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MAURICIO LEFEBVRE, MÁRTIR DE LA JUSTICIA


Por: Guillermo Siles Paz, La Razón, 25 de agosto de 2013.

El mismo día del golpe del coronel Banzer, el 21 de agosto de 1971, el padre Lefebvre ayudaba a socorrer heridos en la asonada militar. Hasta hoy no se ha logrado, del todo, reparar esa crueldad y violencia. Que si bien es cierto que la política hizo su pacto, la historia no lo olvida.
Mauricio Lefébvre fue una víctima de ese día. Ciertamente, al conocer su vida logramos encontrar informes que hoy ya no son tan confidenciales. Su asesinato fue parte del conocido “Plan Banzer”, instituido para silenciar a los miembros de la Iglesia que hablaban abiertamente. También responde a esa cruda realidad que vivió toda Latinoamérica entre 1964 y 1978, cuando 41 sacerdotes fueron asesinados (seis como guerrilleros) y 11 “desaparecieron”. Además, unos 485 fueron arrestados, 46 torturados y 253 expulsados de sus países. En Argentina, en 1976, el obispo Enrique Angelelli murió en un accidente automovilístico que posteriormente se descubrió que había sido asesinato. ¿Quién fue Mauricio Lefebvre?
Mauricio Lefebvre nació en Montreal, Canadá, el 6 de agosto de 1922. En 1953 recibió una obediencia para ser misionero en Bolivia, donde fue párroco de Llallagua, en el mismo corazón de los centros mineros del norte de Potosí y justo después de la Revolución Nacional.
Como todos, los misioneros oblatos de María Inmaculada habían sido invitados a trabajar en esta región, para combatir el comunismo y alcoholismo presentes entre los mineros. Sus primeros encuentros con los mineros fueron de acercamiento y construcción de una Iglesia con otros matices, frente a una religión muy costumbrista y, por supuesto, muchas chicherías.
A pocos meses de su estadía quedó muy impactado e interpelado por la realidad boliviana, que en ningún momento había imaginado. Decía a sus amigos en Canadá “que la realidad era para llorar, y ver el estado en que vive la gente, una realidad de pobreza extrema porque vivían en cuartos pequeños y comparten un baño común”. De ahí viene su sensibilidad social, viendo a niños y jóvenes faltos de buena educación; por lo tanto, había la necesidad de mayor compromiso para mejorar sus condiciones de vida. Él sentía la necesidad de hacer un cambio urgente.
Un hecho muy marcado fue el arreglo del templo en Llallagua; esto quedó para toda la vida, inclusive a mí me tocó escuchar los reclamos de la gente. Al refaccionar el templo, el padre Mauricio sacó varios santos y los puso en el depósito. Él decía “que el verdadero templo de Dios está en el corazón del hombre y éste debería de adornarlo con sus virtudes”. Pero lo más fuerte fue su enfrentamiento con las chicherías. Sobre eso hay muchas historias que contar.
Dejando Llallagua se fue destinado a La Paz y trabajó en la zona obrera de Achachicala. Inmediatamente encontró sintonía en medio de los obreros de las fábricas. Sintió que los obreros se acercaban muy poco a la Iglesia, por lo que consagró buena parte de su trabajo a la formación cristiana de ese gremio laboral. Motivado por el Movimiento para un Mundo Mejor, se fue a Roma y se formó para dar seguimiento y participar abiertamente en su promoción, al mismo tiempo se especializó en Sociología.
A su retorno a Bolivia, en 1966, estaba clara su sensibilidad social. En 1968 ingresó a la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) y promovió la carrera de Sociología hasta ser cofundador junto a otros profesionales, en abril de 1970.
Entre los años 67 y 70 impulsó Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL), que reunía a varios sacerdotes, religiosas y también representantes de otras iglesias, principalmente de la iglesia metodista y otros pensadores o personas que no eran de ninguna Iglesia Católica, pero comprometidas con el cambio social a favor de los más necesitados en Bolivia.
En esos años hubo hechos muy fuertes: el primero, la masacre de San Juan; luego, la presencia del Che Guevara, en Vallegrande, y, posteriormente, sus amigos habían muerto en la llamada guerrilla de Teoponte. Lefebvre claramente decía: “Ahora, la opinión personal, debo decir que no tengo una opinión muy definida, yo creo que muchos estamos, más bien, buscando dónde está la verdad, si es o no cierto que ese medio sea el único, el último recurso posible”. Muere acribillado.
Eran las 17.30 del 21 de agosto de 1971 cuando salió de su casa. Dos horas después lo trajeron de vuelta, muerto, íntegro en su tanto amor a los bolivianos y víctimas de tamaña violencia. Había ido a ayudar a la gente del pueblo. Era la tarde de violencia y resistencia. Banzer Suárez tomó el poder a “sangre y fuego”. Bolivia toda se estremeció, sobre todo por las numerosas víctimas inocentes de ese golpe de Estado.
Atendiendo a un pedido clamoroso de la Cruz Roja Boliviana, el padre Mauricio fue a socorrer a los heridos que yacían en la calle. Iba en una camioneta cubierta con la bandera de la Cruz Roja, acompañado de un médico y de una enfermera.
Se acercó hasta los heridos en medio de los disparos y una bala mortal le atravesó el pecho. Cayó de su vehículo y quedó tirado en la calle... Se desangró. Intentaron socorrerle, pero el fuego de los fusiles y las ametralladoras era constante. Cuando oscureció pudieron retirar su cuerpo, pero ya sin vida. Tenía 49 años, de los cuales, 19 había pasado en Bolivia. Se pudo constatar 32 impactos de bala sobre su camioneta. Esto quiere decir que su heroica muerte no fue un accidente causado por una bala perdida.
El recuerdo imperecedero de Mauricio ha de quedar vivo para siempre en la historia de Bolivia, su patria de adopción. Por su vida y por su muerte, por su palabra y su acción, por su pensamiento y por su testimonio se le ha de recordar siempre como modelo de hombre, de sacerdote, de sociólogo y de revolucionario. 
Está claro que su muerte no fue un simple accidente ni una pura casualidad ni un destino fatal, un martirio. Además, él vivió consecuente con sus principios y su lógica de servir a los sencillos. Tal vez Mauricio tuvo la muerte que él mismo deseó. Murió heroicamente porque supo vivir cada día la heroicidad de darse sin límite en favor de la liberación de las personas. Murió en un acto de servicio porque su vida fue una entrega constante hacia los demás. Murió en un gesto extraordinario de caridad porque la vivía cada día en los pequeños actos de solidaridad.

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