Todas las medidas políticas que se tomaron entre 1900 y 1948, en torno a la
niñez desvalida, respondieron a su visión de clase social alta de los
gobernantes. Educada en principios liberales y católicos, –que se practicaba
por lo menos aparentemente a la par que la masonería,– la clase alta ofertó al
país disposiciones sociales hacia la familia y hacia los niños abandonados y
huérfanos desde un punto de partida, que difícilmente podía adecuarse y
responder a las necesidades de las clases media y baja cuyos principios de
familia y de relación laboral, diferían notablemente con los de gobernantes.
Sin embargo, al estar estas dos últimas sujetas a la primera, no les quedó más
remedio que acogerse a ellas, con las dificultades que vimos en el capítulo
anterior, relacionadas con una resistencia ancestral a medidas de reinserción social.
Aunque en el fondo, tampoco les tocaba en lo sustancial, desde el momento en
que los orfanatos creados en las primeras dos décadas del siglo xx, no incluían
en ellos a la población indígena propiamente dicha, sino solo a los mestizos de
clase media, quienes participaban de alguna manera, en el sentimiento altruista
que rodeaba el funcionamiento de las instituciones privadas, creadas para
amparar al niño desvalido.
Para iniciar el análisis del pensamiento político, ligado a la niñez
abandonada, se ha dividido su desarrollo en dos etapas cronológicas, la primera
la primera, desde 1900 hasta 1935, en la cual se dio paso a la fundación y
proceso de afianzamiento de sociedades de beneficencia, encargadas de
orfanatos, por medio de las cuales el Estado canalizaba su apoyo indirecto y la
segunda entre 1935 y 1948, avivada por un sentimiento de solidaridad social,
por presión de la sociedad entera fuertemente convulsionada por los estragos de
la Guerra del Chaco acaecida entre 1933 y 1935.
En el período del último tercio del siglo xix, coinciden el advenimiento de los
partidos políticos liberal y conservador, y el repunte económico de la
producción de plata. Ambos grupos políticos, habían sellado un velado pacto
oligárquico de gobierno, en la Asamblea Constituyente de 1880, que daría el
poder consecutivamente y cada cuatro años a uno y otro partido. La profunda
identidad de intereses de clase, de ambos partidos frente al resto del país,
constituido por la gran masa indígena y mestiza, de las clases media y baja, se
mostró claramente en un telegrama enviado por el jefe liberal Pando al
presidente conservador Fernández Alonso, en 1899, –después de la rebelión
indígena de Mohoza en la Guerra Federal–, cuando un escuadrón liberal fue
victimado por los sublevados. En el telegrama, le decía, que la indiada
guerreaba de motu propio contra la raza blanca, y que aprovechando despojos
beligerantes, se haría poderosa. Ambas fuerzas políticas, debían unirse para
dominarla. (Silvia Rivera 1984,29.)
A principios del siglo xx, el triunfo del liberalismo se disfrazó con la causa
del federalismo, que no llegó a establecerse prevaleciendo el sistema unitario
del siglo xix. Sin embargo, el general José Manuel Pando, líder del partido
liberal paceño, trasladó la sede de gobierno de Sucre a La Paz, e inició su
gobierno (1899-1904) bajo los mejores auspicios políticos, pues la mayor parte
de la población votante era liberal. (Hasta 1952 solamente votaban hombres
alfabetizados, la cual constituía una capa ínfima de la sociedad.) La mayor
parte de los militantes del partido conservador, pasó a sus filas. La ideología
liberal imperante a principios del siglo xx, ha sido interpretada por algunos
historiadores como “darwinismo social”, en el sentido en el que representaba un
modo de pensamiento común, a la mayor parte de los dirigentes, para los cuales,
la lucha por la existencia dependía de la selección natural, por la
supervivencia del más apto.( Marie Danièlle Demèlas 1981, 56.) Segregaban así a
toda la masa analfabeta, en su mayor parte indígena. La ideología política de
1900, no difería del de la Convención de 1880, en sentido de la superioridad de
clase, así los autores del censo de 1900, –al comentar la sequía de 1878 que
había cobrado muchas vidas–, interpretaban como que en breve tiempo, se tendría
a la raza indígena si no “borrada por completo del escenario de la vida, al
menos reducida a una mínima expresión”. (Luis S.Crespo 1909, 19.)
A principios del siglo xx, muchos escritores consideraron abiertamente inferior
a la raza indígena. Este pensamiento, se plasmó en medidas liberales tales como
la reforma tributaria y la abolición de la comunidad (ayllu), de manera tal,
que en los veinte años en los que imperó el liberalismo, (1900-1920) no hizo
sino seguir un curso ascendente.214 El debate sobre la inferioridad del indio,
llegó a discusiones extremas como las de Alcides Arguedas, Rigoberto Paredes o
Antonio Díaz Villamil, quienes pensaban que la imagen externa que el resto del
mundo tenía de Bolivia, era la de un país indígena. Renegando de esta idea,
consideraron que era necesario demostrar, que Bolivia no era un país de indios,
ya que un país indígena automáticamente situaba a su elite, inferior a las de
otros países y aquello les era inadmisible. Sin embargo, esa concepción iba en
franca contradicción con la propia búsqueda de la identidad, en la que
solamente consideraban como rescatable, la legendaria herencia del imperio inca
y los reinos aimaras, que estaban más cercanos a un ideal intangible, que a los
indios y mestizos reales, que tenían al lado. Es por esta inferioridad
admitida, que los gobernantes no consideraban dignos de elegir a personas que
pertenecieran a la masa indígena y chola. Se pensaba que era gente a la que
había que dejarla en “preparación”, recibiendo educación para llegar a ser
pueblo en un futuro no muy lejano.
También les asaltaba el temor, de que si los indios y mestizos se lograban
culturizar, crecería necesariamente el odio contra los blancos, lo que suponía
que había que encontrar un punto intermedio, en el cual la gran población
indígena permitiera una “democracia”, en la que solamente unos cuantos,
eligieran a sus representantes. Ese punto intermedio se encontraba en el acceso
a las urnas electorales, que estaban vedadas a quienes no sabían leer y
escribir. Renegar de la masa indígena, por parte de la clase alta o blanca,
llegó también a los mestizos, a quienes les atribuían la anarquía, la guerra
civil y el militarismo. En ambos casos, se pensaba que la única manera de
superar el problema racial, era mediante precisamente con la importación de
nuevos “elementos raciales”, a través de la inmigración europea y mediante la
educación y medios benéficos. Lo popular, cholo e indio era percibido, –sobre
todo en las ciudades–, como inquietante y amenazador, por eso se les abusaba e
incapacitaba, para que no pudieran desenvolverse como ciudadanos. El discurso
intelectual de la época, era demoledor respecto a la presencia del indio y del
cholo en las ciudades.
El objetivo era entonces, evitar que los indios emigraran a la ciudad y para
ello había que eliminar los abusos que se cometían en el campo contra ellos,
especialmente por los cholos corregidores curas y hacendados. Sin embargo, era
imposible impedir el mestizaje constante y la inmigración a la ciudad, porque
allí los indígenas encontraban trabajo abundante, fácil y lucrativo. Las tareas
que desempeñaban, no las hacían los blancos, como ser servicio doméstico,
construcción de casas y calles, industria, agricultura, y transporte. El
mestizo que vivía en la ciudad, estaba dedicado al trabajo artesanal,
constituía el clientelismo de los partidos gobernantes y significaban un factor
de inestabilidad social, al militar indistintamente en cualquiera de los
partidos políticos existentes y tener, de esa manera, acceso a los privilegios
públicos. A sus hijos estaban destinadas las escuelas gratuitas, que se
comenzaban a fundar en las ciudades, los asilos de niños huérfanos e
instituciones femeninas dedicadas al pobre, a través de las cuales, el gobierno
por brazo de la Prefectura del Departamento de La Paz y del Concejo Municipal,
hacía llegar sustento económico y apoyo moral.
El Censo de 1909, evoca cómo veían los gobernantes al indígena que habitaba en
la ciudad. Era de estatura mediana, rehecho, membrudo; “sus facciones, aunque
no bellas, nada tenían de desagradables”, el pelo negro, grueso, lacio, no
tenían barba y la piel era bronceada y morena. Su vestido, en la forma es el
mismo que usaron en tiempo de los incas: chaqueta y calzón de bayeta ordinaria,
el poncho, gorro y ojotas. (Sandalias a utóctonas hechas de pita.) Su casa, era
una pequeña y miserable choza, situada en los alrededores de la población. Allí
vivían hacinados hombres, mujeres, niños y animales. Allí se recogían por la
noche, recostándose sobre la desnuda tierra o sobre carcomidos vellones de
cordero. En sus fiestas y reuniones, jamás se rozaban con los blancos, alguna
vez con los cholos. La tradición que conservaban en sus fiestas y regocijos
públicos y privados, era de estar separados los hombres de las mujeres y los
niños con sus madres. Su música, así como todas las manifestaciones de su
espíritu, llevaban el sello de la melancolía, “de las razas decadentes”. “Su
risa semejaba el llanto y su alegrías parecía expresiones de dolor.
“El indio vivía en las ciudades sin inquietudes y sin remordimientos,
manifestando una energía y resistencia admirables ante el dolor y la fatiga.
Parecía que no deseara nada, y estuviera contento con su destino y su país,
miraba con indiferencia el resto de la tierra”. La mujer era desaliñada, pero
tan trabajadora y sufrida como el hombre, a quien ayudaba en las labores más
fuertes y penosas con admirable fortaleza. Sus hijos niños y adolescentes
colaboraban en el trabajo. Los indios que habitaban en las ciudades, eran más
civilizados, iban con el cabello cortado a ras y hablaban castellano. En las
fiestas se presentaban vestidos de paño o casimir, calzado de charol y camisa
almidonada. Su habitación misma es ya más confortable, y algunas casas de
indios situadas especialmente en la región de Challapampa, estaban techadas con
calamina. Ellos, a pesar de vivir en las ciudades en pobreza extrema, vivían de
acuerdo a sus costumbres ancestrales, no abandonaban a sus hijos y arrogaban
los hijos de otros que quedaran huérfanos aunque fuera para que pasaran aún más
necesidades. Por lo tanto ni participaban de la política, ni de las
instituciones benéficas creadas para los niños necesitados. Sin embargo, las
políticas de gobierno de inclusión a indígenas, en escuelas gratuitas de
educación, se fundaban a discreción pues los gobiernos trataban de asimilarlos.
En la convicción de que si algo podía cambiar el comportamiento del indio era
la instrucción y educación de sus hijos, el Ministerio de Educación en los
primeros veinte años del siglo xx, se ocupó de fundar colegios fiscales, aunque
éstos no fueron suficientes para borrar sus principios y valores ancestrales y
más bien, desde su perspectiva, intentaban descifrar el mundo del “otro”, pues
desconfiaban de un sistema que les apartaba de sus hijos, que era para ellos
ayuda en su trabajo. Suponía, que difícilmente pudieron haber cifrado ellos, un
mundo mejor para sus hijos en la educación colonial.
Los gobernantes por su parte, tenían un doble discurso respecto a la inclusión
de los indios al “mundo civilizado”. No cabía en sus mentes, un indio letrado,
que aparte de torpe y rudo les fuera a mentar a ellos sus propios derechos y
necesidades. Por lo tanto, en lo más profundo de su sentir, no querían a los
indios en las ciudades pues los preferían como peones en sus fincas. Entonces,
es fácil imaginar la situación de la mayor parte de la población infantil de la
ciudad, perteneciente a los indios inmigrados. Su poco o casi nulo acceso a los
medios de subsistencia, como consecuencia de la marginación social de sus
padres, sumidos en la pobreza, hizo que crecieran abandonados pese a que
tuvieran familia. Dentro del sistema del ayllu, o comunidad campesina de origen
aymara como dijimos líneas arriba, se practicaba la costumbre de arrogarse a
los niños huérfanos, por lo que no eran abandonados. Pero una vez en un nuevo
contexto, algunas costumbres dejaron de funcionar bajo la influencia del
sistema de vida occidental, dando lugar a la aparición del abandono infantil,
como producto de la aculturación. Ambos sectores de niños, los hijos de los
indios inmigrantes y los de los mestizos nacidos en la ciudad, acudían a las
escuelas públicas donde recibían educación formal occidental. De esa manera, a
través de la niñez, permeable por naturaleza a nuevas influencias culturales,
se produjo la apropiación de una de una nueva forma de pensar, sin dejar de
lado la propia cultura ancestral.
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Para más historias: Historias
de Bolivia.
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