Foto: Ejecución de Pedro Domingo Murillo. / Por: Floren Sanabria / El Diario de La Paz, 29 de enero de
2018. (http://m.eldiario.net/?n=28&a=2018&m=01&d=29)
La revolución de La Paz nos liberó del oprobio que imponía
la Corona española. La tea que dejó encendida don Pedro Domingo Murillo no se apagó.
Proféticas resultaron sus palabras. El fuego de su revolución se extendió por
toda América hasta alcanzar plenamente la libertad que hoy brilla como el sol
en esta tierra de estirpe brava en la que nunca podrá imponerse ningún soberbio
o tirano, como lo muestran nuestro pasado y nuestro presente. La insurrección
del 16 de Julio de 1809 fue larga y penosa, hubo regocijo, coraje, lágrimas,
sangre y traición del guardián hispano coronel Juan Pedro de Indaburo, que
defeccionó.
En apretada síntesis diremos: El virrey del Perú, José
Fernando de Abascal, temeroso de que la chispa revolucionaria se extendiera y
prendiese en sus dominios, que era bastión del poderío español en América,
alarmado y presuroso ordenó al mayor jefe militar que tenía el coloniaje, general
José Manuel de Goyeneche, presidente de la Real Audiencia del Cusco, que
realizara grandes aprestos bélicos al otro lado del río Desaguadero, para poner
fin a la insurrección que no había logrado afianzar el levantamiento. En el
altiplano estaba un poderoso ejército con 4.916 soldados de chaqueta
reluciente, eran las milicias disciplinadas del rey, que manejaba el servil
peruano Goyeneche, el generalísimo que juró no dejar en La Paz más tesoros que
lágrimas y destruir la ciudad rebelde, no dejando en ella “piedra sobre
piedra”. Era un militar realista contrario a toda acción antimonárquica. Los
revolucionarios en Chacaltaya recibieron a cañonazos a Goyeneche, luego fugaron
a los Yungas. Estuvieron en Irupana, Chulumani y Chicaloma baluartes de la revolución.
El feroz obispo Remigio de la Santa y Ortega arremetió contra los alzados.
Murillo, apresado en Zongo, fue conducido a La Paz.
Goyeneche el 25 de octubre de 1809 ingresó triunfante a la
ciudad rendida a sus pies, quedó como dueño de vidas y haciendas. Pronunció
sentencia el 26 de enero de 1810, condenando a Murillo y otros encausados como
“reos de alta traición, infames, aleves subversores del orden público”. “En
consecuencia, la condena fue a la pena de horca, a la que serán conducidos,
arrastrados a la cola de una bestia de albarda, suspendidos por mano del
verdugo hasta que hayan perdido la vida”. Esa misma noche, más o menos a las
doce, les fue leída la sentencia de muerte por el escribano José Genaro Chávez
de Peñaloza.
Llegó el fatídico día de martirio y crueldad, 29 de enero de
1810, la Plaza Mayor frente a la capilla del Loreto presentaba las horcas y un
tablado con todos los preparativos necesarios para la ejecución de los
rebeldes. Goyeneche, con satisfacción, sin piedad alguna, con total frialdad,
sin inmutarse, presenciaría desde el balcón de su tribuna en la plaza principal
la ejecución de los sentenciados. A las siete de la mañana el teniente coronel
Pio Tristán ordenó rodear el cuadro de la plaza por tres líneas de soldados,
dos de infantería y una de caballería, guarnecidas cada esquina por dos piezas
de artillería. Piquetes de infantería y caballería recorrían la ciudad y
custodiaban la manzana del Palacio Episcopal rodeada de doble guardia.
Los condenados, escoltados por la guardia realista, salieron
tranquilos hacia el patíbulo. El redoblar de tambores anunció la primera
ejecución. Murillo, paceño, excomulgado, vestía un burdo saco blanco de bayeta
de la tierra, estaba sentado en un serón arrastrado por la cola de un asno que
conducía el verdugo, un mulato llamado Andrés. Los sacerdotes de la “Buena
Muerte”, Joaquín Zambrana, Manuel Pinto y otros religiosos, acompañaban a los
reos. Murillo, sereno y resignado, a horas 8:30 fue el primero en salir hacia
el patíbulo. Se irguió altivo, echó atrás la capucha de la misericordia,
levantando el brazo en alto y en voz alta lanzó su proclama: ¡Compatriotas: Yo
muero, pero la tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar! ¡Viva la
libertad! Enseguida tomando el cordel de la horca se la puso él mismo al cuello
y como otorgando orden al verdugo dijo: ¡Ejecuta! El mulato Andrés tiró de la
cuerda y suspendió el cuerpo que quedó balanceándose. Sus hijas amargamente
lloraron.
Le siguió el nacido en Galicia, Juan Antonio Figueroa,
suspendido en la horca, se arrancó la soga, entonces fue sometido a la pena del
garrote y como no podía morir al instante, se le cortó la cabeza. Sufrió triple
martirio. Prosiguió el colgamiento de Juan Basilio Catacora, paceño, abogado;
de Buenaventura Bueno, el arequipeño, miembro de la Junta; Melchor Jiménez (El
Pichitanca), nacido en Caracato, Sica Sica; Mariano Graneros (El Challatejeta),
paceño, comerciante dueño de un billar y el orureño Apolinar Jaén, comerciante.
Con el suplicio del garrote (muerte lenta por asfixia en una
máquina de tortura rudimentaria) fueron ejecutados Gregorio García Lanza,
abogado, coroiqueño y Juan Bautista Sagárnaga, abogado, paceño. El cura de
Tucumán José Antonio de Medina salvó su vida por su condición de prelado de la
Iglesia. Fue enviado a Lima con grilletes de hierro en los pies y una cadena en
la cintura. Después huyó a Chile y Argentina. Se consumó la sentencia final con
toda la barbarie que empleaba la Madre Patria en esos tiempos heroicos. Los
patriotas pasaron a la historia y posteridad con el glorioso nombre de
Protomártires de la Independencia Americana.
Ref: “La Revolución de La Paz”, libro de Floren Sanabria G.
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MÁRTIRES DE LA REVOLUCIÓN PACEÑA
Por: Floren Sanabria / El Diario de La Paz, 6 de febrero de
2017. (http://eldiario.net/noticias/2017/2017_02/nt170206/opinion.php?n=27&-martires-de-la-revolucion)
El levantamiento de La Paz del 16 de julio de 1809 fue
aplastado a sangre y fuego por 4.916 soldados hispanos. Esta insurrección más
que un acto de rebeldía y protesta, fue una auténtica revolución en América
postrada y humillada, un intento, el más serio hasta entonces, para transformar
la estructura colonial, echando a los españoles del suelo altoperuano para
organizar una patria gobernada por los hijos de la tierra.
Años de paciente y arriesgada prédica a cargo de un grupo de
patriotas, a quienes desde 1805 encabezó don Pedro Domingo Murillo, dieron como
fruto una respetable legión de revolucionarios que anhelaban la libertad y
estaban dispuestos a ofrendarlo todo. Finalmente, la tarde del 16 de julio de
1809 a menos de dos meses del grito libertario chuquisaqueño, estalló la
revolución de La Paz, clamando la independencia.
Cuatro meses después, el líder Murillo, Mariano Graneros,
Apolinar Jaén, Gregorio García Lanza, Juan Basilio Catacora, Juan Bautista
Sagárnaga, Melchor Jiménez, Buenaventura Bueno y Juan Antonio Figueroa, hombres
de coraje, protomártires de la independencia, por orden del general brigadier
José Manuel de Goyeneche fueron llevados al patíbulo en la plaza Mayor frente a
la capilla del Loreto el 29 de enero de 1810. Se cumplía la sentencia final con
toda la barbarie y aparato que empleaba la Madre Patria en esos tiempos
heroicos.
A las 7 de la mañana de día nublado y frío, el teniente
coronel Pio Tristán ordenó rodear el cuadro de la plaza principal por tres
líneas de soldados, dos piquetes de infantería y una de caballería que guarnecía
cada esquina y recorrían la ciudad custodiando la manzana del Palacio Episcopal
con dos piezas de artillería y doble guardia.
El temido Goyeneche con satisfacción y frialdad, sin piedad,
sin inmutarse observó desde el balcón de su tribuna la ejecución de los
sentenciados. Los condenados, escoltados por la guardia realista, salieron
tranquilos rumbo al patíbulo. El redoblar de los tambores anunciaba la primera
ejecución. Murillo, excomulgado, presidía la comitiva vestido con un burdo
jubón blanco, saco de bayeta de la tierra, sentado en un serón, arrastrado por
la cola de un asno que conducía el verdugo, un mulato llamado Andrés.
Los sacerdotes de la Buena Muerte, Joaquín Zambrana y Manuel
Pinto y otros religiosos acompañaron a los reos. El pueblo en silencio
contemplaba, enmudecido e impotente las escenas de barbarie que utilizaban los
españoles con los próceres que iban en hilera hacia el cadalso. Murillo, sereno
y resignado a horas 8:30 subió al tablado, irguió la cabeza, echó atrás la
capucha de la misericordia, levantando el brazo en alto y con voz alta expresó
su proclama: ¡Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida nadie la
podrá apagar. Viva la libertad!
Enseguida, tomando el cordel de la horca, se la puso él
mismo al cuello y como dando una orden al verdugo dijo: ¡Ejecuta! El mulato
Andrés tiró de la cuerda y suspendió el cuerpo que quedó balanceándose en el
aire. El alma del caudillo pasó a la inmortalidad. Las nueve horcas
significaban nueve nombres por siempre grabados en el corazón de todo buen
americano de hoy y de siempre.
Los mártires de la revolución habían sufrido la pena máxima.
Ellos pasaron a la posteridad con el título glorioso de Protomártires de la
Independencia Americana. Las horcas no detuvieron los llamados de libertad en
1810. No se olvida la legendaria frase murillana. La tea que dejó encendida el
Protomártir no se apagó, el incendio se propagó rápidamente con las
revoluciones de otras provincias del Alto Perú que se movilizaron con el pendón
de la libertad; Cochabamba, Santa Cruz, Potosí, Beni, Tarija. El fuego de la
revolución se extendió también en Quito, Caracas, Buenos Aires, Bogotá México,
Santiago de Chile y por toda América hasta que esta alcanzó plenamente la
libertad.
El monumento al prócer Pedro Domingo Murillo está en la
plaza Murillo, La Paz, fue inaugurado el 22 de agosto de 1909, es obra del
escultor italiano Ferrucio Cantele.
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