Por: Franck Poupeau / Este artículo es un fragmento de El
Alto: una ficción política. // Fotos: El Alto, terrenos de aviación en los años
1940.
El Alto es el resultado de una segregación socio espacial
que se remonta al siglo XVI, cuando se fundó la ciudad de Nuestra Señora de La
Paz, de la cual no fue más que un apéndice durante largo tiempo (Medinacelli,
2009; Cajías et al., 2007). Esta se reducía en unas calles en damero,
separado de los barrios indígenas por un río, el Choqueyapu, que atravezaba el
valle y en el cual desembocaban la mayor parte de los cursos de agua que
surcaban la hoyada, antiguamente poblada por diferentes grupos étnicos. Se trataba
por lo tanto de tierras fértiles y esta fue la razón principal de la fundación
de la ciudad de La Paz en este lugar en el siglo XVI, siendo la otra razón el
hecho de que estuviera situada en un sitio estratégico entre el centro minero
de Potosí y el centro económico de Cuzco. El valle estaba poblado desde hacía
aproximadamente 3000 años y el nombre, «originario» del lugar era Chuquiago (chuqui significa
oro y apo/apu, rey, para los incas): era pues un centro de producción de
oro que contaba además con la presencia multicultural de poblaciones indígenas
aymaras, quechuas y puquinas. A partir de entonces, El Alto abarca un
territorio designado como Ch’usa Marka (pueblo vacío), inicialmente
ocupado por diferentes comunidades, en el que se crearon parroquias coloniales
que lo vincularan a La Paz y que luego se dividió en haciendas con las
consiguientes expropiaciones y desplazamientos de poblaciones. De ahí que Juan
Manuel Arbona dijera en su estudio sobre la historia de El Alto:
«esta ciudad nació de varios procesos históricos y
coyunturas sociales: de la oportunidad (y del oportunismo) que conlleva la
apropiación de la tierra y la consolidación de un espacio urbano; de la promesa
de la ciudad a una estabilidad económica y mejoramiento de la situación social.
En este sentido, no se puede decir que El Alto nació como una ciudad
politizada, sino más bien fue politizada a raíz de la marginalización y
exclusión en la que han vivido la mayoría de sus residentes, que no han tenido
la posibilidad de cobrar en la promesa. Los alteños/as han tenido que construir
su ciudad bajo la sombra histórica de una ciudad que pretendía su inexistencia»
(Arbona, en prensa).
En los relatos de viajeros, como Alcide d’Orbigny, la
extensión y la población de lo que se convertirá en El Alto, son ignoradas: el
espacio vacío del altiplano contrasta demasiado sin duda con la majestad de las
montañas al pie de las cuales se acurruca el espacio urbano paceño (Miller,
2007).
La expulsión de las poblaciones indígenas comienza en el
siglo XVIII con la complicidad de algunos caciques que permiten que los
españoles y los criollos de La Paz se apropien de las tierras (Barragán, 1990;
Saignes, 1992; Albó, 1999; Escobari, 2005). La agrupación de los indios en las
reducciones había empezado en el sigo XVI con el fin de facilitar la
explotación de la mano de obra. Sin embargo, el siglo XVIII marcó
verdaderamente la decadencia de la organización en ayllus: la creciente escasez
de tierras obligó a las poblaciones indígenas a mirar hacia La Paz y a dedicarse
a actividades no agrícolas y subalternas como las de empleados domésticos,
jornaleros en las haciendas, pequeños artesanos y pequeños comerciantes de
productos de primera necesidad, etc. Los barrios indios en expansión
constituyeron zonas:
«donde se comerciaba, donde se prestaban servicios y donde
se acudía por la mano de obra necesaria para la propia expansión y construcción
de la ciudad (Barragán, 1990: 22)».
La integración a la ciudad se hizo bajo el signo de la desigualdad de
condiciones de vida y de estatutos. Mientras La Paz se desarrollaba poco a poco
por todo el espacio disponible de la hoyada, los territorios que se
convertirían en El Alto pero, que en ese momento, formaban parte de las
parroquias de San Pedro y San Sebastián, se desarrollaban, a lo largo del siglo
XIX, en una planicie situada en lo alto, expulsando a los comunarios y creando
haciendas alrededor de La Paz (Rivera, 1978).
Una perspectiva histórica permite aportar algunas
precisiones sobre la ubicación real de los ayllus que han ido desapareciendo
poco a poco:
«de manera preliminar, y deduciendo de los padrones e
inscripciones de 1770, 1786, 1852, y 1881, se puede estimar que los ayllus que
conformaban El Alto contemporáneo eran: Cupilupaca, Checalupaca, Chinchalla y
Pucarani. Esta deducción surge a partir de los nombres de las estancias que
pertenecieron a los ayllus, y otros detalles en las narrativas de los padrones
coloniales. […] Algunas zonas mantuvieron los nombres de estas estancias y
haciendas. […] Por otro lado, en los padrones revisados hay referencia a que
estas estancias estaban en “la altiplanicie”, además de las menciones de los
linderos, por lo que sugiere que estaban en las inmediaciones de El Alto.
Similarmente, contrastando los padrones de 1852 y 1881, y analizando los
linderos que menciona el padrón de 1881, se puede deducir dónde estaban y cómo
se llamaban las haciendas localizadas en El Alto contemporáneo. […] Para el
Catastro de 1919 estas haciendas seguían vigentes (excepto 2), aunque la
mayoría con diferentes propietarios. Todas estas haciendas eran principalmente
de producción agrícola y ganadera, aunque algunas también se dedicaban a la
minería en pequeña escala. Comparando el valor de estas haciendas con otras de
las Parroquias de La Paz, se puede constatar que estas eran de menor valor
posiblemente debido al limitado acceso a recursos hídricos (Arbona, en
prensa)».
La expansión urbana no se hizo sin conflictos: pese a que la
Ley de Ex Vinculación de 1874 declaró «extinguidas las comunidades» y ordenó «la
dotación individual de parcelas a los indígenas comunarios», como consecuencia
de lo cual las tierras comunitarias se convirtieron en haciendas y los
campesinos en mano de obra barata, los habitantes trataron de oponerse a ello
presentando títulos colectivos de propiedad fechados de los siglos XVI y XVII
(Rivera, 1978). Se encuentra incluso la manera de utilizar sentencias de esa
época en los conflictos de tierras de los años 1960 y 1970; en 1983, sobre esa
base, obtuvieron la promulgación de una ley que permite derogar la de 1874.
Por lo tanto, hasta principios del siglo XX, el espacio
estuvo ocupado principalmente por grandes propiedades que compartían las
tierras con algunas comunidades campesinas, empresas privadas e instituciones
públicas. En 1912, en el lugar del sitio actual de La Ceja (el punto de
conexión de la autopista actual entre La Paz y El Alto), se creó una estación
ferroviaria de propiedad del Ferrocarril Guaqui-La Paz, donde se instalaron
también oficinas y depósitos. En 1923, la fundación de la escuela de aviación,
precedió la implantación de las oficinas de la compañía aérea Lloyd Aéreo
Boliviano, alrededor de un pequeño aeródromo. Diez años más tarde, a su turno,
la empresa nacional YPFB instaló sus depósitos. La urbanización empezó verdaderamente
en los años 1940, impulsada por las haciendas que vendieron los espacios en los
que se ubicarían los diferentes barrios, transfiriendo 134 000 títulos de
propiedad (Demoraes, 1998): en 1942, se fundó Villa Dolores (que se convertirá
en Ciudad Satélite) y hasta la Revolución Nacional de 1952 nacieron los barrios
de Bolívar y 12 de octubre en el sur, 16 de Julio, Ballivián y Alto Lima en el
norte. La expropiación de la hacienda El Tejar, en el momento de la Revolución,
liberó toda la zona de La Ceja y permitió la fundación de Ciudad Satélite:
«sus principales pobladores fueron personas que se dedicaron
al pequeño comercio (venta de frutas y comida en la inmediaciones de La Ceja).
Las otras áreas, como Villa Dolores, sólo contaban con algunas pequeñas
edificaciones muy precarias; fueron ocupadas por los flujos migratorios
provenientes de provincias y por pobladores urbanos, que por motivos económicos
no pudieron asentarse en la ciudad de La Paz y aprovecharon del precio muy bajo
de la tierra (Garfias & Mazurek, 2005: 11)».
En una primera fase, El Alto se desarrolló en torno a los
ejes camineros, a lo largo de los cuales se implantaron las viviendas. Las
carreteras que unían El Alto con otros centros urbanos del altiplano (Oruro,
Copacabana, Laja, Viacha) convergían en el cruce de La Ceja. Los barrios más
antiguos contaron con servicios urbanos (agua y electricidad) desde los años
1950. A partir de aquel entonces, el crecimiento de la población fue
espectacular: 11 000 habitantes en 1950, 30 000 en 1960, cerca de
100 000 en 1976, 405 500 en 1992 y 647 000 en 2001. Semejante
crecimiento (superior al 9 % anual entre 1976 y 1992) se explica en primer
lugar por las primeras olas de migración rural que, a partir de los años 1970,
resultaron de la crisis del sistema rural de economía familiar (puesto que las
parcelas delimitadas por la reforma agraria de 1953 eran demasiado pequeñas
para ser distribuidas entre todos los herederos de la generación siguiente). La
sequía, debida al fenómeno de El Niño provocó un segundo éxodo a principios de
los años 1980. Por último, a partir de 1985, la crisis en los mercados de
materias primas, así como las primeras medidas de liberalización de la economía
provocaron el cierre de numerosos centros mineros y la migración masiva de
mineros procedentes de los departamentos de Potosí, Oruro e incluso La Paz
(otra corriente importante de migración se dirige al departamento de Cochabamba
y más precisamente al Chapare, fortaleciendo los sindicatos de cocaleros).
En los archivos municipales se encuentran rastros de las
juntas vecinales desde 1957, movilizadas principalmente para obtener acceso a
los servicios urbanos básicos: saneamiento, agua y electricidad. Asimismo en el
libro La ciudad prometida de Sandoval & Sostres (1989: 22) se hace
referencia a «comandos zonales» que el MNR organizó apenas llegó al poder:
impulsaron la creación de «sindicatos de inquilinos» de los que nacieron las
juntas vecinales y cuyos miembros fueron los primeros beneficiarios de la
política oficial de entrega de lotes: en particular, entre 1957 y 1959, se
otorgaron lotes en Ciudad Satélite, las villas Santa Rosa y Rosas Pampa a
funcionarios de la policía. En los doce años de gobierno del MNR no se
adoptaron políticas específicas a favor de esas zonas, sino medidas locales y
limitadas, a menudo bajo presión de los habitantes (especialmente creación de
mercados y de escuelas primarias). Sin embargo, el proceso de la Revolución
Nacional dio inicio a «la incorporación de El Alto como apéndice de la ciudad
de La Paz (Sandoval & Sostres (1989: 23)».
En efecto, la Revolución de 1952 propició procesos de
mediación entre el pueblo y el Estado, tanto en el caso de reivindicaciones
materiales como en el de participación popular. Este proceso se desarrolló bajo
el signo del «clientelismo burocrático»: controladas por los militantes del
MNR, las primeras juntas vecinales respondieron en realidad a la voluntad de
organizar políticamente a los sectores populares. Bajo los gobiernos
autoritarios de los años 1960 y 1970, las relaciones con el Estado se caracterizaron
por una sumisión ideológica relativamente fuerte, pero la crisis económica
alimentó poco a poco las protestas: en 1978, las juntas vecinales participaron
activamente en los movimientos que reivindicaban un régimen democrático y se
oponían a los golpes de estado de Natush Bush (1979) y García Mesa (1980). Sin
duda no es por casualidad que la Federación de Juntas Vecinales (Fejuve) se
creó oficialmente en esa época, en 1979. Un congreso que reunió a las juntas
vecinales definió la federación como una organización encargada a la vez de
representar a la población de las zonas de El Alto en lo referente a los
servicios y a las infraestructuras a nivel local y de servir de lazo con las
reivindicaciones democráticas a nivel nacional. El regreso a la democracia en
1982 gracias a la Unidad Democrática y Popular marcó una nueva etapa en el
desarrollo de las juntas vecinales: una relación ambivalente de negociación y
de oposición al Estado que asistió a la interpelación de las autoridades por
las organizaciones cívicas que reclamaban mejores condiciones de vida luego de
una quincena de años de ausencia de políticas públicas para sus barrios. El
Alto dejó de ser un barrio de La Paz en 1985, como consecuencia de una lucha
que duró varias décadas (Se había dotado a El Alto de una alcaldía anexa a
principios de los años 1980).
El Consejo Central de Vecinos, creado en 1957, había
iniciado la demanda de autonomía administrativa pero recién en 1983 tuvo lugar
un encuentro entre el consejo municipal de La Paz y los representantes de las
juntas vecinales de la Fejuve: el proyecto del diputado Antonio Araníbar
contemplaba, entre otras cosas, una capacidad de gestión autónoma de los
recursos económicos, administrativos y técnicos (Sandoval & Sostres, 1989:
23). El encuentro no desembocó en nada en lo inmediato y el 6 de marzo de 1985,
otra organización cívica, llamada Frente de Unidad y Renovación independiente
de El Alto (Furia) conformada por ex dirigentes de la Fejuve, logró que el
Congreso reconociera la autonomía administrativa mediante la creación de la
cuarta sección de la provincia Murillo con El Alto por capital. Exactamente
tres años más tarde, bajo la presión de las organizaciones cívicas y
comerciales, El Alto fue reconocido por el Congreso como una verdadera ciudad (la
aprobación definitiva tuvo lugar el 12 de septiembre del mismo año).
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