Imagen: La Patria de Oruro. / Por: Joaquín Loayza Valda / Sucre, 4 de marzo de
2009. / Extraída de www. geograficasicre.8m.net
Como todas las revoluciones, la revolución en Charcas
precisó de la concurrencia de dos factores imprescindibles para su realización:
primero, aquellos relacionados con las condiciones materiales para la
existencia del hombre y la sociedad y, segundo, los que se refieren al
desarrollo de la conciencia del hombre sobre sí mismo, acerca de la sociedad y
con la naturaleza. Los primeros tienen que ver con el estado de desarrollo o
atraso de las relaciones sociales de producción y las fuerzas productivas, es
decir: la riqueza de las naciones, los procesos productivos, el intercambio
comercial interno y externo, la capacidad de consumo de la sociedad, la
división social del trabajo, la satisfacción de las necesidades vitales de la
población, etcétera, etcétera. Los segundos, en cambio, están relacionados con
el estado de desarrollo o atraso del concepto que el hombre posee acerca de sí,
de su misión respecto a la naturaleza, de su ubicación en la sociedad, de la
justicia, de la igualdad, la paz, la democracia, el bien común, etcétera,
etcétera, pero, ante todo, respecto de la libertad civil como fundamento de su
existencia como individuo dentro de la sociedad organizada como entidad
política, es decir, como Estado.
Estos factores, empero, no suelen ordinariamente concurrir a
un mismo tiempo en la concreción de un acto revolucionario, corresponde a los
factores materiales anticiparse a los factores subjetivos o de conciencia. Esto
explica por qué, a pesar que una sociedad se encuentre sometida a las
condiciones de atraso más evidentes de unas determinadas relaciones sociales de
producción, incluso bajo formas de gobierno tiránicas o excepcionales, la
posibilidad de un cambio revolucionario sea incierta o imposible sin la
concurrencia real de una vanguardia social y de una dirección política que,
bajo la orientación de un programa ideológico y político y sobre bases
concretas de organización política y, en su caso, también militar, conduzca a
la sociedad hacia formas de organización económica y política superiores
capaces de alcanzar, así sea temporalmente, el bien común.
Uno de los temas trascendentales de toda revolución, como la
acaecida en Charcas en 1809, tiene que ver entonces con la formación de una
vanguardia política capaz, entre otras cosas, de elaborar una concepción
ideológica de la realidad económica y social imperante, de trasuntarla en un
programa de realizaciones políticas y de concretarla a través de un modo
preciso de organización revolucionaria. Estas tareas, que en la actualidad se
realizan a través de los partidos políticos y, subsidiariamente, por medio de
los órganos de presión social, como los sindicatos y otras organizaciones de la
sociedad civil; fueron realizadas en los años de la administración del Estado
monárquico, en las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, por
las logias secretas, las sociedades patrióticas y las entidades académicas,
como la Universidad Mayor, Real y Pontificia de San Francisco Xavier de
Chuquisaca en el caso de la revolución en Charcas.
Por todo lo afirmado, para comprender con precisión la
influencia que ejerció la Universidad de San Francisco Xavier en la realización
de la revolución en Charcas y su contribución a la revolución americana, por
una parte, y a la revolución burguesa universal, por otra, corresponde analizar
el hecho insurreccional de Mayo de 1809 desde tres puntos de apreciación:
primero, respecto a la importancia histórica, económica, política y social de
la revolución americana; segundo, considerando la realidad de las relaciones
sociales de producción vigentes en Charcas y, tercero, a partir de la
comprensión de la formación de la conciencia política que posibilitó la
insurrección popular, la guerra de liberación y la creación del Estado
nacional.
IMPORTANCIA HISTÓRICA, ECONÓMICA, POLÍTICA Y SOCIAL DE LA
REVOLUCIÓN AMERICANA.
Es fundamental destacar que la revolución en Charcas sólo puede
explicarse en el contexto histórico, económico, político y social de la
revolución que posibilitó la independencia de los Estados americanos que
formaron parte de la administración colonial de la monarquía española, tanto
porque fue en la ciudad de La Plata, hoy Sucre, capital de la Audiencia de
Charcas, donde se inició el proceso revolucionario americano el 25 de Mayo de
1809, cuanto porque comparte de manera expresa sus objetivos y realizaciones y
porque a su culminación se concretó el acto final de la revolución americana:
la constitución del Estado nacional boliviano como república independiente y
democrática el 6 de agosto de 1825.
Acerca de la revolución americana debe subrayarse su doble
naturaleza conceptual: universal y particular a un mismo tiempo, sobre la base
de una resolución dialéctica que le permitió integrar a la sociedad
iberoamericana al destino histórico del capital, en su proceso de desarrollo
comercial, industrial y financiero; y, asimismo, alcanzar estas realizaciones
universales con soberanía e identidad nacional y cultural. Por esto, la
revolución americana no pudo ser sino parte fundamental de la revolución
burguesa universal, la consecuencia y el sustento de la libertad civil y la
concreción plena del Estado nacional, democrático y republicano. Corresponde
aquí hacer hincapié en la circunstancia que el propósito dominante de
organización política de la sociedad americana, salvando algunas excepciones,
como las experiencias monárquico-constitucionales en Haití, México y Brasil; se
orientaron necesariamente hacia la organización de la sociedad en Estados
republicanos, unitarios o federados, pero, siempre democráticos. Por otra
parte, en la realización de la revolución americana, como una consecuencia del
espíritu esencial de la revolución burguesa, prevaleció el principio de la
libertad civil materializada en el ejercicio de la ciudadanía y, por tanto, en
la sublimación del individuo como Estado, con todos sus derechos y sus
obligaciones y con sus reivindicaciones encaminadas hacia el bien común
sustentado en el desarrollo tecnológico, el comercio mundial y la integración
cultural, es decir, en la construcción del Estado como realización ética del
individuo.
Lo expresado precedentemente nos permite inferir que el
sujeto histórico de la revolución americana no fue otro que la burguesía
establecida como una vanguardia social capaz de constituir una dirección
política del proceso revolucionario y, por lo mismo, de sentar su hegemonía en
la nueva sociedad dividida también en clases. Esto nos conduce a concluir que
la influencia de la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca no se
precisó únicamente sobre los acontecimientos históricos de la noche del 25 de
Mayo de 1809, sino, la impronta histórica de la academia platense, como la de
otras instituciones académicas de la América Hispana, se reveló en un episodio
de carácter continental, constitutivo de una revolución de dimensiones
universales, que posibilitó que toda la sociedad iberoamericana hiciera suyo el
programa ideológico, político y organizativo pergeñado por intelectuales,
comerciantes, propietarios e industriales burgueses y se movilizara en idéntico
sentido histórico que la revolución norteamericana y la revolución francesa.
Sin embargo, como ya se tiene afirmado, la revolución
americana debe comprenderse también en su dimensión particular, es decir, como
la realización específica de los objetivos, las concreciones y las proyecciones
de la revolución universal burguesa en América.
Acerca de este asunto debe anotarse que la revolución
americana se inició, desarrolló y culminó como un movimiento de liberación
nacional orientado a subvertir el orden social y económico sostenido por la
administración colonial de la monarquía española. Su propósito no fue otro que
establecer las condiciones políticas, económicas y jurídicas que posibilitaran
el pleno ejercicio de las libertades civiles y los derechos y obligaciones de
ciudadanía para la burguesía criolla y mestiza. A este respecto, es importante
señalar que el establecimiento de la burguesía en América se remonta al momento
inicial de la conquista, cuando la monarquía española transplantó desde Europa
el modo de acumulación originaria de capital y generó gradualmente las
condiciones jurídicas y políticas para el desarrollo pleno del capital. El
comienzo de aquel transplante lo constituyen las capitulaciones de
descubrimiento, conquista y poblamiento suscritas entre la corona española y
emprendimientos particulares que se obligaban a realizar cualquiera de los
actos antes expresados a cambio de una concesión traducida en ventajas
económicas y políticas. La consecuencia de la realización de estos actos
jurídicos fue la instauración del régimen de encomiendas que, como se conoce,
fue limitado primero y extinguido después por las leyes nuevas. El
descubrimiento de importantes recursos naturales en diversos puntos geográficos
del continente y la consiguiente organización de la producción, circulación,
cambio y consumo de los bienes producidos propició el surgimiento de una
burguesía relacionada con el comercio interno y externo, la industria,
principalmente la minera; el préstamo de dinero, generalmente proveniente del
cobro de la contribución indigenal; y la agricultura. Esta burguesía, en el
lapso comprendido entre la conquista y la insurgencia revolucionaria de 1809,
se desarrollo gradualmente en tres sentidos: primero, alcanzó un incuestionable
poder económico; segundo, evolucionó desde su condición de emigrante hacia el
criollaje y el mestizaje, es decir, fue cada vez más americana y menos
española; y, finalmente, alcanzó importantes niveles de influencia política: en
los cabildos eclesiástico y secular, en las academias universitarias, en los
foros profesionales, en la judicatura, en la milicia, etcétera, hasta el límite
en el que la administración colonial constreñía su pleno ejercicio de la
libertad civil, entonces, incapacitada legalmente para su acceso a las
funciones de alta responsabilidad política no tuvo otra alternativa que
insurreccionarse como vanguardia de un movimiento que incluía a vastos sectores
de la clase media y el campesinado indígena.
Desde luego que el rol de la universidad en la formación de
esta burguesía fue de primer orden, no sólo porque en sus aulas se educaron los
intelectuales que desarrollaron, promovieron y defendieron su programa
ideológico y político, sino, por su contribución a la creación de una
conciencia de identidad nacional y cultural en la sociedad americana. En
efecto, correspondió a las academias universitarias contribuir a la transformación
de la conciencia primigenia de la sociedad americana, aquella conciencia
sincrética establecida entre el conocimiento indígena, sus paradigmas
filosóficos, científicos y culturales con el conocimiento y los valores
culturales que trasladaron los conquistadores españoles a estas tierras,
arrancándolos de la conciencia, también sincrética, de sus tradiciones
católicas, musulmanas y judías. Este proceso, como se conoce, sólo fue posible
a través del conocimiento, estudio, apropiación y difusión de la escolástica
aristotélica, renovada y adecuada por la Iglesia Católica a sus propósitos
ecuménicos, que llegó a América a través de sus universidades expresando las
doctrinas del tomismo suarístico y finalmente, en las postrimerías del periodo
colonial de nuestra historia, a través de la ilustración. El resultado de este
proceso no fue otro que la transformación del modo comunal y comunitario de
percibir la realidad social y económica hacia la sublimación del individuo, a
través de la libertad civil, como Estado nacional, republicano y democrático.
LAS RELACIONES SOCIALES DE PRODUCCIÓN VIGENTES EN CHARCAS.
Toda revolución, para ser verdadera, no tiene otra
alternativa que concebirse, desarrollarse y concretarse en la realidad
económica y social y, para que esto sea posible, debe plantearse como objetivo
supremo a alcanzar: la transformación de las relaciones sociales de producción
y el desarrollo de las fuerzas productivas sobre la base del logro del bien
común. Todo acto insurreccional que transite en sentido contrario o no posea la
capacidad de lograr aquellos objetivos no puede reputarse una revolución
verdadera.
Cuando se produjo la revolución en Charcas el orden
económico y social que la administración colonial española estableció en el
territorio de Charcas se encontraba culminando un grave proceso de deterioro y
declinación. Para comprender esta afirmación es importante conocer, así sea a
través de una somera revisión, el modo cómo se estableció y desarrolló este
sistema económico y social.
El punto de partida no fue otro que la transferencia formal
y expresa de la soberanía que el inca ejercía sobre todas las relaciones
sociales de producción a favor de la monarquía española, enseguida, sobre la
base de la asimilación de algunas instituciones indígenas y otras provenientes
del derecho castellano, se definió el régimen de posesión y propiedad de la
tierra, el dominio sobre los recursos naturales, el sistema de recaudación de
tributos, tasas y otras imposiciones, las regulaciones laborales, la jurisdicción
y competencia de los tribunales y las normas destinadas a la administración
central y local y, finalmente, se sentaron las bases para la producción
industrial de los minerales de plata, especialmente en Potosí. La explotación
de la plata potosina fue un sustento económico imprescindible para el
sostenimiento de la administración colonial española, no sólo por toda la
riqueza que transfirió a la monarquía española y al continente europeo todo,
entre los siglos XVI y XVIII, sino, porque sobre sus excedentes productivos se
estableció un mercado interno, de dimensiones continentales, que posibilitó la
existencia de diversas regiones especializadas en los bienes que la industria
de la plata precisaba para su desarrollo. En efecto, en cuanto los
colonizadores españoles tuvieron bajo su dominio los yacimientos mineros
organizaron un complejo sistema de explotación, producción, circulación, cambio
y consumo con dos destinos: primero, el mercado europeo, para cuya concreción
el mineral era transportado desde los yacimientos mineros a través de los
puertos del Pacífico hacia España y desde allí hacia otros mercados de Europa,
principalmente Alemania, Holanda e Inglaterra; y, segundo, el mercado interno
de un vasto sistema regional que integraba al territorio de la Audiencia de
Charcas el sur del Perú, el norte chileno y el norte de la Argentina.
Las consecuencias de este proceso productivo y comercial
pueden resumirse en las siguientes: primera, su concurrencia al mercado mundial
posibilitó, entre otros aspectos y aunque no fue su única causa, la realización
de la Revolución Industrial; segunda, la estructuración del mercado interno
propició la especialización regional del trabajo relacionado con el comercio,
la industria, la artesanía, la agricultura, la ganadería, etcétera, etcétera;
tercera, estableció las condiciones para la innovación tecnológica,
especialmente con relación a la minería y, cuarta, promovió la división social
del trabajo, conforme a las condiciones de evolución del mercantilismo hacia el
capital y de acuerdo al desarrollo desigual de las fuerzas productivas, con la
presencia de una burguesía, principalmente minera, comercial y agrícola; una
clase media constituida por pequeños propietarios agrícolas, industriales,
empleados de la administración colonial, artesanos e intelectuales, aunque una
inmensa cantidad de estos provenían de las familias más importantes y
acaudaladas de la Audiencia.
La base de esta estructura social estaba conformada por el
campesinado indígena, cuyas relaciones económicas, sociales y políticas se
regían por una normatividad especial del derecho indiano que, entre otros
aspectos, regulaba su trabajo obligatorio en la mita minera, en los obrajes, en
la propiedad agrícola o en las tierras de comunidad y los obligaba al pago de
una contribución establecida en razón de su procedencia étnica. Los campesinos
indígenas no fueron trabajadores libres, sin embargo, es importante señalar que
ya en el siglo XVIII aparecieron en los centros de producción minera,
especialmente en Potosí, los mitayos de faltriquera, quienes por diversas
razones, principalmente de orden económico, radicaban permanentemente en las
minas, supliendo las plazas faltantes de mitayos o cubriendo una demanda
efectiva de fuerza laboral, trabajando, en condiciones de trabajadores libres,
a cambio de un salario.
Para finalizar, debe señalarse que a la cabeza de esta
pirámide social se encontraban los máximos representantes de la administración
colonial de la Audiencia de Charcas, todos, salvando excepciones, de origen
peninsular y algunos de ellos integrantes de la nobleza española.
Toda esta estructura de producción minera, capaz de
contribuir de manera decisiva a la realización de la Revolución Industrial y de
propiciar un vasto mercado interno de producción, circulación, cambio y consumo
de bienes no pudo ser posible sin la existencia de una mercancía que, siendo
gratuita o escasamente retribuida, posea además la capacidad de reproducirse
una y otra vez en una infinidad de realizaciones de intercambio generando
riqueza. Esta mercancía no fue otra que el trabajo indígena. La apropiación del
trabajo indígena para la generación de capitales para el desarrollo minero, el
comercio y el sostenimiento del sistema de administración colonial se verificó,
entre otros medios, a través de la mita minera y la contribución indigenal.
La mita fue un sistema de trabajo obligatorio, que los
españoles asimilaron de los incas, que consistía en la prestación de mano de
obra minera, aunque se aplicaba también a otras obras públicas, a cambio de un
salario semanal de dos reales. Para su ejecución, algunas parcialidades
indígenas, generalmente del altiplano, estaban obligadas a enviar a las minas
de plata, especialmente a Potosí, una cantidad de indígenas en edad de
trabajar, entre los dieciocho y cincuenta años, para realizar el referido
servicio por el lapso de un año, ejecutando las faenas mineras durante una de
cada tres semanas. Esta forma de trabajo, que fue objeto de controversias
acerca de su vigencia, reforma o abolición fue curiosamente abolida tres veces:
por las Cortes españolas reunidas en Cádiz en noviembre de 1812, por el general
Manuel Belgrano en 1813 y por el general Simón Bolívar en 1825.
La contribución indigenal, asimilada también de las
imposiciones que los naturales debían a sus autoridades, los incas entre ellos,
fue establecida por la administración colonial a través de la Ley I; Título V;
Libro VI de la Recopilación de las leyes de los reinos de las indias y
constreñía a los indígenas al pago, generalmente en especie, de una cantidad de
su producción, dos veces al año, como expresión de su obediencia y vasallaje al
rey español. Debe aclararse que esta no era la única contribución que los
indígenas cancelaban al erario colonial, estaban obligados también a la
cancelación del diezmo a la iglesia, conforme lo prescribía la Ley IX; Título
XVI; Libro I de la citada recopilación. Asimismo, debe aclararse también que
esta política tributaria, durante la segunda mitad del siglo XVIII, fue
reglamentada por la Real ordenanza para el establecimiento e instrucción de
intendentes del ejército y provincia en el Virreinato de Buenos Aires, sin
ninguna modificación esencial y continuó haciéndose efectiva durante la
república, con muy escasas modificaciones, hasta el siglo XX inclusive. La
recaudación de la contribución indigenal se realizaba por el Estado a través de
los alcaldes ordinarios en las ciudades y los subdelegados para los pueblos de
indios, quienes delegaban a su vez esta función a los gobernadores y a los
alcaldes de los naturales. Del total recaudado un noventa y seis por ciento se
destinaba a subvenir los gastos de la administración colonial y el restante
cuatro por ciento se reconocía a los cobradores de la contribución indigenal.
Corresponde destacar aquí lo siguiente: primero, que por la concurrencia de los
cobradores al mercado de bienes de consumo el tributo en especie se
transformaba en dinero y, segundo, que el quantum asignado a los cobradores
generalmente era invertido en el comercio, en la venta de dinero a cambio de
intereses y a la adquisición de propiedades agrarias para su renta, lo que implicaba
la transformación de los valores de uso en valores de cambio, o sea, la
apropiación del trabajo indígena generaba, por la actividad de los cobradores
de la contribución en el mercado, las condiciones que hacen posible la
existencia del capital.
Sin embargo, como toda obra humana, al concluir el siglo
XVIII y comenzar el siglo XIX este sistema de producción sustentado en la
producción de la plata, en la apropiación del trabajo indígena, capaz de
contribuir al desarrollo de la economía mundial, que posibilitó la construcción
de un gigantesco mercado interno fundado en el establecimiento de un sistema
regional de producción agrícola, industrial y comercial devino, por efecto de
las innovaciones tecnológicas propiciadas por la Revolución Industrial, el
descubrimiento de nuevos yacimientos de plata en otros lugares del planeta, el
descenso del precio de la plata, el incremento de los costos de la producción
minera sustentada en la mita, etcétera; en un estado de crisis y agotamiento
que pronto degeneró en el desorden social, en las rebeliones indígenas, las
sublevaciones mestizas y, finalmente, cuando la crisis alcanzó los límites de
la realización política la sociedad no encontró otro camino que la revolución,
una revolución que aspiraba la ejecución de las reivindicaciones y objetivos de
una de las elaboraciones más importantes del sistema de producción colonial: la
burguesía criolla y mestiza.
LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA POLÍTICA EN CHARCAS.
Toda revolución es un proceso que puede extenderse por un
tiempo más o menos prolongado dependiendo de la oportunidad razonada para la
coincidencia entre las condiciones emergentes de los hechos de la realidad
económica y social y los actos políticos de una vanguardia social constituida
en dirección revolucionaria. De esta afirmación se infiere que el punto de
inflexión de toda revolución se encuentra en la organización de aquella
dirección revolucionaria y, lo que es más complicado, la formación de una
conciencia política capaz de comprender aquella realidad para su
transformación. La revolución burguesa, debido a las limitaciones que la
monarquía imponía al ejercicio de la libertad civil y, de suyo, a la formación
de una opinión pública democrática, realizó estas dos tareas recurriendo a los
modos clandestinos de organización y a su influencia en los centros
universitarios de formación académica. La revolución en Charcas se desarrolló
en este mismo sentido y, desde luego, la entidad académica convocada a
contribuir en la realización de estas tareas fue la Universidad de San
Francisco Xavier de Chuquisaca.
La Universidad de Chuquisaca fue organizada por la Compañía
de Jesús, el 27 de marzo de 1624, para formar a la juventud charqueña sobre la
base de los principios de la filosofía aristotélica y los fundamentos católicos
que configuran la doctrina de Santo Tomás, que establece a la razón como
fundamento del pensamiento para alcanzar la revelación y la gracia divina y
donde la libertad consiste en la capacidad de decidir sobre la base del
conocimiento. Como se sabe, a esta concepción del individuo, de la sociedad y
la naturaleza los jesuitas le agregaron un componente ideológico, emergente de
la situación histórica que entonces conmovía al mundo occidental, marcada por
la reforma protestante y la contrarreforma católica, que define al tomismo
jesuítico como una respuesta al protestantismo luterano y, al mismo tiempo,
como una propuesta de solución de las inquietudes religiosas, culturales y
políticas de la época. De ahí la audacia de las doctrinas de los padres Juan de
Mariana, Luis de Molina y Francisco Suárez, que exigían la necesidad que los
reyes se sometieran a las leyes y afirmaban que el regicidio era legítimo
cuando merecía la aprobación del pueblo y los hombres eminentes de la sociedad.
En el ámbito científico de este sistema de pensamiento, que si bien no
expresaba abiertas pretensiones revolucionarias, pero, tampoco resignaba el
ejercicio de la libertad civil a los estrechos límites en los que la constreñía
el orden monárquico, se educó la intelectualidad de Charcas por el lapso de
ciento cuarenta y tres años, hasta 1767, cuando Carlos III expulsó a los padres
de la Compañía de Jesús.
Al finalizar el siglo XVIII, cuando se hizo patente el
agotamiento y declinación del sistema económico y social desarrollado por la
administración colonial y cuando sus instituciones comenzaban a expresar
muestras de descomposición, las ideas de la ilustración burguesa se abrieron
paso en el ambiente intelectual y en los círculos sociales más próximos a éste.
El antecedente del que se tiene evidencia escrita como la
primera presencia de la ilustración en Charcas está relacionado con el
pensamiento y la obra de Victoriano de Villava, quien desde España llegó a la
ciudad de La Plata, el año 1790, para ocupar las funciones de Fiscal de la Real
Audiencia y al que correspondió difundir las inquietudes intelectuales de los
espíritus ilustrados de la metrópoli. Villava, que fue un crítico decidido de
la mita minera en Potosí y se lo recuerda como un defensor de los derechos de
los indígenas, dejó sobre este asunto un escrito titulado: Discurso sobre la
mita de Potosí. Sostuvo una polémica al respecto con el gobernador intendente
de Potosí, Francisco de Paula Sanz, el que a través de una publicación con el
título: Contestación, defendió a los mineros y a la mita indicando que esta era
un servicio de utilidad pública y que el indio estaba obligado a servirla por
el bien del Estado y por su propio bien. El año 1797, siguiendo el rumbo de los
ilustrados españoles Villava escribió un segundo libro: Apuntes para la reforma
de España, que circuló manuscrito, donde proponía la elección popular de los
órganos encargados de promulgar leyes, crear impuestos y vigilar su inversión,
donde señalaba que debían derogarse las atribuciones virreinales y se encargara
la administración de las colonias a las audiencias, las que debían estar
constituidas por criollos y españoles.
Además de los escritos de Villava, de suyo, fundamentales
por haberse redactado en el territorio de Charcas y para referirse a temas de
inmediata relación con los problemas charqueños, la juventud universitaria
también conoció los postulados de la ilustración a través de sus exponentes
españoles y franceses. De los primeros fueron conocidos Jerónimo de Uztáriz,
Bernardo Ward, Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, y Gaspar Melchor de
Jovellanos. De los segundos se sabe que fueron divulgados los trabajos de
Rousseau, Raynal y Filangieri. Por los ilustrados españoles la intelectualidad
de Charcas se informó de preocupaciones tales como el estado de decadencia de
la monarquía española y la necesidad de su restauración, acerca del temor
fundado en la pérdida de las colonias en América por causa de la revolución y
respecto a la importancia de la libertad civil y la democracia para restablecer
la grandeza de España y América como una sola entidad política, económica y
cultural. Los franceses, en cambio, les transmitieron el fuego filosófico de la
revolución, la necesidad de componer un sistema económico y jurídico conforme a
sus tradiciones culturales y nacionales y, sobre todo, les enseñaron que la
revolución no debía detenerse en las playas de la monarquía parlamentaria,
sino, navegar en las aguas del Estado nacional, democrático y republicano.
Bajo la premisa de estas ideas se formaron en la Universidad
de San Francisco Xavier los hombres de la revolución en Charcas y otras
regiones de Sudamérica: Mariano Moreno y Juan José Castelli, militantes de
primera línea en la revolución argentina; Bernardo Monteagudo, ideólogo y
combatiente revolucionario en Charcas, Argentina, Chile y Perú; Manuel
Rodríguez de Quiroga, protagonista de la independencia del Ecuador; Mariano
Alejo Álvarez, precursor de la revolución peruana y Jaime de Zudáñez, líder
incuestionable en Charcas, redactor de las constituciones de Chile, Argentina y
Uruguay y primer Presidente de la Corte Suprema de Justicia de este último
país.
Para precisar el grado de influencia filosófica que los
universitarios de Charcas recibieron de la ilustración y el modo cómo ellos
transmitieron sus preceptos a la sociedad para posibilitar la revolución,
corresponde analizar someramente el pensamiento escrito legado por dos de
ellos.
Monteagudo es el autor de uno de los escritos doctrinales
más importantes realizados en Chuquisaca: Diálogo entre Atahuallpa y Fernando
VII en los Campos Elíseos, que apareció y circuló manuscrito en los años
inmediatamente precedentes a la revolución de mayo de 1809, en una época de
severo agotamiento de todo el sistema colonial, agravado por las dos invasiones
inglesas a Buenos Aires, por la invasión francesa a España y todos los sucesos
que se desencadenaron a consecuencia de aquella, creando un ambiente de
inquietud y sobresaltos en toda la sociedad americana. En el Diálogo,
Monteagudo aborda el tema del derecho que el pueblo español poseía para
derrocar al gobierno impuesto por Napoleón Bonaparte faltando al principio del
pacto social e invocaba el derecho que ostentaban los pueblos de América para
derrocar al gobierno español que, por el modo como administraba sus intereses
en suelo americano, faltaba también al mismo principio. El argumento del
Diálogo se desarrolla en los Campos Elíseos, entre el Rey depuesto por
Bonaparte, muerto según se cría esos días, y el último inca, Atahuallpa,
asesinado por los conquistadores españoles tres siglos antes. Fernando VII se
encontraba consternado por el modo y por la forma como los ejércitos
napoleónicos habían destruido la institucionalidad monárquica española.
Atahuallpa, conmovido, le explica que él también había sufrido igual pena y su
imperio había corrido semejante suerte en los años de la conquista. El Rey
trata de justificar la acción de la conquista indicando que no podía compararse
con la invasión francesa al territorio de España. El Inca entonces refuta con
todos los argumentos del monarca español, para señalar, a través de la pluma de
un Monteagudo profundamente influido por los planteamientos filosóficos de Juan
Jacobo Rousseau que: “El espíritu de la libertad ha nacido con el hombre. Este,
libre, por naturaleza, ha sido señor de si mismo desde que vio la luz del
mundo. Sus fuerzas y derechos en cuanto a ella han sido siempre
imprescriptibles, nunca terminables ni perecederos. Si obligado a vivir en
sociedad ha hecho el terrible sacrificio de renunciar al derecho de disponer de
sus acciones y sujetarse a los preceptos y estatutos de un monarca, no ha
perdido el de reclamar su primitivo estado o de mirar en su dependencia el
móvil de su desgracia”.El Diálogo no fue la única obra escrita por Bernardo
Monteagudo, se sabe que en el curso de su activa vida política escribió mucho
más. Sin embargo, este documento es lo más relevante de todo cuanto pudo haber
elaborado, en virtud a que en él convocaba abiertamente al pueblo a la
insurrección, en un momento cuando las masas aún dormían el sueño de la
incomprensión de sus propios objetivos históricos.
Después de la revolución de mayo de 1809 Zudáñez fue
conducido preso a la fortaleza del Callao, en el Perú, de donde pudo salir, en
1811, para establecerse en Santiago de Chile, ciudad en la que escribió su
Catecismo político cristiano, participó en la redacción del Reglamento provisorio
de Chile y escribió un Manifiesto del gobierno de Chile a las naciones de
América. Su Catecismo político cristiano, sin desmerecer toda su producción
intelectual es, sin duda, la mejor expresión de la influencia filosófica de la
ilustración recibida por Zudáñez en la Universidad de Charcas. En el Catecismo
señalaba que la Junta Suprema de España, organizada a consecuencia de la
invasión francesa, no tenía ninguna jurisdicción en América, por tanto,
correspondía a las naciones americanas el derecho a organizar sus propias
juntas, del modo como había procedido Buenos Aires. Inspirado en el Contrato
social de Rousseauescribía: “El pueblo, que ha conferido a los reyes el poder
de mandar, puede, como todo poder, revocar sus poderes y nombrar otros
guardianes que mejor correspondan a la felicidad común”. Por lo señalado,
quedaba claro que la única fuente soberana de poder era el pueblo. Finalmente,
con el estilo que mejor expresaba a los revolucionarios de Chuquisaca,
convocaba a los chilenos a formar su gobierno en nombre del rey Fernando VII,
para concluir: “Dejad lo demás al tiempo”.
Sin embargo, como el desarrollo de la revolución no podía
verificarse únicamente en la conciencia política de la que pretendía ser su
dirección y ni siquiera en la exclusividad de su vanguardia social, sino, debía
ser asumida por el conjunto de la población, pronto se comprendió la necesidad
de la existencia de un programa de realizaciones políticas, el que, como en
todas las revoluciones triunfantes, fue elaborado como un homenaje a la
sencillez y a la eficiencia. Se reivindicó, en primer lugar, la vigencia plena
de la libertad civil, que equivalía a la independencia respecto de la monarquía
de España, y, en segundo lugar, la construcción del Estado nacional, que
correspondía a erigir una sociedad democrática donde ejercer los derechos y
deberes ciudadanos, o sea: la Patria. Acerca de estos principios hacen plena
prueba dos trascendentales documentos: La proclama de la ciudad de La Plata a
los valerosos habitantes de la ciudad de La Paz, escrito el mismo año de la
revolución, 1809, y el Acta de la independencia de Bolivia, suscrita el año
1825.
LOS ACONTECIMIENTOS REVOLUCIONARIOS.
La evidencia histórica del estado de agotamiento del sistema
económico y social establecido por la administración colonial de la monarquía
española se hizo patente, económica, social y políticamente, con la realización
de dos acontecimientos que no pueden ignorarse porque actúan como antecedentes
de la revolución en Charcas: las sublevaciones indígenas de 1780-1782 y la
insurrección mestiza de La Plata en julio de 1785. Sin embargo, a pesar de su
importancia, estos acontecimientos no alcanzaron a desarrollar una influencia
revolucionaria nacional ni universal debido, entre otras razones, a que por sus
contenidos políticos y económicos estos movimientos no lograron la capacidad de
convocar ni reunir a toda las clases sociales interesadas en la constitución de
una nación independiente en los términos y condiciones históricas de la
revolución burguesa. Los dos movimientos insurreccionales fueron dramáticamente
reprimidos y sofocados, a “ruegos y cañonazos”, para dar paso a un estado de
pacificación impuesto como prolegómeno al epílogo de la administración colonial
española en América.
Más de un cuarto de siglo se prolongó el estado de
pacificación establecido después de las sublevaciones indígenas y la revuelta
mestiza. No fue, sin embargo, un simple retorno al ejercicio del orden
establecido, sino, un periodo de asimilación y gestación de nuevas ideas, de definición
de un programa republicano de liberación nacional y de establecimiento de un
esquema orgánico con capacidad de dirección política y social. Los doctores y
los universitarios de la ciudad de La Plata, que habían alcanzado una
conciencia de la naturaleza, la sociedad y el Estado según los conceptos y
axiomas del tomismo jesuítico, que razonaban según las normas de la dialéctica
aristotélica y que conocían el principio que otorgaba a los pueblos el derecho
al regicidio cuando el príncipe faltaba a su deber de gobernar en beneficio del
pueblo, se constituyeron en el elemento intelectual capaz de recibir,
aprehender y difundir los fundamentos filosóficos y políticos de la
ilustración, de los reformadores españoles del siglo XVIII, de los pensadores
ilustrados de la enciclopedia francesa y de todo el idealismo contenido en la
realización de las revoluciones burguesas en Norteamericana y Francia.
Existe un universal convencimiento acerca de la existencia
de una vanguardia consciente, un núcleo reducido de personas que habían
alcanzado la suficiente capacidad ideológica, política y orgánica para
constituirse en dirección del proceso revolucionario. Sin embargo, la
conciencia colectiva de los habitantes de la ciudad de La Plata, especialmente
de las clases dominadas, no era lo suficientemente madura como para
comprenderlas y asumir, a partir de ellas, decisiones de dimensiones
históricas. Como todas las revoluciones, la revolución de Chuquisaca precisó de
un acontecimiento marginal, pero, lo suficientemente comprensible para
predisponer la movilización de las masas. Este acontecimiento fue la invasión
francesa a España que, entre otros efectos, produjo la abdicación de Fernando
VII, el cautiverio de la familia real en Bayona, la guerra de resistencia
popular contra el ejército napoleónico y la organización de la junta de
Sevilla, cuyo propósito no era otro que llenar el vacío de conducción política
que se había producido en España. Sin embargo, si algún asunto tuvo la
capacidad de movilizar al pueblo llano hacia la revolución fueron las
pretensiones de la corte lusitana de suplantar la autoridad de los Borbones
españoles en los territorios de los Virreinatos del Río de La Plata y del Perú,
con la complicidad de algunas autoridades coloniales, entre ellas, Ramón García
Pizarro, presidente de la Real Audiencia de Charcas.
Para la vanguardia consciente radicada en la ciudad de La
Plata la abdicación de Fernando VII, incluso su posible fallecimiento, suponía
la disolución del pacto social que se había establecido entre la monarquía
española y los habitantes de sus colonias en América y, en tal entendimiento,
el derecho que les asistía de dotarse del gobierno que soberanamente les
convenía. Para el pueblo llano este mismo asunto, las pretensiones lusitanas y
la complicidad de algunas de las autoridades coloniales implicaba proceder a la
defensa de la majestad del Rey de España. Las dos posiciones coincidían en el
punto que para renovar el pacto social o defender el trono de Fernando VII era
imprescindible derrocar a la autoridad colonial que gobernaba en Charcas.
Los hechos concretos de la revolución se suscitaron primero
entre los oidores de la Audiencia y el presidente del supremo tribunal, Ramón
García Pizarro. Los primeros, de consuno con los doctores, universitarios y
otros criollos que creían conculcados sus derechos por la administración
colonial, emprendieron la organización de una conjura abiertamente subversiva
que debía concretarse con la solicitud de renuncia del mando político y militar
del Presidente para que el tribunal se hiciera cargo de aquellas
responsabilidades hasta que el supremo gobierno dispusiera lo que legalmente
correspondiera. García Pizarro, informado de los propósitos acordados por los
oidores asumió dos decisiones: primera, solicitó refuerzos militares al
gobernador intendente de Potosí, Francisco de Paula Sanz, y, segunda, dispuso
la aprehensión de todos los oidores y los abogados Manuel y Jaime de Zudáñez.
La orden de detención impartida por el Presidente, empero, lejos de conjurar los
peligros que acechaban la seguridad de su persona y la integridad del régimen
colonial se constituyó en la causa propiciatoria del primer grito de
independencia de América, la noche del jueves 25 de mayo de 1809.
En efecto, la detención del doctor Jaime de Zudáñez, la
única persona contra la cual pudo concretarse la orden presidencial, inició el
estado de conmoción social, el pueblo ganó las calles al conocer que había sido
reducido a prisión y se reunió una muchedumbre en la puerta de la residencia
del tribunal exigiendo a gritos, rechiflas y pedradas su liberación. A
solicitud del arzobispo de La Plata, Benito María Moxó y Francoli, quien había
sido obligado por la masa a interceder a favor del detenido, y por la creciente
agitación popular que amenazaba descontrolarse Zudáñez fue liberado. El
Presidente posibilitó su liberación en el convencimiento que ella aplacaría la
ira popular, vano intento, los agitadores revolucionarios y el pueblo
movilizado con el rumor que el presidente y sus aliados favorecía el proyecto
de entregar los Virreinatos del Perú y del Río de La Plata a la corte lusitana
arreciaron la insurrección convocando, a través del toque a rebato de las
campanas de la Catedral y del templo de San Francisco, a defender los derechos
del rey Fernando VII. Alcanzado este grado de insurrección popular los oidores,
reunidos en la casa del decano José de la Iglesia, demandaron al presidente
García Pizarro la entrega de los cañones y los fusiles de la Audiencia con el
objeto de evitar un posible derramamiento de sangre, con el expreso
señalamiento que serían custodiados en el Ayuntamiento. El Presidente aceptó,
pero, cuando se entregaban nueve cañones sin sus cureñas la turba pretendió
ingresar al palacio para sacar los fusiles, hecho que obligó a los guardias a
repelerlos con disparos de fusil causando la muerte de tres personas. Este
suceso incrementó la furia del pueblo insurreccionado y, aplicando un plan de
acción acertadamente concebido, corrió la multitud a liberar a los presos que
se encontraban recluidos en la cárcel del Ayuntamiento y a procurarse pólvora y
munición para los cañones. Debido a la defensa que desde los balcones del
palacio de la Audiencia realizaban los guardias, la artillería fue instalada en
una de las esquinas de la plaza conocida como la Rumi Cruz, desde donde los
disparos, consideradas la distancia, ángulo de dirección y penumbra de la
noche; no causaban daño considerable a la solidez del edificio. En este preciso
momento del desarrollo de los acontecimientos los oidores solicitaron la
renuncia del presidente Ramón García Pizarro quien, considerando el origen real
de su autoridad, se negó a concederla. Los oidores intentaron nuevamente pero
recibieron idéntica respuesta. Presentada la solicitud por tercera vez, a las
tres de la madrugada del 26 de mayo de 1809, en la certidumbre que se
encontraba solo en su palacio, con la mayor parte de su guardia desertada y
cuando la multitud había derribado con dos disparos de cañón la puerta
secundaria del palacio, el Presidente renunció a su potestad política y militar
en manos del tribunal. El 27 de mayo Pizarro fue reducido a prisión en el
edificio de la Universidad de San Francisco Xavier.
La Audiencia Gobernadora estuvo en funciones durante siete
meses. En ese lapso confirió el mando militar al comandante Pedro Antonio
Álvarez de Arenales, organizó un cuerpo de milicias para velar la seguridad
interna y externa de la ciudad de La Plata, envió emisarios a las ciudades del
Virreinato informando acerca del propósito de los sucesos políticos y el modo
cómo se habían producido y, desde luego, cumplió con las responsabilidades
jurisdiccionales y administrativas que le correspondían. Como todas las
revoluciones, la de Chuquisaca vivió aquel periodo con la incertidumbre de
desarrollarse o perecer, en ese cabildeo que implicaba la confrontación tácita
entre los espíritus conciliadores y los que pretendían una acción más radical
y, aunque el movimiento logró evidenciar su vigor revolucionario a través de
los sucesos del 16 de julio en La Paz, esta primera etapa concluyó el 22 de
diciembre de 1809 con la llegada del brigadier Vicente Nieto para ejercer, por
nombramiento del Virrey de Buenos Aires, las funciones de Presidente de la
Audiencia de La Plata. La nueva autoridad restableció plenamente la administración
colonial en la ciudad de La Plata y, a través de una política que combinaba la
prudencia con el ejercicio pleno de su autoridad, encarceló a los principales
dirigentes de la insurrección y hacia febrero de 1810 salieron exiliados al
Perú los oidores Ussoz y Mozi y Vásquez Vallesteros, el fiscal López Andreu, el
comandante Pedro Antonio Álvarez de Arenales y el doctor Jaime de Zudáñez,
entre otros.
La insurrección de la ciudad de La Plata, hoy Sucre,
acaecida el 25 de mayo de 1809, es el inicio de la revolución americana y de la
guerra de liberación nacional que se extendió por quince años en todo el
continente. La presencia inconfundible de la burguesía americana, con su
ideología, con su programa de acción política y de organización revolucionaria;
de manera tan consistente en un acontecimiento ampliamente registrado a través
de fuentes primarias y secundarias que se conservan en archivos y bibliotecas
de América y Europa confirma ese extremo. Sin embargo, no debe olvidarse que el
privilegio que posee la ciudad de Sucre de conservar en la memoria de la
humanidad el derecho de denominarse “Cuna de la Libertad Americana” lo
comparte, con la más alta hidalguía, con su universidad, la Universidad Mayor,
Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca.
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