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LOS CRÍMENES "PERFECTOS" EN EL GOBIERNO DE OVANDO


Por: Juan Carlos Salazar del Barrio / Este artículo fue publicado originalmente en Página Siete de La Paz, el 15 de marzo de 2020 // Disponible en:  https://www.paginasiete.bo/rascacielos/2020/3/15/tres-crimenes-perfectos-249367.html // Foto: Ovando. (Créditos: Historic Images)

Parecía otra de las tantas fanfarronadas con las que solía matizar sus conferencias de prensa cuando hacía alarde de su popularidad o de su proverbial valentía. “Muchos de ustedes no me quieren, me hacen la guerra, pero el pueblo sí me quiere. Acuérdense, cuando yo muera, moriré arropado por los ponchos de los campesinos”. René Barrientos Ortuño hablaba con un grupo de periodistas en el mercado de Cliza el domingo 20 de abril de 1969. ¿Presentimiento o presagio? Como todo mal augurio, llegó tarde. Recién mostró su rostro en el momento de la tragedia, el domingo 27, cuando el helicóptero del “General del Pueblo”, el “Holofernes”, se precipitó a tierra tras despegar en el pueblo de Arque. Las primeras fotos mostraron su cuerpo carbonizado, envuelto en un poncho indígena. 
Barrientos Ortuño, quien asumió el poder el 4 de noviembre de 1964 mediante un cruento golpe militar, realizaba ese día una de sus habituales giras de fin de semana para departir con la gente del campo, su base política y social. Tras pronunciar un discurso en quechua, beber chicha de maíz y repartir dinero entre los asistentes, como era su costumbre, abordó el helicóptero para dirigirse a otro pueblo del valle cochabambino. En medio de la polvareda, los campesinos vieron como el piloto realizaba una extraña maniobra  para eludir un cable telegráfico tendido entre dos montículos aledaños al poblado. Las aspas se enredaron en el tenso alambre y la máquina cayó en picada, incendiándose de inmediato, en medio de los alaridos de la gente. 
Debido a la alta temperatura provocada por las llamas, las metralletas de los edecanes se dispararon. Las balas dejaron varios orificios en el fuselaje de la nave, dando pábulo a la versión de un supuesto atentado. Las malas lenguas lo atribuyeron a un complot para eliminarlo del escenario político. Se dijo que Barrientos Ortuño tenía la intención de proclamarse “dictador” el 1 de mayo siguiente para hacer frente al “peligro comunista”, pese a que dos años antes él mismo había derrotado a la guerrilla del Che Guevara en las selvas de Ñancahuazú y había impuesto el “orden” a sangre y fuego en las minas nacionalizadas.     
Lo cierto es que la tragedia de Arque cambió el destino de Bolivia. A la muerte del mandatario, asumió su vicepresidente, el líder de la naciente socialdemocracia boliviana, Luis Adolfo Siles Salinas –hijo y medio hermano de otros dos presidentes, Hernando y Hernán, respectivamente–, quien fue derrocado cinco meses después, el 26 de septiembre, por el general Alfredo Ovando Candia. Coincidencias de la historia, el golpe de Ovando vino acompañado de otra catástrofe aérea, en la que perdieron la vida 16 jugadores del primer equipo de The Strongest y varios políticos barrientistas.
El avión DC–6 del Lloyd Aéreo Boliviano (LAB), con 74 personas a bordo, se precipitó a tierra en una zona montañosa cercana al centro minero de Viloco. El aparato fue encontrado al día siguiente completamente destrozado, con señales de haber explosionado e incendiado, lo que dio lugar, de nueva cuenta, a un sinnúmero de versiones sobre un supuesto atentado. Como ocurrió con el accidente de Arque, las miradas se volcaron hacia Ovando Candia, a quien se veía como enemigo de Barrientos, aunque las investigaciones determinaron las fallas humanas como causa de ambos accidentes. 
Versiones posteriores atribuyeron la ejecución de los supuestos atentados al jefe de seguridad de Ovando Candia, Luis Arce Gómez, por entonces un joven oficial con rango de mayor, experto en explosivos, acusaciones que él siempre negó.
Arce Gómez fue mencionado también entre los supuestos involucrados en tres hechos de sangre que sacudieron a la gestión presidencial de Ovando Candia (1969/70) y que conmovieron a la opinión pública de la época: los asesinatos del líder campesino barrientista Jorge Soliz Román, del periodista Jorge Otero Calderón y de los propietarios de los diarios Hoy y Última Hora de La Paz, los esposos Alfredo y Martha Alexander, ocurridos en un lapso de 14 semanas, pero el oficial rechazó en varias ocasiones haber participado en esos atentados.
¿Quiénes fueron los responsables  de esos crímenes? ¿Cuáles fueron los móviles? ¿Fue obra de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) para desestabilizar al “gobierno revolucionario” de Ovando Candia, como señalaba la izquierda? O, por el contrario, ¿fue la guerrilla, como acusaba la derecha? Si no eran ni unos ni otros, ¿qué intereses movieron las manos de los asesinos?
En una extensa entrevista concedida al abogado e historiador Tomás Molina Céspedes para su libro Con el testamento bajo el brazo, Luis Arce Gómez no sólo negó haber sido el brazo ejecutor de tales hechos, como se ha especulado en los últimos años, sino que Ovando Candia los hubiese promovido como autor intelectual. “Mentira, yo no tengo nada que ver con esas muertes”, afirmó. En relación a su jefe, señaló: “Ovando en su vida dio una orden de esas (…) Ovando era un pusilánime. Se le hablaba de hacer matar a alguien y se cagaba en sus pantalones”. 
El escritor griego Petros Márkaris, un clásico del género negro, dijo alguna vez que “no hay crimen perfecto, ni siquiera en una novela policiaca”, en tanto que su colega sudafricano J.R.R. Tolkien afirmó que “tarde o temprano, el crimen siempre sale a luz”. No parece haber sido el caso de los asesinatos de Soliz Román, Otero Calderón y los esposos Alexander, que, medio siglo después, continúan impunes.
Según Arthur Seldom, el protagonista de Los crímenes de Oxford, la novela del argentino Guillermo Martínez, “el crimen perfecto no es aquel que no se resuelve, sino el que se resuelve con un falso culpable”. Es lo que aparentemente pretendieron las autoridades de la época para encubrir a los verdaderos responsables.  
Los tiempos de la ira
A nadie le llamó la atención la marcha militar que interrumpió la programación oficial de la radio estatal Illimani en la mañana del 26 de septiembre de 1969, que anunciaba un nuevo golpe de Estado, no sólo porque las asonadas eran el pan de cada día, sino porque nadie daba un peso por la estabilidad del gobierno de Siles Salinas. Lo novedoso del cuartelazo no fue tanto el “Mandato Revolucionario de las Fuerzas Armadas” que lo sustentaba –todos los golpistas de la época se decían “revolucionarios”–, como la presencia de Marcelo Quiroga Santa Cruz, Alberto Bailey Gutiérrez, José Luis Roca, José Ortiz Mercado, Mariano Baptista Gumucio y otros intelectuales de izquierda en el gabinete ministerial. ¿Qué se traía Ovando? 
En todo caso, Bolivia vivía otro momento de convulsión política y estaba en estado de “máxima alerta”, como señalaban las proclamas difundidas por Radio Illimani. El país había vivido en el último quinquenio una serie de acontecimiento que marcaron el devenir histórico de la República, desde el derrocamiento de Víctor Paz Estensoro por Barrientos Ortuño, el 4 de noviembre de 1964, hasta la caída de Siles Salinas, pasando por las masacres mineras y la guerrilla del Che Guevara, en 1967.
Pero la sorpresa del golpe duró hasta las primeras horas de la tarde cuando las radios interrumpieron sus audiciones para informar que la torre de control del aeropuerto del Trompillo había perdido contacto con la aeronave Douglas DC–6B del Lloyd Aéreo Boliviano (LAB) que realizaba el vuelo entre Santa Cruz y La Paz. Al día siguiente se supo que el avión se había estrellado en una zona montañosa cercana al centro minero de Viloco. Pero no era todo. Entre las 74 víctimas de la tragedia se encontraban 16 jugadores del equipo The Strongest que retornaba a La Paz tras participar en un torneo internacional. El pesar nacional no podía ser mayor.
Más de 3.000 personas, en su  mayoría mineros, participaron en el rescate de los restos de las víctimas. Como el lugar era de difícil acceso, los cuerpos debieron ser trasladados a lomo de bestia, ya que ningún vehículo podía llegar a la zona del desastre, llamada La Cancha. 
No había terminado el duelo cuando el gobierno de Ovando Candia empezó a ejecutar sus primeras medidas. El 17 de octubre derogó el Código del Petróleo y nacionalizó los bienes de la Gulf Oil Company, una de las banderas de la izquierda de la época, en lo que señalaba como el punto de partida de una nueva revolución. Asimismo, estableció relaciones con la Unión Soviética y otros países socialistas, con los que suscribió importantes acuerdos comerciales.
Ovando Candia declaró en noviembre de ese mismo año que su régimen coincidía “en muchos puntos” con los propugnados por la guerrilla, a la que había combatido, ya que sus objetivos eran “la defensa de las riquezas naturales, la lucha contra el imperialismo y la necesidad de cambiar las estructuras”, y que el “nacionalismo revolucionario de izquierda”, propugnado por el movimiento militar del 26 de septiembre, estaba “ más cerca del socialismo que del capitalismo”, aunque –matizaba– no se alineaba a “doctrinas extranjeras”, sino que se adaptaba a la realidad del país.
Agregó que el Che –ejecutado por orden del Alto Mando, integrado por Ovando Candia–  era “un hombre interesante”, pero que disentía de “la forma y los medios del cambio revolucionario” que impulsó en Bolivia durante la frustrada guerrilla de Ñancahuazú.
Marcelo Quiroga Santa Cruz, el hombre que nacionalizó el petróleo y uno de los ideólogos del régimen, fue más allá en la definición del proceso político que vivía Bolivia: “No hay  sino dos vías posibles para el desarrollo: una de ellas es la capitalista y otra la socialista: La que el gobierno ha adoptado, la de la revolución nacional o del capitalismo de Estado, es un estadio dentro de la vía socialista”, declaró, aunque también matizó: “No significa que Bolivia esté caminando hacia un sistema comunista”.
Eran tiempos de cambio, no sólo en Bolivia, con gobiernos de izquierda en varios países del continente, como el de Juan Velasco Alvarado, en Perú, Omar Torrijos, en Panamá, y Salvador Allende, en Chile. En vísperas de su gira por la región, el multimillonario Nelson Rockefeller había advertido que “podría sobrevenir una revolución en Latinoamérica”. El temor al contagio cubano era latente.
Un informe confidencial de Pat. M. Halt, asesor de asuntos latinoamericanos del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos, quien visitó Bolivia en la segunda semana de diciembre de 1969, había advertido en Washington de que “hay una clara tendencia en Bolivia hacia un gobierno de extrema izquierda, nacionalista y quizá comunista”. 
Era la Bolivia de fines de los 60 y principios de los 70.
En ese contexto se produjeron los asesinatos de Soliz Román, Otero Calderón y los esposos Alexander. El líder campesino fue ametrallado en una emboscada tendida por desconocidos en la carretera Cochabamba – Santa Cruz, el 29 de noviembre de de 1969, en tanto que el periodista apareció estrangulado en su imprenta el 16 de febrero de 1970. 
El hombre de negro
Un mes más tarde, el 14 de marzo, un hombre vestido de negro, con gorra de chofer, gafas oscuras y un paquete bajo el brazo, tocó el timbre de la residencia de los Alexander, en el barrio de Sopocachi. “¿Está el señor Alexander?”, preguntó. El mayordomo respondió con un “sí”. Faltaban 40 minutos para la ocho de la mañana, la ciudad se ponía en movimiento. “Me han mandado con este regalo de la embajada de Israel. Tenga cuidado. Entréguelo personalmente”, agregó el mensajero. El mozo subió al dormitorio, en el segundo piso, donde el periodista Alfredo Alexander Jordán y su esposa, Martha Dupleich, permanecían recostados hojeando el diario Hoy, propiedad de la familia. El empleado no había terminado de bajar la escalera cuando una violenta explosión cimbró la casa.
El hijo de la pareja, Luis, subió a trancos a la estancia conyugal y se encontró con un cuadro macabro. Los cuerpos de sus progenitores yacían juntos, parcialmente mutilados, entre los escombros del cielo raso y las paredes y los restos del mobiliario, todo salpicado de sangre. Sólo dos cuadros, una figura del Corazón de Jesús y un retrato de uno de sus seis hijos, estaban intactos. 
“Yo era muy amigo de su hijo Luis”, recordaría años después el pintor Alfredo La Placa, testigo involuntario del suceso. “Una mañana tenía que verme con él. Iba caminando como siempre, a paso largo, como un ciervo. Estaba llegando y sentí una explosión que venía de la casa de Alexander. Vi salir los cuerpos de sus padres y colgar de las ramas”, rememoró en una entrevista concedida a Página Siete. “Les llegó un sobre que contenía una bomba. Fue terrible”, acotó. 
El presidente Ovando Candia se hizo presente en el lugar de los hechos, acompañado de su jefe de Seguridad, el coronel Arce Gómez. El escenario ya había sido copado por policías y agentes de la seguridad del Estado, encabezados –¿cuándo no?– por el coronel Roberto Quintanilla. Ovando Candia lamentó el hecho. “Jamás antes se había recurrido al crimen cobarde con la elección de víctimas inocentes”, declaró. Para variar, Ayoroa Ayoroa repitió: “He dispuesto que se investigue el caso con la máxima eficiencia hasta su total esclarecimiento”.
Con celeridad asombrosa, 12 horas después del atentado, los ministros Juan Ayoroa Ayoroa y Alberto Bailey Gutiérrez anunciaron en conferencia de prensa que los organismos de seguridad habían identificado al “hombre del paquete”: Rafael Alanoca Mamani – boliviano, 28 años, tez morena, 1,56 metros de altura y  de complexión mediana– cuya detención se anunciaba para las próximas horas. La seguridad del Estado lo tenía fichado como militante del Ejército de Liberación Nacional (ELN), pero el grupo guerrillero negó al día siguiente cualquier vinculación con el hecho.
En un editorial dedicado al tema, el diario católico Presencia, uno de los más influyentes de la época, afirmó que el atentado era “un eslabón criminal más dentro de una cadena”, en alusión a los asesinatos de Soliz Román y Otero Calderón; señaló los “caracteres comunes” de esos delitos, “nuevos entre nosotros”, como “la aparición de técnicas antes desconocidas”, la “impunidad con que han concluido otros casos similares” y la “preparación cuidadosa con un buen conocimiento en la técnica de utilización de armas y explosivos”.
El periodista Andrés Soliz Rada, a la sazón jefe de Redacción de Hoy, puso el dedo en la llaga en un duro artículo publicado tres días después: “Con mucha soltura se ha venido hablando de la ‘eficiencia’ del coronel Roberto Quintanilla. ¿Dónde está esa eficiencia?, preguntamos nosotros. ¿Cuál ha sido el resultado de las investigaciones en los asesinatos del dirigente campesinos Jorge Soliz, del político Jaime Otero Calderón y ahora del periodista Alfredo Alexander? (…) En cambio esa eficiencia sale a relucir con precisión de computadora electrónica apenas los militantes del ELN  realizan el menor movimiento”.
En un discurso posterior, Ovando Candia  culpó del atentado a “la izquierda cipaya, los insinceros juristas de un izquierdismo diletante, cegados por la frustración y resueltos a destruir la única revolución viable en razón  de nuestras circunstancias geopolíticas”; y a la derecha , “la suma de los grupos oligárquicos nativos y de aquellos sectores puestos al servicio del imperialismo, atemorizados por la idea de que pudiera limitarse la condición de privilegio de que siempre gozaron y sin poder resignarse a la pérdida del poder político”.
Pero los culpables no aparecían. Ya no se hablaba del ELN ni de Rafael Alanoca Mamani. El diario Hoy expresaba su indignación  con una pregunta que repetía cada día en su primera plana, sin obtener respuesta: “¿Dónde están los asesinos? Nadie dice nada. Nadie sabe nada del crimen que más conmocionó al país”.
Años después comenzaron a circular las versiones que vinculaban el hecho con el supuesto contrabando de armas. No sólo el de los Alexander, sino también el de Otero Calderón. 
Citando diversas fuentes, en su documentada biografía de Klaus Barbie (Klaus Barbie, Un novio de la muerte), Peter McFarren y Fadrique Iglesias sostienen que la operación del “desvío de armamento comprado por el gobierno de Bolivia” se concretó durante el gobierno de Barrientos Ortuño, para ser enviado a Israel, cuando el estado israelí estaba sometido a restricciones internacionales a causa de la Guerra de los Seis Días (1967) con una coalición árabe. La información habría llegado a las manos de Alexander Jordán, quien se desempeñaba como embajador de Bolivia en Madrid. 
El periodista español Eduardo Gil de Muro, autor de Alfredo Alexander Jordán: biografía heroica de un periodista boliviano, citado por McFarren e Iglesias, considera la hipótesis como una “certera posibilidad”. Según escribió, “tanto Barrientos como Ovando Candia temieron que Alexander tuviera más conocimiento de aquel embalaje que hubo con las armas de Israel y entonces se procedió a la ejecución de Alexander y de otra desaparición más. Es una plausible explicación”.
Las versiones no sólo apuntan a Arce Gómez como supuesto implicado, sino también a Klaus Barbie, el exoficial nazi de las SS y la Gestapo muerto en prisión en Lyon, Francia, en 1991, tras ser expulsado de Bolivia. Se dice que Barbie utilizó la Transmarítima Boliviana, una empresa pública creada por el Estado boliviano para llevar la bandera nacional en el marco de la reivindicación marítima. Barbie era el gerente.  Sin embargo, como sostienen McFarren e Iglesias, “la feliz idea del emprendedor Altmann (nombre que utilizaba Barbie en Bolivia) tenía un poderoso trasfondo encubierto, mucho más apetecible: el tráfico clandestino de armamento y de mercadería a través de los mares”.
Álvaro de Castro, quien fungía como representante de Barbie en Bolivia, aseguró a McFarren e Iglesias que hay una “relación directa” entre el atentado y el gobierno de Alfredo Ovando Candia y responsabilizó del hecho a Arce Gómez, aunque matizó: “Yo he escuchado que él llevó el regalo. Curiosamente fue Arce Gómez a España becado luego. No estoy seguro, he escuchado”.
En la extensa entrevista que le concedió al abogado e historiador Tomás Molina Céspedes para su libro, el ministro del Interior de la dictadura de García Meza, quien cumple condena en el penal de alta seguridad de Chonchocoro, negó cualquier vinculación con el supuesto tráfico de armas y, por supuesto, con el crimen. “Yo no sé nada de ese tráfico, en lo único que intervine fue en el tráfico de armas para (el líder libio Muamar) Gadafi “, respondió a la pregunta que le formula su interlocutor. Y reveló que por esa operación Ovando Candia le pagó una comisión de 500.000 dólares.
Según Arce Gómez, él recogió las armas –un lote de pistolas USI–  en Israel e hizo el trasiego en alta mar a un buque belga, que lo llevó a Libia, por entonces gobernada por Gadafi, en noviembre de 1969. Alexander –dijo en otra parte de la entrevista– “estuvo relacionado con otro negocio de armas para Israel. A los Alexander los mataron los árabes al enterarse de estos negocios que había hecho con Israel”.
En la misma entrevista, negó haber participado en los otros asesinatos. “Cuando la muerte de Jorge Soliz yo estaba en Israel con el tema de las armas para Gadafi”, relató. “Lo malo es que todas esas muertes me las achacan a mí”, lamentó.
Las investigaciones del caso, así como de los asesinatos de Jorge Soliz Román y Jaime Otero Calderón, estuvieron a cargo de Roberto Toto Quintanilla, jefe de Inteligencia del ministerio de Gobierno, pero el investigador fue asesinado  el 1 de abril de 1971 en Hamburgo por Monika  Ertl, militante del Ejército de Liberación Nacional (ELN) e hija de Hans Ertl, camarógrafo alemán de Leni Riefenstahl,  la cineasta nazi de Adolfo Hitler. 
Quintanilla, quien intentó culpar a la guerrilla de los crímenes, se llevó a la tumba esos y otros secretos de la sangrienta represión  política de los años 60 y 70 del siglo pasado.   
Epílogo macabro
En su autobiografía Así viví (Grupo Enfoques, 2017), Cucho Vargas, codirector del diario Hoy cuando se produjo el doble homicidio, revela la “operación macabra” que cerró el capítulo del atentado.
Según el periodista, el hijo del matrimonio, Luis Alexander Dupleich, “se encargó de juntar los restos de sus padres en dos bolsones”. Como no habían hornos crematorios en La Paz, le preguntó: “¿Qué hacemos?”. Cucho le sugirió quemarlos. “Podría ser en mi casa que tiene un espacio muy grande al fondo. Es una forma de guardarlos en cenizas”, le dijo.
Y se pusieron manos a la obra. Trasladaron los restos en las dos bolsas, mientras “el velatorio se llevaba adelante en dos ataúdes vacíos”.  Luis trajo un turril grande de su casa. “Él, sólo él, se encargó de introducir los restos en el barril”. Lo llenaron de gasolina y le prendieron fuego. “Se veía la llama que emergía del barril y el humo que se elevaba más y más”, relató. 
La “macabra cremación” duró cuatro días. “El entierro, entretanto, contó con una muchedumbre con dos ataúdes que portaban sólo piedras. Esa gente estaba compungida y muchos de los dolientes pedían a gritos: ¡Justicia… Justicia!”.
La justicia nunca llegó, ni para los Alexander ni para Otero Calderón ni para Soliz Román. La incineraron los poderes ocultos que buscaban encubrir secretos inconfesables o delitos mayores. Miguel de Cervantes dijo alguna vez que “los delitos llevan a las espaldas el castigo”. No fue el caso de los “crímenes perfectos” de los viejos tiempos de la ira.
* Este texto fue publicado en su versión completa en el libro  Prontuario. Editorial 3600, La Paz, 2018.

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