Por: Mauricio Carrasco / Este artículo fue publicado
originalmente en: reportajesbolivia.com / publicado en 2007.
Repica en la plaza Murillo la campana del viejo reloj del
Parlamento que anuncia un cuarto para la una de la tarde. Un grupo de
dirigentes y antiguos comandantes de los ayllus Laime y Jucumani del norte de
Potosí y sus antiguos enemigos Qaqachaca del sur de Oruro ingresa con cada
campanada a paso firme en Palacio de Gobierno.
Llevan una delicada agenda de temas que tratarán con el
Presidente de la República durante la hora del almuerzo pactado para ese día.
Pétreos y desenfadados, tienen el mandato de “hablar de
guerra para mantener la paz”.
Fue la primera vez que el grupo indígena pisó el histórico
edificio, que tantas veces disputaron caudillos y dictadores, pero que ni el
esplendor de su cúpula de vitrales, sus gradas de mármol blanco traído de París
en el siglo pasado, sus elegantes balcones coloniales o sus inmensos óleos
lograron inmutarlos, porque su misión era más importante que cualquier otro
detalle.
En el almuerzo con el Presidente, Evo Morales, un indígena
como ellos, los jefes de los ayllus más pobres del país hablaron de aquella paz
que se extravió en algún lugar de la frontera invisible que los divide, separa
y enfrenta y que requiere de 44 millones de dólares del Estado para
consolidarla, como lo establece el Decreto Supremo reglamentario de la Ley
2904, que declara prioridad nacional al Plan Estratégico Integral de Desarrollo
(Peid) de los Ayllus en Paz.
El Peid compromete ese monto de inversión en ejecución de
proyectos que beneficiarán a los pueblos de esa parte del país.
A la reunión con el Presidente– el último eslabón de una
serie de encuentros con otros niveles jerárquicos que concluyeron solo en
promesas– acudieron ese miércoles 19 de julio con sus mejores galas.
Fueron ataviados con pantalones de bayeta blanca, abarcas,
coloridos chalecos de aguayo o ponchos, ch´ullos tejidos en lana de alpaca y
pequeñas chuspas cargadas con la proverbial hoja de coca.
El encuentro concluyó con las campanas del reloj y con el
firme compromiso presidencial de atender cada uno de los puntos del Peid en un
plazo razonable.
Pero los líderes indígenas advirtieron que si bien
continuarán trabajando junto a organizaciones internacionales de cooperación,
el Ministerio de Justicia y el Defensor del Pueblo en la restauración de la
confianza entre las bases, el tiempo se agota y el peligro de enfrentamientos
“está ahí”.
10 mil muertos
Y es que en sus comarcas sopla un viento eterno que va y
viene clamando venganza o justicia por las muertes del pasado y nuevas oportunidades
de supervivencia y desarrollo para quienes lo perdieron todo.
Es un pedazo de territorio en disputa donde la pobreza
extrema reina sobre la misma Pachamama.
A la diosa de la tierra reverencian por igual los quechuas
Laime y Jucumani y los aimara Qaqachaca y sus mujeres como tributo entierran
para la buena fortuna, en la batalla o la cosecha, la placenta del recién
nacido.
Pero ni las ofrendas a la “madre tierra” han podido cambiar
el infortunio de esos pueblos, los más pobres de Bolivia, un país que está
entre los más pobres del mundo, que un mal día iniciaron una guerra total que
se extendió por 175 años y que hace solo cinco lograron alcanzar una frágil paz
que requiere de importantes recursos económicos que el Estado no posee para
consolidarla.
Esa guerra silenciosa de ayllus, donde el Estado no
intervino para imponer la paz, es entendida por los estudiosos como la práctica
del Ch´axwa (pelea en lengua aimara), una dimensión guerrera para aniquilar al
adversario mediante instrumentos y métodos ancestrales o modernos, y cuyos
orígenes se incubaron con la creación de la República, en 1825.
Con la fundación se crearon los departamentos, provincias,
secciones municipales y cantones que atentaron contra los dominios
jurisdiccionales de los ayllus, que controlaban y utilizaban territorios
discontinuos entre las altas tierras de pastoreo y los valles de las
cordilleras interandinas.
Según un estudio militar, los combates datan desde 1830
cuando se enfrentaron por primera vez y utilizaron estrategias de alianza
inter-ayllus con el fin de potenciarse numéricamente, ejercer una afectiva
presión sobre el enemigo y recuperar el que consideran su territorio.
Y en el tiempo –recuerda el ex ministro de Justicia y actual
senador de la República, Luis Vásquez– el conflicto fue alimentado por la falta
de la delimitación de tierras, por la pobreza y por los deseos de venganza.
Las batallas se extendían semanas, sin tregua ni perdón. Se
despedazaban por vengar agravios o disputando pedacitos de tierra estéril, en
estas altas soledades adonde fueron reducidos en tiempos antiguos.
La guerra de ayllus dejó entre los años 2000 y 2001, 57
muertos, más de 500 fallecidos entre las décadas de los 80 y 90, y se estima en
casi 10.000 desde el inicio de la guerra, en 1830.
Ojo por ojo
Las viudas y los huérfanos de los últimos 20 años de guerra
–según el ex senador norte potosino y constituyente electo, Félix Vásquez–
exigen vengar a sus muertos y ahora en su condición de nuevos líderes, como lo
hicieron sus ancestros, quieren repetir el ritual de la muerte como si en estas
soledades el tiempo se hubiera detenido sólo para otorgarles la gracia del
exterminio mutuo.
Los líderes originarios de los ahora “ayllus en paz” que
llegaron por primera vez en la historia del país al Poder Legislativo en las
elecciones del año 2002, admiten que “restaurar la confianza” después de la
tragedia, donde las viudas y los huérfanos reclaman venganza, es un proceso
largo y complicado y que, por esa situación, las comunidades conservan los
viejos fusiles máuser que mantienen un nivel “óptimo de operabilidad”.
“Entre los líderes hay buen diálogo, pero entre los pueblos
hay mucho rencor y la agresión psicológica es permanente”, aseguró el ex
diputado jucumani Aurelio Ambrosio (2002-2005), quien en 1997 estuvo preso
acusado de comandar un ataque a una aldea qaqachaca y que provocó dos muertos,
pero que fue liberado como parte de un convenio de paz.
Los pueblos del sur de Oruro y el norte de Potosí advierten
que si el Poder Ejecutivo no aprueba el desembolso contemplado en el Peid, el
conflicto puede reactivarse en los ayllus
“Nunca hemos reclamado nada al Estado, ni le hemos pedido un
centavo como hacen los campesinos del Chapare para dejar de cultivar la coca y
reciben todo a cambio, a pesar que nuestros hijos mueren antes de nacer y los
que viven no conocen la escuela, pero desarrollan con habilidad el arte de la
guerra y eso es precisamente lo que no queremos”, lamenta Ambrosio.
Por instrucción de sus autoridades originarias las brigadas
parlamentarias de los ayllus del norte de Potosí y el sur de Oruro trabajaron
en la legislatura 2002-2003 en el proyecto de ley de su Plan Estratégico
Integral de Desarrollo de los Ayllus en Paz. La aprobación del documento en el
Congreso y su promulgación en el Ejecutivo se alcanzó seis meses después de los
cambios que produjo en el país la crisis de octubre de 2003.
El Plan –redactado en aimara, quechua y español– refleja una
visión estratégica integral que une aspectos como el desarrollo humano, medio
ambiente, economía y desarrollo organizativo, en el que se contempla la
construcción de caminos, dotación de energía eléctrica, sistemas de riego,
construcción de escuelas, postas sanitarias y una universidad, obras hasta
ahora casi inexistentes.
Faustino Auca, un ex diputado laime, aclaró que sus pueblos
no contemplaron en el Plan la presencia policial, militar o judicial y que las
autoridades originarias decidieron aplicar la justicia comunitaria, “como
siempre se ha hecho”, a los responsables de las muertes del pasado.
“Pero ya estamos cansados de que nos traten como a simples
objetos, como a indios sucios y hediondos. Desde el pasado somos víctimas de
falsas promesas, por eso hacemos un clamoroso llamado para que los pedidos que
hacemos sean atendidos con prontitud”, dijo Rosendo Copa en diciembre pasado, a
poco de concluir su mandato como diputado, satisfecho de haber recorrido a pie
cada semana los ayllus qaqachacas que lo eligieron, a pesar de su pronunciada
cojera, y de los que fue su alcalde y antiguo comandante “durante los años de
guerra”.
Los ayllus están desesperados y no aguantan más –advierte el
constituyente Feliz Vásquez– porque no entienden los mecanismos que hay en el
Ejecutivo para lograr los desembolsos del Peid de los diferentes despachos
gubernamentales.
Restaurar la confianza
La tragedia de las últimas dos décadas obligó a los ayllus a
buscar la paz por propia iniciativa.
Los tres pueblos analizaron la situación después de la
última masacre –recuerda Feliz Vásquez– y alcanzaron la paz, “una paz que ha
llegado, sí… pero no gracias al Estado”.
“Los ayllus en guerra han reconocido que el enemigo no era
el otro pueblo, sino que estaba presente de manera fantástica en todas partes,
expresada en una pobreza que nunca vimos”, dice el constituyente.
Los prejuicios, la falta de conocimiento y la voluntad
política de los distintos gobiernos– asegura el dirigente indígena– han
acostumbrado a mirar los efectos de la violencia recurrente con tal
indiferencia, que lastima la fibra de la dignidad humana.
En cinco años, en las más de cien comunidades de los tres
pueblos, desde julio de 2001, no se han registrado enfrentamientos.
La masacre de Pisajtapa
Como lo hicieron sus ancestros, el pueblo qaqachaca repitió
el ritual de la guerra. Sus comandantes definieron la estrategia militar y la
fecha del ataque: el segundo día del año 5511.
Un día antes, en el rito de la Whilancha, arrancaron el
corazón a una llama blanca, bebieron su sangre los guerreros y rindieron
tributo al Inti, el dios sol, en el rito del solsticio de invierno.
Fue aquel el día más largo y la noche más fría y oscura del
año. Pero para los guerreros qaqachacas, la oscuridad fue también promesa de
buen augurio.
Ellos prepararon el renacimiento en medio de la guerra. Del
invierno, en una tradición milenaria –recuerdan sus autoridades originarias –
renació no sólo la primavera, sino la promesa de luz en lo más negro de la
noche.
Los qaqachacas entregaron a los dioses la batalla y a la
Pachamama, como es el ritual de cada año nuevo, la fertilidad de sus campos que
a duras penas le arrancan papa y cebada.
Para los aymaras fue el segundo día del año 5511, no el 2000
del mundo occidental.
Su enemigo quechua fue localizado cruzando la invisible
línea fronteriza en una aldea llamada Pisajtapa, que está rodeada de altas
montañas, cubiertas siempre de una arcilla arenosa que usan las mujeres del
lugar para lavar sus prendas, enormes rocas que se levantan de su vientre y de
paja brava.
Los más jóvenes se cubrieron la cabeza con monteras de cuero
de vaca, que tienen la exacta forma del casco del conquistador español,
mientras los viejos prefieren el ch´ullo, un gorro tejido en lana de alpaca.
Las pocas armas que llevaron –que sus abuelos utilizaron en
la guerra del Chaco y las que el Gobierno entregó a los campesinos para imponer
la reforma agraria de 1952– brillaron con los primeros rayos del sol. En un
orden perfecto, en masas compactas, marcharon de a uno en una línea de batalla
de un casi un kilómetro de extensión.
Llegaron a su objetivo atravesando la árida estepa en el
crepúsculo del día segundo del año nuevo aymara.
Quienes no contaban con armas cargaban palos, piedras y
hondas para librar la última gran batalla después de 175 años de lucha, la
misma edad de la República.
La guerra no se improvisa
Los más jóvenes, que comandaron el ataque, aplicaron las
estrategias que aprendieron en los cuarteles del Ejército. Apelaron a una
táctica de encubrimiento y crearon cortinas de humo quemando paja brava y
dejando corredores expeditos para la huida.
Todas las técnicas convencionales las aprendieron durante su
servicio militar y las aplicaron en cada una de sus incursiones.
Los qaqachacas conformaron escuadrones de 12 a 15 hombres y
la misión de cada uno de ellos dentro del campo de batalla era específica. Los
grupos de choque, que fueron los primeros en ingresar a la batalla, estaban
armados.
En la comunidad laime un niño cayó derribado por un disparo
cuando se disponía a llevar a pastar a sus ovejas en los albores de esa extraña
jornada.
Los viejos máuser escupieron su mortal veneno y provocaron
las primeras bajas sobre los habitantes de la pequeña aldea donde el aire se
tornó denso e irrespirable.
Entre una espesa humareda y un olor penetrante a pólvora se
luchó cuerpo a cuerpo y la confusión y el desorden empezaron a reinar, se
perdió la noción del tiempo y la única oportunidad que tenían los laimes era
huir para sobrevivir.
Exhausto un contingente de guerra qaqachaca era relevado por
otro que ingresaba en el campo y el combate se tornaba interminable.
Pero la lucha inició un lento ocaso, la intensidad de los
combates disminuyó y ya se vislumbraba un ganador y la tragedia.
La incursión, después de seis horas de refriega, concluyó
con 22 muertos, 87 heridos y una aldea de pequeñas casas de adobe y techo de
paja incendiada. Los vencedores se llevaron mujeres y ganado y dejaron atrás un
campo de desolación y muerte.
En inferioridad numérica, los quechuas perdieron la batalla
y la sed de venganza corrió y ardió por sus venas. Las mujeres intentaban
pacificar el enfurecido ánimo de los hombres para no agravar más la situación y
prodigaban esfuerzos para atender a sus heridos.
Un huérfano para la venganza laimi
El senador Luis Vázquez fue testigo de una historia escrita
con sangre ese 22 de junio de 2000 en la aldea de Pisajtapa, cuando ejercía el
cargo de Ministro de Justicia durante la administración gubernamental de Hugo
Banzer (1997-2001).
“Sus padres habían muerto hace seis horas y recién la gente
oyó su llanto. No lo notaron mientras su madre luchaba y caía cargándolo en su
aguayo. Después despertó y sus gritos llamaron la atención de quienes todavía
trataban de pacificar a los enfurecidos rivales”, recordó la ex autoridad
“Gente de la comunidad lo recogió y funcionarios del
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos trataron de encontrarle un hogar”,
dijo Vásquez, al precisar que se trataba de un huérfano laime, “uno más de la
guerra entre ayllus”.
Sin embargo, agregó, cuando se halló una familia dispuesta a
acogerlo, la comunidad hizo conocer su decisión: “Si hubiera sido chica la
entregábamos. Como es hombre, tiene que quedarse para vengar a sus padres”.
Vásquez considera que la historia de ese huérfano anónimo es
aún hoy fiel reflejo de la guerra que enfrentó a los ayllus de Oruro y Potosí y
que fue alimentada, en su opinión, por la falta de delimitación de tierras, por
la pobreza y por deseos personales de venganza.
La ex autoridad aclara, sin embargo, que desde ese día a la
fecha, poco a poco, gracias a la persistente labor de distintas instituciones
que trabajan por la justicia y los derechos humanos, “los hermanos Jucumani,
Laime-Pukara y Qaqachaca comenzaron a tolerarse y tratar de solucionar sus
conflictos en mesas de diálogo”.
“Pese al camino avanzado hay todavía mucho camino por
recorrer”, en opinión del senador de Poder Democrático Social.
“Consolidar la paz en la región, equivale a lograr que
germine una preciada semilla de convivencia y desarrollo”.
Aymaras y quechuas conservan sus armas
Las noticias de Pisajtapa llegaron a La Paz y el gobierno de
Hugo Banzer ordenó la intervención de fuerzas policiales y militares parar
terminar con la matanza.
Unos 2.000 hombres patrullaron a pie el territorio en
conflicto y evitaron el ataque de venganza de la alianza Laime-Jucumani contra
la comunidad qaqachaca de Tondohoco.
La Defensoría del Pueblo y Derechos Humanos facilitaron el
diálogo entre los jefes de ayllus y el gobierno los obligó a sentarse frente a
frente y firmar un convenio de paz.
La directora de la oficina de Derechos Humanos y Pueblos
Indígenas del ministerio de Justicia, Miriam Campos, asegura que ese acuerdo de
paz firmado fue el número 216 sólo en las últimas cuatro décadas.
En todos los documentos existe el compromiso del Estado a
delimitar el territorio en disputa y ejecutar proyectos de desarrollo y en
todos incumplió su promesa.
Como estrategia militar para evitar más enfrentamientos,
Banzer ordenó, poco antes de su muerte, que el Instituto Geográfico Militar
(IGM) ejecute en la zona de conflicto un proceso de desarme.
El IGM, con recursos del Estado, pagó 2.800 bolivianos (400 dólares)
por cada arma entregada voluntariamente y hasta llegó a celebrar una fiesta de
hermandad entre los tres ayllus.
Pero representantes de Derechos Humanos, la Defensoría del
Pueblo y el Ministerio de Justicia reconocen que las armas entregadas eran “inservibles”.
Los líderes originarios de los ayllus admiten que “restaurar
la confianza” después de la tragedia, donde las viudas y los huérfanos reclaman
venganza, es un proceso largo y complicado y que, por esa situación, las
comunidades instruyeron entregar al Ejército sólo el armamento en mal estado y
conservar los que mantienen un nivel “óptimo de operabilidad”.
Ausencia total
Después de Pisajtapa, el regimiento Rangers sólo estuvo dos
semanas en la zona de conflicto y luego se retiró por falta de presupuesto para
continuar sus operaciones. El Instituto Geográfico Militar volvió un año más
tarde para el desarme y también se marchó.
La única presencia del Estado en la zona son las oficinas de
Derechos Humanos del Ministerio de Justicia y del Defensor del Pueblo, que
están asentadas en Challapata (Oruro) y Llallagua (Potosí) y que en conjunto no
tienen más los ocho funcionarios.
Los Ayllus en Paz están en estado de emergencia desde hace
un año atrás y el conflicto puede reactivarse por la falta de atención a los
convenios suscritos, advierte un reciente informe del Defensor del Pueblo.
Par la del ch´axwa (pela en lengua aymara) cualquier piedra
sirve y un arma más o un arma menos no hace al problema.
Desencanto de los ayllus
Independiente de las acciones estatales, los enfrentamientos
entre los ayllus continuaron en curso y con mayor intensidad como consecuencia
del fracaso de los 216 acuerdos de pacificación suscritos a los largo de cuatro
décadas con distintos rótulos: “Acta de Acuerdo y Pacificación”, “Acta de
Arreglo”, “Acta de Entendimiento y Pacificación”, “Acuerdo de Paz y
Compromiso”, “Acta de Conformidad y Arreglo”, “Actas de Conformidad”, “Convenio
de Pacificación y Respeto”, “Acta de Acuerdo Conciliatorio y de Pacificación”.
Frente a ese cuadro de incumplimiento la situación en la
zona se tornó insostenible y las necesidades extremas insatisfechas fueron la
semilla de nuevos conflictos.
Al margen de los ataques retóricos a los poderes estatales,
como las amenazas de marcha a la sede del gobierno, en la región continuaba la
guerra.
Acciones punitivas para mantener la paz
En 40 años los ayllus del norte de Potosí y el sur de Oruro
han firmado más de dos centenares de convenios de paz. El último documento, el
217 de la historia reciente, lo suscribieron en mayo de este año al amparo de
negociaciones que se desarrollaron con las prefecturas de ambos departamentos.
La suscripción del convenio de pacificación ratificó
supuestamente el fin de la pugna limítrofe entre los ayllus asentados a ambos
lados de la frontera departamental.
Los prefectos Luis Alberto Aguilar, de Oruro, y Mario
Virreyra, de Potosí, acudieron al sector denominado Cruce Culta, a 208
kilómetros al sur de la ciudad de Oruro, para suscribir el convenio.
En el acta se establece la convivencia pacífica entre los
habitantes de la provincia potosina Tomás Frías con la orureña de Eduardo
Avaroa.
“Los habitantes de ambas regiones deben asumir una conducta
correcta, debiendo evitar cualquier tipo de avasallamiento en las áreas de
pacificación, como ser invasión de tierras, rotura de cercas, construcción de
chozas, canchones, muros, agresiones físicas y psicológicas, declarándose
ilegal todas las acciones referidas”, señala el convenio.
En el documento se advierte también que los infractores
serán sancionados con una multa de 10 mil bolivianos.
Poesía sobre la miseria
Ni la Iglesia Católica ni las instituciones no
gubernamentales estuvieron al margen de todo el proceso del conflicto. Cada una
de ellas tuvo su propia interpretación y propuestas de pacificación.
Muchas, incluso, contratarías a las del Estado, donde se refleja
autosuficiencia tanto en el análisis como en su capacidad económica.
La organización no gubernamental Cedpan pidió a los
antropólogos, por ejemplo, “buscar salidas concretas a la crisis y dejar de
hacer poesías sobre la miseria”.
Guerreros ancestrales
Durante el periodo incaico, esas naciones aymaras y quechuas
formaron parte del ejército profesional del Inca y comprobada su habilidad
guerrera, participaron activamente en la conquista de los pueblos chiriguanos
en el Chaco boliviano.
Los conquistadores españoles intentaron someterlos para
obligarlos a trabajar en las minas de Potosí pero fueron derrotados.
En el siglo XX, el 80% de los combatientes que pelearon en
la guerra del Chaco contra Paraguay (1932-1935) eran oriundos de Oruro, Potosí
y La Paz.
Los pueblos Laime, Jucumanis y Qaqachacas acudieron
masivamente al llamado del Ejército.
Desde la desmovilización de las tropas bolivianas, las
comunidades obligan a sus jóvenes a prestar servicio militar como condición
para aceptarlos plenamente.
Según estudios castrenses, los laimes y jucumanis prestan su
servicio en Uncía, en el Batallón de Infantería Andina XXI, dependiente de la
Tercera División de Ejército con asiento en Potosí.
Los qaqachacas lo hacen en el Regimiento Rangers de
Challapata, dependiente de la Segunda División Andina del Ejército, que esta
acantonada en Oruro.
170 muertes por cada 1.000 nacidos vivos
Es en los cuarteles donde esos pueblos perfeccionan sus
tácticas militares para aplicarlas en su guerra privada, en una zona donde la
mortalidad infantil es la más alta del continente, al igual que el analfabetismo.
La tasa de mortalidad infantil latinoamericana es de 36 por
cada mil nacidos vivos y la nacional es de 66.
Pero en Caripuyo, que se encuentra en medio del territorio
potosino en conflicto, el índice es de 170 muertes por cada mil nacidos vivos,
el analfabetismo ronda el 90%, la pobreza el 99% y la expectativa de vida es de
40 años, de acuerdo con el documento
“Niveles y Tendencias de la Mortalidad Infantil”, presentado
por el Instituto Nacional de Estadística (INE) y el Ministerio de Desarrollo
Sostenible en noviembre de 2005.
Las cifras no inmutan a nadie en estas soledades, pero los
comandantes de los ayllus guerreros se enorgullecen de sus hombres, porque
tienen la capacidad de acertar al objetivo a una distancia de hasta 200 metros
con la máxima precisión, hecho comprobado en los ataques del pasado fin de
siglo.
El documento “Niveles y Tendencias de la Mortalidad
Infantil” es el resultado de un análisis de la información proveniente del
Censo de Población y Vivienda 2001, y que proporciona información sobre la
mortalidad infantil y fecundidad, desagregada a nivel nacional, departamental y
municipal.
Ese pequeño municipio, entre las faldas de una serranía y el
lecho de un valle, al norte de la otrora Villa Imperial de Potosí, 9.030
habitantes viven en el último peldaño de la extrema pobreza del país.
De acuerdo con el documento presentado por el INE, la tasa
nacional es de 66 muertes por cada mil nacidos vivos en el área urbana y 86 en
la zona rural, mientras que en América Latina el promedio es de 36.
El Censo de 1976 estimó una mortalidad de 151 muertes por
cada mil nacidos vivos. Las diferencias de hace 25 años se mantienen en el
norte Potosí y Oruro y siguen siendo los departamentos con mayor mortalidad,
por encima del promedio nacional.
Potosí es el que registra el mayor índice con 99 muertes por
cada mil nacidos vivos, seguido de Oruro con 82.
Se estableció que un 67% de los municipios del país tienen
una mortalidad infantil superior al promedio nacional que es de 66 muertes por
cada mil nacidos vivos.
Varones qaqachacas para la guerra
A pesar de los varios estudios que indican la baja tasa de
aumento de la población a nivel nacional, la región de Qaqachaca experimente
actualmente otra realidad.
Y es que existe en la zona un marcado incentivo para tener
hijos varones en lugar de controlar el nacimiento y la natalidad.
Antes las niñas eran las preferidas. Entre otras cosas
porque tienen menos derecho en el momento de repartir la herencia y porque el
nacimiento de ellas mantiene la población de pastoras en el ayllu.
Sin embargo, con la disminución de los rebaños en los
últimos años y la subsiguiente falta de abono, las tierras mismas de la zona se
han vuelto menos fértiles y los pastizales se han convertido en chacras para
alimentar a una población cada vez más importante.
Hoy en días los niños varones son preferidos porque “sirven”
como soldados en las peleas por lindes, cuando estas se tornan particularmente
intensas.
Freddy Mollo cuenta que llegó al límite de peregrinar a
sitios considerados sagrados para “rogar” por más varones en su familia y
comenta que existe una tendencia entre los hombres para presionar a sus mujeres
a tener “el número ideal de doce niños”, especialmente del sexo masculino.
Técnicas y medicamentos para la anticoncepción y para
provocar el aborto son conocidas en esta parte de Oruro, pero sus líderes no
las aprueban. La tendencia moderna, sin embargo, ha hecho que en algunos casos
se practique el infanticidio selectivo, particularmente en los casos de
familias con una larga hilera de niñas.
Muchas mujeres han expresado su resentimiento ante esa
decisión por las consecuencias en su salud y su vida productiva.
Dieta milenaria
Más de una docena de agencias de cooperación y
organizaciones no gubernamentales trabajan con los ayllus asentados en la
frontera departamental de Potosí y Oruro.
Desarrollan su labor en ámbitos tan variados como la
seguridad alimentaria, capacitación a los promotores de las comunidades,
programas en nutrición, alertas tempranas, manejo de conflictos, apoyo en salud
y educación, riego y veterinaria, entre otros.
Sin embargo, a pesar de la buena voluntad del trabajo
internacional, mucha de la ayuda ha cambiado los milenarios hábitos de las
comunidades.
La distribución de alimentos embolsados como la leche en
polvo, harina de soya, harina blanca, trigo negro y aceite, han minado
severamente la producción agrícola local y ahora se opta, más bien, a la
recepción gratuita de comestibles.
La donación de alimentos ha cambiado también sus costumbres
dietéticas y la manera de cocinar de los habitantes de los ayllus.
De productoras a fábricas de niños
Uno de los cambios más notorios que ha provocado la ayuda
internacional ha sido en el prestigio de las mujeres de los ayllus.
De ser pastoras, tejedoras y activas participantes de las
obligaciones de sus comunidades se han convertido en fábricas de niños.
Los clubes de madres favorecen con la donación de alimentos
a las mujeres que están embarazadas o que tienen niños pequeños. A partir de
esa política las familias y los maridos obligan a las mujeres a concebir con el
fin de recibir alimentos gratuitos.
La ayuda internacional ha disminuido el incentivo para el
trabajo y la producción de alimentos y la explosión demográfica está
contribuyendo al deterioro ecológico de la región.
Tinku, el control de la guerra
Si una reactivación del conflicto está latente, los ayllus,
de momento, han acordado a través del Tinku el control de la guerra sin
renunciar al diálogo y a su carácter multiétnico.
Las comunidades rivales en una identidad cultural común
organizan un sistema de ritos y fiestas coordinado alrededor de los tinkus, que
son combates rituales que oponen a los grupos antagónicos.
Ellos se enfrentan individualmente en una lucha cuerpo a
cuerpo como una ofrenda a la Pachamama hasta la muerte de algún participante,
donde la presencia del hombre blanco está prohibida.
Los líderes de los ayllus en paz sostienen que si bien los
grupos deben enfrentarse, el sentimiento que envuelve a los participantes no es
el odio ni la venganza, es simplemente el deseo de ofrendar sus vidas a la
Pachamama, quien, según sus tradiciones, les dará un buen año agrícola “y
mantendrá la paz” si hay sangre de por medio.
“Y nadie se enorgullece ni se burla del pueblo perdedor”,
aseguran.
Los contendientes visten pantalones de bayeta –con colores
vistosos– y un casco de cuero de vaca, mientras los delegados de los ayllus
definen el lugar de la batalla con anterioridad y marchan a la cita ataviados
con sus prendas tradicionales.
La pelea se realiza en un lugar pactado con anterioridad.
Cada pelea dura, aproximadamente, entre veinte a treinta minutos, de acuerdo a
la resistencia de cada contendor.
Los combates son vigilados por las autoridades máximas de
las comunidades: El Cacique y el Alcalde Mayor, quienes, en demostración de su
don de autoridad, como medio de coerción y obediencia, blanden un látigo contra
quienes no observan las reglas previamente acordadas.
Se cree que esta práctica nació como consecuencia de la
defensa del amojonamiento de sus tierras que levantó el Instituto Geográfico
Militar. Otros sostienen que la rivalidad de aymaras del sur de Oruro y
quechuas del norte de Potosí se convirtió en tradicional a raíz de los tinkus
en los que la contienda da como resultados hechos de sangre.
Historias fantásticas
De estos pueblos, que se negaron a abandonar su territorio
cuando el Estado en más de oportunidad intentó trasladarlos a otras zonas del
país para evitar más enfrentamientos, se cuentan en la tradición oral historias
temibles y fantásticas.
Los más viejos cuentan que desde la guerra contra los
españoles y luego en el conflicto entre ayllus, a los prisioneros se les
arrancaba sus órganos para devorarlos.
Durante las jornadas de talleres y seminarios de paz que
llevaron adelante varias instituciones del Estado y organizaciones no
gubernamentales durante tres años se repitieron con insistencia testimonios de
esas prácticas.
La lucha por un nuevo país
Cansados de los constantes incumplimientos del Estado, los
ayllus Laime, Jucumani y Qaqachaca se unieron en marzo de 2003 y exigieron al
gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (2002-2003) que cumpla con los acuerdos
suscritos y responda favorablemente a sus necesidades en salud, educación,
límites, tierra y territorio.
El gobierno de entonces respondió con la entrega gratuita de
10 mil certificados de nacimiento y cédulas de identificación que los
campesinos veían por primera vez, pero no dijo nada de sus antiguas demandas.
Las tres naciones indígenas se unieron entonces a las
protestas de septiembre y octubre de 2003, que se iniciaron en las ciudades de
El Alto y La Paz, en demanda de sus propias reivindicaciones pero apoyando la
convocatoria a una Asamblea Constituyente y bloquearon las carreteras que
conectan a los departamentos de Oruro y Potosí.
El 17 de octubre Sánchez de Lozada dimitió al cargo y el
nuevo presidente, Carlos Mesa, en el juramento que hizo ante el Congreso de la
República, prometió convocar a una Asamblea Constituyente para refundar el país
y tomar en cuenta a los sectores históricamente postergados, entre ellos a las
comunidades originarias, y que representan –de acuerdo con informes del
Instituto Nacional de Estadística– el 50% de la población.
Mesa nunca pudo llevar adelante el plan y tuvo que renunciar
como su antecesor por la presión social en junio de 2005, dando paso a un
mandato de transición que culminó con las elecciones generales ganadas por Evo
Morales por mayoría absoluta en diciembre pasado.
Morales, en su condición de jefe de Estado, canalizó la
aspiración indígena de modificar radicalmente la Constitución Política del
Estado para otorgar mayor protagonismo a los pueblos originarios en los
destinos del país.
De la ch´axwa a la Constituyente
En Llallagua, que acoge en su seno a una de las minas más
famosas del siglo XX y que dio de mamar al mundo su riqueza, los ayllus del
norte de Potosí y el sur de Oruro dieron en enero de 2004 el paso más
importante en busca de paz.
Los quechuas laimes y jucumanis de Potosí y los aymaras
qaqachacas de Oruro se despedazaron a causa de una guerra ancestral, de la que
ellos mismos no tienen memoria.
Pero en el verano de 2004 los comandantes de una veintena de
ayllus de esos pueblos descendieron hacía el centro minero, de las faldas de
las montañas, seguidos de una larga hilera multicolor de ponchos y wiphalas
(bandera indígena).
Laimes, jucumanis y qaqachacas se dieron cita en ese lugar
para debatir su futuro y expresar su opinión sobre la Asamblea Constituyente.
El debate del tema en Llallagua –uno de los más importantes
en la agenda política boliviana desde 1825– no fue casual. En esa población,
donde las calles y las casas han sido construidas sin la precisión de un
arquitecto, nació el primer bastión del sindicalismo minero y en ella se
echaron a rodar los dados de la suerte económica del país hace casi un siglo
atrás.
Allí, los ayllus más temibles del altiplano orureño y
potosino lanzaron los dados pero para echar andar la Constituyente desde la
perspectiva “indígena originaria”, exigiendo su participación activa en ese
proceso, sin la intermediación de otra instancia, y para ello organizaron
comisiones y olvidaron viejos rencores.
“Nuestra infancia ha transcurrido en medio de la violencia,
el olvido y la postergación y hoy no tenemos paciencia para tolerar que
nuestros sueños y esperanzas las decidan otros”, dijo un jefe de ayllu en esa
ocasión.
En los cerros, que los indígenas bautizaron con el nombre de
Llallagua, porque sus formaciones se parecían a la de un tubérculo de la buena
suerte, Simón I. Patiño, uno de los reyes de la minería boliviana, halló el
yacimiento de estaño más rico del mundo a fines del siglo XIX y su fortuna sólo
la superó el potentado petrolero Jhon Rockefeller.
Los ayllus guerreros y más pobres del país decidieron en ese
antiguo emporio minero, el Potosí del siglo XX, construir piedra sobre piedra
su futuro y ver que las riquezas sean distribuidas entre los hambrientos de su
tierra. Esperan que la buena suerte de Llallagua, como aquel mágico tubérculo,
les sonría tan sólo una vez y su esperanza la tienen en la Asamblea
Constituyente.
Gracias por este documento exquisitamente redactado.
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