Foto: La Patria / Por: Víctor Montoya/ Escritor boliviano residente en Suecia
/ Publicado el 19 de junio de 2007 / Extraído de: www.rebelion.org
La masacre minera de San Juan, acaecida en la madruga del 24
de junio de 1967, no figura en las páginas oficiales de la historia nacional,
aunque se mantiene viva en la memoria colectiva y se la transmite a través de
la oralidad, de generación en generación, convirtiéndola en algunos casos en
cuentos y leyendas, como sucede con los hechos históricos que se resisten a
sucumbir entre las brumas del olvido. Y si lo cuento aquí y ahora, es porque
fui testigo de esa horrenda masacre a los tres días de haber cumplido nueve
años de edad.
Todo comenzó cuando las familias mineras se retiraban a
dormir después de haber festejado el solsticio de invierno alrededor de las
fogatas, donde se bailó y cantó al ritmo de cuecas y wayños, acompañados con
ponches de alcohol, comidas típicas, coca, cigarrillos, cachorros de dinamita y
cuetillos. Mientras esto sucedía en la población civil de Llallagua y los
campamentos de Siglo XX, las tropas del regimiento Ranger y Camacho, que horas
antes habían tendido un cerco al amparo de la noche, abrieron fuego desde todos
los ángulos, dejando un saldo de una veintena de muertos y setenta heridos
entre las punzadas del frío y los silbidos del viento.
Se estima que los soldados y oficiales, que ingresaron por
la zona norte entre las nueve y once de la noche, partieron en trenes desde la
ciudad de Oruro la tarde del 23 de junio. El sereno de la tranca, que los vio
llegar armados dentro de los vagones, intentó informar a los dirigentes del
sindicato y a las radioemisoras, pero fue intimidado por los oficiales que
prosiguieron su marcha. Así, alrededor de las cinco de la mañana, comenzó la
balacera para victimar a hombres, mujeres y niños. En un principio, ante el
ataque sorpresivo, algunos confundieron las ráfagas de las ametralladoras con los
cuetillos y el estampido de los morteros con la explosión de las dinamitas.
La empresa, en complicidad con los masacradores, cortó la
luz eléctrica aquella madrugada, para que las radios no pudiesen transmitir
ninguna alarma a los pobladores; en tanto los soldados, que estaban apostados
en el cerro San Miguel, cercano de Canañiri, La Salvadora y el Río Seco,
bajaron como recuas de asnos por la escarpada ladera y ocuparon a fuego los
campamentos, la Plaza del Minero, la sede del sindicato y la radio “La Voz del
Minero”, donde fue asesinado el dirigente Rosendo García Maisman, quien,
parapetado detrás de una ventana, defendió la radio con un viejo fusil en la
mano.
La matanza duró varias horas bajo el sol del 24 de junio.
Los muertos se desangraban junto a las cenizas de las fogatas y los heridos
acudían al hospital, mientras las madres, aterradas por los disparos y los
gritos, intentaban calmar el miedo y el llanto de sus hijos. En medio del caos
y el espanto, no faltaron los hombres que, en un intento desesperado por
defenderse, se armaron de dinamitas y capturaron a algunos soldados, a quienes
les despojaron de sus uniformes y les quitaron sus armas. Pero todo hacía
suponer que era ya demasiado tarde para preparar una resistencia organizada. En
la Plaza del Minero se llenaron los soldados y la jurisdicción de la provincia
Bustillo fue declarada “zona militar”.
La masacre fue ejecutada por órdenes expresas de René
Barrientos Ortuño, cuyo gobierno bajó los salarios a niveles de hambre,
desabasteció las pulperías, prohibió el fuero sindical y desató una sañuda
persecución contra los dirigentes políticos y sindicales, con el propósito de
destruir sistemáticamente el eje principal de la resistencia en el seno del
movimiento obrero. De hecho, según testimonios de primera mano, se sabe que
para el 24 de junio se tenía previsto la realización del ampliado nacional de
los mineros en Siglo XX, con el fin de exigir un aumento salarial y apoyar a la
guerrilla del Che con “dos mitas de su haber”, equivalentes a dos jornadas de
trabajo. Una suma importante si se considera a los aproximadamente 20.000
trabajadores que por entonces tenía la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).
El gobierno y las Fuerzas Armadas, informados de los
preparativos del ampliado y asesorados por la CIA, se apresuraron en ocupar los
centros mineros para evitar cualquier apoyo moral y material destinado a los
guerrilleros que se batían a tiros en las montañas de Ñancahuazú.
Consiguientemente, lejos de la ilusión de encender una chispa libertaria en el
continente americano, los mineros del altiplano y los guerrilleros comandado
por el Che eran asesinados con las mismas armas y por los mismos enemigos,
separados los unos de los otros, sin verse la cara ni compartir la misma
trinchera contra los mercenarios de la CIA y las tropas del ejército boliviano.
René Barrientos Ortuño, quien sabía maniobrar sus siniestros
planes respaldado en el “pacto militar-campesino”, que él mismo estableció con
la burocracia oficialista de los sindicatos del agro, justificó la masacre bajo
el pretexto de que el ejército tuvo que disparar en defensa propia y que era
necesario “combatir el proceso subversivo” de los mineros en Siglo XX,
dispuestos a organizar un foco guerrillero para plegarse a la gesta armada de “los
barbudos extranjeros” en Ñancahuazú.
Al mismo tiempo que la indignación popular corría como
reguero de pólvora a lo largo y ancho del país, los “sindicatos clandestinos”
organizados en el interior de la mina, aparte de declarar por unanimidad un
paro de 48 horas en protesta contra la masacre, ratificaron sus justas
demandas: retiro de las tropas del ejército, devolución de la sede del
sindicato y de la radio “La Voz del Minero”; respeto al fuero sindical,
libertad incondicional para los dirigentes detenidos y confinados,
indemnización a las viudas de los asesinados y exigencia para que no sean
desalojadas del campamento; reposición de los salarios a los niveles de mayo de
1965 y, como si fuera poco, se fijó también una cuota quincenal de diez pesos
por obrero, para gastos del sindicato y para adquirir armas. La resistencia
popular, en escala nacional, encontró su vanguardia indiscutible en los
sectores mineros que, por su alto grado de conciencia política y convicción
combativa, estaban decididos a defender sus derechos más elementales y continuar
declarando a Siglo XX “territorio libre”, en un franco desafío contra la
dictadura militar.
A la masacre siguió la represión y el despido de los
“agitadores” de sus fuentes de trabajo. Unos fueron a dar en las mazmorras y
otros en el exilio, las viudas y los huérfanos fueron expulsados del campamento
sin indemnización ni derecho a nada y la masacre de San Juan quedó en la
impunidad. La ola de persecución se planeó en el Alto Mando Militar, con el
claro objetivo de liquidar físicamente a los dirigentes más esclarecidos de la
resistencia obrera. Así fue como dieron con el paradero de Isaac Camacho, uno
de los principales líderes de los “sindicatos clandestinos”, a quien, luego de
apresarlo el 29 de julio, en una casa cercana de la Plaza Nueva en Lllalagua,
lo torturaron brutalmente y lo desaparecieron sin dejar rastro alguno.
René Barrientos Ortuño, además de la masacre minera, fue el
responsable directo del asesinato, encarcelamiento, tortura y desaparición de
varios opositores a su gobierno, hasta el día en que murió calcinado en el
mismo helicóptero que le obsequiaron sus aliados del norte. No obstante, a
pesar de los múltiples testimonios de esta sombría historia, todavía hay
quienes exaltan su “patriotismo” y le llaman “el general del pueblo”; cuando en
realidad no era más que un simple general golpista, un aviador entrenado en
Estados Unidos y un servil lacayo del imperialismo, que supo aprovechar su
mandato presidencial para saquear los recursos naturales en medio de un país
que se desangraba en la miseria y lloraba a sus muertos bajo la bota militar.
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