Fuente:
Boquerón: diario de campaña. De ANTONIO ARZABE REQUE. // Foto: Camiones en la Guerra del Chaco.
Día trágico para los defensores de Boquerón. Ha caído prisionero en manos del
enemigo un sargento del Regimiento 14 de Infantería. Después de torturarlo
inmisericordemente y de obtener de él algunos datos referentes a nuestras
posiciones, lo han devuelto hacia nuestras trincheras con los ojos vaciados. El
infeliz andaba dentro de la maraña del monte dando tumbos y tropiezos en
los troncos de los árboles. Conducido por los nuestros, ha declarado que le han
sacado, por medio de torturas, algunos datos del que se halla totalmente
remordido y pide a gritos que se le dé muerte:
—¡Soy culpable! ¡Soy el ser más inservible! ¡Debo morir! ¡Compañeros dadme un
fusil por favor...!
— La desesperación de aquel muchacho va en aumento...
Sus manos se retuercen de desesperación, dolor y remordimiento.
El lugar donde está de pie, se va cubriendo de sangre que sale de las cuencas
vacías, un líquido bermellón cubre su rostro cubierto de sangre coagulada. Se
retuerce... y, busca con la mano a alguno que le tome. Los que espectan aquel
cuadro de
barbarie, están mudos de terror y de rabia. No saben qué hacer. El sargento
quiere llevarlo ante el comandante; pero, otros, se apiadan de aquel desdichado
y sugieren darle un fusil; lo toman del brazo y lo llevan dentro de la maraña
del monte.
Luego, se oye un disparo. El soldado se ha suicidado. Allí mismo se abrió un
pequeño hoyo en el que le dieron sepultura...
Tampoco tiene éste, una cruz que le recuerde.
No ha pasado ni una hora de este acontecimiento, cuando se siente un fuego
graneado sobre el sector del Capitán Manchego. Este oficial, enardecido por el
fragor del combate se cuida poco y sale apresuradamente de su puesto de
comando, cuando vuelve; un proyectil de mortero y una ráfaga de ametralladora
lo tienden para siempre en el suelo, junto a otros. Su estafeta da la alarma
por la muerte de su Capitán. Llevado al puesto de socorro entre los últimos
estertores, muere con los ojos abiertos...
En esta misma mañana, caen los tenientes Alfredo Vargas y Juan de Dios Guzmán.
Este último del Regimiento Campos.
El combate se generaliza, se cree que será el asalto final. El tiroteo se hace
tan nutrido, que es una inmensa tostadera. El sargento que hace un momento se
suicidó, había dado los detalles de nuestras posiciones y ahora se dejaban
sentir los efectos que produjo la imprudente información. Caen heridos varios
oficiales. Entre ellos, Dávila, Peñaloza y López Sánchez.
Este último presenta una herida bastante grave, tiene un proyectil en el
pulmón...
Ha calmado el fuego después de dos horas de intenso tiroteo. Prosiguen ahora la
obra de destrucción, los morteros y los tiros de artillería. Hacia el sector
del teniente Pardo, el enemigo se ha acercado demasiado, tal que se ha
atrincherado en un bosque muy próximo desde donde hace fuego sin interrupción,
todo el día. Ráfagas cortas dirigen sus tiros al centro del fortín. El tableteo
se convierte en pesadilla. Todos buscan al tirador de la fatídica pieza que se
encuentra, seguramente, bien mimetizada. Los árboles son observados con
anteojos de campaña y se descubre al enemigo que está sobre un árbol
bastante grueso. Se emplaza una ametralladora pesada y se ofrece el anteojo al
tirador de la pesada, para que pueda precisar los disparos de su pieza;
mientras el oficial le describe el lugar donde se encuentra el enemigo. El
tirador, luego de
observar detenidamente el bosque, consigue descubrirlo y exclama gozoso: “Visto
mi Teniente.” Dirige su pieza con su cinta de proyectiles, y cuando el otro
dispara una ráfaga, suena a su vez la ametralladora boliviana, y se ve que el
tirador y
sirvientes, quedaron colgados en las ramas del árbol hasta que el primero
pronto cayó al suelo como una bolsa. La pieza debió sufrir deterioros, porque
desde ese momento se apagó la música infernal del tableteo.
Hace dos días que aviones paraguayos nos visitan diariamente. Primeramente
esperan que nuestros aparatos retornen a sus bases para poder sobrevolar sobre
nuestras posiciones, y al hacerlo, nos envían andanadas de proyectiles. Nuestra
única pieza antiaérea está descompuesta; se atascó un proyectil y no la pueden
habilitar. A las tres de la tarde vuelve a
presentarse el avión paraguayo, o mejor dicho, los aviones paraguayos que son
dos, de un color plomizo. Son biplanos.
Probablemente de la misma marca que los nuestros o por lo menos, del mismo
tipo; sólo se diferencian en el color y en la bandera que llevan. Uno de los
aviones se dirige hacia Yucra mientras el otro, vacía sobre Boquerón las cargas
de sus ametralladoras, y una vez que ha terminado su misión, se dirige hacia
Isla Poí. El que se dirigió a Yucra ha sido atacado por uno de nuestros aviones
que le tiene debajo y le va disparando sin interrupción. El aparato paraguayo
va perdiendo altura,
pasa por las posiciones del reducto de Boquerón casi por encima de los árboles.
Nos parece que cayó a poca distancia; pues tomó la dirección de Isla Poí,
siempre seguido por nuestro avión; al poco rato se siente en el espacio el
ruido del motor que se acerca. Es nuestro avión que después de dar una vuelta
por las posiciones bolivianas, se dirige a la base de Arce...
El aparato paraguayo esta vez también fue derrotado... (Dentro de poco,
comprobaríamos que el aviador había sido herido en el brazo derecho, y que su
máquina sufrió serios desperfectos).
Nuestra situación dentro del reducto ha empeorado; a la falta de víveres,
munición y agua, se ha sumado el hecho de que todos nuestros puestos de comando
están ubicados por los morteros, lo que hace imposible permanecer dentro de
aquellos.
Nuestros oficiales prefieren estar en las trincheras junto a sus
soldados...
A las seis de la tarde ha conseguido entrar dentro del fortín, una fracción de
cuarenta hombres al mando del teniente Grosberger. Traen cada uno, una pequeña
bolsita de víveres y charque. Estos soldados al verse dentro del fortín, piden
que se les dé de comer... Ironía del destino! Nos piden de comer, cuando hace
días los mismos defensores del reducto no han probado bocado!... Hay entre
ellos un oficial que dice ser baqueano en el monte. Se llama Subteniente Germán
Busch. Es delgado, de buena estatura. Tiene el cabello un poco ensortijado.
Charlan con otro oficial del reducto. Después de recibir el parte respectivo,
el coronel Marzana ordena que la fracción vuelva a su base, ya que el aumento
de tropas en Boquerón, donde todo escasea, se tornaría más peligroso.
A las siete de la noche, esa tropa vuelve; pero para entonces la entrada que
ellos creyeron abrir, se volvió a cerrar. No fue más que un ardid del enemigo.
La consigna era dejar entrar pequeñas fracciones y no dejar salir de Boquerón a
ninguna.
Es así que cuando las tropas del teniente Grosberger quisieron salir, el
enemigo ya los esperaba bien atrincherado. Un nutrido fuego de fusilería hizo
que las tropas no atinasen a “pechar” el monte o regresar. Optaron por el
primero, pero
muchos debieron caer en el campo de combate y otros cayeron prisioneros... Los
que se salvaron, tuvieron que vagar por el monte espinoso y recién al día
siguiente pudieron salir al Puesto Ramírez, con la ropa totalmente destrozada y
la piel desgarrada por las carahuatas que abundan en el interior de la maraña.
Hoy ha podido llegar el soldado que viera morir al Capitán Victor Ustárez, del
que en capítulos anteriores se ha mencionado su hazaña. Ha tenido que arrastrar
sus piernas heridas en una distancia de más de tres kilómetros. Está totalmente
agotado.
Se lo han llevado al puesto de emergencia y allí, entre lágrimas, cuenta lo que
ocurrió. La noticia de la muerte del Capitán ha tenido efectos desmoralizadores
entre la oficialidad y la tropa del Regimiento Campos. Era amigo de todos, y
todos lo apreciábamos como a un hermano.
Mientras tanto, el hambre dentro del reducto de Boquerón es de tal manera; que
se ha dado fin a los mulos del Escuadrón del teniente Faustino Pardo. El último
ha sido carneado, y, ni el cuero se ha desechado. Un soldado, comentando,
decía:
— ¡Bah!... El cuero cuando se lo hierve, se vuelve como cola; con un poco de
sal o azúcar, es algo parecido a la gelatina que sirven en las pastelerías de
nuestras ciudades...
Otros soldados que no han tenido la suerte de que les toque un trozo de carne
de mula o un pedazo de cuero, van buscando por dentro del monte y en la que fue
cocina, algunos huesos desparramados. Uno de ellos ha encontrado unas pezuñas y
varios huesos, que los mete en su morral como si robase los restos de una
comida mejor en otro tiempo. Los lleva hacia el monte. Allí cava un hoyo
profundo, donde se mete. Vuelve a salir. Recoge un poco de leña y cubriéndose
con una frazada enciende un fuego, extrae una caramañola pila que contiene
agua; la vierte dentro de una pequeña lata y en él los huesos que ha recogido y
espera; espera que el líquido se torne un poco grasoso, mientras él va atizando
el pequeño fuego.
Después de media hora de hacer hervir el hueso, lo saca. y se prepara a darse
un banquete, “un caldo suculento” ¿A la que? ¡Se puede llamar a la “huancaina”,
o a la “italiana”...! Pero, en fin sin darse cuenta, el pobre defensor de
Boquerón, se ha suministrado para sí una buena dosis de calcio, que por otra
parte llenará por lo menos su estómago vacío que se retorcía de hambre.
Satisfecho, ahora se dirige a su posición, donde reanuda su labor de
vigilancia. Esta labor se ha convertido en una cosa normal.
Se ve deambular dentro del bosque soldados que, con sus cuchillos o con
cualquier pedazo de hierro, van tanteando la tierra en busca de una raíz
tuberosa que tenga sustancias feculentas que les sirvan para aplacar el hambre
y la sed que les devora... Los defensores de Boquerón, vuelven a la edad de la
barbarie... Sus instintos, sus cualidades y todas sus
facultades, han hecho regresión a aquellos tiempos primitivos... Viven en una
caverna que es su cueva o su trinchera; visten de harapos que hacen las veces
de la piel de los animales de la prehistoria; comen y se alimentan de raíces,
desperdicios de la naturaleza, y en vez de agua, beben hasta su orín, y su
instinto de matar se ha refinado de tal manera, que son verdaderos artistas.
Sus víctimas en su mayor parte llevan la señal de su pericia; es decir, un
disparo entre ceja y ceja...
¡Cuántos de aquellos a quienes se envía una bala, harán que lleven una
maldición hasta la fosa...! Metrallas, explosiones, que destrozan las vísceras,
balas que levantan la tapa de los sesos, heridos que se revuelcan en la
podredumbre de la gangrena, ojos que avizoran la impenetrabilidad del bosque en
busca de su víctima... Polvo, mugre, lamentos de dolor, gritos de rabia y de
maldición... Este es el cuadro tétrico de Boquerón... Todo aureolado por un
bosque que ronca, que aúlla, que truena y por último que destroza y mata...!
¿Quién reconstruirá lo que se ha destrozado y destruido...? ¿Quién devolverá lo
perdido? ¿Quién hará que vuelva todo lo que se fue.. .? ¡Nadie! ¡Nadie, Dios
mío! Y sin embargo, van muriendo hombres que podían ser útiles para el trabajo
honesto del campo, de las minas y de las ciudades... ¡Total, cientos de heridos
y decenas de muertos... Cientos de inútiles y decenas que ya no volverán...!
Son las nueve de la noche. Nuevamente se siente en el sector del teniente
coronel Luis Cuenca el tableteo de las metrallas y el graneado disparo de la
fusilería. El enemigo concentra su fuego de artillería en ese sector. Se ve en
el monte que la tropa paraguaya se acerca haciendo saltos. Los nuestros salen a
sus troneras y observan cómo se van acercando los pilas.
Quieren aprovechar de la oscuridad de la noche para probar si pueden romper la
línea de defensa.
La oscuridad no es motivo para que aquellos soldados acostumbrados a los elementos
y a todas las circunstancias de la naturaleza, vean la proximidad del enemigo y
de su avance. Se pierden los cuerpos en el suelo. La artillería ha cesado,
mientras dos ametralladoras van disparando hacia las posiciones bolivianas;
mas, éstas permanecen mudas esperando la proximidad del enemigo. Ya se
encuentra a quince pasos de las trincheras del fortín cuando de un momento a
otro, una orden trasmitida por medio de un silbido agudo, ha dado la señal. Es
entonces que cuarenta bocas de fuego esparcen en el monte su reguero de plomo,
produciendo un alarido de muerte y desesperación. Los nuestros, ante la
inminencia del peligro que significaba la proximidad del enemigo, han calado
sus bayonetas y esperan la irrupción de los pilas. Unos han saltado
dentro de las posiciones; pero éstos han sido acuchillados por los defensores.
Se sucede otro oleaje de atacantes; vienen como refuerzo; mas, éstos, disparan
a sus mismos compañeros, creyendo que son bolivianos. Se diezman entre ellos;
pero,
al darse cuenta, ya es tarde. Muchos, muchos han muerto entre el fuego y el
cuchillo. Las bajas paraguayas deben ser desastrosas, porque se oye una orden
en guaraní y aquel asalto que parecía el principio de nuestra ruina, fue
disminuyendo poco a poco en intensidad, hasta que sólo se sintió en el campo
los lamentos y ayes de dolor de los heridos paraguayos que habían quedado
abandonados en el campo por sus compañeros. Los nuestros, después de haberse
cerciorado que los pilas se habían retirado, salieron en busca de munición y de
algo de comer. Estos eran “ricos” en municiones; pues, cada uno tenía por lo
menos ciento cincuenta cartuchos de guerra. Las armas que dejaron reemplazaron
a las nuestras, que por el uso tenían los cañones ya dilatados.
Luis Cuenca se portó en esta nueva oportunidad en forma valiente y singular.
Por su actuación y por la serenidad de su comportamiento, supo ganarse un
apretón de manos del jefe del reducto, otro tanto fue felicitada la tropa.
Boquerón continuaba con el brazo y el arma listos para su defensa. No importa
que el ataque sea de día o de noche; pero el valor defensivo siempre está
alerta sin importar las deficiencias ni las condiciones adversas en que le ha
puesto la naturaleza...
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