Por: Carlos Soria Galvarro / La Razón 10 abril 2016.
Toda sociedad construye sus creencias profundas por lo
general a partir de hechos o personajes reales. Por eso tenemos un Tupac Katari
que proclamó que volvería y sería millones, o un Murillo que dejó una tea
encendida que nadie podría apagar, o unas heroínas de la Coronilla que regaron
con su sangre el camino de la independencia y nos legaron un magnífico pretexto
para homenajear a las madres, o un Abaroa que les mentó la abuela a quienes le
intimaron rendición. Es natural que en el proceso de formación de estas
creencias intervenga la imaginación en dosis difíciles de precisar. A veces
inconsciente y otras deliberadamente se exageran cualidades y virtudes de los
héroes hasta convertirlos en seres mitológicos, alejados del dato histórico
verificable. Pero esos hombres y mujeres fueron de carne y hueso, existieron en
la vida real.
Tenemos sin embargo un héroe al que hasta ahora se le
regatea el ingreso al panteón boliviano de personajes ilustres, a pesar de sus
sobrados méritos y de que, en su caso, no sería necesario inventar ni exagerar
nada pues existe un caudal de información documental que lo avala. Se trata de
José Santos Vargas, conocido en los medios intelectuales como el “Tambor”
Vargas.
Nació en Oruro el 28 de octubre de 1796, huérfano de padre y
madre se crió en el tambo de la “Condo Goya”, su tía abuela. Huérfano por segunda
vez, a los 14 años aprendió a leer y escribir con un tutor y maestro que le
enseñaba pero lo tiranizaba. Aprovechó los tumultos del ingreso a Oruro de las
huestes patriotas de Esteban Arze, luego de la batalla de Aroma, para escapar
hacia los valles de Cochabamba. Allí se ganaba la vida cobrando unos centavos
por escribir y leer cartas. A los 18 años se enrola en la guerrilla y tiene su
bautizo de fuego en febrero de 1815. Una de sus motivaciones, además del amor a
la patria naciente, es la de registrar por escrito los sucesos más notables de
la guerra. Para estar cerca del mando se ofrece como ejecutor de las señales
del tambor, el puesto lo hacía más vulnerable a las balas, cuenta que “por la
caja que tocaba me tanteaban a mí”, “tírenle al tambor” escuchaba decir a los
oficiales enemigos, de ahí que más de una vez los disparos destrozaron su caja
y también su sombrero.
El diario que escribió, documento único en América Latina,
relata con sabrosos detalles diez años de combates de la guerrilla de Ayopaya y
Sicasica, la única “republiqueta” que no pudieron aplastar los ejércitos
realistas. Transformada en División de los Aguerridos, al mando de José Miguel
Lanza, ocupó La Paz a comienzos de 1825 para recibir al Ejército vencedor de
Ayacucho comandado por el Mariscal Sucre.
Vargas fue soldado y “tambor”, por méritos de guerra
ascendió a teniente de granaderos y luego de caballería, después a capitán y
finalmente a comandante. Concluida la contienda en vez de esperar premios y
gratificaciones se integró a la comunidad de Pocusco, como agricultor.
Desapareció en 1853, luego de varios intentos fallidos de publicar su diario,
incluso dedicándoselo al presidente Belzu. El extraordinario documento
permaneció extraviado y desconocido por un siglo hasta que Gunnar Mendoza lo
encontró (fue editado en México, 1982 y La Paz, 2007).
En vez de exaltar su figura y enraizarla en la memoria del
pueblo, se viene haciendo lo contrario: no se ha construido el monumento
anunciado por el presidente Morales en Oruro en noviembre de 2012 y para
designar con su nombre la escuela militar de música en esa ciudad, primero se
lo degrada, de comandante a sargento mayor. ¡Exabruptos que nadie entiende!
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