Por: Mario `Pacho´ O' Donnell.
CAPÍTULO I
Juana nació en Chuquisaca. Eso no era nacer en cualquier
lugar ya que dicha ciudad, que también recibía los nombres de La Plata o
Charcas, era una de las más importantes de la América española.
Pertenecía al Virreynato del Río de La Plata desde 1776,
igual que el resto del Alto Perú, y en ella residían nada menos que la
Universidad de San Francisco Xavier, la Audiencia y el Arzobispado.
En los claustros de primera se formaron la mayoría de
quienes protagonizaron la historia de las independencias argentina y
altoperuana. Entre nuestros próceres cabe nombrar nada menos que a Castelli,
Moreno, Monteagudo y otros.
Era una ciudad socialmente estratificada, desde la aristocracia
blanca que podía alardear de antepasados nobles venidos desde la Península
Ibérica hasta los cholos miserables que mendigaban por las empinadas calles
empedradas o mal subsistían del "pongueaje" en las avaricientas casas
señoriales. Entre ambos había sacerdotes, togados y concesionarios de mitas y
yaconazgos enriquecidos fabulosamente con las cercanas minas de Potosí, a
pesar de que sus vetas de plata habían ido agotándose con la explotación
irracional que devoró miles y miles de vidas indígenas.
En la universidad circulaban las ideas de los
neoescolásticos españoles -Vitoria, Suárez, Covarrubias, Mariana-, que
prepararon el camino para la conmoción ideológica producida por la
Enciclopedia Francesa,y las ideas de Rousseau. Fue allí donde nacieron las
demandas de igualdad, libertad y fraternidad que comenzaron a conmover los
cimientos de la dominación española en sus colonias virreinales del sur de
América.
En las cercanías de Chuquisaca nació Juana Azurduy, y tal
destino geográfico influyó decisivamente en su vida. Fue hija de don
Matías Azurduy y doña Eulalia Bermudes.
Era niña agraciada que prenunciaba la mujer de la qué
mentaríase su belleza. Una contemporánea, doña Lindaura Anzuátegui de
Campero la describía así: "De aventajada estatura, las perfectas y
acentuadas líneas de su rostro recordaban el hermoso tipo de las
transtiberianas romanas".
Valentías Abecia historiador boliviano, señala que
"tenía la hermosura amazónica, de un simpático perfil griego, en
cuyas facciones brillaba la luz de una mirada dulce y dominadora".
Esa indiscutible belleza será en parte responsable del carismático
atractivo que doña Juana ejerció sobre sus contemporáneos.
Su madre, de allí su sangre mestiza, era una chola de
Chuquisaca que quizás por algún desliz amoroso de don Matías Azurduy, se elevó
socialmente gozando de una desahogada situación económica, ya que el padre de
doña Juana era hombre de bienes y propiedades.
Juana heredaría de su madre las cualidades de la mujer
chuquisaqueña: el hondo cariño a la tierra, la apasionada defensa de su casa y
de los suyos, la viva imaginación rayana en lo artístico, la honradez y el
espíritu de sacrificio. La conjunción de sangres en ella fue enriquecedora,
pues llevaba la sabiduría de los incas y la pasión dé los aventureros españoles.
Pues también mucho tuvo de la España gloriosa y esforzada por línea paterna,
porque fue mujer de ambición y de sentido de grandeza, capaz de casi todo en la
persecución de sus ideales.
Nació el 12 de julio de 1780, dos años después de un hermano
muerto prematuramente, Blas. Quizás algo de los varoniles atributos que sin
duda caracterizaron a doña Juana se debiera al duelo imposible por una pérdida
irreparable que hizo que los padres le transfiriesen las características reales
o idealizadas de quien ya no estaba. También es de imaginar que en una sociedad
conservadora como la chuquisaqueña, don Matías y doña Eulalia hubiesen anhelado
la llegada de otro varón para que perpetuase un apellido considerablemente
noble y también para que en su adultez pudiese sustituir al padre en la
administración de las propiedades familiares.
En aquella época, lo que resalta aún más la extraordinaria
trayectoria de doña Juana, las mujeres estaban irremisiblemente condenadas al
claustro monacal o al yugo hogareño.
De niña, Juana gozó en la vida de campo de libertades
inusitadas para la época. Se crió con la robustez y la sabiduría de quien
compartía las tareas rurales con los indios al servicio de su padre, a quienes
observaba y escuchaba con curiosidad y respeto, hablándoles en el quechua
aprendido de su madre y participando con unción de sus ceremonias religiosas.
En su vejez contaba que fue su padre quien le enseñó a
cabalgar, incentivándola a hacerlo a galope lanzado, sin temor, y enseñándole a
montar y a desmontar con la mayor agilidad. La llevaba además consigo
en sus muchos viajes, aun en los más arduos y peligrosos, haciendo orgulloso
alarde ante los demás de la fortaleza y de las capacidades de su hija. Sin
duda se consolaba por el varón que el destino y el útero de su mujer le
negaran. Así iba cimentándose el cuerpo y el carácter de quien más tarde
fuese una indómita caudilla.
Vecinos de los Azurduy, en Toroca, eran los Padilla,
también hacendados. Don Melchor Padilla era estrecho amigo del padre de Juana,
y ellos y sus hijos se ayudaban en las tareas campestres y compartían las
fiestas. Pedro y Manuel Ascencio, bien parecidos, francos y atléticos,
forjados en la dura y saludable vida del campo, eran los jóvenes Padilla, y muy
pronto entre Juana y Manuel Ascencio se despertó una fuerte corriente de
simpatía.
La intensa relación cíe Juana con su padre se acentuó
aún más con el nacimiento cíe una hermana, Rosalía, quien capturó la mayor
parte de los desvelos maternos, en tanto don Matías terminaba de convencerse de
que jamás sería bendecido con un hijo macho.
Siguiendo con las costumbres de la época, terminada su
infancia, Juana se trasladó a la ciudad para aprender la cartilla y el
catecismo, lo que hacía sin duda a contrapelo de su espíritu casi salvaje,
enamorado de la naturaleza, de los indígenas y del aire libre, pero que
también le confirió la posibilidad de desarrollar su inteligencia notable y le
aportó las nociones para organizar el pensamiento lúcido que siempre
la caracterizó.
Marcada por un sino trágico que la perseguiría toda su vida
y que la condenaría a la despiadada pérdida de sus seres más queridos, su madre
muere súbitamente cuando Juana cuenta siete anos sin que jamás pudiese
enterarse de la causa misteriosa, por lo que su padre la llama nuevamente junto
a él, al campo. Pero esto tampoco duraría mucho porque don Matías, enzarzado en
un entrevero amoroso, muere también, violentamente, sospechándose que a mano de
algún aristócrata peninsular que por su posición social pudo evadir todo
escarmiento.
No es improbable que esta circunstancia de brutalidad y de
injusticia, que la separó definitivamente de quien ella más amaba -y a quien
ella más debía-, haya teñido el inconsciente de Juana de un vigoroso anhelo de
venganza contra la despótica arbitrariedad de los poderosos.
Capítulo II
Lo cierto es que si de adulta doña Juana luchó bravíamente
en los campos de batalla, también en su infancia tuvo que hacerlo contra
contingencias dolorosas y malhadadas, forjando así su espíritu indómito.
Al desamparo por la prematura muerte de sus padres
le siguió la difícil relación con sus tíos Petrona Azurduy y Francisco
Díaz Valle, quienes se hicieron cargo de las dos huérfanas más por ambición de
administrar las propiedades que habían heredado que por un sincero deseo de
protegerlas afectivamente. Juana, que en la relación con su padre había sido
estimulada en su rebeldía y en su libertad, se veía ahora encerrada en un
vínculo que pretendía someterla, obligándola a acatar las disposiciones de sus
tíos despóticos, anticuados, poco afectivos. Los encontronazos, sobre todo con
doña Petrona, eran muchos y sin duda Juana no se resignaba a que su condición
de mujer la determinara a un papel de debilidad ante las retrógradas convenciones
chuquisaqueñas.
No es difícil asociar que fue su temprana resistencia al
esperado sometimiento femenino ante el hombre lo que le impusiera el ser tan
valiente y tan audaz como aquéllos, arriesgando su vida a la par de sus
soldados e inclusive debiendo superarlos muchas veces en arrojo y decisión
para que jamás pudiera suponerse que por ser mujer se permitiría algún doblez.
Los tutores finalmente buscaron una solución para disolver
la tensa relación con la díscola sobrina y también para administrar con
impunidad las propiedades que les habían caído como regalo del cielo sin mayor
obstáculo que su propios escrúpulos. Rosalía, por su parte, era demasiado
pequeña y doña Petrona la dominaba a su arbitrio.
La decisión fue que Juana entrara en un convento para
hacerse monja. La niña aceptó sin excesiva contrariedad ya que veía en ello la
posibilidad de desembarazarse del agobio de sus tutores, aunque quizás también
fantasease con que el rol que algunas religiosas ocupaban en la sociedad
chuquisaqueña, de poder y de prestigio, le daría la posibilidad de ejercer la
fortaleza de su carácter sin que nada o nadie se opusiese, y también
seguramente imaginó que como monja podría bregar por los derechos de los
marginados, con los que en el fondo de su alma se identificaba y a quienes su
padre le había enseñado a respetar. Juana estaba dispuesta a pagar cualquier
precio con tal de eludir el papel que la retrógrada sociedad altoperuana
reservaba a las mujeres.
Pronto fue evidente, sin embargo, que la vida conventual no
era para ella. En esos recintos lóbregos, tan lejanos de la vida al aire libre
que ella amaba, volvió a encontrar la rigidez disciplinaria contra lo que sólo
sabía rebelarse. La religión predicaba entonces la sumisión de la mujer al
orden social, la subordinación al hombre, anatematizaba el orgullo y la
rebeldía, privilegiaba la oración pasiva por encima de la acción justiciera.
Ser aspirante a monja implicaba también la renuncia
absoluta al sexo, instinto que ocuparía un lugar significativo en la vida de
doña Juana, como que su apasionada relación con don Manuel Padilla no lo fue
sólo en la lucha libertaria sino también en el frenesí de la alcoba. Y quizás,
aunque la idealizada imagen que siempre se empeñaron en sostener sus
biógrafos la niega, con otros hombres.
La vida contemplativa del convento en esa adolescente que
amaba el cabalgar desafiando a los vientos, el trepar a los árboles sin temor a
los porrazos, el zambullirse en aguas torrentosas, terminó en una tremenda
trifulca con la madre superiora que decidió la expulsión de Juana del
Monasterio de Santa Teresa.
La joven de 17 años abandonó así el bello edificio,
construido por el arzobispo Fray Gaspar de Villaroel en 1665, que se levanta
entre las vertientes del Churuquella en Sica-Sica, y volvió a sus fincas en
Toroca.
Al parecer de fuente proveniente de algunas de las reclusas
contemporáneas de Juana, se cuenta que lo único que parecía
entusiasmarla eran las narraciones sobre San Luis el Cruzado, Santa
Juana de Arco o San Ignacio de Loyola, todos ellos santos guerreros. Preguntada
sobre el por qué Juana habría respondido: "porque me gustan los combates,
oh, daría mi vida por hallarme en una de esas batallas donde tanto sobresalen
los valientes”. Y lo cierto es que pudo cumplir con ese anhelo, aunque sin el
justiciero reconocimiento de aquéllos.
Capitulo III
Manuel Ascencio Padilla y Juana Azurduy se reencontraron
cuando ella regresó a Chuquisaca luego de abandonar el convento. Otra vez fue
evidente que sería muy difícil la convivencia con sus tíos y tutores, y doña
Petrona y don Francisco convinieron que la joven viviría en las fincas de su
padre, don Matías, colaborando en su manejo, ya que a su tío le estaba
resultando difícil administrarlas: la vejez se había abalanzado cruelmente
sobre él con achaques e invalideces.
Otra vez en Toroca, Juana parece retomar la huella que su
padre había trazado para su hija predilecta. Reencuentra allí la libertad, la
acción, la naturaleza. Recorre al galope las vastas extensiones y comparte la
mesa con cholos e indios, recobrando el quechua y aprendiendo el aymara,
compenetrándose de infortuios que poco debían al destino y mucho a la
insensibilidad de los poderosos, asistiendo impotente a inútiles ceremonias que
no conjuraban muertes provocadas por el hambre y la intemperie, constatando
con rabia que a los veinte años los mineros eran ya ancianos con sus pulmones
estragados por el socavón. Así, va consolidándose en su interior lo que sería
su compromiso en la lucha contra la pobreza y la arbitrariedad ejercida en
quienes más sufren la dominación extranjera: criollos, cholos e indios. También
de la mujer, marginada por una sociedad pacata que calca con excesos los
remilgos de la ibérica.
Para combatir la soledad de esa casa húmeda y espaciosa en
la inmensidad de la campaña, Juana con frecuencia visita a su vecina, la esposa
de don Melchor Padilla, madre de Pedro y de Manuel Ascencio, quienes suelen
ausentarse por largos períodos arreando el ganado y transportando las mieses
que van a vender en las ferias.
Doña Eufemia Gallardo de Padilla recibe a su joven vecina
con alegría y satisfacción, y seguramente el encuentro entre Juana y Manuel es
planeado por ella, quien ve en la muchacha un buen partido para el segundo de
sus hijos.
Juana, vigorosa y llena de ardores, era escéptica en cuanto
a su posibilidad de encontrar un hombre a su medida, ya que éste debería ser no
sólo bien parecido y físicamente fuerte sino que también debía poseer una
personalidad suficientemente sólida como para no ser avasallado por ella. El
impacto al encontrar a un Manuel Ascencio hecho hombre debió de haber sido
enorme y poderosamente conmovedor, pues el joven reunía aquellas virtudes en
grado superlativo: era alto, notablemente musculoso, de hombros anchos y
cintura estrecha, de fracciones armónicas y varoniles; su voz era ronca, e imponía
respeto, y cuando hablaba lo hacía con convicción, Pero lo que impactó a Juana
era lo que Manuel decía: también a él le conmovía él infortunio de aquellos
hombres y mujeres de piel cobriza a quienes los demás de su misma clase
acomodada trataban como si no fueran humanos.
Ella escuchaba con amoroso interés el relato de una escena
que había calado muy hondo en el joven, cuando de niño había asistido a la
bárbara ejecución del aymara Dámaso Catari, quien había sublevado a miles de
indios de la región, hartos de tanto vejamen, manteniendo en jaque durante
varios meses a los regidores hispánicos y a sus ejércitos.
El jefe rebelde, apresado por la traición de uno de sus
lugartenientes, desfiló ante los ojos del pequeño Manuel Ascencio atado sobre
una mula, su cuerpo bamboleante enrojecido por los azotes y, lo que más se
había grabado en su memoria, dejando un reguero de sangre entre las huellas de
los cascos de su montura enjaezada ridículamente.
El joven Padilla relataba a la atenta Juana que también mucho
le había impresionado que las personas honorables y respetables de Chuquisaca
insultaran y arrojasen piedras contra aquel pobre infeliz, indefenso,
patibulario, que a pesar de todo se esforzaba, y casi lograba, por mantener una
cierta dignidad qué no alcanzaba a disimular su terror.
-Parecían fieras...
Durante un largo tiempo su padre prohibió al niño jugar en
la plaza, como solía hacerlo hasta entonces. Manuel Ascencio no alcanzaba a
comprender tal imposición hasta que una compungida sirvienta india, a escondidas,
lo llevó para que, ocultos detrás de uno de los arquibotantes de la catedral,
observaran algo que, en principio, el niño no alcanzó a descifrar.
-Parecía un largo trapo oscuro colgado de un palo -contaba
con sus ojos húmedos mientras Juana, sin darse cuenta, llevada por el relato,
le tomaba una mano, solidaria.
-Es don Dámaso- había susurrado la india, temblando de pies
cabeza, que era su forma de llorar.
Juana siempre amó y admiró a Manuel, en quien seguramente
encontró a alguien similar a su idealizado padre, y reprodujo una relación en
la que se sentía alentada a emplear con libertad y audacia sus capacidades
físicas e intelectuales. Es ese respetuoso y encendido amor que siempre sentirá
por su esposo lo que hace que cuando Manuel Ascencio decide lanzarse a la
lucha contra el opresor Juana no duda en unírsele, pero de la forma en que
ella concibe la unión entre hombre y mujer: luchando a la par.
Capitulo IV
Manuel Ascencio siempre simpatizó con los "abajeños",
como se apodaba a quienes provenían del Río de la Plata. Había conocido a
varios de ellos en Chuquisaca: Moreno, Monteagudo, Castelli y otros que eran
estudiantes en la universidad San Francisco Xavier. Compartía con ellos
agitadas reuniones en fondas ruidosas donde se hablaba y se discutía sobre
temas en los que no intervenía. Aunque él no fuese universitario, se lo
respetaba por su hondo conocimiento de las gentes de la región. Se trataba de
pensar soluciones para entender y resolver las injusticias de esa América
sojuzgada por una potencia europea.
-La miseria es hija de la dominación- afirmaba Moreno.
Eran los entonces amigos del joven Padilla, que tanto
influirían en su pensamiento, personalidades vigorosas que escribirían páginas
importantes en la historia de nuestras tierras. Todos ellos eran muy apasionados,
fervorosamente antiespañoles, convencidos de que la única revolución posible
era a través de la violencia, y no aceptaban las medias tintas.
Uno de ellos era Mariano Moreno, primer secretario de la
junta Revolucionaria dé Mayo en Buenos Aires, quien se caracterizó por imprimir
a la sublevación un tinte muy radicalizado que contrastó con las posiciones más
moderadas que estaban encabezadas, entre otros, por el presidente de la Junta,
el potosino cornelio Saavedra.
La órden que años después impartiría Moreno a Ortiz de
Ocampo y a Vieytes, en junio de 1810, que avanzaban hacia el Alto Perú, era
clara:
"Que sean arcabuceados Santiago Liniers, el Obispo
Orellana, el intendente de Córdoba Gutiérrez de la Concha, el coronel de milicias
Allende, el oficial real Moreno y Dn. Victoriano Rodríguez en el mismo momento
en que todos y cada uno de ellos sean pillados. Sean cuales fueren las
circunstancias se ejecutará esta resolución sin dar lugar a demoras que
pudiesen promover ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de
esta orden”.
Fue el deán Funes quien había denunciado, luego de
participar en las primeras reuniones, a Liniers y los otros como
conspiradores en contra de la junta de Buenos Aires.
El prestigio de Liniers, héroe de la resistencia contra el
invasor inglés, era grande. Ocampo y Vieytes vacilaron en cumplimentar las
instrucciones "en- razón de que era "prudente conciliar la
indispensable ejecución con las ideas exteriores de
suavidad paternal' que es necesario mantener", como
argumentaban en su comunicación a la junta del 1° de agosto de 1810
Furioso, Moreno escribe algunos días más tarde a
Chiclana, designado gobernador de Salta: "Pillaron nuestros
hombres a los malvados pero respetaron sus galones y cegándose en las
rigurosísimas órdenes de la junta pretenden remitirlos presos a esta ciudad Veo
vacilante nuestra fortuna por hechos de esta índole".
Ocampo y Vieytes son cesados fulminantemente y sustituidos
por Balcarce y Castelli, quienes cumplen, el 26 de julio, con la orden de
fusilar a los conspiradores.
La comunicación del suceso publicada en La Gaceta del 11 de
octubre no fue menos terminante: "Un eterno oprobio cubrirá las cenizas de
Dn. Santiago Liniers y la posteridad más remota verterá execraciones contra
este hombre ingrato que tomó a su cargo la ruina y el exterminio de un
pueblo". También lo trata de "áspid” y "pérfido" e incita a
que "todos los hombres deben tener interés en el exterminio de los malvados
que atacan el orden social”.
No es Moreno el único responsable de esta estrategia del terror,
ya que las instrucciones llevan la firma de todos los integrantes de la Junta y
los manuscritos que se conservan dejan reconocer las letras de Azcuénaga y
de Belgrano.
Castelli recibió también instrucciones reservadas el 12 de
septiembre y el 18 de noviembre, que en alguna medida lo disculpan de las
tropelías que sus tropas cometieron en el Alto Perú: "En la primera
victoria dejará V.E. que los soldados hagan estragos en los vencidos para infundir
terror en los enemigos".
También se le instruye que Nieto, Córdoba, Sanz, Goyeneche,
máximas autoridades en Potosí, "deben ser arcabuceados en cualquier lugar
que cada uno sea habido”.
El jacobinismo de Moreno llegaba al extremo de también
ordenar represalias contra el canónigo Matías Terrazas, catedrático y rector
universitario que le había abierto generosamente el acceso a su biblioteca
cuando estudiaba en Chuquisaca, donde Moreno había entrado en contacto con los
únicos ejemplares existentes de la Enciclopedia y de los pensadores franceses
que tanto lo influyeron.
Castelli cumplió al pie de la letra lo encomendado
mereciendo el encomio de sus superiores:
“La junta aprueba el sistema de sangre y rigor que V.S.
propone contra los enemigos y tendrá V.S. particular cuidado en no dar un paso
adelante sin dejar- a los de atrás era perfecta seguridad”.
La conducta ole Moreno y de Castelli ha sido criticada por
muchos, pero también defendida por no pocos, entre estos últimos, Nicolás
Rodríguez Peña, quien explicaba en una carta a Vicente Fidel López:
"Castelli no era feroz ni cruel, Castelli obraba así
porque estábamos comprometidos a obrar así todos, Lo habíamos jurado y hombres
de nuestro temple no podían echarse atrás ¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el
cargo! Salvamos a la patria corno creímos que debíamos salvarla. ¿Había otros
medios? Quizás los hubiera. Nosotros no los vimos ni creímos que los
hubiese".
La facción política de Moreno es finalmente derrotada y,
como es sabido, muere luego misteriosamente en alta mar rumbo a su exilio
europeo.
El era uno de quienes convencieron a Manuel Ascencio Padilla
-y por carácter transitivo a Juana Azurduy-, predispuesto por su espíritu
aguerrido y corajudo, de que no había otra posibilidad de derrotar y expulsar
al godo que con el buen uso de la fuerza.
También estaba allí en las aulas chuquisaqueñas Bernardo
Monteagudo, a quien el fusilamiento en Potosí de Paula Sanz, Nieto y Córdoba le
provoca un arrebatado párrafo publicado en su Mártir o libre:
“Me he acercado con placer a los patíbulos de los
arcabuceados para observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por
su triunfo (...).
El último instante de sus agonías fue el primero en que
volvieron a la vida todos los pueblos oprimidos".
El papel de Bernardo Monteagudo en dicho trágico
acontecimiento no se limitó a ser un espectador pasivo y es de suponer en
cambio que influyó decisivamente sobre Castelli para que firmara tan drástica
decisión. Porque ambos, cortados a la misma medida que su condiscípulo Moreno,
descreían de las "buenas maneras" revolucionarias.
Tiempo más tarde Monteagudo tuvo también activa
participación en el fusilamiento de Alzaga, el héroe de las invasiones
inglesas, con lo que cumplió con el deseo de Alvear, quien lo premió con su
confianza y altas responsabilidades en su gobierno.
Fue también el juez que condenó a muerte a los hermanos
Carrera, hoy héroes nacionales en Chile y entonces presos en Mendoza, acción
que le mereció el generoso agradecimiento de su tocayo O'Higgins,
La sinuosa, desprejuiciada y fulgurante carrera política de Monteagudo
que también lo llevó a ser el favorito de San Martín y luego del renunciamiento
de Guayaquil también de Bolívar, a favor de un genial talento para seducir a
los más poderosos, se había iniciado precozmente en Chuquisaca, donde tuvo
activa participación en la sublevación de 1809.
A su siempre bien dotada pluma, que lo llevó a ser
periodista de éxito y escriba de los próceres antes citados se debió la amplia
difusión a sus tempranos 19 años de un libelo de vigorosa influencia en la
juventud libertaria de entonces. Es de suponer que también haya pasado por las
manos de los esposos Padilla.
El “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos
Elíseos" era un dialéctico intercambio de ideas entre las almas de
Fernando VII, rey de España, y la dé Atahualpa, el infortunado inca sacrificado
por Pizarro 300 años atrás.
La trama era ingeniosa y eficaz: el rey se lamenta ante el
inca por el despojo de que ha sido objeto por parte de Napoleón. Atahualpa, sinceramente
conmovido, no pierde la oportunidad de enrostrarle que comprende el
sufrimiento real por cuanto él también ha sido despojado de su corona, de sus
dominios y hasta de su vida por los conquistadores provenientes de la tierra dé
la que Fernando VII era justamente monarca. Las argumentaciones del inca
resultan tan convincentes que el rey termina por afirmar: "Si aún viviera,
yo mismo movería a los americanos a la libertad y a la independencia más bien
que vivir sujetos a una nación extranjera".
En otro pasaje, y recuérdese que Monteagudo escriba en
1809, Atahualpa afirma que si le fuese posible regresar a la tierra incitaría a
la revolución con las siguiente proclama:
"Habitantes del Alto Perú: Si desnaturalizados e
insensibles habéis mirado hasta el día con semblante tranquilo y sereno la
desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria, retornad ya del penoso
letargo en gue habéis estado sumergidos; desaparezca la penosa y funesta
noche de la usurpación y amanezca el luminoso y claro día de la
libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a
disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia: vuestra causa es
justa, equitativos vuestros designios".
Su actividad-revolucionaria deparó a Monteagudo cárcel en
Chuquisaca, de la que escapó para unirse al primer ejército que Buenos Aires
envió al Alto Perú, ganándose prontamente la confianza de su amigo Castelli. En
la cuenta de este joven, extraordinariamente bien parecido, impetuoso y de
ideas radicalizadas, se anotan algunos de los hechos más sacrílegos e imprudentes
que fueron despertando en los "arribeños" una opinión contraria a los
"abajeños".
Su vida, que aún levanta polémica entre detractores y
admiradores, termina trágicamente en una calle de Lima, que gobernó
escandalosamente durante el protectorado de San Martín, con el pecho destrozado
por el cuchillo de un asesino a sueldo, Candelario Espinoza, a quien Bolívar
manda llevar a su presencia y le promete ahorrarle la muerte si confiesa quién
le había pagado para asesinar a su entonces favorito.
La confesión hecha a solas debió ser tan impactante que don
Simón guardó el secreto hasta su tumba. Una de las tareas que Bernardo
Montegudo llevó a cabo con éxito a favor de su fecunda capacidad de convicción
fue la defensa de Castelli y Balcarce, acusados de traición e ineptitud luego
de la derrota sufrida en Huaqui, juicio que de todas maneras reverdecería
años más tarde y que llevaría al gran orador del 24 de mayo de 1810, Castelli,
a morir en la cárcel.
El estilo inflamado del que Monteagudo era exponente
arquetípico y que campeaba entre los estudiantes y doctores revolucionarios de
los claustros chuquisaqueños está íntimamente relacionado con el que más
adelante utilizarían los esposos Padilla y otros jefes de partidarios en sus
proclamas.
Por ejemplo el cura Muñecas, uno de los grandes caudillos
altoperuanos, en Larecaja, al unirse a la causa rebelde, en 1811:
"Ya tenéis reunidos a tara sagrada causa todos los
pueblos de la Provincia, pero esta capital no contenta con esto, quiere que
todos los demás pueblos americanos disfruten de igual beneficio; para este
efecto he dispuesto una Expedición Auxiliadora de hombres decididos a preferir
la muerte a una vida ignominiosa.
"Compatriotas, reuniros todos, no escuchéis a nuestros
antiguos tiranos, ni tampoco a los desnaturalizados, que acostumbrados a
morder el fierro de la esclavitud, os quieren persuadir que sigáis su ejemplo;
echaos sobre ellos, despedazadlos, y haced que no quede aun memoria de tales
monstruos.
"Así os habla un cura eclesiástico que tiene el honor
de contribuir en cuanto puede en beneficio de sus hermanos
americanos".
Capítulo V
Al principio la vida en común de los Padilla quizás no
difirió demasiado de la de otros matrimonios criollos de buena posición
económica y social. En 1806 nace su primer hijo, varón, a quien ponen el mismo
nombre del padre: Manuel. Rápidamente nacerán Mariano y a continuación las dos
niñas: Juliana y Mercedes.
Juana Azurduy siempre demostró un hondo sentimiento maternal
y se preocupaba de que sus hijos crecieran sanos y fuertes, convencida de que
una de sus misiones principales sería la de evitar que a ellos les sucediese lo
que ella tuvo que sufrir cuando sus padres desaparecieron demasiado
prematuramente.
Manuel, por su parte, cumple con el destino masculino de
asegurar la manutención familiar y, de ser posible, progresar. Su ambición lo
lleva a proponerse para un cargo en el gobierno de la ciudad de Chuquisaca,
pero por ser criollo es postergado. Solamente quienes ostentan un linaje
español pueden llegar a las más altas posiciones.
Los impuestos que pagan unos y otros son además fuentes de
irritación por las diferencias. Y ni hablar de las tropelías y exacciones que
deben sufrir quienes ocupan los más bajos estratos de la sociedad, los cholos
y los indios.
Manuel Ascencio y Juana conversan, cuando sus niños ya están
dormidos, en la serenidad de su alcoba, y la indignación les crece al unísono,
convencidos de que sus herederos deberían crecer en un mundo más justo y que
ellos deberían hacer algo para que así fuese.
-En América del Norte, sus habitantes lograron
independizarse de una potencia más poderosa que España, y se han dado un país
propio.
El le cuenta a ella aquello que sus amigos universitarios
le cuentan a él, que en el mundo se agitan vientos de cambio, que el rey de
Francia ha sido guillotinado por quienes desean imponer principios de
igualdad, libertad, y fraternidad, que a Chuquisaca han llegado libros como la
Enciclopedia y las obras de Rousseau que despiertan el entusiasmo de los universitarios.
Es de imaginar que, décadas más tarde, dolorosamente, en su
vejez de miseria y soledad, doña Juana Azurduy muchas veces se habrá preguntado
si habrá valido la pena tanto esfuerzo, tanto sacrificio, tanto dolor. Si no
hubiera sido mejor seguir el camino de las otras damas chuquisaqueñas,
aceptando con resignación lo que el destino les deparaba, no cuestionando la
forma en que la sociedad se organizaba y gozando de aquellas prerrogativas que
ésta les adjudicaba a la sombra de los godos. Es de temer que no pocas de esas
veces doña Juana se haya respondido que no, que no varia la pena, sobre todo
porque ni siquiera había obtenido el reconocimiento de sus contemporáneos.
Acaso hubiera sido mejor que Manuel, Mariano, Juliana y
Mercedes hubieran tenido la infancia que se merecían, aquella con la que doña
Juana había soñado para ellos desarrollando sus cuerpos sanos y cultivando su
mente y su espíritu, preparándose para ser personas de bien y de éxito en su
adultez. Cuántas veces se habrá cuestionado el haberlos expuesto a tantos
sacrificios, a tantas privaciones en el afán de lograr para ellos un mundo
mejor. Seguramente hasta se habrá calificado de egoísta al dudar de si todo lo
hecho había sido realmente por altruismo o por lograr conquistas personales
íntimamente ligadas a su sicología más profunda, instigada a demostrar que las
mujeres también podían ser fuertes, tanto como los hombres, conformando a ese
padre que sobrevivía en su interior y al que siempre debía consolar por no
haber tenido un hijo varón. O quizá lo había hecho para demostrarles al asesino
de su padre, a su tía Petrona y a la madre superiora que ella jamás aceptaría,
que se intentase sojuzgarla.
Pero quizás nada hubiera sucedido, nada hubiera pasado de
largas tertulias sobre la necesidad cíe independizarse del opresor español, de
encendidas discusiones sobre las metodologías a emplear, apasionadas protestas
por las arbitrariedades que los criollos como ellos debían soportar, si no
hubiese sido por la asonada del 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca.
El gobierno virreinal de Chuquisaca es depuesto por una
pueblada y en su lugar se nombra a don Juan Antonio Alvarez de Arenales, quien
era comandante general y gobernador de Armas de la provincia y que luego
desempeñará un papel protagónico en nuestra historia, no sólo como formidable
caudillo de la guerra de recursos en las campañas altoperuanas sino también
como mano derecha de San Martín en el cruce de los Andes y la toma posterior de
Lima.
Francisco de Paula Sanz, gobernador de Potosí, recluta a
vecinos leales al orden depuesto en Chuquisaca para oponerse a la revuelta.
-Hay que acabar con los godos -se exaltaría Manuel
Ascencio-. Ahora.
Los esposos Padilla consideran que ha llegado el momento de
comprometerse con el cambio, y seguramente luego de serenas conversaciones,
preocupados menos por lo que su decisión les deparará a ellos que a sus
amadísimos hijos, pero decididos a ser leales con sus concepciones de lo que el
mundo en que vivían debía ser, se comprometen con la revuelta y la apoyan. La
primera acción de Manuel Ascencio consiste en impedir que de Chayanta lleguen
víveres y forraje a los soldados del gobernador de Potosí.
-¡Estos víveres no deben alimentar a quien nos oprime sino a
quienes lo necesitan!
El cacique aymara de esa región es Martín Herrera Chairari,
con fama de cruel y de inhumano, quien sometía a los suyos con látigo y arcabuz
para conseguir un lugar de privilegio entre blancos y poderosos. Aprovechando
las nuevas circunstancias los indios lo apresan y lo degüellan para luego
arrastrar su cadáver cuesta arriba hasta la cima de la montaña de Ayacatata,
desde donde lo despeñan entre manifestaciones de júbilo y de entusiasmo.
La acción de los Padilla, cuya intención quizás no pasase de
un apoyo a la revuelta, se ha transformado en una sublevación sangrienta que
las autoridades realistas no olvidarán.
Los revolucionarios alentaron grandes esperanzas cuando a la
de Chuquisaca se sumó la rebelión en La Paz, encabezada por García Lanza, Michel,
Mercado, Murillo y otros. A muchos de los cuales Manuel Ascencio conocía por
concurrir asiduamente a las ferias de ganado y cereales que en esa ciudad se
celebraban.
Pero el arequipeño José Manuel de Goyeneche, general de los
Ejércitos de España en América, quien luego tuviera tan destacada actuación
combatiendo contra las tropas abajeñas, ahogó rápidamente en sangre dicha
sedición pasando por las armas a sus principales cabecillas.
También Chuquisaca, acosada por la reacción reaalista,
debió bajar su testuz, y desde Buenos Aires llegó don Vicente Nieto para
hacerse cargo de la Real Audiencia y don José Córdoba para ocupar la jefatura
militar. Afortunadamente su actitud no fue tan cruel como la de sus homólogos
de La Paz, quizá cohibidos por la calidad intelectual de los estudiantes y
doctores rebelados, cuyas vidas se perdonó a cambio de enviarlos apresados a
cárceles de Lima y Cuzco, donde no pocos fueron vendidos como esclavos.
A pesar de que los Padilla pertenecían a las familias de
cierto abolengo y además contaban con una buena posición económica, siendo
además Manuel Ascencio dependiente de la Real Audiencia, se contó entre
aquellos sobre quienes recayó la venganza realista y fue buscado para que
siguiera el camino de la prisión y el destierro.
Pero Manuel Ascencio huye y, a favor de la excelente
relación cultivada a lo largo de años con los indígenas que trabajaban en sus
fincas, se oculta en las viviendas y en los escondrijos de éstos, permaneciendo
fuera de Chuquisaca hasta que los ánimos se calmaron y todo pareció volver a la
normalidad.
Capítulo VI
Ya en las conversaciones que precedieron a la decisión de
incorporarse a la rebelión de Chuquisaca, los Padilla se comprometieron a que
sus amados cuatro hijos no sufrieran las consecuencias de una toma de partido
'tan riesgosa. Quizás entonces, ingenuamente, no podían imaginar que la
persecución de los godos iba a sor tan encarnizada, y que Manuel, Mariano,
Juliana y Mercedes iban a sufrir estoicamente la vida de guerrilleros, siempre
huyendo, refugiándose en las sombras, acosados por el frío y por el hambre,
expuestos a las enfermedades de las alturas y de los pantanos. Dícese que nunca
se escuchó una queja ni un reproche de esos labios infantiles.
El almacenado rencor de los realistas contra los esposos
Padilla estalla cuando el 14 de septiembre de 1810 Cochabamba se levanta contra
el opresor hispánico y proclama su adhesión a la junta Revolucionaria de
Buenos Aires, y Manuel Ascencio corre a ponerse a las órdenes de Esteban Arce,
el caudillo rebelde.
Este le da el grado de comandante de sus fuerzas,
adjudicándole las regiones de Poopo, Moromoro, Pitantora, Huaycoma, Quilaquila
y su zonas de influencia. Padilla, a quien todavía no se ha unido doña Juana,
encargada de la custodia de sus hijos, cumple' con su misión apasionadamente,
teniendo éxito en sublevar todos los pueblos y cantones de la comarca. Con
2.000 indios llega a ocupar Lagunillas para evitar que Chuquisaca reciba
aprovisionamiento para los realistas.
Cuando la rebelión patriota finalmente es sofocada, la
persecución contra Manuel Ascencio y el acoso sobre Juana y sus hijos aumenta.
Ello no los arredra. En cambio dan todo su sostén al primer
ejército argentino que se interna en el altiplano al mando de Juan José
Castelli y Antonio González Balcarce, quienes se proponen avanzar hasta Lima
para así terminar con el foco de resistencia al servicio del rey.
Doña Juana les da alojamiento en Saphiri y Churubamba,
mientras Manuel Ascencio une sus fuerzas al ejército auxiliar porteño.
Fue entonces, quizás viendo desaparecer las siluetas en el
horizonte, apagándose los ruidos de sables y jaeces, cuando Juana Azurduy
decidió que el papel que ella quería jugar en la rebelión contra los odiados
españoles no podía ni debía limitarse al apoyo de una mujer que, apegada a lo
tradicional, ofrecía cama y comida. Ella iba a ser una luchadora más y pondría,
se habrá juramentado en su interior, también todos sus desvelos en que sus
cuatro hijitos sufrieran lo menos posible en la epopeya que se avecinaba. Pero
no iban a ser esas criaturas quienes la condenaran a aquello contra lo que
siempre se había rebelado.
Uno de los poderosos motivos de la decisión de doña Juana
era sin duda el inmenso amor que sentía por su esposo; seguramente le resultaba
más dolorosa la separación que las contingencias de una vida guerrera. No era
doña Juana persona de esperar, de someterse a las circunstancias.
La revolución ha estallado en Chuquisaca, La Paz,
Cochabamba, propagada desde Buenos Aires, y se extiende como pólvora encendida.
Juana abriga esperanzas de que la situación podrá ser distinta. en el futuro
para sus amadísimos hijos, y de que a pesar de ser criollos podrán ocupar en
adelante los cargos que hasta ahora han estado reservados únicamente para los
peninsulares. La madre se los imagina dirigentes en Chuquisaca y quizás otras
plazas altopenuanas, por lo que incorporarse en la lucha, aunque los niños
deban pasar horas difíciles será -quiere convencerse doña Juana- también un
acto de conveniencia. para Manuel, Mariano; Juliana y Mercedes.
En la soledad de la finca de Río Chico, todavía amamantando
a la pequeña Mercedes, Juana Azurduy rumia las últimas dudas. Su decisión cobra
forma y vigor incontenible. Finalmente algo termina con las cavilaciones: el
ejército de Castelli es vencido en Huaqui y emprende luego una desesperada fuga
con las fuerzas realistas pisándole los talones.
Al desastre patriota sigue, inevitablemente, otra vez, la
revancha. Esta vez aún más cruel. Las propiedades de los Padilla son
confiscadas, como así también todos sus animales y el grano cosechado. Doña
Juana, que nada sabe aún de su esposo, se refugia en un primer momento en la
ciudad, pero prontamente es delatada, apresada y confinada con sus hijos en una
hacienda de extramuros, permanentemente vigilada por los godos, quienes así
confían en apresar a Manuel Ascencio, conocedores de su amor por esposa e
hijos.
A pesar de la trampa bien montada, arriesgando su vida y
cobrándose las de dos o tres carceleros, Padilla logra burlar el acecho y una noche
consigue rescatarlos en tres caballos. En uno de ellos monta doña Juana con
Juliana, en otro Manuel y Mariano que entonces tenían cinco y cuatro años, y
en el restante Manuel llevará en brazos a la pequeña Mercedes.
El sordo rumor de los cascos envueltos en arpillera marcará
el principio de cinco años de lucha heroica.
El refugio donde quedaron doña Juana y sus hijos estaba en
las alturas de Tarabuco, inaccesible para quienes no fueran baqueanos de la
zona, y les había sido indicado a los Padilla por los indios, que a veces
trepaban su ladera para ofrendar ceremonias religiosas.
Manuel Ascencio se negó, a pesar de la vigorosa insistencia
de su cónyuge, a permitir que ésta le acompañara en sus correrías. Se encargó
sin embargo de hacerle llegar mensajes como cuando le envió el estandarte con
las armas del rey que para ella había conquistado en la batalla de Pitantora,
donde había arrollado a los tablacasacas, como denominaban burlonamente a los
soldados de la infantería realista por la rigidez de sus faldones y su corbatín
de cuero, que les daba una apariencia de muñecos de madera.
Sabedora de que la hora de combatir le llegaría tarde o
temprano, porque su deseo así lo auguraba, Juana ordenaba a sus ayudantes que
le fabricaran muñecos de paja con los que luego ella se ensañaba, atacándolos
con alguna espada que su esposo había abandonado por mellada e inservible. O
los atravesaba con una lanza de larga vara que aprendió a sujetar con fuerza en
su sobaco, taloneando su cabalgadura como su padre le había enseñado hacía; ya
muchos años jamás olvidaría que había sido debajo de un olmo amarillento
apretando los ijares con la punta de los pies hacia dentro, como queriendo
juntarlos, para que la mula o el caballo saliesen como si el diablo los
llevase.
También aprendió a lanzar las boleadoras con bastante
eficacia y las cabras debieron habituarse a derrumbarse cada dos por tres con
sus patas arremolinadas por tiradas cada vez más certeras.
La que hasta no hacía mucho fuese una dama chuquisaqueña se
enorgullecía ahora porque su brazo se endurecía y la espada parecía pesar cada
vez menos, desbaratando ejércitos de muñecos que caían abatidos desparramando
briznas de quinua en el aire, bajo la mirada grave de sus', asistentas
indígenas a quienes, quizás, sus dioses clandestinos prenunciaban que eran
testigos de algo que de juego nada tenía.
Las noticias que mientras tanto le llegaban a Juana de
Manuel Ascencio eran espaciadas y contradictorias; á veces le anunciaban
formidables victorias y otras le aseguraban que había sido muerto por los
godos.
Finalmente Padilla, luego de casi un año de ausencia,
regresó con su familia, al refugio de las montañas, para . restañar sus heridas
físicas y espirituales sufridas en el Queñihual, donde había sido derrotado
debido a la defección de uno' de sus lugartenientes, el doctor Guzmán, quien no
había sumado sus fuerzas en Pocoata como habían preestablecido.
Manuel le contaba también a Juana la heroica acción de las
mujeres cochabambinas, quienes ante el avance del general Goyeneche y a pesar
de la ausencia de maridos e hijos enrolados en tropas alejadas de la ciudad,
decidieron tomar las armas por su cuenta y defender su honor y sus hogares sin
atender a las súplicas y arengas del general godo, a quien inclusive le
asesinaron su mensajero.
Todo terminó en 'lamentable y espantosa matanza que extendió
la fama de dichas heroínas por todo el Alto Perú, arrancando de Belgrano,
acampado en Jujuy, un encendido ',informe a Buenos Aires fechado el 4 de agosto
de 1812:
"¡Gloria a las cochabambinas que se han demostrado con
un entusiasmo tan digno de que pase a la memoria de las generaciones
venideras!".
Como era de imaginar, esto inflamó aún más la decisión de
Juana del incorporarse a la lucha y redobló su acoso a Manuel Ascencio para
lograr su objetivo.
Quizás el argumento más decisivo fue que el seguro escondite
de la montaña había dejado de serlo a medida que la voz había ido corriendo por
la región y ya eran muchos los indios, cholos y criollos que trepaban hasta él,
a veces llevando leña o alimentos y otros sólo por curiosidad, para conocer a
la esposa é hijos de ese caudillo de quien tantas hazañas ya se contaban.
Pero lo que decidió a Juana finalmente a obviar las
objeciones de su marido y a ahogar su sentimiento maternal abandonando a sus
hijos en manos confiables fueron las noticias de que un nuevo ejército
proveniente de Buenos Aires se habían internado en el altiplano para auxiliar a
los patriotas que combatían contra los godos.
Capítulo VII
Esta vez el jefe era el general Manuel Belgrano, quien,
según se había difundido ya por la región, demostraba, muchas mejores
condiciones que el anterior, González Balcarce, quien con su comandante
político, Joan José Castelli, desperdiciaron la gran oportunidad que se les
había presentado al encontrar casi todos los pueblos altoperuanos alzados
entusiastamente ene armas contra el ocupante.
Belgrano, a diferencia de sus antecesores, no parecía
dispuesto a cometer sus mismos errores, sobre todo las manifestaciones
sacrílegas, malas copias del revolucionarismo francés, que habían llevado, por
ejemplo, a viejo conocido de Manuel Padilla, Bernardo Monteagudo, a oficiar
misas negras en la iglesia de Laja y a pronunciar sermones sacrílegos,
escandalizando a una población que desde el último indio hasta el primer
realista se manifestaba profundamente católica, por convicción o por temor.
Entonces Padilla se había presentado ante González Balcarce
ofreciendo sus hombres para fortalecer el ejército abajeño, y el jefe porteño
lo había aceptado pero incorporando a esos patriotas como soldados rasos y
separándolos de su jefe, a quien concedió un conmiserativo cargo de suboficial.
El gran caudillo altoperuano había debutado así en su conflictiva relación con
los ejércitos libertadores que subían desde el Río de La Plata, desempeñando un
papel mucho menos preponderante que el que hubiese deseado y merecido en el
desastre de Huaqui.
Ahora las cosas parecían ser distintas. Belgrano era un
hombre justo y respetuoso de las costumbres y de las creencias de los
lugareños, y además había derrotado a los ejércitos realistas nada menos que en
dos batallas, en Salta y en Tucumán, luego cíe la cual, en un gesto que le
había ganado la simpatía de los habitantes de la región y también el encono de
sus superiores en Buenos Aires, había amnistiado a todos los rendidos,
inclusive a su jefe, el arequipeño Mariscal Pío Tristán, aceptándoles la
rendición y dejándolos en libertad con honores y a tambor batiente con la
simple promesa de no volver a emplear las armas en contra de la causa patriota.
Los esposos Padilla se presentaron ante el general Belgrano
y de inmediato y hasta el final de sus días se estableció entre ellos una
vigorosa corriente de simpatía y de comprensión. Belgrano supo apreciar que
tenía ante sí dos colaboradores de gran valía y así lo reflejó en los informes
que enviaba a Buenos Aires.
Doña Juana, enfervorizada, recorre las tierras de Tarabuco
convocando voluntarios para unirse a la lucha por la independencia y por la
libertad. Su presencia en los ayllus era tan imponente, encabritada sobre su
potro entero y apenas domado, haciendo entrechocar su sable contra la montura
de plata potosina, enfundada en una chaquetilla militar que lucía con un garbo
varonil que la embellecía como mujer, tan absolutamente convencida de aquello
que también convencía a Manuel Ascencio, que llegó a reunir a 10.000 soldados.
-Es la Pachamama -susurraban los indios, ilusionados de que
si la seguían les sucederían cosas buenas.
Los esposos habían recibido instrucciones de Belgrano de
reclutar voluntarios, alistarlos y unirse a las tropas que pronto chocarían
contra las fuerzas realistas.
El hecho de que Juana fuera mujer, y tal estirpe de mujer,
decidía a muchos hombres a unirse a la lucha y, lo que era más remarcable,
también lo hacían no pocas mujeres, anticipando lo que sería aquel formidable
cuerpo de amazonas que debería ocupar mejor lugar en nuestra Historia.
Manuel Ascencio, menos aureolado por lo mágico o lo
religioso, prometía que, de obtener la victoria, las tierras sobre las que
indios y cholos dejaban sus vidas al servicio de patrones despiadados volverían
a ser suyas como lo fueron en los tiempos del Collasuyo, el imperio indígena.
Sus dominios, eso era lo que aymaras y quechuas Veían
representado en doña Juana, la Pachamama, la madre tierra, aquello que ellos
añoraban, que les había sido arrebatado en una guerra que habían perdido y
desde la que vivían sometidos entregando su sudor y su sangre sin que a cambio
los godos les dieran más que sufrimiento, indignidad y muerte prematura.
Las tropas argentinas de Belgrano representaban, una vez
más, la posibilidad de que el triunfo estuviera próximo. Aunque Castelli y
González Balcarce hubieran fracasado ignominiosamente. Pero eran los aliados
naturales de los caudillos altoperuanos por cuanto tenían el mismo enemigo: las
tropas españolas que bajaban desde Lima para sofocar la rebelión que había
estallado a orillas del Río de la Plata.
Sin embargo, quizás para no despertar los celos de las
tropas regulares y de sus oficiales, en los campos de Vilcapugio Belgrano
dispuso que los Padilla y sus hombres se ocupasen de transportar los pesados
cañones a través de escarpadas montañas hasta situarlos en los lugares
adecuados. De esta manera, otra ve Manuel Ascencio fue simplemente testigo,
tascando el freno y ahogando la rabia, de una derrota de los ejércitos
patriotas en los que él tanto confiaba para asegurar la victoria contra España.
De todas formas cumplieron cabalmente con lis instrucciones
posteriores del abatido Belgrano y protegieron la retirada de las divisiones
del general Díaz Vélez hacia Potosí.
Doña Juana quiso saber de boca del mismo jefe del ejército
por qué se les había negado una participación más directa en la contienda,
segura ella que de no haber sido así otra habría sido la suerte de esa batalla.
Al parecer el general argentino le respondió que existían dudas acerca de la
disciplina que pudiera imponerse a fuerzas tan desacostumbradas a la formalidad
de un ejército regular.
Herida en su amor propio pero demostrando su excepcional
espíritu, la amazona decidió organizar un batallón que denominó
"Leales", al que le inculcó tácticas y estrategias militares que pudo
aprender de algunos textos que el mismo Belgrano le facilitó.
La mística alrededor de la figura de la esposa de Manuel Ascencio
Padilla continuaba creciendo en vastas regiones del Alto Perú, adquiriendo
características sobrenaturales. Fortalecida su identificación con', la
Pachamama, el austero Bartolomé Mitre en su Historia de Belgrano dice:
"doña Juana era adorada por los naturales, como la imagen de la
Virgen".
En campaña solía llevar un pantalón blanco de corte
mameluco, chaquetilla escarlata o azul, adornada con franjas doradas y una
gorra militar con pluma azul y blanca, los colores de la bandera del general
Belgrano, quien le había obsequiado su espada favorita ',,en cierta ocasión en
que presenció su bizarría y arrojo, prenda que doña Juana lucía con gran
estima.
Los Padilla exhibieron el azul y el blanco en vestimentas e
insignias en solidaridad con el general porteño y en desacuerdo con el
Triunvirato de Buenos Aires, que a través de Bernardino Rivadavia obligó a
Belgrano a abjurar de su bandera y hacerla desaparecer.
Buenos Aires era cómplice de la actitud de Gran Bretaña, que
se había comprometido a apoyar a los gobiernos revolucionarios de América del
Sur siempre y cuando éstas no adoptaran posturas independistas que pudieran
afectar su política de hipócritas buenas relaciones con España, a la que
pretendía arrancar las mayores facilidades comerciales en sus colonias
americanas.
Es así que la utilización de doña Juana de los colores
celeste y blanco, cuya historia conocía pues solían los esposos Padilla
sostener pláticas con el comandante en jefe del ejército argentino, puede
considerarse un gesto de reconocimiento y de simpatía hacia quien, cuando izó
por primera vez la insignia a orillas del río que luego sería llamado, en
conmemoración, juramento, fue severamente reprendido por las autoridades porteñas,
quienes le ordenaron deshacerse de ella y volver a enarbolar la roja y gualda
de la corona española.
No le fue mejor más tarde cuando, en camino hacia el Alto
Perú, festejando el segundo aniversario de la proclama de Mayo, vuelve a
reemplazar el estandarte real por la bandera celeste y blanca, la que hace bendecir
por el cura Gorriti y pasear por las calles de la ciudad.
Enarbolada en el Cabildo y saludada por salvas de los
cañones, Belgrano hizo formar las tropas ante ella, arengándolas con lo que
para muchos fue una verdadera declaración de independencia, alejada de las
especulaciones politiqueriles de sus gobernantes.
"El 25 de Mayo será para siempre memorable en los
anales de nuestra historia, y vosotros tendréis un motivo más para recordarlo
porque sois testigos, por primera vez, de la bandera nacional en mis manos, que
nos distingue de las demás naciones del globo (...). Esta gloria debernos sostenerla
de un modo digno con la unión, la constancia y el exacto cumplimiento de
nuestras obligaciones hacia Dios (...). Jurad conmigo ejecutarlo así, y en
prueba de ello repetid; Viva la Patria!".
Su comunicación al Triunvirato le es respondida por el
inconfundible estilo de Rivadavia:
"El gobierno deja a la prudencia de V. S. mismo la
reparación de tamaño desorden (la jura de la bandera), pero debe prevenirle que
ésta será la última vez que sacrificará basta tal punto los respetos de su
autoridad y los intereses de la nación que preside y forma, los queja más
podrán estar en oposición a la uniformidad y orden. V.S. a vuelta de correo
dará cuenta exacta de lo que haya hecho en cumplimiento de esta superior
resolución".
Buenos Aires privilegiaba el temor a desagradar al embajador
Lord Strangford.
Furioso y despechado, don Manuel responde el 18 de julio de
1812, sincerándose que en las dos oportunidades había izado la bandera para
"exigir a V.E. la declaración respectiva en mi deseo de que estas provincias
se cuenten como una de las naciones del globo". Pero no dictando la
independencia el gobierno no le cabía otra conducta que recoger la bandera
"y la desharé para que no haya ni memoria de ella -escribe con conmovedor
despecho-. Si acaso me preguntan responderé que se reserva para el día de una
gran victoria y como ésta está muy lejos, todos la habrán olvidado".
La bandera celeste y blanca se izó en la Fortaleza de Buenos
Aires recién tres años más tarde, luego de caído Alvear a raíz de su fracasada
intentona de defenestrar a San Martín como gobernador de Mendoza
sustituyéndolo por el coronel Perdriel.
Ya en los llanos de Ayohúma, Belgrano convocó a los Padilla
a integrarse protagónicamente en sus fuerzas, y colocó a doña Juana y a
Zelaya, otro de los lugartenientes predilectos de Manuel Ascencio, en su flanco
derecho junto con otras fuerzas regulares.
El general Pezuela, militar de experiencia y de probadas
condiciones, informó al virrey Abascal luego de sus triunfos frente a los
ejércitos revolucionarios:
"Las tropas de Buenos Aires presentadas en 1Vilcapugio
y Ayobúma, es menester confesar que tienen una disciplina, una instrucción y un
aire y despejo natural como si fuesen francesas -el mayor elogio en aquellos
años napoleónicos-. Pero si las mandan Belgrano o Díaz Vélez serán
sacrificadas; estos jefes no supieron hacer el menor movimiento cuando
obligándoles yo a variar su primera posición, no se dieron disposipión de
ocuparlas alturas".
También José María Paz, quien participó en la batalla, a
pesar del afecto y del respeto que evidencia hacia Belgrano, es muy crítico en
sus Memorias:
"El general Belgrano en Ayobúma no debió con tanta
anticipación ocupar el campo que había elegido, revelando de este modo sus
intenciones; pudo situarse a corta distancia y, en el Momento preciso, tomar
la iniciativa y batir al enemigo, según lo deseaba. Pezuela nos presentó la más
bella ocasión de vencerlo, bajando tan lenta como estúpidamente una cuesta que
era un verdadero desfiladero, ante nuestra presencia; si en esos momentos es
atacado, es más que probable que hubiera sido deshecho. El general Belgrano no
se movió, por esperarlo en el campo de su elección. Más tarde, el enemigo se
colocó casi a nuestra derecha, destacando una fuerza a flanquearnos, y el plan
de nuestro general se trastornó del todo: demasiadamente aferrado en su idea,
no pudo salir del circulo que él mismo se había ceñido".
Las tropas regulares del flanco derecho defeccionan
rápidamente y se desbandan en completo desorden, pero los "Leales" de
Juana Azurduy luchan en forma extraordinariamente corajuda y tenaz a pesar de
que enfrentan a las armas de fuego realistas solo con hondas y macanas, pero
soportan el ordenado y eficaz embate de las experimentadas tropas del rey
durante largo rato hasta que son inevitablemente arrasadas en ese flanco de
Charahuayto.
Fue a raíz de esta acción que Belgrano, indignado con sus
propias fuerzas y emocionado con el coraje de doña Juana y sus
"Leales", le obsequia su espada, que ella lucirá hasta su última
batalla.
La de Ayohúrna tiene gran importancia para los Padilla pues
no sólo significa la retirada de los ejércitos rioplatenses en los que ellos
habían depositado tanta esperanza, sino que también implica a la convicción
definitiva de que de allí en más los caudillos altoperuanos deberían
arreglárselas por sí mismos sin esperar demasiada ayuda de tropas abajeñas.
Lamentablemente, la historia por venir les dará la razón.
A partir de allí los esposos Padilla sistematizan lo que
hasta entonces sólo ha sido una acción impulsada por el coraje y la
desesperación y se esfuerzan por dar coherencia a una estrategia bélica, la
guerrilla o guerra de partidarios; de extraordinaria relevancia y precocidad,
que sólo tiene parangón con la que lleva a cabo Guemes simultáneamente en Salta
y Jujuy. Quizás en su contacto con los doctores de Chuquisaca, Manuel Ascencio
haya escuchado algo sobre la resistencia de las guerrillas españolas contra el
invasor francés. Aunque ello es improbable.
Capítulo VIII
Juan Hualparrimachi era un joven cholo que cierto día se
presentó ante los esposos Padilla y se propuso para integrar sus fuerzas.
Desde el primer momento quedaron éstos muy impresionados por la apostura y la
inteligencia de este joven que acababa de salir de la adolescencia, pero que ya
expresaba ideas claras en cuanto a su decisión de luchar por un mundo mejor.
Pero mucho más sorprendente fue cuando fueron desentrañando
la genealogía de Hualparrimachi: éste afirmaba, y nada lo desmentía, ser hijo
natural de Francisco de Paula y Sanz, quien había gobernado Potosí, al servicio
del rey de España, durante varios años, haciéndolo con probidad y acierto, lo
que le ganara un considerable prestigio en la ciudadanía. De Paula Sanz era, y
esto era sabido de uno y otro lado del océano, también hijo ilegítimo, nada
menos que de un rey de España, Carlos IV.
Su odio al español provenía no sólo de su reacción ante la
injusticia a que eran sometidos él mismo y sus pares, sino también, a nivel más
personal, a la absoluta desconsideración con que su padre, quien fuera luego
fusilado por Castelli al entrar en Potosí, había tratado a su madre, una
bellísima indígena, quien, para completar una genealogía deslumbrante, era descendiente
directa del inca Huáscar. Ello no impidió que el arrogante español, luego de
mantenerla amancebada durante un cierto tiempo, la abandonara más tarde en la
miseria y la depresión que la llevaron a una muerte prematura.
Hualparrimachi se ganó prontamente la confianza y el afecto
de doña Juana, que lo trató como a uno más de sus hijos, quizás como las
señoras distinguidas de entonces trataban a sus criados preferidos. Mientras
que Manuel Ascencio, confiado en el ascendiente que el joven cholo tenía sobre
sus iguales y apreciando la habilidad letal que demostraba en el manejo de la
huaraca, rápidamente le asignó el puesto de su lugarteniente.
El cholo Hualparrimachi era extremadamente valiente y eficaz
en los encarnizados entreveros, y atacaba a sus enemigos con una ferocidad que
impresionaba a propios y ajenos, lo que hizo que su fama, aumentada por los
relatos idealizados, se expandiera por la región.
Pero tan sorprendente que parecía descabellado,
Hualparrimachi era, entre tanto odio y devastación, poeta. Y los tiempos han
demostrado que sus poesías, redactadas en quechua, tenían talento:
¿Chekachu, urpílay,
Ripusaj ninqui,
Caru llajtata?
¿Manan cutinqui?...
“Rinayqui ñanta
Ckabuarichibuay,
Nauparisuspa, buackaynillaybuan
Chajcbumusckayqui.
“Rupbaymantari, nibuajtiyquiri,
Huackayniyllari,
Ppuyu tucuspa
Llantuycusuncka.
“¡Aucharumij buabuan!
¡Auca Kakaj churin!
¿Imanasckataj
Sackeribuanqui?
Traducción de Joaquín Gantier:
¿Es verdad, amada mía que dijiste,
me voy muy lejos para no volver?
Enséñame ese camino, que adelantándome,
Lo regaré con mi llanto.
Cuando me digas del calor del sol,
mi llanto, en nube convertido te hará sombra.
¡Hijo de la piedra! ¡Hijo de la roca!
¿Cómo me has dejado?
Una de las funciones que Manuel Ascencio le asignaría a
Hualparrimachi fue la de colaborar con doña Juana en la custodia de sus hijos.
CAPITULO IX
La región en que combatieron los esposos Padilla Azurduy,
integrante de las Provincias Unidas del Río e la Plata hasta 1825, se extiende desde
el norte de Chuquisaca hasta las selvas de Santa Cruz, o sea, la última del
contrafuerte andino al oriente, comprendiendo las ramificaciones de la
cordillera de Los Frayles y las serranías de Carretas, Sombreros y Mandinga,
por cuyas vertientes corren los ríos de Mojotoro, Tomína, Villar, Takopaya,
Tarvita, Limón, Pescado, Sopachuy y otros. Los pueblos principales son Presto,
Mojotoro, Yamparáez, Tarabuco, Takopaya, Tomina, Ía Laguna y Pomobamba, pueblos
estos últimos que ostentan hoy los nombres de nuestros protagonistas: Padilla y
Azurduy.
La zona es propiamente la que comprende en la actualidad el
departamento de Chuquisaca, exceptuando la provincia de Cinti, que queda al
sur.
De esta guerra, que llama "Guerra de las
Republiquetas", dice Mitre en su Historia de Belgrano y de la
independencia argentina:
“Es ésta una de las guerras más extraordinarias por su
genialidad, la más trágica por sus sangrientas represalias y la más heroica por
sus sacrificios oscuros y deliberados. Lo lejano y aislado del teatro en
que tuvo lugar, la multiplicidad de incidentes y situaciones que se suceden en
ella fuera del círculo del horizonte histórico, la humildad de sus caudillos,
de sus combatientes y de sus mártires, ha ocultado por mucho tiempo su
verdadera grandeza, impidiendo apreciar con perfecto conocimiento de causa su
influencia militar y su alcance político".
Como guerra popular, la de las Republiquetas precedió a la
de Salta y le dio el ejemplo, aunque sin alcanzar igual éxito. Como esfuerzo
persistente, que señala una causa profunda y general, duró quince años, sin que
durante un solo día se dejase de pelear, de morir y de matar en algún rincón de
aquella elevada región mediterránea. La caracteriza moralmente el hecho de
que, sucesiva o alternativamente, figuraron en ella ciento dos caudillos
más o menos oscuros, de los cuales sólo nueve sobrevivieron a la lucha,
pereciendo los noventa y tres restantes en los patíbulos o en los campos de
batalla, sin que casi ninguno capitulara ni diese ni pidiese cuartel en el
curso de tan tremenda guerra. Su importancia militar puede medirse, más que por
sus batallas y combates, por la influencia que tuvo en las grandes operaciones
militares, paralizando por más de una vez la acción de ejércitos poderosos y
triunfantes.
Lo más notable de este movimiento multiforme y anónimo es
que, sin reconocer centro ni caudillo, parece obedecer a un plan preconcebido,
cuando en realidad sólo lo impulsa la pasión y el instinto. Cada valle, cada
montaña, cada desfiladero, cada aldea, es una Republiqueta, un centro local de
insurrección, que tiene su jefe independiente, su bandera y sus termópilas
vecinales, y cuyos esfuerzos convergen, sin embargo, hacia un resultado
general, que se produce sin el acuerdo previo de las partes. Y lo que hace más
singular este movimiento y lo caracteriza es que las multitudes
insurreccionadas pertenecen casi en su totalidad a la raza indígena o mestiza,
y que esta masa inconsistente, armada solamente de palos y de piedras, cuyo
concurso poco pesó en las batallas ortodoxas, reemplaza con eficacia la acción
de los precarios ejércitos abajeños, contribuyendo al triunfo final tanto con
sus derrotas como con sus victorias, esporádicas y casi milagrosas.
Sus telégrafos eran tan rápidos corno originales, porque sus
comunicaciones las hacían con el fuego. En las cumbres de casi todas las
montañas existían puestos de indígenas que con ojos de águila observaban
cuanto sucedía en los pueblos, caminos o llanuras. Una hoguera visible en
alguna altura, orientada en tal o cual dirección, encendida con maderas
diversas, desde muy larga distancia avisaba a los guerrilleros la ruta que
seguían las fuerzas realistas, su composición y hasta su número. De ahí la
razón por que los peninsulares eran casi siempre sorprendidos por los patriotas
y el motivo por el que éstos casi siempre lograban burlar las persecuciones de
sus enemigos.
"Para ellos no había cuartel, sabían que iban a ser
bárbaramente inmolados si eran hechos prisioneros, y a pesar de todo nunca el
miedo ni el desaliento tuvo cabida en sus generosos pechos, hasta que después
de más de dieciséis años de lucha constante, sin que ésta tuviese tregua ni un
día, ni una hora, vieron brillar en el cielo de su patria el hermoso sol
de la libertad", escribe Miguel Ramallo.
Los esposos guerrilleros quedaron vinculados por el norte
con Arenales y Warnes, por el oriente con Umaña y Cumbay y por el sur con
Camargo y las guerrillas de Tarija.
Varios hombres esforzados y audaces combatieron a sus
órdenes, como Hualparrimachi, Zárate, Pedro Padilla, Fernández, Torres, Rabelo,
Cueto, Carrillo, Callisaya, Miranda, Serna, Polanco y otros.
Hubo algo en esta guerra que doña Juana jamás pudo asimilar:
que el grueso de las tropas realistas estuviese compuesta por americanos
altoperuanos como ella. No sólo la soldadesca sino también muchos de sus
oficiales. El mismo coronel Francisco Javier de Aguilera, el despiadado, quien
años más tarde enlutaría trágicamente su vida, era nacido en Santa Cruz de la
Sierra.
¿Cómo reclutaban los godos a los altoperuanos por cuya
libertad, en absurda paradoja, sus hermanos ofrendaban sus vidas
combatiéndolos? Muchos de ellos se unían a las tropas del rey por la fuerza y
se sometían como durante siglos se habían sometido a encomenderos y mitayos.
Otros lo hacían por la paga, muy superior a la que recibirían alineados en el
bando patriota. No eran pocos los que combatían convencidos de hacerlo contra
el "supay", convencidos de que se trataba de una "guerra
religiosa", exitosa acción psicológica de los realistas a la que
estúpidamente contribuyeron los radicalizados Castelli y Monteagudo con sus
"misas negras", irreverencias y sermones blasfemos.
-Sueño con los rostros de aquellos compatriotas altoperuanos
como yo a los que maté con mi propia lanza -se lamentaba Juana Azurduy en su
vejez-. Jamás me lo perdonaré.
CAPÍTULO X
Los Padilla han decidido instalar su refugio en la Laguna y
doña Juana envía a Hualparrimachi para que traiga a sus hijos. El joven cholo
cumple una vez más, impecablemente, con la instrucción recibida a pesar de los
riesgos que debe sortear en el trayecto hasta el lugar elegido, que de allí en
más sería escondrijo y hogar. Era una posición de difícil acceso ubicada en las
serranías entre Chuquisaca y Potosí que además permitía tener base de
comunicación con la estación de1 cacique Cumbay, cuyos dominios estaban en San
Juan de Piraí.
A veces cuando huidas, luchas o reclutamiento les dejaban
algún día de paz, los Padilla observaban como iban creciendo sus niños.
Manuel siempre encaramado a algún árbol, demostrándose a sí
mismo y demostrando a los demás que nada le era imposible; y si alguna rama se
partía y lo arrojaba sobre el duro suelo de pedregullo nunca permitía que su
rostro expresase el más mínimo dolor. A pesa de sus pocos años en su cuerpo ya
se adivinan músculos y tendones vigorosos, y cuando se enfadaba su mirada era
fuerte y altiva.
A Mariano le gustaba jugar con amazonas y soldados, y todos
lo hallaban dueño de un encanto muy seductor. Cuando se proponía algo, lo lograba
a través de un hábil manejo de las situaciones, y1 era capaz de imponer su
voluntad sin que el otro se diese cuenta.
Juliana, a diferencia de Mariano que era el más blanco,
mostraba la tez cobriza coloreada por su ascendencia indígena. Imitaba en todo
a su madre, y a pesar de sus tres años de edad ya conseguía mantenerse sobre
la grupa de un caballo lanzado al galope.
En cuanto a Mercedes, todos sus sentidos estaban todavía
puestos en mantener el equilibro yendo de los brazos de Hualparrimachi a los de
alguna chola sonriente, en incesantes y alborozadas idas y vueltas que no
retaceaban revolcones. A su padre le gustaba arrojarla al aire con sus fuertes
brazos y recogerla entre las risas de su hija menor, confiada, en que ese ser
amado jamás permitiría que nada malo le sucediese.
Los Padilla continúan la lucha, aunque cada vez más
convencidos de que, a la espera de algún milagro proveniente del Río de la
Plata, sus aliados deberán hallarlos en la región.
Su buena relación con los indígenas y el conocimiento de su
idioma, de los que Hualparrimachi era sólo un notorio ejemplo, les rindió
grandes beneficios en su lucha.
Fue así como el cacique Cumbay, el poderoso jefe indio
guaranítico que dominaba las selvas de Santa Cruz y gran parte del este de
Chuquisaca, a favor del gran ascendiente que por su heroísmo y rectitud tenia
sobre sus súbditos, como así también por su preocupación en la buena formación
militar de sus flecheros, se presentó un día en el campamento de los esposos
guerrilleros.
Lo hacía a instancias del general Belgrano, a quien Cumbay
había querido conocer y rendir honores. El jefe argentino le había hecho
grandes elogios de los Padilla.
Cumbay parece interesado fundamentalmente en conocer a doña
Juana, tanto es así que desciende de su caballo blanco que le obsequiara
Belgrano e inclina, en un gesto inusitado para un jefe tan poderoso, su cabeza
en señal de pleitesía, mientras sus hombres disparan sus flechas hacia el cielo
lanzando ese alarido colectivo que tanto terror siembra en sus enemigos.
Doña Juana, emocionada y vacilante, como queriendo de
alguna manera corresponder el gesto de Cumbay, atina a quitarse el vistoso y
multicolor poncho que manos fervorosas y laboriosas han tejido para la
Pachamama y se lo entrega a su nuevo amigo. También su esposo busca el mejor
trofeo de guerra, un arcabuz de chispa, y se lo obsequia a Cumbay. Luego,
sentados sobre el polvo del suelo, conversan durante largas horas, al cabo de
las cuales el cacique guaraní hace señales para que algunos de sus mejores
soldados permanezcan a las órdenes de los Padilla.
Este pacto de amistad y de apoyo recíproco durará mucho
tiempo y Manuel Ascenció podrá contar con los guerreros guaraníticos de Cumbay
aun en los momentos más difíciles.
Como cuando, luego de la derrota de Ayohúma, el desánimo
cunde por las regiones bajo su dominio y le resulta extraordinariamente difícil
reclutar partidarios de refresco, a los que antaño convencía más con la promesa
de lo que la victoria repartiría que por convicciones patrióticas de rebelión
contra el opresor.
Las sucesivas derrotas de los ejércitos argentinos terminado
por demostrar a los lugareños que las razas realistas son poderosas y que están
mejor comandadas que las fuerzas regulares abajeñas, de las que poco pueden ya
esperar. Por el contrario, la experiencia les enseña que las fuerzas de
Castelli y Balcárce, Belgrano, y más adelante de Rondeau y de Aráoz de
Lamadrid, comandantes de los cuatro ejércitos que
Buenos Aires enviará para tratar de conquistar Lima
atravesando el altiplano, producen consecuencias similares: al principio el
entusiasmo y la adhesión de los caudillos de la guerra de recursos, luego una
progresiva desilusión por los desplantes y errores de los porteños, y más
adelante, al caer éstos derrotados ante los realistas más como consecuencia de
sus propios defectos que por virtudes de sus enemigos, quedan al descubierto y
expuestos a la feroz represión quienes los han apoyado, ya sea con las armas o
con víveres, ya sea integrando sus fuerzas o dándoles refugio en los momentos
difíciles.
A pesar de las dificultades y de los negros momentos,
Manuel Ascencio y Juana no vacilan en continuar la lucha. Y no se trata de que
hayan llegado a un punto de imposible retorno, ya que los jefes realistas son
suficientemente inteligentes como para alternar una feroz represión con los
intentos de soborno a las principales figuras rebeldes.
Es así como Goyeneche hace llegar a Manuel Ascencio una
propuesta a través de su lugarteniente, el coronel Díaz de Letona, quien le
ofrece todo tipo de garantías y de honores, un cargo bien remunerado y también
una importante suma de dinero para que abandone la lucha.
-Qué chapetones éstos, me ofrecen mejor empleo ahora que me
porto mal que antes cuando me portaba bien. -Doña Juana no vacila un segundo. Y
su esposo tampoco. Ambos redactan una ejemplar nota de respuesta:
"Con mis armas haré que dejen el intento,
convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros
intereses, sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavitud no a
los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego ".
No fueron los esposos los únicos en rechazar sobornos. A
fines de 1816 el general De la Serna invita al caudillo Francisco Uriondo a
cambiar de bando, “seguro -le decía- de que disfrutará de las gracias en mi
proclama prometo, de que olvidaré lo pasado, y de que se le acogerá sin faltar
a nada de lo que ofresco”.
Uriondo contestó con un largo documento en el que afirmaba
que su espada "será para emplearla en la más tirana garganta de los
gobernadores de esta infeliz provincia, que atropellando todas las leyes justas
han provocado a los cielos, han infamado hasta los extremos más degradantes las
armas del Rey que dicen defender, han hollado con crueldad los sagrados
derechos de la humanidad. Con que vea Vuestra Excelencia si podré yo, sin
entrar en público atentado, pasar a la compañía de esos criminosos cuyo exterminio
impera de mi mano esta ofendida provincia".
Lamentablemente, no todas estas propuestas corruptoras
fueron rechazadas, sobre todo a medida a situación que la situación rebelde fue
empeorando con el correr del tiempo.
La extremada debilidad política y militar en que los Padilla
habían quedado en el Alto Perú luego de las derrotas de Be1grano hacía que los
cuatro niños Padilla tuvieran que seguir a sus padres en una interminable
marcha de escape y escondite, sufriendo privaciones y dificultades que sus
padres y Hualparrimachi trataban de disimular prestándoles toda la atención que
les era posible, jugando y enseñándoles.
Dicha debilidad obligaba a los esposos a dar muestras de
que la lucha continuaba. Y que esta lucha era contra la opresión y la
injusticia y nunca con objetivos de beneficio propio, pues ello hubiese
terminado por aislarlos completamente. Esto hacía que cuando algún indio o
algún cholo era sometido a maltrato por parte de un funcionario del gobierno,
subiese hasta el refugio de los Padilla para contárselo o les enviase el
mensaje a través de algún chasqui, y entonces los esposos organizaban operaciones
de escarmiento.
Por ejemplo, si algún alcalde se había excedido en el cobro
de los impuestos, lo emboscaban en algún punto de las sendas que ellos conocían
bien, le quitaban la bolsa del dinero recaudado y la enviaban al pueblo para
que se repartiera entre los que habían sido víctimas de la codicia, no sin
antes haber separado algo para poder dar de comer a sus hijos. También para
sostener su lucha comprando vituallas, mulas y armas.
Las necesidades logísticas de sus tropa eran generadoras de
indisciplinadas incursiones de algún lugarteniente levantisco y aprovechado
que, con pretexto de que los Padilla lo necesitaban, se apoderaban por la
fuerza del grano almacenado, las cabras y las gallinas que constituían las
únicas pertenencias y garantías de subsistencia de los habitantes de la región.
No faltaban las oportunidades en que dichas fechorías eran
cometidas por supuestos lugartenientes de Manuel Ascencio y Juana, sin que
jamás hubiesen integrado sus fuerzas.
Lo que aliviaba el disgusto de los lugareños con los jefes
guerrilleros era que la prepotencia y crueldad de los realistas era, de todas
maneras, más terrible.
Cierta vez, para impedir que se cometieran atrocidades en
su nombre, Padilla hizo arcabucear a un impostor en la plaza de Yamparáez.
Había sido Hualparrimachi quien lo capturó.
CAPITULO XI
El joven cholo había desarrollado una fuerte relación con
los niños, sobre todo los varones Manuel y Mariano, quienes aprendían del joven
indio las habilidades de la selva, cómo sacarle punta a una flecha, cómo
tensar un arco, cómo atravesar peces con una lanza, cómo cazar monos y hacer
sabrosa su carne, cómo trepar hasta la copa de los árboles para vigilar. Al
mismo tiempo consideraban natural que ese joven apuesto de brazos nudosos y de
piernas bien torneadas les recitase bellas poesías acompañándose de su quena:
Luz que me despiertas en cada mañana,
con la sonrisa rosada de otra aurora que llega,
y, muy despacio, va dorando el cielo,
mientras un sol madrugador, entibia
del aire la caricia...
Manuelito aprendió rápidamente a revolear la
"huaraca", y lanzaba la piedra, que debía ser de aerolito para tener
más peso, lejos y con notable puntería. Su hermano era menos vigoroso, pero
tenía Mariano, en cambio, una notable inteligencia para esconderse haciéndose
inhallable o para desplazarse con tanto ssigilo que desconcertaba al mismísimo
Hualparrimachi. Felices y jadeantes, los niños rogaban al guerrero poeta que
los premiase con alguna de sus creaciones.
¡Apu Inti, del mundo todas las maravillas
con ti despiertan y ellas son mis amigas!
¡Buenos días, aurora clara!
¡Buenos días, quieta montaña!
¡Ah sol, toda oro, y en la noche, de plata!
Buen día, cielo limpio con sol recién nacido, pasto
flor, río calmo, arroyo cristalino...
A ti arroyo, te hablo:
Mañanera, suave brisa
si está mi amada despierta,
llévale este hato de besos,
que en mi boca tengo presos.
En cuanto llegas, amigo sol,
lo que la noche esfuma con su oscuridad,
se llena de vida, luz y color
¡Buen día, Apu-Inti! ¡Buen día, mi Dios-Sol
No te vuelvas ardiente,
no la hieras quemante.
Sé bueno, tus rayos entibia.
Torna tu luz tan suave,
que hasta su rostro llegue,
cual tímida caricia, como ese beso leve,
¡que mis labios ansiosos,
a darle no se atreven!
Corriente de agua clara, tú que copias su imagen
y la llenas de besos, cuando la baña tu agua,
¿No te das cuenta cuán feliz eres?
Hoy otro día nace, donde todo está riente,
Y, como todo es un sueño dichoso y transparente,
mi alma enamorada, le envía su saludo.
Se ha dormido mi pena. Se la llevó la noche.
¡Al arribo del día mi dolor queda mudo!
Se sentían orgullosos los niños de que fuese Juan
Hualparrimachi, nieto de rey europeo y descendiente de monarca incaico, quien
estuviese a cargo de ellos, pues a sus oídos llegaban comentarios de su
extraordinario valor en las batallas, de su lealtad hacia sus jefes, de cómo
las jóvenes indias suspiraban por su amor.
Una de sus hazañas más mentadas fue cuando él y Juana
rescataron increíblemente a Manuel Ascencio, caído preso luego de una acción algo
descabellada que tuvo por misión la de escarmentar á un tal Carvallo que en
nombre del subdelegado del cantón de Tapala, don Manuel Sánchez de Velasco,
cometía toda' clase de abusos contra los nativos. Era tal su despotismo que
cuando los indígenas no podían oblar los excesivos tributos que él pretendía
cobrarles les confincaba por la fuerza todas sus propiedades, la vivienda, las
cosechas, los bueyes, condenándolos a la miseria más absoluta y a la inevitable
muerte por inanición. Pero no terminaban aquí sus hazañas sino que a los oídos
de los Padilla llegaban inacabables denuncias acerca de torturas y asesinatos
que Carvallo y sus secuaces cometían como una forma de imponer su voluntad por
el terror.
Ese terror realista que tan bien describiese el Tambor
Vargas, un casi analfabeto y modesto integrante de las tropas patriotas que
durante años llevó un diario en el que describía con una desapasionada
objetividad la tragedia que se desarrollaba ante sus ojos.
Uno de sus relatos más conmovedores es aquel en el que un
adolescente es ajusticiado públicamente sin que alcanzase a comprender qué era
lo que iban a hacer con él y, mucho menos, por qué:
"Uno de ellos era un jovencito de la puna, así llaman a
los de las pampas de Oruro y de todo lugar frígido; dicen que salía de la
iglesia al patíbulo comiendo un mollete, que es el pan que hacen del áspero de
la harina de la flor, sin saber por qué lo mataban ni dar crédito de que iba a
ser víctima, salía con una frescura de ánimo, y siempre mascando iba el
jovencito, el señor cura que lo ayudaba le decía: `hijo, ya no es tiempo de que
comas, en este momento vas a la presencia del divino tribunal, pídele misericordia,
llámale que te ayude, te defienda del enemigo malo; a este tenor palabras
dirigidas y propias Para el presente asunto, el indiecito nada hablaba comiendo
el mollete, hasta que le replicaba al cura. `tata cura, desde anteanoche estoy
sin comer, acabaré de comer todavía, llévenme despacio pues, ¿y no pudiera ver
todavía cómo estarán mis carneros cargados, después me volviera pronto, y
entonces les acompañaré, hasta donde quieran me llevan pues, le suplicaba a un
soldado que le dé licencia, después promete que le ayudará a cargar el fusil
aunque sea todo el día y mañana más, llega al patíbulo, lo sientan y lo
afusilan, todavía el pan en la boca, el indiecito no había acabado de tragar
siquiera, lo que causó la mayor compasión, hasta los soldados enemigos se
regresaron llorando viendo al difunto con el pan en la boca y en la mano, a
este infeliz inocente, aún más dicen que dijo a tiempo de que un soldado y
oficial le dicen que se siente: `déjenme nomás ya pues, mi madre me retará, qué
dirá de mi tardanza', así pues se manejaban los fieles vasallos de su majestad
el rey de España".
Manuel Ascencio y Juana no se amedrentaban y consideraron
que una vez más era necesario demostrar a los habitantes de la región que
ellos no eran insensibles a las barbaridades de los godos y plancaron una acción
de represalia contra el tal Carvallo. Sólo así estarían en condiciones de
solicitar colaboración cuando la necesitasen, ya sea reclutando guerreros o
aprovisionándose de víveres; cabalgaduras o municiones.
Eran momentos difíciles, y Padilla sólo contaba para la
acción con su esposa, Hualparrimachi y José Ignacio Zárate, un caudillo
proveniente de la republiqueta de Porco, que ante la desazón y la deserción
que habían cundido entre las filas patriotas después del desastre de Ayohúma
había decidido unir sus huestes a las de Padilla para hacerse más fuerte. Estos
lo acogieron con gran satisfacción, ya que las mentas sobre Zárate lo señalaban
como persona de gran coraje y gran convicción en su lucha contra los
realistas.
Deslizándose en las sombras, el 19 de febrero cíe 1814
Padilla y Zárate penetraron en la alcoba de Sanchez de Velasco y lo apresaron.
La estrategia que habían diseñado consistía en aprovechar el terror que Zárate
infundía con sus correrías, en las que no ahorraba las crueldades de la época,
las que difundidas entre los partidarios del rey le habían echado fama de
hombre despiadado. Fue así como, para cubrir la acción de comando de Zárate y
Padilla, doña Juana y Hualparrimachi recorrieron el rancherío gritando:
"¡Aquí está Zárate! ¡Aquí está Zarate! ¡Huyamos! ¡Huyamos!".
La táctica fue eficaz y lograron que la mayoría huyera
despavorida y buscara refugio aterrorizada.
Satisfechos con el éxito logrado, los guerrilleros dejaron
libre a Sánchez de Velasco y regresaron a su punto de origen, cargados de
pertrechos y algunas riqueza que habían logrado saquear. Pero lo que no
previeron fue que Carvallo, fortuitamente fuera del campamento, además de ser
persona de avería era también avezado militar, logrando reunir velozmente una
partida con la que salió en busca de los patriotas, sorprendiéndolos al
descampado y desprevenidos.
En estas circunstancias fue clara la dificultad que
significaba para los esposos llevar consigo a sus cuatro hijos, ya que, ante la
sorpresa, Juana y Hualparrimachi se ocuparon de ponerlos a salvo, dejando solos
frente a los atacantes a Zárate y a Manuel Ascencio, los que luego de una
bravía pero muy, despareja escaramuza fueron heridos y apresados.
Los realistas no perdieron el tiempo en estaquear a Padilla
y a su compañero, cuyo nombre aún desconocían, y comenzaron a torturarlos como
una forma de ir preparándose para el goce de la muerte. Juana y Hualparrimachi
comprendieron que debían obrar con gran premura y audacia si querían salvarles
la vida, y no vacilaron en hacerlo luego de dejar a Manuel, Mariano y las dos
niñas escondidos en la casa de una familia india leal.
En el estiramiento de los tormentos y la consiguiente
demora en la pena capital influyó no sólo el ebrio regodeo sádico sino también
la intervención de Sánchez de Velasco, quien no olvidaba que Padilla y los
demás le habían perdonado la vida, y exigía como autoridad que antes de ser
pasados por las armas, dado que por la importancia de los reos él debería
informar a la superioridad, los prisioneros recibieran la extremaunción de un
sacerdote.
Los realistas, ya en un estado de franca borrachera, habían
pasado de los golpes a la utilización de las armas blancas, y se divertían
ahora en hacerles cortes a Padilla y a Zárate entre burlas y carcajadas.
De pronto del exterior llegaron voces alarmadas que
anunciaban el regreso del tal Zárate, ese campeón el terror que erizaba la piel
de los godos. Los torturadores interrumpieron sus tareas y salieron a preparar
la defensa ante tan temible ataque.
Como es de imaginar, se trataba de Juana y de
Hualparrimachi, quienes disparando al aire y arrastrando ruidosas ramas de
Cola por el suelo, desgañitándose en gritos de amenaza y de alarma, habían
tenido éxito en crear confusión, y los prisioneros aprovecharon para huir a
todo lo que daban sus piernas.
CAPÍTULO XII
Estos éxitos, sumados a la expansiva aureola de Pachamama
que seguía adquiriendo doña Juana, permitieron a los Padilla engrosar sus
tropas. Pero también ayudaban las buenas nuevas: desde el sur venían gentes
anunciando que se estaba organizando otro ejército auxiliar abajeño, financiado
en gran parte con los tesoros que Belgrano había saqueado de la Casa de Moneda
en Potosí, lo que le había granjeado la antipatía de muchos altoperuanos. Mucho
más cuando se supo que al retirarse huyendo luego de sus derrotas había intentado
volar tan bello e histórico edificio.
Lo relata José María Paz, quien entonces era un joven
capitán. Eran los días posteriores al desastre de Ayohúma:
"El enemigo no estaba quieto, y nuestra permanencia en
Potosí no podía ser larga. El 18 por la mañana se dio la orden de marcha para
esa tarde, y a las dos estuvo la infantería formada en la plaza, y la
caballería en la calle que está al costado de la Casa de Moneda. Las tres
serían cuando se marchó el general Belgrano con la pequeña columna de infantería,
quedando solamente el general Díaz Vélez con nosotros, que seríamos
ochenta hombres. Se empezaron a notar algunos secretos entre los jefes más
caracterizados, y había en el aire algo de misterio que no podíamos
explicarnos. Luego estuvimos al corriente de lo que se trataba ".
Se dieron órdenes a los vecinos de la plaza y demás
cercanías a la Casa de Moneda para que abandonasen sus casas con sus familias
y se retirasen a una distancia mayor a las veinte cuadras, Nadie comprendía el
objeto de estas órdenes, y las casas, lejos de desocuparse, se cerraban con sus
habitantes dentro, lo más seguramente que podían. Poco a poco fue aclarándose
el misterio y empezó a divulgarse el motivo de tan extraña resolución:
“Para persuadir al vecindario a que abandonase por unas
horas sus casas y al populacho de la calle que se retirase, se creyó
conveniente ir haciendo revelaciones sucesivas. Se les dijo, primero, que
corrían inminentes peligros si no obedecían; luego, que iban a ser destruidas
sus casas y perecerían bajo sus ruinas; finalmente, se les confesó que el
sólido y extenso edificio de la Casa de Moneda iba a volar a consecuencia de la
explosión que baria un gran depósito de pólvora que iba a incendiarse".
Y no se trataba de un engaño, puesto que, efectivamente, se
había resuelto en la reunión del Alto Mando hacer volar la Casa de Moneda para
que los realistas, que se acercaban pisando los talones de los vencidos
patriotas, no pudiesen sacar provecho de ella.
"La sala llamada de la fielatura, porque en ella se
pesan las monedas que han de acuñarse, queda al centro del edificio y está más
baja que lo restante de él. En esta sala se habían colocado secretamente
numerosos barriles de pólvora, para cuya inflamación debía dejarse una mecha de
duración calculada para que a los últimos nos quedase el tiempo bastante de
retirarnos. "
Estaba el sol próximo a su ocaso, cuando el general Díaz
Vélez, cansado de órdenes e intimaciones que no se obedecían, y en que empleó a
casi todos los oficiales y tropa que formaban la retaguardia, resolvió llevar
a efecto el proyecto, aunque fuese a costa de los incrédulos y desobedientes.
Ya se prendió la mecha, ya salió el último hombre de la Casa
de Moneda, ya se cerraron las gruesas y ferradas puertas de la gran casa,
cuando se echaron de menos las inmensas llaves que las aseguraban:
"Vi al general en persona agitándose como un furioso y
pidiéndolas a cuantos lo rodeaban; pero ellas no aparecieron. Entretanto el
tiempo urgía, la mecha ardía y la explosión podía suceder de un momento a otro.
Fue preciso renunciar al empeño de cerrar las puertas y, contentándose el
genenal con emparejarlas, montó en su 'Doncella' (su mula tenía este nombre) y
dio la voz de partir a galope".
La precipitada marcha no se detuvo hasta el Socavón que
está a una legua de la plaza, adonde llegaron al anochecer. Deseando gozar en
su totalidad del terrible espectáculo de ver volar en pedazos un gran edificio
y quizá media ciudad, las tropas hicieron el camino con la mirada vuelta hacia
atrás:
"Yo aseguro que no separé un momento la visa de la
dirección en que estaba la Casa de Moneda, lo que me originó un dolor en
el pescuezo que me duró dos o tres días después".
Llegaron al Socavón desconfiando ya de que Ocurriese la
explosión. Un cuarto de hora después ya era certidumbre que la mecha había sido
apagada o sustraída.
El general Belgrano, decepcionado y rabioso cuando vio
fallida la operación, hizo un último esfuerzo por llevarla a cabo:
“El capitán de artillería don Juan P. Luna se presentó ante
nosotros con una orden del Comandante en Jefe para que se pusiesen a su
disposición veinticinco hombres de los mejor montados con los que debía
reingresar en la ciudad y en la Casa de Moneda, volver a preparar y encender
la mecha encendida que la hiciese volar".
Pero esto ya era imposible, pues el vecindario potosino, que
no quería ver destruido el más valioso ornamento de su pueblo, ni derrumbadas
sus casas, tampoco morir sepultado bajo sus ruinas, hubiera hecho pedazos al
capitán y sus veinticinco hombres. Luna llegó a los suburbios, olfateó de qué
se trataba y se retiró prudentemente.
La mecha había sido apagada por el oficial traidor N.
Anglada, mendocino, del ejército patriota, quien, bien parecido, se dejó
seducir por una dama realista enterada por el mismo Anglada del plan de
voladura, quien lo convenció de arrancar la mecha y de ocultar las llaves que
cerraban la puerta de acceso.
El plan de Belgrano, absolutamente comprensible desde un
punto de vista militar, ya que se trataba de quitar recursos al enemigo, y que
mucho se parece al "éxodo jujeño" de tiempo después, es una mancha
indeleble que opacó la figura de don Manuel ante los altoperuano, orgullosos de
un edificio tan vello que recibe el apelativo algo excesivo de “el Escorial de
América”.
CAPITULO XIII
Doña Juana transcurrió un raro tiempo sin combates,
alternando su honda relación con Padilla y su maternal dedicación a sus hijos
con la organización de un escuadrón al cual dio el pomposo y excesivo nombre
de "Húsares", porque los nativos eran muy sensibles a los nombres
extranjeros. Se encargó también de dotarlos de un uniforme precariamente
concebido pero suficientemente marcial, para ser lucido con orgullo y altivez.
Este regimiento tuvo su bautismo de sangre el 4 de marzo de
1814 en la batalla de Tarvita. Enterado el matrimonio guerrillero de que
avanzaba un nutrido regimiento realista al mando del comandante Benito López,
se emboscaron en un desfiladero con el fin de sorprenderlo y destrozarlo, y en
el momento oportuno atacaron con sus fuerzas considerablemente inferiores.
Los tablacasacas eran un escuadrón bien pertrechado y
disciplinado, y pudieron resistir el embate que Manuel Ascencio condujo a su
cabeza, reagrupándose para salir en persecución de los guerrilleros.
Pero fue en ese momento cuando los "Húsares"
comandados por doña Juana entraron en acción y se precipitaron contra el flanco
izquierdo de los godos, mientras que Zárate hacía lo mismo, en una maniobra
bien combinada, contra el derecho.
Después de dos horas y media de cruento combate, la acción
se definió en favor de los patriotas. López, el comandante español, huyó y
buscó refugio en el pueblo de Tarvita.
Habían escogido para atrincherarse la casa del cura, que era
espaciosa y de paredes anchas. En los lugares de acceso levantaron barricadas
de adobe, convirtieron los ventanucos del granero en aspilleras y, así
parapetados, esperaron el ataque.
No tardó mucho en oírse el griterío de los indios y cholos
que avanzaron sobre la casa, pero varios de ellos rodaron sobre el suelo,
alcanzados por los certeros disparos que partían desde el interior.
Padilla, cambiando de táctica, ocultó preventivamente a sus
hombres en los ranchos vecinos e intentos incendiar el refugio enemigo, mas
tampoco obtuvo resultado, ya que los precavidos españoles habían cubierto de
barro el techo.
-Cuando yo vaya a arrimar una escalera en aquella esquina
-dijo, indicando con su diestra-, todos a pegar tiros y tiros a las ventanas...
Te van a matar. ¿Qué es lo que vas a hacer? -protestó doña
Juana.
-Ya lo verás. Con que... denle duro. -Y se alejó por una
calle estrecha.
Cesó por unos momentos el ataque. Ningún disparo, ninguna
voz. El corazón de la guerrillera latía de inquietud; sus ojos, de tanto mirar
el ángulo indicado, se empañaban. Luego el tiroteo se renovó con mayor
intensidad, porque cautelosamente Padilla se aproximaba ya al granero
arrastrando una escalera que arrimó en el ángulo donde no había troneras y
trepó al techo cargando un bulto y su fusil.
¿Qué era lo que intentaba?, se preguntaron sus partidarios.
Los disparos continuaron aceleradamente y el vocerío de los indios era
ensordecedor. Padilla horadaba ahora el techo con el arma.
-¡Al asalto! ¡Al asalto! -gritó Hualparrimachi enseñando su
cara ensangrentada y los indios envalentonados corearon con ímpetu.
El caudillo continuaba trabajando como un cateador de
minas. Había hecho un boquete.
Los de adentro no se daban cuenta de lo que estaba
sucediendo en el techo, atentos a la amenaza de asalto, a los disparos, a esos
indios que avanzaban por delante y por detrás del granero.
Rozando la frente de Padilla silbó lentamente una bala.
Impertérrito, obcecado, siguió su trabajo hasta concluirlo. Tomó entonces el
bulto, que no era otra cosa que un cesto de ají, lo amarró con un lazo de cuero
remojado y, convenientemente sujeto a su fusil, lo incendió, dejándolo caer por
el boquete. Volvió a cubrir el agujero con barro y paja y saltó desde el techo
entre el clamor de sus guerrilleros.
Los realistas vieron pender sobre sus cabezas una brasa
gigante que humeaba con insoportable olor y, sintiéndose cegados y al borde de
la asfixia, abandonaron la lucha. El humo sofocante del ají los obligó a abrir
las puertas, salir al campo y rendirse a discreción.
Luego de dicha acción, Hualparrimachi, que sabía husmear
donde los demás no encontraban nada sospechoso, descubrió disimulada en la
vestimenta de algunos de los prisioneros una carta que dirigía Sanchez de
Velasco al derrotado. comandante López, en la que le anunciaba que el hijo
de éste, Francisco López de Quiroga, estaba ya cerca con un escuadrón para
unírsele y aumentar su poderío para derrotar a los Padilla.
Estos inmediatamente dispusieron la estrategia adecuada
para dar cuenta de los nuevos y desprevenidos contingentes enemigos, y así fue
como en una emboscada los derrotaron rápidamente. Tanto Sánchez de Velasco
como López de Quiroga fueron hechos prisioneros y puestos al cuidado de
Zárate, quien se reponía de algunas heridas importantes recibidas en el
combate de Tarvita.
Si bien hasta ahora los Padilla habían logrado sofocar con
habilidad y coraje los embates de sus enemigos, era evidente que éstos estaban
cada vez más decididos a terminar con ellos concentrando fuerzas, debido a que
la resistencia de otros caudillos iba apagándose, y preocupados porque la
supervivencia de Manuel Ascencio y Juana convencía aún más a quienes los
imaginaban dotados de condiciones sobrenaturales, inmunes a las armas
realistas y con capacidad para invisibilizarse en el momento oportuno. De otra
manera era inadmisible que los enfurecidos y poderosos godos aún no hubieran
podido dar cuenta de ellos.
El redoblado acoso obligaba a los guerrilleros a moverse con
mayor precaución en terrenos cada vez más difíciles, en condiciones climáticas
extremas, resultándoles a veces imposible conseguir alimento durante varios
días.
Esto producía un progresivo deterioro en la condición
física de los niños Padilla. Ya no le era fácil a Manuelito trepar como cabra a
las alturas y a veces debía sentarse sobre una roca para recobrar el aliento.
En cuanto a Mariano, se lo notaba más apagado, sin entrometerse en todo y con
todos, replegado sobre sí mismo. También las niñas alegaban con frecuencia no
tener fuerzas para seguir caminando y reclamaban que se las llevase en brazos.
En todos ellos eran evidentes una pálida delgadez y una creciente debilidad.
A pesar de tales penurias los jefes realistas, luego de
Tarvita, no fueron pasados por las armas sino conservados con vida e
incorporados a la furtiva caravana. Esta magnanimidad contrastaba con la
impiedad de tantos jefes al servicio del rey, pero también, para ser leales a
la verdad, con la de otros jefes de Republiquetas que emularon a sus enemigos
llevando siempre a cabo una atroz guerra de exterminio, en la que los rendidos,
los prisioneros y los heridos de uno y otro bando eran inevitablemente
ejecutados, a veces luego de feroces tormentos.
Hasta se dieron casos de canibalismo, como lo relata el
Tambor Vargas:
“El 29, día de San Miguel en la fiesta de Lequepalca,
estaban los indios de la Patria juntando gente, sorprendieron a dos mozos que
eran orureños guardas de Alcabalas, los atropellaron y mataron a palos,
también al hijo de un amedallado del rey (Así se designaba a los nativos
altoperuanos distinguidos por sus servicios a España. (N. del A.) lo
mataron, después machucaron el cuerpo del muchacho en un batán, esto es, lo
molieron.
"El 30 juntándose los del rey con bastante indiada y
tres bocas de fuego llegaron a Lequepalca, después que los patriotas se fueron,
sólo lograron pescar a algunos indios de esas inmediaciones, los encerraron en
la iglesia, de donde sacaron a tres, reconviniéndolos para qué mataron a un
muchacho tierno poniéndolo en ese estado machucado, pues ahora que se lo coman,
que para eso lo harían así, mandando ponerlos juntos con las tercerolas, y por
no perder la vida comieron naturalmente carne humana ".
Los Padilla no practicaban la crueldad y un testimonio de
su carisma y nobleza es que sus prisioneros de Tarvita, Manuel Sánchez de
Velasco y Francisco López de Quiroga, más tarde liberados, fueron conversos a
la causa rebelde, llegando el primero a ser importante magistrado de la Bolivia
independizada y dedicando conmovedoras páginas de elogio a doña Juana en su
excelente Memorias para la historia de Bolivia. Por su parte, López de Quiroga
se incorporó al ejército boliviano para luchar en contra de su antiguo bando,
llegando a general de brigada y pasando a la historia por haber salvado la
vida del mariscal de Ayacucho, D. Antonio José de Sucre después del motín de
abril de 1828 en Chuquisaca.
CAPÍTULO XIV
Un espía informa a los rebeldes que el brigadier Pezuela,
furioso y quizás también asustado por la derrota de Tarvita, ha ordenado la
concentración de escuadrones a su mando para acabar de una vez con los Padilla.
Instruye al coronel don Sebastián Benavente, que se encontraba en Cinti, para
que una sus fuerzas con las del comandante don Manuel de Ponferrada, quien se
hallaba en las proximidades de La Laguna.
La amenaza es temible, pues son más de trescientos soldados
de infantería, pero, sobre todo, la concentración implica más de doscientos de
caballería, número imponentemente superior a las fuerzas de la guerrilla.
Luego de largas y tiernas deliberaciones, los esposos
Padilla deciden que sus demacrados hijos no están en condiciones de continuar
huyendo en las deletéreas condiciones que esa geografía tan exigente impone, y
por lo tanto deciden dividirse, quedando ella escondida con sus hijos en el
valle de Segura, acompañada de unas pocos guerrilleros, mientras él se dirige
hacia los dominios del caudillo Vicente Umaña, para convencerlo de unir
fuerzas. Juan Hualparrimachi irá con Ascencio en el convencimiento de que
habría combate y de que el refugio era seguro.
Pocos días después, como si vientos trágicos hubieran
comenzado a soplar, Juana se entera de que Manuel ha sido derrotado en las
cercanías de Pomabamba por las fuerzas realistas, y que éstas luego han entrado
en la ciudad, castigándola por haber sido solidaria con las fuerzas patriotas,
saqueándola, incendiándola y cometiendo todo tipo de tropelías contra sus
habitantes. Juana teme por la suerte de Manuel, pero confía en que la sagacidad
de éste le habrá permitido una vez más eludir la muerte.
De todas maneras, ya resulta claro que su refugio se ha
vuelto muy poco seguro -no faltaría el inevitable delator-, y sospecha que los
realistas se preparan para darle caza. No le queda entonces otra alternativa
que internarse en los pantanos del valle de Segura, de agua verdosa e
infestados de insectos y de alimañas. Es tan inhóspito el lugar que la mayoría
de los guerrilleros comprometidos ante Manuel Ascencio de custodiar a su
familia desertan y buscan zonas más saneadas.
Es posible que doña Juana haya sentido en ese momento,
crudamente, el flanco que al destino ofrecía su condición femenina, atada al
instinto de protección de esos niños que no podían valerse por sí mismos,
desamparada de la protección de un macho vigoroso como su marido, y a merced de
enemigos contra los que no sabia combatir: los mosquitos y las fiebres
palúdicas, amenaza mortal de la que era tan difícil liberarse en esos pantanos.
Acompañada sólo por dos o tres de sus más leales, lamentando
el inmenso error de haber prescindido del irremplazable Hualparrimachi,
arrastrando a sus hijos ya casi exánimes, sale del ominoso refugio de la selva,
arriesgándose a la delación y al ataque con tal de que los niños puedan
encontrar sosiego, abrigo y alimento en algún rancho vecino.
El peor de sus temores se confirma, ya que Manuelito, el mayor,
a pesar de ser el más robusto y el más estoico, cae preso de las violentas
fiebres de la malaria y va desmejorando hora tras hora ante la angustia de su
madre.
¿Que ha sido mientras tanto de Manuel Ascencio? Llamado con
insistencia por Umaña, pasó al pueblo de Sauces llevando consigo cincuenta
fusiles, un cañón y algunas cornetas y otros pertrechos militares arrebatados
al enemigo a lo largo de tantas escaramuzas.
Era don Vicente Umaña un guerrillero semisalvaje, feroz,
astuto y desconfiado, con fama de que cuando acometía al enemigo lo hacia con
la seguridad de ser superior sin nunca aventurar sus golpes; por esto es que,
dicen los historiadores, sus operaciones en la guerra de los montoneros fueron
muy esporádicas, no tienen el lucimiento ni el brillo de otras y son tan poco
conocidas.
La influencia de este caudillo en la zona de Azero era
grande, muchos montoneros le obedecían y además contaba con el poderoso
refuerzo de los indios chiriguanos, diestros flecheros y muy numerosos en todas
esas regiones.
Poco después de llegado Padilla a Sauces fue errónea o
ladinamente informado de que los enemigos habían avanzado sobre Segura,
sorprendiendo y aprisionando a doña Juana y a sus hijos.
El furor de Padilla no tuvo límites, y en ese momento quiso
volar en socorro de su familia. Umaña y Cárdenas consultaron ante un Consejo
de jefes la conveniencia de abrir un nuevo frente, y la mayoría opinó por la
inmediata retirada al interior de la provincia.
Fueron vanas las amenazas, ruegos y ofertas de Padilla y Hualparrimachi:
ninguno quiso acompañarlos, y cuando resolvieron partir con sus escasas fuerzas
en busca del enemigo, Umaña ni siquiera quiso devolverles las armas y
pertrechos que tan confiadamente habían depositado bajo su custodia.
Las protestes de Padilla fueron inútiles, los increpó
llamándolos traidores y cobardes, pero sólo pudo lograr que le devolvieran una
carabina de uso particular que él tenía en gran estima por ser recuerdo de su
padre. Se le negaron hasta seis fusiles que pidió prestados y tuvo que
reemprender la marcha con su gente desarmada.
Desde Uli-Uli mandó emisarios a Cumbay, dándole cuenta de lo
ocurrido y pidiéndole una vez más auxilio de gente y armas; sin tiempo que
perder, presa de oscuros presagios, partió a marcha forzada en busca de doña
Juana y sus niños.
En su vejez, en esa vida que se le estiró más allá de lo que
ella misma hubiese deseado, doña Juana recordaba con impresionante nitidez el
momento en que se dio cuenta de que no sólo Manuelito sino también Mariano
estaba gravemente enfermo. Se le aparecían como una pesadilla recurrente y
atormentadora, y aquellos ojos de su primogénito se le iban agrandando,
suplicantes, tiernos y despedidores, hasta transformarse en diabólicos y
acusadores. Porque si Manuel, aquel que a pesar de sus pocos siete años ya
despuntaba como un varón vigoroso y arrogante como el padre, era quien primero
iba a sucumbir bajo el fuego devastador de las fiebres palúdicas, fue más que
evidente para la jefa guerrillera que igual destino les aguardaba a sus otros
hijos.
-Anda, llevátelas lejos, al rancho de cualquier indio amigo
que pueda cuidarlas hasta que sus hermanitos se curen -instruyó a Dionisio
Quispe, el único acompañante que le quedaba, fugados aquellos ante quienes ya
no era la jefa imbatible sino una madre angustiada, indecisa, que imploraba por
la presencia de su esposo Manuel Ascencio.
La batalla de Manuelito contra su enfermedad fue tremenda,
corajuda. Cuando su madre lo desvistió para ponerle paños fríos y acariciar su
piel descubrió horrorizada cuán enflaquecido estaba, cuánto había sufrido el
niño sin quejarse en esa vida de privaciones a que la lucha guerrillera los
sometía.
Muchos años más tarde, en Chuquisaca, en su vivienda
miserable, bajo el techo pajizo del que de tanto en tanto se descolgaba alguna
vinchuca que nunca la picaba, como si la respetase, la anciana recordaría, no
podría dejar de recordar, cómo Manuelito la consolaba:
-No llore, mamita, que ya me voy a curar.
La mujer, inmensamente sola, abrazó ese cuerpito amado que despiadadas
oleadas de calor hacían temblar de pies a cabeza empapándolo en fría transpiración
ese cuerpito que fundía desesperadamente con el suyo intentando poner dique a
esa vida que se escapaba segundo a segundo.
-¿Y tatita, cuándo vendrá tatita, que quiero despedirme de
él?
Por fin, murió Manuelito, sin cerrar los ojos hasta el
último instante, con su mirada, clara a pesar de la enfermedad, fija en los
ojos de doña Juana.
El aullido de esa madre debe de haber sido descomunal. Se
mentaba que más pareció el alarido de un animal salvaje, herido, rabioso.
Pero no hubo mucho tiempo para lamentos, porque era ahora
el turno de Mariano, quien mostraba también a las claras que su situación iba
tornándose desesperante. Aquel niño reflexivo y de perspicacia asombrosa para
sus cortos años, físicamente de impresionante parecido a la madre, agonizaba.
-Sí Manuel será un gran jefe, Mariano será un gran doctor
-opinaba con orgullo Manuel Ascencio, tomados de la mano con doña Juana, cuando
bañados por el sol generoso del altiplano hacían planes para cuando esa guerra
horrible terminase.
Pero esa guerra no había terminado sino que se había llevado
ya a sus dos amantísimos hijos, y doña Juana ni siquiera sabía dónde estaba su
marido, temiéndolo prisionero o muerto en algún encuentro con el enemigo.
Cava dos fosas precarias para sus hijos muertos, sin
tiempo para el lamento pues un mal presagio la acucia: el indio que debía
llevar a Mercedes y Juliana al refugio más seguro no ha regresado.
Doña Juana ata velozmente dos ramitas y fabrica así una
insignificante cruz para esa montículo de tierra yerma que alberga a esos seres
tan amados que la perseguirán con su recuerdo hasta el último de sus días,
hasta el último de sus minutos.
Parte de inmediato, sola, en la dirección que presume que
han tomado sus hijas, y vaga por la comarca tropezándose con los arbustos,
arañándose con los espinos, empolvándose en cada una de las caídas hasta
divisar un rancho en cuya puerta hay un tablacasaca de guardia.
Fue en ese momento cuando se produjo algo así como un
milagro. O por lo menos algo bueno entre tanto despiadado infortunio: un
ruido a sus espaldas la hizo girar sobre sí misma, dispuesta a vender cara
su vida, mucho menos por ella que por esas dos hijas que precisaban su
ayuda. Eran Manuel Ascencio y Juan Hualparrimachi, quienes al verla,
desgreñada, sangrante, con la angustia pintada en su rostro, comprendieron que
algo terrible había sucedido y que algo terrible seguía sucediendo.
Cuando Juana contó lo de la muerte de Manuel y Mariano, su
esposo tuvo un acceso de furor, increpándola con violencia, reprochándole que
no había sido capaz de cuidar a sus hijos evitándoles la muerte.
Esa escena se reproduciría incesantemente, en recuerdos y en
sueños de doña Juana, grabada a fuego en su sentimiento de culpa, ya que,
estaba segura de ello, si bien una madre es la indiscutible artífice de la
llegada al mundo de todo niño, siempre es también en algo culpable de que algo
muera.
Casi despedazada de dolor, Juana comprendía la furia de Manuel
Ascencio, quien tantas esperanzas depositara en un futuro luminoso para sus
hijos, siendo ése uno de los principales motivos de su lucha heroica. Hasta,
de no haber sido porque Hualparrimachi se interpuso, la hubiese golpeado.
Por fin ese hombre hercúleo, noble, generoso, se echó a
llorar como un infante, su cuerpo sacudido por quejidos y lamentos apagados
para que los tablacasacas que vigilaban ese rancho vecino, donde seguramente
sus hijas estarían prisioneras, no lo escucharan.
Fueron varias las veces en que luego Manuel Ascencio se
disculpó ante Juana por su injustificado arranque. Aún muchos meses después lo
seguía haciendo. Su esposa nada debía perdonarle, pues aún mayores eran sus
propios reproches, buscando en vano satisfactorias justificaciones para el
sacrificio que la lucha atroz había destinado a niños inocentes que no habían
elegido esa vida, sino que les había sido impuesta por la decisión de sus
padres. Doña Juana no podía evitar imaginar a los hijos de las damas chuquisaqueñas
como ella, entibiados por el fuego crepitando en sus hogares, llevando la misma
vida prolija y segura que su condición social y económica les hubiese
permitido a Mariano y a Manuel, cumpliendo con un destino acomodado a pesar del
alboroto en la región; a veces, muy de vez en cuando, el enfrentamiento, entre
realistas y patriotas podía alterar sus vidas, quizás con algún cañonazo lejano
o con algún relato de desgracias próximas.
-Hijitos e hijitas míos, su muerte ha de tener algún sentido
-se escuchó decir doña Juana y seguiría diciéndose, preguntándose y muchas
veces insultándose, casi todos los restantes días de su vida.
Por fin, Manuel Ascencio se echó en los brazos de su esposa
y, abrazándola con fuerza y con amor, la besó interminablemente secándole las
lágrimas y fundiendo sus dolores para transformarlos en fuerza, ya que tenían
ahora una misión inmediata que cumplir: liberar a las dos hijas que les
quedaban.
Hualparrimachi, Manuel Ascencio y Juana se abalanzaron como
una tromba sobre el rancho, casi inermes, a puño limpio, descargando
garrotazos a diestra y siniestra, hiriendo y matando, sin importarles que se
tratase indudablemente de una celada y que las niñas estarían allí como cebo de
una partida de realistas que esperaban justamente eso, que sus padres
intentaran rescatarlas para que así se cumpliese el plan urdido desde que
Dionisio Quíspe prefiriese traicionar a los esposos Padilla, también él
convencido de que ya no había futuro en permanecer a su lado, y de que para
salvar el pellejo era necesario pasarse a los realistas.
Mercedes y Juliana yacían con sus muñecas y sus tobillos
atados con ligaduras a los barrotes de una cama, y desde allí, a través de sus
lágrimas, presenciaron cómo un tendal de muertos con el vientre abierto o con
la cabeza desflorada quedó desparramado dentro y fuera de la mísera vivienda,
mientras los heridos se revolcaban de dolor dejando regueros de sangre en su
desesperada lucha por evitar la muerte, reptando entre otros ya exánimes que
apenas si podían ya respirar.
Los Padilla y Hualparrimachi se alejaron con las niñas en
los brazos en busca de refugio, y entonces percibieron sus cuerpitos hirvientes
y temblorosos, no por temor, ya que las niñas, tomando ejemplo de su madre, no
eran menos bravías que los varones, sino por el paludismo, que también se había
ensañado en ellas.
Y fue así como Juliana, que siempre ayudaba a su madre en
los quehaceres hogareños, equilibrada y justa, y Mercedes, quien había sido
dotada de una alegría contagiosa que hacía reír a todos con sus monerías y con
sus ingeniosidades, también terminaron muriendo a pesar de que esta vez eran
tres los que intentaron ayudarlas en sus esfuerzos por sobrevivir.
CAPÍTULO XV
A partir de ese momento la guerra se transformó para Juana y
Manuel Ascencio en algo despiadado, en algo brutal. Su motivación era ya no
sólo el librar a su patria del opresor extranjero, sino que de entonces en más
se trató también, y quizás más que nada, de vengar la muerte de sus cuatro
amadísimos hijos.
Esa lucha hasta entonces, por supuesto, no había estado
exenta de violencia, como que el general Belgrano, antes de Vilcapugio, había
sometido a juicio a Padilla por haber pasado por las armas a algunos prisioneros
que traía consigo y que, según afirmó en su defensa, habían perturbado
gravemente el accionar de la partida patriota cuando fue atacada por sorpresa
por otra al servicio del rey.
-No hubiéramos llegado hasta aquí con vida, ni yo ni mis
hombres, ya que estos godos eran contumaces y estaban decididos a hacernos
pagar por haberlos tomado prisioneros.
-Ello debería decidirlo el tribunal -había respondido el
general, mirándolo de frente, con esa voz algo chillona que describieron sus
contemporáneos.
Había sido Díaz Vélez quien intercediera por él y lograse
convencer a Belgrano de que los méritos del jefe guerrillero eran tales que
merecían que se pasase por alto esa posible falta.
Eran los tiempos en que Belgrano trataba de mostrarse ante
los arribeños como una persona de conducta ejemplar, buscando de esa manera
borrar el mal recuerdo que habían dejado Castelli y Balcarce y sobre todo
Monteagudo, la cabeza del primer ejército auxiliar, que dejaron tras de sí una
estela de violencia, de arbitrariedad y de sacrilegio que había predispuesto
malamente a los habitantes del Alto Perú en contra de las expediciones
libertadoras que subían desde el Río de la Plata.
Pero a partir de la muerte de Manuel, Mariano, Juliana y
Mercedes la situación era otra, y ya no estaba Belgrano, derrotado por los
realistas, imponiendo respeto y autoridad sobre los Padilla.
De allí en más ya no sucedió como antaño, en que Juana
intercedía ante Manuel Ascencio o ante Zárate para que dejasen libres a los
prisioneros o para que no maltratasen a algún capturado para arrancarle
información imprescindible. Ahora era ella misma quien con sus propias manos
despachaba al otro mundo a quienes portando una bandera blanca se entregaban
a sus huestes.
Eran estas escenas también las que sobrevolaron a la anciana
que, miserable y olvidada, pasó tantos años sentada en su banco de paja
dedicada a recordar, mientras la muerte, con la que según las mentas indígenas
tenía sellado un pacto, parecía no llegar nunca.
Otra de las consecuencias de la muerte de sus hijos fue que
doña Juana quedó rápidamente embarazada, quizás para expulsar tanta muerte de
sus vidas y también para tratar de revivir imposiblemente a quienes se habían
ido en quien estaba por llegar.
La situación de los Padilla se modifica también en cuanto a
su ascendiente sobre las dispersas y maltrechas fuerzas rebeldes. En parte
debido a que la tremenda tragedia que se ha abatido sobre ellos disminuye
ante criollos e indios el prestigio que les había dado el suponerles indemnes a
los ataques del enemigo y del destino, como si hubiesen formalizado un pacto
con el supay, quien ahora parecía haberles dado la espalda haciéndolos objeto
de su malignidad. Por otra parte, el cambio en la actitud magnánima y noble que
tanta fama les había ganado hasta mucho más allá de la región les había ido
juntando enemigos por la forma en que ahora conducían la guerra.
Entre ellos Vicente Umaña, la sombra negra de Manuel
Ascencio, quien quizás por considerar que la resistencia patriota debía
llevarse a cabo de otra manera o quizás por motivos menos loables, decidió
sublevarse contra los esposos y eliminarlos.
Los Padilla, suicidamente, puesto que apenas contaban con
Hualparrimachi y muy pocos de sus honderos, decidieron enfrentar a los cientos
de partidarios de Umaña. Pero fue entonces cuando, como convocados por algún
designio inexplicable, irrumpió en el horizonte una partida de flecheros que el
cacique Cumbay les enviaba, respondiendo a su ruego y enterado de sus
infortunios, lo que lo decidió más que nunca a ser solidario con sus amigos.
Umaña, a la vista de esto, decidió replegarse.
Esto les permitió reorganizar sus fuerzas, a los flecheros
chiriguanos agregaron cuarenta honderos y alcanzaron a formar un nuevo
escuadrón de fusileros.
Con fuerzas tan exiguas pero movidos por una voluntad
superior a la prudencia, los Padilla salieron a enfrentar a los tablacasacas
cuando éstos se encaminaban nuevamente hacia Tarvita.
La táctica guerrillera ya no es la del sigilo y la de la
sorpresa, sino que es la del enfrentamiento brutal a matar o a morir. La nueva
batalla pasa a nuestra historia como una de las más sangrientas libradas en
suelos altoperuanos. Los realistas sufren importantes pérdidas, arrollados por
un ciclón humano que los fuerza a replegarse en pánico y desorden.
Los Padilla rematan a los heridos que quedan en el campo de
combate y a los pocos prisioneros que intentaron ganar su misericordia
entregándose brazos en alto, e irrumpen en casas y graneros insaciablemente
deseosos de sangre enemiga. En una eficiente operación de limpieza exterminan a
todos los godos que habían buscado refugio debajo de las camas, dentro de las
parvas de heno o en los altillos.
Ni un solo tablacasaca queda con vida.
Durante mucho tiempo se comentará en la región el
impresionante espectáculo de los soldados al servicio del rey arrojándose con sus
cabalgaduras al torrente asesino del río que corre en el fondo del valle, prefiriendo
morir desnucados o ahogados antes de caer en manos de esa jauría ávida, en la
que los temibles guerreros chiriguanos mostraban mayor humanidad que los
criollos y mestizos empujados por sus jefes.
CAPÍTULO XVI
Lo expresa Joaquín Gantier: "Ya no es la ley del Talión
lo que prima sino una ley más inhumana: por un muerto se exigen dos, por dos
cuatro, y así en progresión satánica. En estas últimas hazañas los Padilla no
han tenido piedad ni consigo mismos".
Dicha vengativa audacia, casi suicida, que había arrasado
con algunos sistemas lógicos de seguridad y de precaución, debía
inevitablemente cobrarse alguna víctima y ésta fue Juan Hualparrimachi.
Los poemas del joven cholo habían ido volviéndose cada vez
más tristes, quizás premonitorios de lo que su intuición indígena le anunciaba.
Huañuyta maskaj, ñocka riscani
Auckanchejcuna
Jamullanckancu, pucarancuna
Jalatajmin.
Voy en busca de la muerte.
Nuestros enemigos
ya vendrán
levantando sus campamentos.
Illarejpacha pputiy ayckechej
Maypipis casaj
Ckanlla sonckoytca pparackechirnqui
Causanuycama.
Mientras te encuentres en este mundo
harás huir la pena, y donde
me encuentre, tú sola harás
latir mi corazón.
Misti ckkajajtin lansatataspa.
Yuyaricunqui
Mafinatachus ckanraycu kkajan
Ijma sonckgycka.
Cuando arda el Misti, vomitando
fuego, te has de acordar
cómo para ti arde
mi corazón oprimido.
Escenario de esta nueva tragedia en la vida de Juana
Azurduy fue el Cerro de Carretas, lugar que los esposos conocían muy bien, pues
les quedaba a sólo dos leguas de Tarabuco. En este lugar los guerrilleros
esperaron al ejército que el general de la Pezuela había enviado a las órdenes
del coronel Sebastián Benavente, quien desplazó el poderoso contingente que
tenía su cuartel en Cinti.
El combate se libró el 2 de agosto de 1814. Como siempre, la
diferencia de armamento entre ambas fuerzas era imponente, ya que a las
numerosas bocas de fuego se contraponían las huaracas, las lanzas y las flechas
indígenas, y algunas pocas piezas de artillería que los patriotas habían
conseguido rescatar en anteriores acciones contra los realistas.
Se luchó bravíamente durante casi tres días, intentando los
leales al rey trepar por las laderas donde se habían guarnecido los patriotas a
favor de su conocimiento del terreno, quienes desde allí descargaban sobre
ellos las pocas bombas con que podían alimentar los recalentados cañones.
También habían preparado un ingenioso dispositivo de enormes piedras que
hacían rodar en alud desde la cima de las montañas y que, arrastrando otras en
su camino, provocaban importantes pérdidas en el enemigo.
El Cerro de las Carretas parecía inexpugnable, salvo que se
tuviese un conocimiento del terreno del que los realistas carecían. Pero el
coronel Benavente, quien sabía aprovechar las debilidades de algunos
integrantes de las fuerzas de los Padilla, logró sobornar al indio Pedro
Artamachi, quien lo guió por un sendero en medio de la noche oscura hasta donde
las fuerzas de los Padilla descansaban desprevenidamente después del esfuerzo
bélico.
Manuel Ascencio no estaba allí, pues se encontraba
recorriendo y ordenando otros puestos de su dispositivo. Juan Hualparrimachi,
como siempre, corrió en ayuda de doña Juana, quien, atacada por varios soldados
enemigos, se defendía con una bravura que arrancaba gritos aterradores de su
garganta.
El combate era aún más desigual, pues muchos de los
guerrilleros se habían dispersado, de acuerdo a la táctica aprendida, en las sombras
de la noche, para más tarde reagruparse, pero Juana no había podido hacerlo
pues era el planeado objetivo de la operación sorpresiva, de manera que no tuvo
otro remedio que enfrentar a quienes la acosaban con la sola ayuda del valiente
nieto de reyes, quien puso su cuerpo por delante del de ella cubriéndola como
escudo.
En ese momento Padilla regresaba velozmente con un grupo de
subalternos, pues había escuchado ruido de disparos y entrechocar de
sables, y su mera presencia bastó para que los realistas se dieran a la fuga.
Pero antes una descarga de fusilería, que tenía como blanco
a la futura teniente coronela del Ejército Argentino, encontró a su paso el
pecho del joven cholo, quien cayó con su pecho destrozado sin alcanzar a
proferir ni un gemido.
Otra vez Juana Azurduy debió enfrentar la muerte de uno de
sus seres más queridos, sin que su corazón nunca desarrollase útiles
callosidades que la hubiesen vuelto insensible.
En el mismo momento en que Juana supo que ya nunca más
Hualparrimachi estaría a su lado quizás se permitió interrogarse acerca de lo
que realmente sentía por el bello cholo. Aceptaría entonces queese gran afecto
estaba fuertemente teñido de atracción amorosa, y su memoria muchas veces se
solazaría en aquellos brazos de rocosos músculos que dibujaban luces y sombras
debajo de una piel aceitunada y fina que a Juana le gustaba acariciar mientras
el rostro de facciones nobles y viriles del muchacho la observaban, y la
seguirían observando siempre, más allá de su muerte, con anhelo.
A la esposa de Manuel Padilla difícilmente se le hubiera
ocurrido serle infiel, no sólo por amor sino también porque no desconocía que
las consecuencias de tal traición podrían haber sido nefastas, pero de lo que
estaba segura era de que si con alguien hubiera podido hacerlo era con aquel
apuesto lugarteniente, tan corajudo y tan leal. Comprendería entonces, o
aceptaría, que era ella la destinataria de las tristes poesías de amor de
Hualparrimachi.
Ancaj lijranta mañaricuspa
Llantumusckayqui,
Huayrahuan pphuasnayayman
Huayllucusunaypaj.
Prestándome alas el cóndor te haré sombra.
Con el volar del viento te acariciaré.
Causaynincajta quipuycurckanchej
Manan huañuypis
T'tacahuasunchu, Huiñay-huiñaypaj
Ujllamin casun.
Nuestras vidas enlazamos.
Y ni la muerte nos separará. En la eternidad uno solo
seremos.
CAPÍTULO XVII
La guerra era cada vez más brutal y parecía no terminar
nunca. Sus protagonistas se fueron endureciendo y volviéndose más feroces.
Quizás fuera ésta la forma de sobrevivir en ella.
Eso mismo le había sucedido al general Manuel Belgrano, tan
respetado por los Padilla, quien, en un primer momento, luego de hacerse cargo
del segundo ejército del norte en sustitución de Castelli y González Balcarce,
habiendo obtenido el magnífico triunfo de la batalla de Tucumán, decidió
amnistiar a los vencidos y otorgarles el beneficio de una rendición con
honores y dejándolos en libertad. Entre ellos a su comandante en jefe, el
arequipeño Pío Tristán,
quien juró igual que sus soldados ante la Virgen del
Carmen no volver a tomar las armas en contra de los patriotas.
Desde el humanitarismo de este gesto hasta la cruel decisión
del mismo Belgrano de hacer fusilar por la espalda, cuidando de no agraviar sus
cabezas, a algunos soldados juramentados que luego habían sido apresados en
Tambo Nuevo, mediaron sólo algunos meses de cruenta lucha que transformaron el
alma del creador de nuestra bandera. Tanto fue así que la instrucción de que
los plomos no arruinaran las cabezas de los condenados se debió a que éstas
fueron cortadas y colocadas en el extremo de picas erguidas cerca del
campamento enemigo, por lo que era indispensable que fuesen reconocibles para
escarmentar y horrorizar a los realistas.
Esas extremas condiciones de vida, en que él sufrimiento y
el dolor acechaban en cada recodo, provocaría también disturbios en las
relaciones de los Padilla con sus subordinados. Fue así como después de la
terrible derrota de Carretas, en la que no sólo perdieron a Juan Hualparrimachi
sino a una importante porción de sus fuerzas, Manuel Ascencio recriminó
acremente a Zárate, pues éste no había respetado sus órdenes de aguardar con
reservas en Turuchipa por si fuese necesario contar con su ayuda.
Su lugarteniente, por propia decisión, había emprendido
algunas acciones contra el enemigo que no sólo le impidieron recibir y
responder a los dramáticos pedidos de ayuda de su jefe, sino que también había
diezmado dichas reservas, con las que contaban los esposos para reorganizar sus
fuerzas.
Zárate reaccionó con enojo ante el reproche y se dirigió a
entrevistar a Antonio Alvarez de Arenales para cuestionar la autoridad de
Manuel Ascencio.
Este español al servicio de la causa patriota, quien era
reconocido como jefe por todos los caudillos altoperuanos, reafirmó la
autoridad de Padilla e instruyó a Zárate a obedecerlo, aunque también
pidió a los esposos que moderaran el estilo despótico y algo irreflexivo que
imprimían a sus acciones desde un tiempo a esa parte.
Enterados los españoles de las nefastas consecuencias que la
Batalla de Carretas había tenido (para los esposos Padilla, consideraron
llegado el momento de volver a agrupar fuerzas y asestar el golpe definitivo.
El objetivo era no sólo terminar con dichos caudillos sino también dejar
expedito el camino para atacar a Warnes.
El coronel Manuel Warnes había sido designado gobernador de
Santa Cruz de la Sierra por Belgrano, pero no permaneció mucho tiempo en esta
situación por las derrotas en Vilcapugio y Ayohúma, pasando a la lucha
guerrillera junto con don Antonio Alvarez de Arenales.
Los dos caudillos se abocaron a la tarea de organizar y
preparar sus tropas con miras de sorprender a los chapetones, causarles bajas y
regresar rápidamente a sus refugios.
En este accionar de ataques sorpresivos, el 25 de mayo de
1814 ambos enfrentaron a las tropas del jefe realista José Blanco en una
sangrienta batalla en la región de La Florida, donde los heroicos guerrilleros
destruyeron a las fuerzas realistas y dieron muerte a su comandante.
El coronel Ignacio Warnes reasumió el cargo de gobernador de
Santa Cruz, pero la presencia de tropas realistas al mando de Juan Bautista
Altolaguirre lo obligaron a ponerse a la cabeza de su ejército, abandonando de
nuevo su gobernación. Las fuerzas contendientes se enfrentaron en Santa Bárbara
el 27 de noviembre de 1815, con gran valor y coraje por ambas partes. Al final,
los patriotas coronaron sus esfuerzos con la victoria, y el jefe realista
Altolaguirre quedó muerto junto a la mayoría de sus soldados.
Warnes regresó triunfante a Santa Cruz y volvió a ocuparse
de los asuntos de la gobernación.
"Dueño absoluto, desde entonces, de aquella provincia,
que gobernaba con dureza, haciendo temer su autoridad -dice don Luis Paz- se
hallaba a la cabeza de 700 a 800 hombres de las tres armas con cinco piezas de
artillería, sirviendo de base y reserva a la insurrección que se extendía al
resto del país. "
Si los realistas pudieran eliminar a los Padilla y luego,
abierto el camino hacia Santa Cruz, hacer lo mismo con Warnes, la insurrección
altoperuana estaría casi completamente derrotada, y ello permitiría al virrey
Pezuelá concentrar sus fuerzas en avanzar sobre Buenos Aires o, en caso de
confirmarse los rumores, oponerse al asalto por mar que se decía planeaba ese
general litoraleño recién llegado de España.
Informados por sus espías de los planes godos, y confirmado
el avance de una fuerza considerable al mando de los expertos jefes realistas
Benavente y Ponferrada, los Padilla no tuvieron otro remedio que aceptar la
propuesta de Umaña de unir sus escuadras, pero dicha reunión no llega a
concretarse pues Umaña fue vencido y sus hombres exterminados en las inmediaciones
de Tarabuco, en una acertada estrategia que lo tomó entre dos fuerzas al mando
de cada uno de los jefes realistas.
También Manuel Ascencio decidió dividir sus tropas
irregulares, una de ellas al mando del caudillo Esteban Fernández, que había
respondido a su convocatoria, a quien se le asignó la misión de hostigar al
enemigo sin enfrentarlo directamente.
La otra columna estaría a cargo de doña Juana, y su misión,.
era la de asaltar y ocupar Tarabuco, con el objeto de confundir al adversario y
al mismo tiempo dar evidencias a los habitantes de la región de que la
resistencia seguía firme.
Con ello cumplían los Padilla los pedidos que con sus
mensajeros les enviara Arenales, rogándoles que impidiesen el paso de las
fuerzas destinadas a atacarlo hasta tanto él no pudiese fortalecer su posición
en la medida de poder ofrecer la adecuada resistencia.
Otro interesante ardid puesto en juego por Manuel Ascencio y
Juana fue el de engañar a los jefes realistas haciéndoles creer que avanzaban a
marchas forzadas hacia Chuquisaca, aprovechando que aquéllos la habían dejado
casi desguarnecida, obligándolos a abandonar precipitadamente sus posiciones en
las proximidades de Tarabuco y liberando así la presión sobre Umaña y Arenales.
Todo ello para luego descubrir, agotados y furiosos, que sólo se había tratado
de una maniobra!, de distracción y que los Padilla habían desviado su camino y
se encontraban nuevamente en Tarabuco.
CAPÍTULO XVIII
Mientras tanto en el vientre de doña Juana había ido
creciendo el nuevo retoño, el que, como no podía ser de otra manera, se asomó
al mundo en condicione dramáticas y peligrosas.
Las primeras contracciones sobrevinieron cuando los esposos
se encontraban en el pueblo de Pitantora, oficiando honras fúnebres al caudillo
partidario Gregorio Núñez, cuya cabeza cercenada y empicada en la punta de un
largo palo habían hallado al costado de su camino, en un macabro gesto de
desafío por parte de los realistas.
En el mismo momento en que la mujer comenzó a sentir los
dolores del parto, una partida enemiga atacó a los patriotas librándose
una breve y encarnizada escaramuza.
Juana, acompañada de las experimentadas indias qué iban a
ayudarla, se dirigió hacia las orillas de un río, donde, temiendo la posible
aparición de tablacasacas guiados por los cantos religiosos y medicinales que
según las costumbres indígenas aseguraban éxito en el parto y buenaventura para
el recién nacido, dio a luz.
Mientras el cuerpecito era lavado de exudaciones
sanguinolentas en las turbias aguas del río, el flamante padre acudía presuroso
para estrechar a su esposa en un largo y tierno abrazo e inclinarse sobre la
niñita, con el típico pudor de los varones de dañar alguien que parecía tan
frágil, impresionado también por ese hecho tan inexplicable y maravilloso.
Llegaron los realistas comandados por el capitán Boza,
militar acreditado de valiente, y a pesar de que eran más de doscientos, todos
armados de fusil, fueron contenidos con redoblada audacia hasta que la noche
separó a los contendientes. Entre tanto, doña Juana y su corte parturienta
pudieron alejarse más de doce leguas del lugar del combate, llevando consigo
las cajas de monedas y objetos valiosos capturados al enemigo y requisados a
quienes colaboraban con los partidarios del rey.
Al día siguiente los guerrilleros, sopesando la superioridad
numérica de sus enemigos, se dispersaron como en estas ocasiones acostumbraban
hacer. Pero Padilla, temiendo que su esposa y su hija recién nacida no se
hubiesen alejado bastante a causa de su estado, con pocos -guerrilleros armádos
de fusil y otros de hondas, sostuvo un encarnizado combate digno de toda
admiración por la desigualdad de fuerzas. Los realistas tuvieron numerosas
bajas y se alejaron con el objeto de rehacerse, y entonces pudo Padilla
retirarse ordenadamente del campo de batalla, reuniéndose a poca distancia con
el resto de su gente que lo esperaba y continuando su marcha ya sin ser
molestados.
Mientras Padilla y los suyos combatían con tanto valor en
Pitantora, doña Juana avanzaba penosamente con su bebita y los recursos con que
los esposos se aprovisionaban de armas, bestias y víveres, acompañada del
sargento Romualdo Loayza y cuatro soldados más de su escolta. Estos, considerando
la circunstancial debilidad de su jefa y tentados por el cargamento que
conducían, resolvieron apoderarse de él sacrificando a doña Juana, absorta en
la recién nacida que llevaba en brazos, su carita sumergida en el pecho
ubérrimo.
La futura teniente coronela comprendió que estaba en peligro
y, rugiendo, decidió vender cara su vida, no tanto por ella sino por ese otro
fruto de su vientre, decidida a evitarle lo que no había podido ahorrarles a
Manuel, Mariano, Mercedes y Juliana.
De un sablazo en el cuello derribó a Loayza de su mula y
arengó a los otros n quechua, paralizándolos, impresionados por la ferocidad
que irradiaban esos ojos que volvían a parecerse a los de la Pachamama.
Sobrecogidos, sin poder reaccionar a pesar de los gritos de Loayza revolcándose
sobre el suelo, observaron como la mujer apretó el bulto de vida contra su
pecho y espoleando salvajemente su cabalgadura la obligó a zambullirse desde
gran altura en las aguas revueltas del río. Luego de una bravía lucha contra la
corriente, el noble animal consiguió llegar a la otra orilla, poniendo a salvo
a su jinete y a su preciosa carga.
Los esposos Padilla resolvieron entonces, de común acuerdo,
que la pequeña a quien bautizaron con el nombre de Luisa no podía acoplarse a
una vida que ya se había cobrado nada menos que cuatro hijos, y decidieron
ponerla bajo la custodia de una india, doña Anastasia Mamani, en quien
confiaban ciegamente y que llevó a cabo su tarea con dedicación y lealtad.
Esta temprana separación, que se prolongó más tiempo de lo
que Juana hubiese imaginado y deseado, fue seguramente una de las causas por
las que la relación entre ella y su hija no fuera todo lo buena que ambas
hubiesen deseado. Quizás había nacido con el sino de una empresa imposible de
lograr, sustituir a sus hermanos muertos idealizados por el sentimiento de
culpa de su madre, y para colmo de males, mujer, cuando muchas veces repitió en
su vejez doña Juana que hubiese deseado un hijo varón, alguien tan maravilloso
como su padre, como Manuel Ascencio o como quien conociere más tarde: Martín
Güemes.
CAPÍTULO XIX
Buenas noticias corrían de boca en boca por los villorrios
altoperuanos: la expedición proveniente del Río de la Plata al mando del
general José Rondeau había por fin ingresado al Alto Perú y avanzaba para
auxiliar a la resistencia contra los soldados del rey.
Lamentablemente, el jefe argentino no parecía el más
adecuado para una empresa tan dificultosa que ya había hecho fracasar
expediciones anteriores. Tan difícil que hasta el mismo San Martín, designado
para sustituir al general Belgrano, había desistido de ella por considerarla
imposible.
Así se lo comunica a Rodríguez Peña, en carta del 23 de
abril de 1814, adelantándole su estrategia alternativa:
"No se felicite con anticipación de lo que yo pueda
hacer en ésta (Salta); no haré nada, y nada me gusta aquí. La patria no hará
camino por este lado que no sea una guerra defensiva y nada más; para eso
bastan los valientes gauchos de Salta con dos escuadrones de buenos veteranos
(...). Ya le he dicho a usted mi secreto: un ejército pequeño y bien
disciplinado en Mendoza para pasar a Chile y acabar allí con los godos apoyando
un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que
allí reina. Aliando, las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima. ése es el
camino y no éste".
San Martín adujo enfermedad y fue sustituido por el general
José Rondeau, designado por el entonces director supremo, Gervasio de Posadas,
tío y títere de Carlos María de Alvear, que lo relevó del mando de las tropas
que sitiaban Montevideo justamente cuando ésta estaba a punto de caer, para que
fuera su sobrino quien tuviese dicho honor.
Es que mientras en el Alto Perú se moría y se mataba por
nuestra independencia, en Buenos Aires las cosas se veían de otra manera. Así,
leamos un párrafo de las varias comunicaciones secretas que sostuvo Alvear con
la corona británica:
"Cinco años de repetidas experiencias han hecho ver a
todos los hombres de juicio y opinión que este país no está en edad ni en
estado de gobernarse por si mismo, y que necesita una mano exterior que lo
dirija y contenga en la esfera del orden antes de que se precipite en los
horrores de la anarquía.
"La sola idea de reconciliación con los españoles
indigna a los argentinos hasta el fanatismo, y todos juran en público y en
secreto morir antes que volver a sujetarse a la metrópoli. En estas
circunstancias solamente la generosa Nación Británica puede poner un remedio
eficaz a tantos males acogiendo en sus brazos a estas Provincias que obedecerán
a su Gobierno y recibirán sus leyes con el mayor placer".
Al nuevo jefe del Tercer Ejército del Norte le faltaban
condiciones de coraje y de virilidad, lo que se reflejaba en los motes que sus
soldados le habían puesto: "el buen José" y "la mama",
defectos agravados por el abatimiento que le producía la arbitrariedad cometida
en su contra por el gobierno de Buenos Aires. Por otra parte, tampoco adornaban
su personalidad las virtudes de la honestidad y el desprendimiento.
Nada de esto sabían o quizás prefiriesen no enterarse los
jefes de la guerra de recursos altoperuana, y -se alegraron pues podrían de
aquí en más, si todo iba como ellos esperaban, luchar en mejores condiciones
contra los ejércitos godos.
El general Pezuela decidió salir al encuentro del ejército
abajeño y ordenó que sus divisiones de Chuquisaca, Potosí y Cochabamba se
reunieran para darle batalla en Oruro.
Las excursiones de los ejércitos rioplatenses, cuando aún
no habían cumplido con lo que pareció ser su inexorable destino de ser derrotados,
aliviaban la situación dramática de las guerrillas altoperuanas, distrayendo a
las fuerzas enemigas de la feroz represión en que se empeñaban mientras podían
actuar impunemente contra las heroicas pero dispersas fuerzas irregulares de
la resistencia popular.
De dicha crueldad se ocupa Mitre en su Historia de San
Martín, y lo citaremos in extenso:
"Durante su permanencia al frente del Ejército del
Norte tomóse prisionero en Santa Cruz de la Sierra al coronel español Antonio
Landivar.
Había sido éste uno de los agentes más despiadados de
las venganzas de Goyeneche, y en consecuencias el general San Martín le
mandó formar causa ‘No por haber militado con el enemigo en contra de nuestro
sistema (dice en su auto), sino por las muertes, robos, incendios, saqueos,
violencias, extorsiones y demás excesos que hubiese cometido contra el derecho
de la guerra'.
Reconocidos los sitios en que se cometieron los excesos
y levantaron los cadalsos por orden de Landivar, se comprobó la ejecución de 54
prisioneros de guerra, cuyas cabezas y brazos habían sido cortados y clavados
en las columnas miliarias de los caminos. El acusado declaró que sólo
había ajusticiado 33 individuos contra todo derecho, alegando en sus
descargos haber procedido así por órdenes terminantes de Goyeneche, las que
exhibió originales.
"He aquí en extracto algunas de las órdenes
de Goyeneche: `Potosí, diciembre 11 de 1812. Marche Ud. sobre Chilón
rápidamente y obre con energía en la persecución y castigo de todos los que
hayan tomado parte de la conspiración de Valle Grande, «sin más figura de
juicio» que sabida la verdad militarmente'. Otra: `Potosí, diciembre 26 de
1812. Tomará las nociones al intento de saber los generales caudillos y los que
han seguido de pura voluntad, «aplicando la pena de muerte a verdad sabida sin
otra figura dé juicio». Defiero (sic) a Ud. todos los medios de purgar ese
partido de los restos de la insurrección que «si es posible no quede ninguno»'.
En 5 de diciembre de 1813 se reitera la misma orden, y a 11 del mismo mes y
año, contestando a Landívar, le dice Goyeneche: Apruebo a Ud. la energía y
fortaleza con que ha aplicado la pena ordinaria a unos y la de azotes a otros,
y le prevengo que a cuantos aprehenda con las armas en la mano, que hayan hecho
oposición de cualquier modo a los que mandan, convocado y acaudillado gente
para la revolución, sin más figura de juicío que sabida la verdad de sus
hechos y convictos de ellos, los pase por las armas. Apruebo la
contribución que acordaba imponer a todos los habitantes que han tomado parte
en la conspiración, o la han mirado con apatía o indiferencia’. Por último, en
varios otros oficios tanto Goyenecbe como su segundo el general Ramírez,
escriben a Landívar: ‘Sólo creo prevenirle que no deje un delincuente sin
castigo a fin de fijar el escarmiento en los ánimos de esos habitantes'.
"En vista de esos descargos, la defensa fue echa con
toda libertad y energía por un oficial de Granaderos a caballo, quien refutó
con argumentos vigorosos las conclusiones del fiscal de la causa, invocando el
principio de fidelidad que debía a sus banderas aun cuando fuesen enemigas, y
la inviolable obediencia que debía a sus jefes, tratando de ponerlo bajo la
salvaguardia de los prisioneros de guerra.
"Tal es la causa que con sentencia de muerte fue
elevada a San Martín el 15 de enero de 1813, y que él con la misma fecha mandó
ejecutar, escribiendo de su puño y letra `cúmplase', sin previa consulta al
gobierno, como era de regla.
"Al justificar la necesidad y urgencia de este
proceder, San Martín escribía al gobierno: ‘Aseguro a V.S. que a pesar del
horror que tengo a derramar la sangre de mis semejantes, estoy altamente
convencido de que ya es absoluta necesidad hacer un ejemplar de esta clase.
Los enemigos se creen autorizados para exterminar hasta la raza de los
revolucionarios, sin otro crimen que reclamar éstos los derechos que ellos les
tienen usurpados. Nos hacen la guerra sin respetar en nosotros el sagrado
derecho de las gentes y no se embarazan en derramar a torrentes la sangre de los
infelices americanos. Al ver que nosotros tratábamos con indulgencia a un
hombre tan criminal como Landívar, que después de los asesinatos cometidos aún
gozaba de impunidad bajo las armas de la patria, y en fin,
que sorprendido en un transfugio y habiendo hecho resistencia, volvía a
ser confinado a otro punto en que pudiese fomentar, como lo hacen sus paisanos,
el espíritu de oposición al sistema de nuestra libertad, creerían, como creen,
que esto más que moderación era debilidad, y que aún tememos el azote de
nuestros antiguos amos'. "
Para seguir leyendo el siguiente capitulo Clic en: BIOGRAFÍA DE LA TENIENTE CORONEL JUANA AZURDUY (PARTE II)
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