Foto: Puerto Cavinas 22 confinados. Foto proporcionado por David
Acebey Delgadillo. /
Hasta donde la memoria y la nitidez de la imagen lo permiten, puedo mencionar
en esta fotografía de 22 de los 57 confinados a: Paulino Méndez, Dulfredo Rua,
Cosme Reyes, Luis Aguilar, Floduado Ordoñez, Cayetano LLovet, Alejandro
Huaranca, Jaime Camacho y Alberto Bonadona. Del personal militar están: Jorge
Velasco, Juan Rocha y Alfredo Ríos.
Por: Carlos
Soria Galvarro / Dossier actualizado sobre el confinamiento en Puerto
Cavinas (1980)
Es muy importante publicar documentos y testimonios
sobre el confinamiento en Puerto Cavinas, entre agosto y noviembre de 1980,
sobre todo porque los funcionarios del Ministerio de Justcia encargados de
elaborar las listas de presos, torturados, exiliados y perseguidos tuvieron un
comporamiento extraño, no se sabe si por ignorantes y estúpidos o por cumplir
instrucciones de “arriba”
Contra todo lo que podría pensarse del actual
gobierno, buscaron eludir la aplicación de la ley 2640 (de 11 de marzo de 2004)
sobre el resarcimiento a víctimas de la violencia política durante los
regímenes inconstitucionales. Lo hicieron con exigencias pueriles y mostrando
no solamente un increíble desconocimiento de lo ocurrido en el país, sino
tambien un marcado desprecio y falta de respeto por las personas afectadas, a
las cuales re-victimizaron.
De las listas parciales publicadas y de la nómina
manuscrita levantada en Puerto Cavinas el 26 de octubre de 1980 se concluye que
57 presos políticos pasaron por ese lugar de confinamiento en esa ocasión. La
mayoría habían sido detenidos el 17 de julio en La Paz en el asalto a la
Federación de Mineros, sede de la COB, y fueros llevados a Cavinas el 1 de
agosto. Otro grupo de 12 personas del centro minero de Caracoles, fue
trasladado a Cavinas desde la localidad de Puerto Rico, Pando, el 14 de
septiembre, junto a otro grupo de 8 ciudadanos detenidos en La Paz, Oruro y
Sucre. Tres del primer grupo fueron trasladados a Cobija por razones de salud.
Esta es la nómina en orden alfabético, las referencias
que aparecen en la lista manuscrita han sido brevemente ampliadas.
Alberto Bonadona Cossio (Catedrático universidad)
Alejandro Huaranca Tapia (Agricultor – Río Abajo)
Amador Villavicencio (Ingeniero civil – Potosí)
Andrés Allen Barrios (Obrero Mina Caracoles)
Antonio Pérez Argollo (Obrero Mina Caracoles)
Arturo Villanueva Imaña (Sociólogo)
Ascencio Quispe Quispe (Portero Central Obrera
Boliviana)
Carlos Soria Galvarro (Periodista, “Radio
Continental”, La Paz)
Carlos Tarqui Capa (Ferroviario de Comanche)
Cayetano Llobet Tavolara (Sociólogo)
Cosme Reyes Valverde (Portero Senado Nacional)
Cristóbal Aguilar (Artista – La Paz)
David Acebey Delgadillo (Fotógrafo – Prensa)
David Chávez Alandia (Empleado cable West Coast)
Dulfredo Rúa Bejarano (Diputado Nacional)
Eduardo Domínguez (Universitario)
Esteban Flores Lovera (Estudiante Mina Caracoles)
Fidel Vedia Rivera (Comerciante – Sucre)
Félix Conde Fernández (Obrero Mina Caracoles)
Floduardo Ordóñez Rivera (Empleado magisterio)
Florencio Mamani Apaza (Empleado Mina Caracoles)
Francisco Tintaya Calle (Agricultor menor de edad, 17
años)
Germán Gutiérrez Gantier (Abogado, Sucre, apodado
“Chunka”)
Hernán Ludueña (Dirigente Federación Trabajadores
Prensa)
Hugo Gorena Melendez (Alcalde – Sucre)
Hugo Ticona Estrada (Universitario – Oruro)
Isaac Lima Chuquimia (Dirigente Junta de Vecinos –
Viacha)
Isaac Morales Quispe (chofer asalariado)
Jaime Camacho (Empleado Corte Electoral, predicador
evangélico)*
Javier Hualfler Sandóval (Subprefecto de Viacha)
Jorge Cruz Vargas (Sociólogo – La Paz)
Juan Mercado Valdez (Comerciante Mina Caracoles)
Juan Vargas Quispe (Obrero Mina Caracoles)
Julio Cesar Sandoval Sandoval (Universitario – Sucre)
Julio Peñaranda Jung (Universitario – La Paz)
Justo Mérida Vasquez (Empleado Mina Caracoles)
Ladislao Vargas Mamani (Estudiante Mina Caracoles)
Luis Aguilar Portillo (Dirigente Confederación Nal.
Fabriles)
Luis Pozzo Íñiguez (Universitario, dirigente de la
CUB))
Mario Luna Oyardo (Labrador Villa Carmen – Caracoles)
Miguel Cuba Jung (Universitario – La Paz)
Miguel Ortiz Ruelas (Reportero Radial)
Modesto Aguilar Chávez (Dirigente Federación de
Trabajadores Mineros)
Nicasio Choque Donaire (Dirigente de la Federación de
Trabajadores Mineros)
Oscar David Padilla Carvallo (Universitario)
Paulino Méndez Arósqueta (Sociólogo)
Ponciano Nina Sullcani (Empleado Mina Caracoles)
Primitivo Limachi Tapia (Estudiante Mina Caracoles)
Rafael Ortega Vaquera (Periodista “Radio Cruz del
Sur”)
Reynaldo Tarifa Gutierrez (Fabril, obrero INMETAL
C.B.F.)
Rodolfo Oña Agudo (Universitario)
Rufino Cossío Calle (Dirigente Federación Sindical
Mineros)
Víctor Lima Lima (Fabril Rep. Central Obrera
Boliviana)
Vladimir Ariscurinaga (Dirigente Sindical Empleados
Públicos)
Wálter Humerez Cortez (Chofer asalariado)
Wálter Retamozo Montaño (Abogado)
Wálter Robles Bermúdez (Ex director de Aduanas en el
gobierno de Guevara Arze, estuvo confinado muy corto tiempo, el primero en ser
evacuado)*
* No figura en la lista manuscrita
Centro de Confinamiento en Puerto Cavinas – BENI
dependiente de la Fuerza Naval Boliviana.
Comandante a cargo de Presos: Tte Navío: Jorge Velasco
Bejarano
Su ayudante: Suboficial Alfredo Ríos
Comandante de la zona: Suboficial Juan Rocha
Puerto Cavinas, 26 de octubre de 1980
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EL ECO DEL MONTE
Puerto Cavinas el eco del monte
Donde se viene feliz a vivir
Cuando amanece aparecen los cantos
se divisa el porvenir
(Estribillo de un taquirari muy popular
en Puerto Cavinas en 1980)
Una noche nos pusieron a todos de rodillas en el patio
y pasaron tocándonos el hombro para que digamos en voz alta los años que
teníamos.
—¡Treintiséis!, grité cuando me llegó el turno.
A los de mayor edad los distribuyeron a otras celdas.
Nuestras dudas se acrecentaban. ¿Dónde nos llevarían a los demás?
Primero dijeron que nos expulsarían a la Argentina,
bajo el reinado del general Videla, campeón de los asesinatos y desapariciones.
Parece que la intención existía pero, menos mal, algo les falló.
A los pocos días, los mismos “canas” filtraron la
información de que saldríamos confinados al oriente del país.
La noche anterior a la partida llegaron para mí unos
zapatos usados encargados solidariamente por Eduardo “Gato” Domínguez, el
único de la celda que logró hacer contacto con su familia, creo que sobornando
a algunos agentes. Me quedaron un poco ajustados y tuve que hacerles unos
cortes en la parte del talón, pero me tranquilizaron un poco; desaparecía la
desagradable perspectiva de salir descalzo al exilio o al confinamiento.
Un amanecer de comienzos de agosto, enmanillados, nos
subieron a una furgoneta. Mirando por algunas rendijas de la cubierta metálica
dedujimos que íbamos a El Alto, hasta lo que podría ser la Base Aérea, donde se
estacionó el vehículo. Pasaban las horas y seguíamos encerrados sin ninguna
explicación. El sol recalentó el carro y tornó inaguantable el ambiente,
parecido al de la primera noche en la dop.
—¡Guardia, aire!, vociferé varias veces con todas mis
fuerzas acercando mi boca a un pequeño respiradero del techo mientras los
compañeros golpeaban con pies y manos todas las partes del vehículo capaces de
hacer ruido. Después de varios de estos reclamos sonoros, a los agentes no les
quedó más remedio que abrir la puerta, pero sin dejar de proferir insultos y
amenazas.
Pasamos todo el día en ese afán para conseguir que nos
permitan airearnos de rato en rato. Al caer la tarde llegamos a la conclusión
de que no volaríamos ese día. En efecto, ya al anochecer nos trasladaron a dos
celdas policiales de El Alto. La que me tocó tenía una boca de letrina en una
de sus esquinas que hacía irrespirable el aire. Al poco tiempo sentimos un
fuerte dolor de cabeza. Una vez más nos vimos obligados al amotinamiento,
incluso devolviendo los insultos a los pocos guardias que nos custodiaban. Al
fin, viendo que no cejaríamos en nuestro reclamo, nos permitieron recoger del
patio restos de bolsas de cemento con los cuales taqueamos el hueco de la
letrina para impedir el paso de los olores nauseabundos que nos habían
indispuesto a todos.
Otra batalla que tuvimos que librar, amenazando con
huelga de hambre, fue para que nos quitaran las manillas tanto para ir al
servicio higiénico como para tomar la cena que trajeron unas mujeres,
contratadas entre las vendedoras callejeras de comida.
Mientras nos alimentábamos en el patio, ya con las
manos libres, uno de los agentes, de apellido Villafán, casualmente vecino de
Ciudad Satélite, aprovechando la oscuridad me deslizó furtivamente un paquete
que había solicitado a mi familia (contenía un pantalón, dos camisas, un par de
botas Manaco y algo de dinero).
“Caminos”, “Cabañas”, “Calaminas”, “Camiñas”,
“Cadimas”, eran los nombres desconocidos que los agentes dejaban filtrar, sin
darnos ninguna pista real sobre cuál sería el lugar de nuestro destino. Quizá
ni ellos sabían de la existencia de ese remoto sitio a orillas del río Beni
llamado Puerto Cavinas.
Allí nos trasladaron al día siguiente en dos etapas.
Primero todos en un carguero hasta la hacienda ganadera El Dorado, donde
comimos un locro cocinado en turril. Después, divididos en dos grupos, seguimos
viaje en un pequeño avión Arava, capaz de aterrizar en la pista de Puerto
Cavinas. Previamente, en la Base Aérea de El Alto, el que sería el encargado de
nuestra custodia, capitán de navío Jorge Velasco Bejarano, mandó abrir las
compuertas del mismo vehículo-horno del día anterior, sin esperar nuestros
reclamos.
—Están ustedes a cargo de un militar profesional, no
me confundan con esos agentes –dijo a manera de presentación.
Era de estatura mediana, moreno, de bigote recortado y
lentes, algo rechoncho, vestía traje de combate y llevaba su metralleta al
hombro. El trato que nos brindó en los próximos tres meses que pasamos con él
fue en general correcto, a momentos frío y distante y a momentos de
acercamiento muy cálido hacia algunos de nosotros, especialmente cuando nos
invitaba a compartir unos tragos (o más bien ordenaba a sus soldados que nos
llevaran a su presencia para acompañarlo a beber).
Pese a su presentación auspiciosa, Velasco no mandó
quitarnos las esposas, sino cuando ya estábamos encerrados en nuestra nueva
cárcel tropical.
Puerto Cavinas es un pequeño pueblito de una sola
calle a lo largo de la curva del río, con no más de 200 habitantes. Un arroyuelo
lo separa de un aserradero que ostenta el pomposo nombre de “Base Naval”.
Cercanas a la instalación militar, atravesando un sendero, están algunas
edificaciones, una ruinosa iglesia de la misión franciscana, unas precarias
viviendas de los indígenas “caviches” y la pequeña pista siempre amenazada por
el crecimiento del pasto y la hierba.
Arribamos allí sin podernos aligerar la gruesa ropa
del invierno paceño, sufriendo horrorosamente por el calor y llevando como
podíamos nuestros escasos bártulos.
El recibimiento fue espectacular. No se veía un alma,
pero cuando el pequeño avión terminó su carreteo, comenzaron a salir del bosque
soldados con el arma en apronte y con ramas de camuflaje en los cascos y la ropa.
Según nos contaron después, les habían prohibido estrictamente hablar con
nosotros y acercarse a menos de tres metros; les dijeron que éramos peligrosos
extremistas subversivos, que manejábamos armas blancas, expertos en artes
marciales, capaces de asesinar con un simple movimiento veloz de las manos.
La escena era tragicómica. Una veintena de
desconcertados presos políticos en fila india, enmanillados, sudando a mares,
caminaban en silencio por el sendero que conduce de la pista de la Misión al
Aserradero, rodeados por una fracción de aterrorizados soldados camuflados y en
actitud de combate.
Casi al anochecer nos dieron pan y una infusión de
paja-cedrón, lo que sería a partir de ese día nuestro desayuno diario. Después
se nos distribuyó la dotación de rigor, la misma que dijeron daban a los
soldados: un mosquitero (sin este artefacto no se puede vivir en Cavinas,
también llamada la “capital del mosquito”), una bolsa para que llenada con paja
sirviera de colchón, una cuchara, un “caneco” o jarro de aluminio y un plato o
pailita con asas laterales.
Un grupo fue instalado en un local de madera llamado
con exageración Casino Militar, y el otro en una típica construcción de la
zona: horcones de chonta, tirantes de madera atados con bejuco, techo de hojas
de palmera motacú y paredes de chuchío revocadas con barro.
Como único moblaje, una plataforma de camastros de madera en filas de dos
pisos.
Se nos reunió a todos para anunciar la regla de oro:
de acá nadie puede salir, el que lo intente no sólo que arriesgará inútilmente
su vida, sino que perjudicará al resto porque el castigo será para todos. Por
la selva no irán a ninguna parte, el río está controlado por las Fuerzas
Armadas en distintos puntos, tanto hacia el norte, en dirección a Riberalta,
como al sur, hacia Rurrenabaque. Nadie puede trasponer los límites de esta
instalación militar y no está permitido ningún contacto con la población civil
que queda al otro lado del arroyo.
A los pocos días, y conmemorando las fiestas patrias,
el hielo comenzó a romperse muy lentamente. Los encargados de la guarnición,
suboficial Rocha y sargento Vargas, invitaron un delicioso chicharrón de
pescado acompañado de cerveza fría. Sus palabras eran muy alentadoras:
—Aquí estarán bien, nada va a pasarles y pronto
volverán a sus hogares.
Quedó oficialmente conformada la “Compañía Especial”,
como pasamos a denominarnos, organizados en escuadras según la estatura.
Trabajos forzados y voluntarios
Nuestra primera obligación era formar cada día a las
siete de la mañana en el campo deportivo, junto a la fracción de 80 efectivos
de la Naval, para cantar juntos el himno nacional mientras se izaba la bandera
boliviana. En realidad, más que soldados-marineros, esos jóvenes eran
trabajadores gratuitos del aserradero.
La segunda era realizar trabajos que nos serían
asignados cotidianamente, el primero de los cuales fue “rozar” la hierba y el
pasto para facilitar la operabilidad de la pista, siempre bajo la atenta mirada
vigilante de los soldados.
Ésto planteó una cuestión complicada. En las horas de
comida, o junto a la gran fogata nocturna que hacíamos con la ilusión de
espantar a la “aviación” (el zumbido de la nube de mosquitos que llegaba al
caer la tarde era tan fuerte que lo llamábamos así), surgió la consigna de
rechazar el trabajo forzado. La decisión fue unánime, se le comunicó a Velasco
que nos negábamos a tomar las herramientas y salir a trabajar. Éste,
contrariamente a lo que se podría suponer, reaccionó muy enojado, pero se calmó
al poco rato y dijo que aceptaba y respetaba nuestra determinación. Era lo
justo, estábamos como presos políticos y no podíamos ser obligados a trabajos
forzados.
Sin embargo, a los pocos días advertimos que la total
inactividad era tremendamente perjudicial para nosotros mismos. La pasividad
nos hacía víctimas más fáciles de los tábanos y los mosquitos, la moral decaía
por no saber cómo matar el tiempo.
Lo primero fue hacernos cargo de preparar nuestros
alimentos, para ello asumimos rotativamente la responsabilidad por escuadras,
pues hasta ahí comíamos sólo el “rancho” preparado por los soldados en sus
ennegrecidos turriles.
Después, un grupo de muy pocos, pero que fue creciendo
día tras día, decidimos construir una letrina para aliviar la congestión de la
única existente y que también en parte compartíamos con los soldados.
Nos entusiasmamos tanto con este trabajo que, ya al
entrar en el tercer mes de estadía, decidimos emprender una obra de mayor
envergadura.
El puente que alguna vez existió sobre el arroyo
estaba totalmente destruido por el tiempo; esto impedía a los vecinos llegar a
la pista por el camino que bordeaba la cerca de las instalaciones de la Naval,
y se veían obligados a solicitar permiso para transitar por su interior cuando
llegaba algún avión o avioneta. Teníamos entre nosotros un ingeniero civil
potosino para dirigir los trabajos y, por tanto, luego de acaloradas reuniones
de planificación, tomamos la decisión: ¡construiremos un puente!
Y fuimos capaces de hacerlo, a pesar de no contar con
el apoyo de todos los confinados, pues algunos dirigentes sindicales no
compartían nuestro criterio de distinguir lo que era trabajo forzado y trabajo
voluntario.
Justamente cuando habíamos terminado de construirlo,
el día que apisonábamos la tierra de la plataforma llegó el Arava que sacó a
los primeros 10 prisioneros, según dijeron los más peligrosos. De ahí que
algunos de nosotros no pudimos estar en la inauguración y en el bautizo de la
obra como: El puente de los libres, nombre que los compañeros inscribieron
en un enorme madero.
Tengo en el costado derecho de la frente una cicatriz
de cuatro centímetros como recuerdo de mi participación en aquella obra.
Habíamos ingresado profundamente en el bosque buscando los árboles más grandes
para la base del puente. Corté con el hacha uno de esos bellísimos gigantes que
al momento de caer, como castigando mi osadía, lanzó contra mí una de sus ramas
que había estado suelta. Cuando me recobré del desmayo, estaba completamente
ensangrentado y los compañeros me llevaban a la presencia de Velasco, quien por
suerte estaba en sana razón y procedió de inmediato a suturarme la herida con
seis puntos, no sin antes recordarme que sólo le faltaba un año para graduarse
de médico, la segunda profesión que había elegido. Algunos años después me topé
con él en una calle de La Paz y luego del abrazo de rigor, lo primero que se le
ocurrió preguntar era cómo había quedado el “zurcido” de mi frente que estuvo a
su cargo.
Otra manera de ocupar el tiempo fueron los trabajos de
pesca para reforzar nuestra dieta tan escuálida en proteínas. Acebey y yo
fuimos los más perseverantes, aunque los resultados que obtuvimos influyeron
muy poco o casi nada en la olla común del más de medio centenar de personas que
componíamos el grupo de los confinados.
También con él y bajo el asesoramiento de don Rafael,
el anciano encargado del taller de carpintería de la Naval, buscamos maderas
finas para realizar trabajos manuales, algunos de los cuales llegaron a
convertirse en piezas de gran belleza. Conocimos la itauba, de color
amarillento, inigualable por la dureza de sus hebras trenzadas capaz de
resistir las más duras tracciones, por lo que se usa para las faenas más rudas
como los timones de las embarcaciones, y también la masaranduba, caoba de
hilos rectilíneos, casi tan dura y resistente como el acero y de un color
canela intenso.
Los instrumentos para estas gratas labores fueron
únicamente el machete sujetado de la mitad del filo para la obra gruesa, trozos
de vidrio para el pulido y hojas secas de un árbol especial, verdaderas lijas
naturales, para el último afinado. En esta iniciativa tuvimos muchos
seguidores, se desató una fiebre por la artesanía maderera. Cuando ahora
contemplo las cuatro piezas de cocina que mis hijos mayores guardan celosamente
como adorno, me parece increíble que hubieran salido de mis manos y con tan
rudimentarias herramientas.
Hambre en las filas
Además de las complicaciones del clima caluroso y de
la molestia permanente de los tábanos y diversidad de mosquitos, el problema
mayor que tuvimos que afrontar fue el de la alimentación.
El pan de regular consistencia, fabricado por dos
confinados de Viacha que resultaron excelentes panaderos, sólo era para el
desayuno. Lo demás: arroz, fideo, sal y pare de contar. Alguna carne seca que
se nos entregó los primeros días resultó incomible porque estaba llena de
gusanos. La red o malladera colocada en el río y que debía proveer de pescado
un día para nosotros y otro para los soldados resultó un fiasco, se dijera que
los peces estaban enseñados a caer en la trampa sólo el día que les tocaba a
los soldados y pasaban de largo el día que nos tocaba a los confinados. No eran
muchas las combinaciones que se podía realizar sólo con los elementos
disponibles, por muy imaginativos que sean los integrantes de la escuadra de
turno en la cocina: fideo con arroz al mediodía y arroz con fideo por la tarde.
En muchos kilómetros a la redonda no existían, ni para muestra, papa, yuca, ni
ningún tipo de verdura, hortaliza o fruta.
Velasco se lavaba las manos. Decía que debíamos
acostumbrarnos a comer lo mismo que los soldados. No tomaba en cuenta que
ellos, siendo oriundos de la zona, recibían algún refuerzo alimenticio de sus
familiares para no caer en la desnutrición total. Lo grave es que tampoco
podíamos comprar nada, no solamente por la falta de dinero y porque un buen
tiempo estuvimos totalmente prohibidos de salir al pueblo, sino porque allí
tampoco existía nada para comprar, excepto algunos dulces, chiclets o galletas,
y muy de vez en cuando cerveza Taquiña enlatada.
El afán ecologista de nuestro cancerbero nos libró
algunos días de la rutina del arroz y el fideo. Velasco, no sé si con poder
real o autonombrado, se declaró Comandante de la Zona Militar y emitió algunas
disposiciones de protección del medio ambiente. Una de ellas prohibía
totalmente la comercialización de los huevos de peta (tortuga), por el riesgo
de su extinción. Estaba permitido consumirlos pero no comercializarlos. Todas
las embarcaciones que transitaban por el río eran detenidas y revisadas en el
puesto militar y se decomisaba los aplastados y terrosos huevecillos, hasta
formar un montón inmenso del que se nos autorizó proveernos a discreción.
A la escuadra de Cayetano Llobet le tocó en suerte
preparar un sabroso pastel de macarrones cuya consistencia provenía de los
aceitosos huevos del quelonio con su inconfundible aroma a pescado. Días
después hicimos nuestra propia cosecha en las playas cercanas donde la
indefensa tortuga sale del agua, se aleja unos metros y deposita sus huevos en
la tibia arena que le servirá de incubadora natural, pero no tiene ni el
cuidado ni la inteligencia de borrar sus huellas, por lo que es víctima fácil
de la depredación de los humanos.
Pese a todos los malabarismos alimentarios y a las
esporádicas rachas proteínicas, después de más de dos meses estábamos
seriamente amenazados por la desnutrición y algunos días pasábamos hambre
verdadera.
La situación se prolongó hasta la llegada del envío
que nos hizo la Cruz Roja Internacional.
Una misión integrada por personal suizo nos hizo una
visita en el terreno. Revisaron a todos y atendieron con gran solicitud a los
más afectados por la mala alimentación y las condiciones climáticas. También
llevaron las primeras cartas “legales”, pero abiertas, a nuestros familiares,
escritas en papel membretado de la institución y con la instrucción de no
consignar el lugar de donde eran remitidas, condición que había puesto el
gobierno como si quisiera seguir ocultando el lugar donde nos tenía prisioneros.
A los pocos días mandaron una avionada de alimentos y medicinas.
Tierra de nadie
Velasco se había preguntado, al igual que nosotros,
por qué los cavinenses no cultivaban algunas verduras y hortalizas, ni siquiera
yuca ni cítricos. La respuesta generalizada era que el ganado andaba suelto y
se comía todos los sembradíos. Ganadería versus agricultura, ésa era la
cuestión.
Entonces, ejerciendo nuevamente su discutible mandato
de Comandante de la Zona Militar, emitió una ordenanza por la cual daba un
plazo de 30 días para que los propietarios encierren a sus vacunos tras las
cercas, caso contrario las personas afectadas por el destrozo de sus cultivos
serían autorizadas a derribarlos. A la manera de los viejos pregones, copias
del comunicado escrito a máquina fueron colocadas en las paredes y postes más
visibles de Puerto Cavinas.
Por esos días la gente del pueblo nos hizo llegar un
mensaje preocupante: que nos cuidáramos, pues había llegado por el río una
embarcación sospechosa con un personaje que decía tener la misión expresa de
eliminar, uno a uno, a todos los confinados, que había recibido esa orden
directamente del presidente García Meza y de su ministro del Interior, Luis
Arce Gómez. Dijeron que era alto, muy delgado, de grandes bigotes y tenía por
antecedentes el haber sido de joven un fanático militante falangista.
Cuando el rumor llegó a oídos de Velasco, se puso muy
nervioso porque se creyó sobrepasado en sus funciones. Supimos que llamó por
radio a La Paz y, una vez aclarada la impostura, conminó al susodicho personaje
a que haga abandono del pueblo en el término perentorio de 24 horas.
En efecto, el hombre se marchó, pero tuvo el tiempo
suficiente para enterarse de la disposición de Velasco con respecto al ganado
depredador. Ni corto ni perezoso, llegó al pueblo vecino con la novedad y la
aplicó a su manera. Reunió a toda la población, mayoritariamente indígena, y
les anunció que desde La Paz el gobierno les autorizaba a derribar de inmediato
cuanto bovino se apareciera por sus sembradíos.
Imposible imaginar mayor felicidad, “cazaron” 17
cabezas en menos de una semana e hicieron grandes fiestas y comilonas. Al
octavo día el hombre se marchó con una carga de cueros y charque que casi
llenaba su embarcación.
Unos días más tarde todos los dirigentes de la
comunidad fueron tomados presos y llevados a Trinidad por una comisión policial
que había llegado expresamente a capturarlos, ante la denuncia de los ganaderos
por el delito de abigeato.
Madidi
Hernán Ludueña, uno de los pocos con algo de
experiencia de sobrevivir en el oriente, propuso hacer una expedición de pesca
al río Madidi, los soldados le habían dicho que allí la pesca era abundante
porque el agua era más clara. Él y yo fuimos autorizados a usar un casco o
canoa, pero a condición de ir con un cabo armado con su respectiva M-1 y un
soldado a cargo del timón; Velasco desconfiaba, nos creía capaces de intentar
una fuga por el río, algo que estaba totalmente alejado de nuestras mentes,
pues era simplemente impracticable.
Este viaje para mí fue la aventura más fascinante del
confinamiento. Después de remar río arriba todo el día llegamos a la plena
desembocadura, donde el Madidi echa sus aguas al caudaloso Beni.
Instalamos en la playa los mosquiteros para dormir; el
cielo estaba completamente despejado, daba gusto contemplar el resplandor del
firmamento desplegado sobre nosotros como un manto inmenso. Pero era tal la
humedad del ambiente que podía verse el vapor del agua que se levantaba de los
ríos, sentíamos cómo se condensaba y caía como gotas de lluvia dentro del
mosquitero.
Fue difícil conciliar el sueño en esas circunstancias,
más aún por el zumbido de la “aviación”, los miles de mosquitos que introducían
sus pequeñas trompitas por los huecos del mosquitero, pretendiendo alcanzarnos
seguramente atraídos por el olor de nuestra piel sudorosa; ni qué decir de los
rumores de la selva con sus miles de voces encantadas entre las que sobresalía
el sobrecogedor canto del guajojó: guá-joo-jooo.
Al amanecer ingresamos al Madidi, mucho más angosto
que el Beni e increíblemente serpenteado. Sus aguas no eran tan claras como nos
habíamos imaginado, sólo un poco menos turbias que las del gran río del que son
su afluente. El paisaje era prodigioso, no recuerdo nunca, ni antes ni después,
haber estado en un lugar de tantas maravillas juntas. El cauce del río en forma
de eses pronunciadas, rompiendo el verdor de la selva; aves multicolores con la
sinfonía de sus cantos; monos jugueteando en medio de los árboles, lagartos que
toman el sol y se mueven parsimoniosamente, molestos por nuestra llegada;
tortugas acuáticas acelerando sus pasos por la arena para llegar al río, único
lugar donde hallan protección; y, cuando gritábamos, el eco devolvía repetidas
nuestras voces.
La pesca ni qué se diga, obtuvimos varios pacuses, surubís y blanquillos y
hasta un tujuno, reconocible por los puntos negros en cabeza y espalda,
según dijeron los expertos, uno de los pescados más sabrosos de la región.
Después de mediodía emprendimos el regreso río abajo,
por tanto con menor esfuerzo, y llegamos a Puerto Cavinas al atardecer con
nuestro pequeño cargamento de pescado que dividimos en dos, a tiempo para
reforzar por lo menos en algo y por una sola vez la cena de presos y soldados.
Caballo con ruedas extraviado
Ni bien llegamos del Madidi supe por los compañeros
que un ganadero del lugar estuvo preguntando por mí toda la tarde y que en esos
momentos estaba en la Misión, farreando con nuestro comandante. Se trataba de
Amín Zeitung, a quien conocí en Santa Cruz a fines de la década de los sesenta
en las luchas estudiantiles y no veía en más de diez años. Había escuchado mi nombre
por alguna radioemisora extranjera en las listas de prisioneros del golpe del
17 de julio y se imaginó que podría estar entre los que fueron llevados a
Puerto Cavinas, población muy cercana a su próspero establecimiento ganadero.
Mientras esperaba mi retorno del Madidi trabó amistad con Jorge Velasco, a
quien invitó un churrasco con la carne de vaquilla que había traído y, por
supuesto, abundantemente rociado por buenos licores y cerveza helada.
De pronto, se apareció en una gigantesca motocicleta
Kawasaki y después de saludarme efusivamente me cargó en las ancas de su
caballo con ruedas y al rato estábamos en la Misión, yo comiendo la suave carne
de ternera que habían apartado para mí, y ellos siguiendo con los tragos pues
estaban en fase muy avanzada del “yo te estimo”. No pude probar el famoso tujuno que
a esa hora mis compañeros estarían cocinando, tuve que conformarme con la
vaquilla recalentada.
Era tal la repentina intimidad entre mi viejo amigo y
“Coquito” Velasco que ya cerca de la medianoche autorizó, con muchas
reticencias y recomendaciones, que aquel me llevara a conocer su casa ubicada
en mitad de su hacienda ganadera con pista de aviación incluida. Partimos en la
Kawasaki y al poco tiempo descubrí que en esa zona el monte es solamente una
franja paralela al río, pues al rato dejamos atrás los últimos oasis de
vegetación alta e ingresamos en plena pampa mojeña, donde dominan las pasturas
uniformes, surcadas por estrechos senderos por donde circulan el ganado, los
caballos de los vaqueros y ahora también las motocicletas de los patrones.
Amín Zeitung se extravió aquella noche por esos
intrincados vericuetos. Después de casi dos horas de transitar por ellos sin
más punto de referencia que la luna, parecía que estábamos en el mismo sitio
girando en círculos, a ratos resbalábamos en el fango y la motocicleta cimbraba
dando tremendas exclamaciones espoleada por el acelerador que Zeitung apretaba
con furia. Cuando ya íbamos a caer en la desesperación vimos un lejano puntito
de luz que se movía; era un farol que uno de los vaqueros de un puesto de
avanzada había encendido al ver la luz de la moto que circulaba por la pampa
sin llegar a ninguna parte. Al rato llegamos a la casa del vaquero, quien
respetuosamente llamaba “patrón” a mi amigo y recibió sus órdenes de
prepararnos hamacas y darnos agua para beber.
Al día siguiente muy temprano, junto con la borrachera
desapareció el afán de Amín Zeitung por mostrarme su casa y presentarme a su
familia. De improviso le parecieron razonables las observaciones y negativas
iniciales de mi carcelero.
—Después de todo, sería muy comprometedor para todos,
incluso para ti mismo -dijo- si justamente cuando estás fuera de la base naval
llega una comisión de La Paz.
Regresamos pues de inmediato. Pero Amín Zeitung no se
olvidó de mí y demostró unos días más tarde que su sentimiento amistoso era
sincero. Se apareció con todo lo que me era necesario: cinturón de cuero,
sombrero, linterna, dentífrico, latas de sardina, un juego de ajedrez, un
montón de libros y una vaca.
—Es una vaca vieja, de las que ya no paren, pueden
carnearla.
Y los 50 presos políticos más los soldados de la
guarnición de la base naval de Puerto Cavinas nos dimos un festín de carne por
un día entero. No alcanzó para más, pues era imposible conservar algo sin
refrigeración.
No he vuelto a ver a Amín Zeitung desde entonces y
cuánto no quisiera encontrarlo para agradecer su gesto solidario.
Candirú
El hecho más impactante del confinamiento ocurrió en
el río, a muy pocos días de nuestra llegada, y tuvo como protagonista
involuntario a un entrañable amigo que llamaremos Pedro. Confieso que este
anecdótico suceso lo he relatado innumerables veces omitiendo siempre su nombre
verdadero y, aunque él dijo que no le importaba, prefiero seguir haciéndolo
así.
La única manera de refrescarnos y combatir el tórrido
clima era zambullirnos en las turbulentas y oscuras aguas del río. Lo hacíamos
varias veces al día saltando desde un atracadero de troncos ubicado en la
orilla y, valga la inocencia, completamente desnudos. Fue allí que los soldados
miraban azorados las heridas y magulladuras que muchos de nosotros exhibíamos
por las golpizas y torturas de los primeros días; en mi caso, los moretones que
habían ennegrecido totalmente la parte posterior de mi cuerpo.
Un día de esos, chapoteábamos alegremente
desprevenidos cuando vimos de pronto que Pedro nadaba hacia la orilla con
desesperación. Qué bicho le habrá picado, comentó alguien, risueño. Pero Pedro
no estaba para bromas. Cuando subió a los troncos todos pudimos ver que un hilo
de sangre bajaba por sus muslos y piernas.
¿Qué había sucedido? La explicación la tuvimos después
de parte de los soldados. Un pecesillo parásito llamado candirú había
ingresado por el recto de nuestro amigo, lastimándolo con la violencia de su
penetración. Tremendamente pálido y asustado, lo sentía moverse por su
intestino grueso, seguramente el bicho intentaba avanzar pretendiendo alojarse
en su estómago. Todos salimos del agua aterrorizados y a partir de ese día
nadie más ingresó al río con el atuendo de Adán; improvisábamos cualquier
“taparrabos” a falta de trajes de baño.
Pedro fue conducido al pueblo por los soldados, lo que
le dio el privilegio de ser el primero en conocer la solitaria calle donde
estaba instalado el puesto sanitario. Pasaban las horas y nosotros esperábamos
angustiados alguna noticia, incluso temíamos lo peor pues los soldados dejaron
entrever que Pedro podía morir.
—Sería más grave si fuera mujer y la penetración del candirú hubiera
sido por la vagina, en esos casos es muerte segura.
En cuanto obscureció hicimos una asamblea y decidimos
exigir la llegada de un avión que evacue al afectado para que reciba la
atención médica necesaria. Estábamos en eso cuando Pedro regresó en compañía
del comandante Velasco.
—No se preocupen, muchachos, le he dado una dosis de
purgante como para caballo y el asunto está solucionado.
Pedro confirmó que después de las violentas
deposiciones había dejado de sentir en sus intestinos los movimientos del candirú.
Tiempo después, cuando en la cocina se desollaba un surubí,
uno de los peces más grandes de la región, encontraron un candirú en
su interior, lo que nos confirmó la desagradable costumbre de aquel bicho, de
penetrar en el vientre de los animales de mayor tamaño.
Pero la cosa no quedó ahí. El desgraciado incidente
dio lugar a maliciosas y desconsideradas bromas machistas de los militares y
también, lamentablemente, de algunos compañeros confinados.
Pedro era permanentemente acosado con alusiones de mal
gusto, hasta que una mañana estalló su bronca, subió a la tosca mesa donde
comíamos al aire libre, dio una patada a su caneco de paja-cedrón y dijo que le
sacaría la mierda al primero que vuelva a hacer bromas pesadas con su
desgracia, luego de lo cual abandonó el lugar sin probar bocado de su preciado
pan del desayuno.
De inmediato se impuso la realización de una asamblea
en la que se tomó una firme determinación: nadie más haría esas chanzas
estúpidas que estaban afectando la moral de un compañero. Y si alguien
incumplía esta decisión sería severamente castigado por el grupo y se le
privaría del pan por una semana. Todos cumplimos. El único que se atrevía,
prevalido de su autoridad, a seguir apodando “Candirú” a nuestro amigo era
Jorge Velasco.
…………………
“¡Brilla el sol de septiembre radiante!”
Recuerdo muy bien la fecha porque ese día, después de
llevarnos a la pista para recibir a los nuevos y de hacernos cantar nuestro
“himno”, la cueca “La Caraqueña” de Nilo Soruco, Velasco pidió que nos
identificáramos los oriundos de Cochabamba. Mi solitario brazo levantado indicó
que yo era el único representante de la “llajta”. Me hizo subir a una pequeña
moto, atravesamos la base y directamente de la pista fuimos al único
restaurante-cantina del pueblo, un pequeño negocio del telegrafista.
Bebimos todo el día, whisky Johnnie Walker etiqueta
negra y cerveza helada Taquiña, todo en honor de la fecha cívica de Cochabamba.
Resistí hasta comenzar la noche; cuando ya no pude
más, ordenó a sus estafetas que me llevaran a dormir y trajeran en reemplazo a
los miembros de lo que él llamaba la “cosa nostra”, la logia que en su
imaginación calenturienta nos invitaba a conformar para “salvar al país”,
Cayetano Llobet, Dulfredo Rúa, Alberto Bonadona, Hernán Ludueña y algunos
otros. Recuerdo que fui llevado completamente borracho, caminando apenas sujeto
con ambos brazos a los cuellos de dos soldados; recorrí a lo largo de la única
calle del pueblo dando estentóreos vivas a mi partido, a la udp y mueras a la
bota militar.
Al día siguiente me enteré que la segunda ronda fue
volteada como a las 2 de la mañana y que Velasco amaneció bebiendo con los
recién llegados, a quienes bautizó con el nombre de japutamos (nombre
de un insecto del lugar). Tal era la capacidad de resistencia alcohólica de
nuestro comandante.
Muchos se preguntaban de dónde sacaba el dinero para
tanta francachela, algunos decían que se gastaba el dinero que el gobierno
enviaba para nuestra alimentación, otros decían que estaba desbancando al
telegrafista porque consumía al fiado y nunca pagaba, obviamente nadie pudo
comprobar estas suposiciones maliciosas.
Fútbol y amores prohibidos
Las últimas semanas en Cavinas fueron hasta cierto
punto agradables. Nos habíamos aclimatado lo suficiente, gracias a que, entre
otras, adquirimos la costumbre de agitar permanente un trapo o pañuelo para
espantar los mosquitos de la cara y los brazos (casi un tic nervioso que
tuvimos que quitarnos al regresar a La Paz). Teníamos charque, leche en polvo,
quinua, frijoles, maní, chuño, maíz y hasta queso, enviados por la Cruz Roja y
que en parte compartíamos con los soldados. También el botiquín de primeros
auxilios lo teníamos bastante bien surtido.
Sentados sobre troncos a la orilla del río nos
solazábamos contemplando los hermosos atardeceres, admirando la puesta del sol
que pintaba de fuego el verdor de la selva y lo reflejaba impetuoso sobre el
espejo marrón del agua.
Y, lo más importante, Velasco terminó por levantar
casi todas las restricciones que nos impedían la relación con la tropa y con la
población civil del pueblo de Cavinas.
Se organizó un campeonato triangular de fútbol: la
selección del pueblo, la naval y la “compañía especial”, es decir, nosotros.
Los soldados tenían las mayores posibilidades de ganar el torneo, pero
perdieron frente a nosotros gracias a la interferencia de Velasco y los
suboficiales, todos “petacudos”, que se empeñaron en ingresar al campo de juego
y ordenaban a los soldados que les pasen la pelota, por “subordinación y
constancia”.
Podíamos entrar y salir de la base a cualquier hora,
sólo a condición de anunciarnos con los encargados de la guardia.
En esas circunstancias se produjo también el primer
idilio entre un confinado y la más bella muchacha del pueblo. Lamentablemente
no sin consecuencias, como veremos enseguida.
Uno de los militares se había fijado en ella y desde
el comienzo hizo todo por conquistarla.
Montada en su bicicleta, la muchacha atravesaba la
base con el pretexto de ir a la pista y, descuidando la vigilancia, nos dejaba
cigarrillos, algunos mensajes o periódicos. Una vez nos pidió que alistáramos
cartas pues en el barco que estaba atracado en el pueblo había una persona de
confianza que las despacharía en la oficina de correos de Rurrenabaque, fue así
como yo escribí a mi madre en Cochabamba y adjunté un despacho para O’Diario de
Portugal, periódico en el que colaboraba como corresponsal en La Paz.
La ofensiva de torpes requiebros del maduro militar
tuvo menos éxito en el corazón de la muchacha que la sonrisa amable y los
piropos intelectuales del juvenil confinado. Pasó lo que tenía que pasar, se
formó una dulce parejita de enamorados.
La muchacha y el confinado caminaban tomados de la
mano por la única calle del pueblo y todo el pequeño mundo de Cavinas sabía del
romance y lo festejaba. Menos el uniformado, claro, quien mascullaba en
silencio su despecho.
Llegó el cumpleaños de la muchacha y una buena parte
de los “espaciales” estábamos invitados a la fiesta (así nos llamábamos desde
que en la barra del fútbol cambiamos la vocal ”e” de “especial” por la “a” de
“espacial”; sonaba mejor en los estribillos).
Yo no pude acudir al fandango porque ese mismo día
había sufrido el accidente del árbol en el monte, estaba en cama y con la
cabeza vendada como si llevara puesto un turbante.
Pasada la medianoche escuchamos un fuerte tiroteo que
provenía del pueblo. Había ocurrido que en lo mejor de la fiesta el militar
despechado ordenó a sus estafetas que le llevaran su arma, con la que salió a
la calle y disparó sobre la casa toda la cacerina, descargando así toda su
furia acumulada. Los tragos y el chancho se le habían subido a la cabeza. Pudo
ser una tragedia, pero menos mal que todos se tiraron al suelo y las balas sólo
destrozaron cristales, lámparas y vajilla.
Parecía que el incidente uniría más a la parejita,
pero ésta se rompió de modo cruel a los pocos días. Inesperadamente llegó una
avioneta transportando a la esposa del infiel confinado; gracias a la
influencia de un tío militar ella había logrado que autorizaran su viaje de
visita al marido. Quizá anoticiada de alguna manera de lo que pasaba en
Cavinas, la esposa se empeñó en recorrer la calle del pueblo tomada de la mano
de su consorte, de la misma forma que la muchacha lo hacía hasta el día
anterior. Pueblo chico infierno grande, el escándalo estaba desatado. La
muchacha fue retirada de inmediato de la circulación y enviada pocos días
después a Riberalta en una avioneta que sus familiares habían contratado
expresamente. Nunca más la volvimos a ver.
Tres tristes trotskos y un trágico preludio
Muy raras veces en mi vida he estado bajo los efectos
descontrolantes del alcohol. Por lo general soy y he sido lo que se dice un
abstemio, con muy escasa “cultura alcohólica”. Pero en Puerto Cavinas, además
de la farra casi obligada del 14 de septiembre en homenaje a mi tierra natal,
tuve otra mucho más escandalosa que no solamente me trae pésimos recuerdos,
sino que fue como el anuncio anticipado de un hecho luctuoso que ocurrió
después.
Alfredo Ríos era un suboficial que había viajado desde
La Paz a las órdenes de Velasco, como parte de la custodia que nos habían
asignado. Su comportamiento primero fue sobrio y correcto y después de un claro
acercamiento a los confinados. Hacía lo posible por aliviarnos las penurias y
se notaba que quería trabar amistad con nosotros; fue el más entusiasta
impulsor del triangular de fútbol e incluso planteaba críticas al gobierno militar
en el sentido de que nos tenía confinados tanto a ellos, los militares, como a
nosotros. No éramos tan ingenuos para confiar ciegamente en su sinceridad,
teníamos razonables dudas y no descartábamos que estuviera procurando jalarnos
la lengua, tratando se sacarnos información sobre nuestra militancia política o
sobre inimaginables planes de fuga que pudiéramos estar preparando.
Una de esas noches sugirió tomarnos unos tragos
escondidos entre la ceja del río y la playa arenosa de sus orillas. Alfredo mandó
a los soldados al pueblo a comprar soda y alcohol, cuya mezcla resultó
mortífera. Era una ardiente bebida colorada ligeramente dulzona de alto poder
embriagante.
En el pequeño grupo, de no más de seis personas,
empezamos la tertulia en voz baja, con aire de complicidad. Pero poco después,
al influjo de la poción que ingeríamos y olvidados de toda preocupación,
cantábamos en coro y discutíamos eufóricos.
Tres de los compañeros, casualmente de militancia
trotskista, la emprendieron con el suboficial a quien hacían responsable de
todas nuestras desgracias. Hasta donde yo podía razonar en esos momentos la
agresión verbal del que Alfredo era objeto me parecía un verdadero maltrato y
una desconsideración. Aun en el caso de que su actitud de acercamiento no fuera
sincera, no me parecía justo ni apropiado pedirle cuentas en esas
circunstancias.
Intenté mediar en la discusión con ese tipo de
argumentos, pero mis compañeros confinados seguían subiendo el tono de sus
recriminaciones, azuzados por el alcohol y por el radicalismo tremendista del
que siempre suelen hacer gala quienes abrazan la ideología del revolucionario
ruso.
Llegó un momento en que me di por vencido, me aparté
unos pasos del grupo y busqué un lugar donde sentarme en la arena. Fue en ese
preciso instante que se me borró la película. Literalmente desaparecí del mapa.
Perdí completamente la conciencia sobre mis actos. De lo que pasó no recuerdo
nada en absoluto. Todo lo ocurrido lo supe después, al día siguiente cerca del
mediodía, cuando desperté en mi litera con raspaduras y moretones, la ropa echa
jirones, embadurnado en arena y con mi prótesis dental desaparecida.
¡Tres tristes troskos, dejen de joder a este pobre
tipo! había sido el grito de guerra con el que comencé la gresca.
Es posible que el alcohol haya sido el detonante de
esa incontrolada agresividad, pero ahora pienso que además fue el catalizador
para que los prejuicios sectarios hondamente arraigados en mi subconsciente se
desbordaran. Tantos años de militancia me habían hecho particularmente
sensible a las corrientes heréticas del marxismo-leninismo oficial que los
trotskistas llamaban despectivamente “estalinismo”; con igual o mayor carga de
prejuicios que nosotros, nos acusaban de traicionar la revolución, de estar al
servicio de la burguesía y hasta de ser cómplices del asesinato de Leon Trotski
en México, ¡faltaba más!, como si nosotros tuviésemos que cargar las culpas
pasadas de generación en generación. Tiempos hubo en que el Estatuto Orgánico
del pc prohibía expresamente tener relaciones con los trotskistas, los
cismáticos más aborrecidos y repugnantes en la cultura partidaria, de la misma
calaña que los “expulsados” a quienes ni siquiera había que dirigirles la
palabra, como me tocó vivir en carne propia cuando después rompí con el pc en
1985. En los panfletos que escribía, yo mismo repetí más de una vez el
calificativo de “sarnosos” que Federico Escóbar había puesto a los trotskistas
en las luchas sindicales de Siglo xx-Catavi.
Los tres compañeros fieles devotos de la “revolución
permanente”, el propio suboficial Alfredo Ríos y algunos más resultaron
impotentes ante la tremenda furia de la que yo estaba poseído, tuvieron que
llamar refuerzos de la gente que no había bebido. Según me contaron, no
lograron calmarme sino que fui físicamente reducido, llevado en andas desde el
río e introducido atado a mi mosquitero.
Todo hubiera acabado ahí, nada más que como una
etílica gresca sectaria, si no fuera por lo que ocurrió después.
Encontré a Alfredo Ríos en la plaza Murillo a pocos
días del retorno de la democracia, aquel memorable 10 de octubre de 1982.
Estaba en la guardia del presidente Siles Zuazo, casi no lo reconocí por su
uniforme de gala y el casco que le llegaba hasta cerca de los ojos. Me cerró el
paso con su arma para hacerme notar su presencia, pues no podía hablarme;
cuando me di cuenta de quién era, apenas esbozó una sonrisa y me guiñó el ojo,
no pude siquiera estrecharle la mano.
Cuando volví a saber de él estaba muerto. A fines de
ese año había sido detenido por sus propios camaradas de armas bajo la
acusación de pasar secretos y bagajes militares a un partido de izquierda.
Según denuncia de sus familiares y de los organismos de Derechos Humanos, había
sido salvajemente torturado, incluso atravesado con ganchos metálicos y colgado
como una res, hasta morir. Uno más de los casos que la Justicia Militar nunca
ha esclarecido ni sancionado.
La noticia nos dejó tremendamente consternados a todos
los que lo conocimos en Puerto Cavinas. ¿Quién era realmente Alfredo Ríos, qué
sentía su corazón y qué pensamientos abrigaba su mente? Quizá nadie llegue a
saberlo nunca.
¿Dónde queda Puerto Rico?
La despedida fue muy cordial y emotiva. Al pie del
Arava, que sacó a los primeros diez, se juntaron Jorge Velasco, Alfredo Ríos,
el sargento Vargas y un grupo grande de soldados, así como el resto de
confinados que ya sabían que en los siguientes días retornarían con
posibilidades de salir en libertad. Menudearon los abrazos, los apretones de
manos y los deseos de buena suerte. ¡Qué enorme contraste con la hostilidad con
la que habíamos sido recibidos tres meses atrás!
Un solo agente armado de su metralleta acompañaba al
personal de vuelo y nos dijo que en menos de quince minutos estaríamos aterrizando
en Puerto Rico, la pequeña población sobre el río Manuripi, allá donde éste se
junta con el Tahuamanu, que también servía de campo de confinamiento y de donde
sacarían a otros diez prisioneros para completar el pasaje del avión. De ahí
volaríamos a Cobija, donde pasaríamos a otro avión más grande para ser llevados
a La Paz.
Íbamos a baja altura y podíamos apreciar la majestuosa
llanura beniana, los inmensos pastizales húmedos y la selva virgen con sus ríos
misteriosos y ondulantes que le añaden pinceladas marrones al intenso verdor
predominante.
Pero pasaba el tiempo y no llegábamos a ninguna parte.
Cuarenta o cincuenta minutos, quizá cerca de una hora, y parecía que el aparato
giraba en enormes círculos en una zona de monte totalmente cerrado.
La inquietud se apoderó de nosotros, más aún viendo el
rostro de miedo de nuestro único guardián. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no
llegábamos a Puerto Rico?
De pronto, perdimos altura rápidamente y alcanzamos a
divisar unos cuantos pahuichis pegados a un descampado que se
asemejaba a una cancha de fútbol. Chanchos, perros, patos y gallinas huyeron
ante el estrépito del avión que aterrizó en aquel pequeño claro de la selva.
Sacando medio cuerpo por la ventanilla, el piloto
interrogó a los asustados habitantes que se habían acercado cuando el aparato
quedó detenido:
—¿A qué lado y a qué distancia está Puerto Rico?
—Aquisito mi capitán– dijeron varios de ellos, a
tiempo de extender los brazos para señalar la dirección correcta.
El Arava viró en redondo, volvió a despegar y antes de
los diez minutos aterrizábamos en la pista portorriqueña, muy parecida a la de
Puerto Cavinas.
Al exilio
Ya en La Paz, volvimos a las celdas de la dop
disminuidos en número. Ante las denuncias y la presión provenientes de todo el
mundo, García Meza y Arce Gómez no sabían qué hacer con tantos prisioneros.
Tuvieron que poner en libertad a algunos, a otros residenciaron en ciudades
pequeñas, a muchos se les impuso la condición de presentarse diariamente a
firmar un libro de asistencia. A otros se nos envió al exilio forzoso, mediante
una cita previa con funcionarios del Comité Internacional de Migraciones de la
ONU, para elegir un país que nos acogiera, trámite al que me negué porque no
quise facilitarles mi expatriación.
Pese a tal negativa llegué a la ciudad de México,
Distrito Federal, el 19 de noviembre de 1980, portando un salvoconducto que
llevaba mi fotografía con barba de cuatro meses y la marca en rojo de un sello
que decía: “Expulsado de Bolivia por extremista subversivo”. El país azteca me
había concedido asilo político a solicitud de Cayetano Llobet, sin yo saberlo.
Allí comenzó otra historia.
Dulfredo Rua y Carlos Soria Galvarro en Puerto Cavinas
(octubre de 1980)
Imagen del documento manuscrito elaborado en Puerto Cavinas
el 26 de octubre de 1980 (dos páginas, anverso y reverso) material
proporcionado por Arturo Villanueva Imaña.
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