
aceptar una pensión del Estado votada por el Congreso. Hacía frecuentemente en
sus cartas admirables juicio y predicciones sobre la política del país,
juzgando los acontecimientos con clarividencia sorprendente. Desde algunos
meses, ya no recibimos sino mensajes ver-bales: una dolorosa enfermedad a los
ner-vios le tenía recluido. Se aproximaba el fin.
Algunos miembros de la Comisión de Bolivia que viajó a
Antofagasta a saludar al presidente Hoover, visitaron a don José Gutiérrez
Guerra en su modesto aloja-miento, encontrándolo viejo, encorvado la espalda,
blanca la barba como si fuera un anciano.
Durante los últimos días estuvo sumido en una especie de
letargo, la paz del espí-ritu precursora de la muerte en los hombres de bien. Y
así, sosegadamente, “la mano misericordiosa del Destino cerró el 3 de febrero
de 1929 sus ojos para siempre” como él quería; lejos, es verdad, del cielo
diáfano de su planicie, lejos de la blanca ciudad donde nació (Sucre, 5 de
septiem-bre de 1869), pero junto a la inmensidad del mar, en esa tierra que fue
boliviana.
De los archivos de EL DIARIO.
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