Fuente: 90 AÑOS SEMBRANDO HUMANITARISMO - Historia de la Cruz Roja Boliviana.
1917 – 2007.
Durante el combate, la Ambulancia Boliviana se instaló en una colina detrás del
batallón Arica. Su toldo de campaña era grande y en forma de cono. Sobre el
mismo, flameaban dos banderas: una boliviana y la otra blanca con una cruz roja
El parque estaba situado al centro, donde habían unos cuatro toneles, depósitos
de agua para todo el ejército aliado.
El coronel Miguel Aguire rememoró años más tarde: “Me acerqué a la ambulancia
boliviana, ubicada a unos 200 metros detrás del campamento. Estaba a cargo del
doctor Dalence, el inspector Julio Quevedo y otros colaboradores. La señora
Ignacia Zeballos se ataviaba con lo mejor de sus adornos mujeriles, para
intervenir como enfermera en la jornada. El combate era ya general”.
El Jefe de la Ambulancia Boliviana, Zenón Dalence, describió así algunas de sus
impresiones: “La lucha comenzó francamente. A las 11 de la mañana, los
proyectiles chilenos comienzan a caer en torno a las carpas de la Ambulancia Boliviana. Son balas de fusil las que más
llegan. Se hace necesario retirar las carpas unos 400 metros más a retaguardia,
dejando en el sitio primitivo una sección de 10 camillas, un depósito de agua,
una banderola de neutralidad y un botiquín. Nunca olvidaré a un morenito de
unos 12 años, tambor de órdenes del batallón Alianza o Colorados. Se quejó a
nosotros de que no le habían dado un fusil para combatir y lo habían despachado
atrás. Se cruzó en el camino de un paisano que huía. Forcejeó con él, le
arrebató su rifle y corrió al lado de sus camaradas…. Más tarde se aproximaron
a nuestro nuevo puesto dos jinetes. Uno era el coronel Eliodoro Camacho, que
estaba herido. El otro, el subteniente Francisco Solares, que lo ayudaba. La
fisonomía del jefe mostraba un profundo abatimiento. Nos dijo: “Habría
preferido quedar muerto en el campo de batalla y no darme cuenta de nuestra
inmensa derrota”…. Serían las tres de la tarde cuando vimos pasar por nuestra
derecha, con dirección a Tacna, una comitiva de unas 20 a 25 personas a
caballo. Una de ellas llevaba el gallardete boliviano. Reconocimos al que
flameaba sobre la tienda del General Campero…. Las tropas vencedoras comenzaron
a descender de la meseta en todas direcciones.
Algunos se precipitaron dentro de nuestra carpa, buscando jefes que pudieran
estar allí ocultos. Les explicamos que todos eran heridos. Nos avisaron que
había alguien en el suelo, cerca. Fuimos en su socorro. Era el Capitán Adolfo
Vargas, de los Libres del Sur, con el pecho atravesado por una bala y pocas
esperanzas de vida.
Apareció un jefe chileno de pequeña estatura, barba cana y anteojos. Traía en
las ancas de su caballo al Teniente Coronel Felipe Ravelo, que comandó a los
Colorados, a quien había encontrado
tendido en la pampa, con una herida que le fracturó uno de los huesos de la
pierna izquierda… Los chilenos robaron de nuestra carpa una botella de cogñac
que teníamos para los heridos.
Encontraron barriles de agua e hicieron gran algaraza. Uno de ellos exclamó:
¡No beban niños, los ckuicos pueden haber puesto veneno para nosotros! Llegó el
jefe de las Ambulancias Chilenas, señor Castro; después el cirujano jefe,
doctor Allende Padín. Más tarde se nos avisó que en las Ambulancia Peruanas,
los chilenos habían dado muerte a varios heridos; entre ellos al Coronel
Barriga desfigurado por los disparos a quemarropa. A las 6 de la tarde, el batallón
chileno Chacabuco acampó cerca y nos mandó un retén al mando de un oficial de
modales muy estimables… Al recorrer el campo de batalla buscando heridos, vi
los cadáveres de más de 1.500 combatientes del ejército aliado, habiendo sido
“repasados”, unos 70 de ellos. Cerca del lugar donde estuvo colocada una
sección de artillería, al extremo de nuestra ala derecha, reconocí a varios del
batallón Murillo. Los cadáveres que estaban más adelante eran de los jóvenes
Werter Rivera y Samuel Ergueta. En el centro, delante de la meseta, cientos del
Grau, Chorolque, Loa y Padilla. En la izquierda un tendal de los del Sucre, Viedma,
Tarija, y en fin un considerable número de los Colorados. Un soldado del
Colorados, junto a un chileno, recíprocamente atravesados por bayoneta del uno
y yatagán del otro. Algunos del Aroma en línea mucho más avanzada que todos”.
Ignacia Zeballos también relata:“Cuando principió el combate me puse mi
uniforme. Permanecí en las carpas de la Ambulancia. Como no llegase en un
principio ningún herido, me fui hacia la izquierda donde arreciaba la lucha. Vi
llegar varios soldados bañados en sangre y los conduje a una hondonada.Volví en
pos de otros. Vende sus heridas. Ninguno quería ir a las carpas. Todos
reclamaban seguir hasta Tacna. Cuando se pronunció la derrota fui a la ciudad
conduciendo heridos. Encontramos el hospital lleno y en gran confusión. No se
podía encontrar ni un solo sirviente. Más después entró una turba de soldados
chilenos, pero sin inferir daño ni proferir ninguna amenaza. Lo único que
hicieron fue arrancar la bandera boliviana y llevársela arrastrando como
trofeo. Por la noche volvieron otros. Fueron rechazados con buen modo tanto por
mí como por los sanitarios. Al día siguiente me dirigí al campo de batalla,
llevando carne, pan, y cuatro cargas de agua,
acompañada de dos sanitarios. Atravesamos por el campamento del ejército
chileno. Algunos soldados, ebrios con su triunfo y con el licor libado toda la
noche, disparaban al aire, pero al verme demostraron respeto. Llegué a la Ambulancia
donde se atendía a unos 23 heridos bolivianos, siendo los demás chilenos y uno
que otro peruano. Pasé al campo de batalla y al ver mortandad tan inmensa se
partió mi corazón y lloré sangré”.
Si bien el Convenio de Ginebra se había firmado 15 años antes, las fuerzas
chilenas fueron inclementes -según algunos estudiosos de esta conflagración-
con los heridos bolivianos y peruanos a quienes sometieron al llamado “repase”,
que significa remate. Al respecto, el historiador chileno Vicuña Mac Kenna escribió:
“Entre las tropas del invasor, también se encontraban ladrones y criminales
salidos de las cárceles de Santiago y de todo el país, quienes cortaron el
cuello al herido o ultimaron a culatazos y bayonetazos, sin medir que estaban
caídos y no podían pelear hombre a hombre. Pocos se salvaron de esta furia
criminal. Las valientes rabonas, las mujeres del pueblo que siguen al ejército
combatiente, muchas de ellas fueron pasadas a cuchillo en el mismo Campo de la
Alianza. Igual crimen se hizo con los camilleros que lucían uniformes negros,
brazalete con las insignias de la Cruz Roja y en la espalda, a lo largo del
vestón, lucían también un paño blanco con la misma insignia, fueron liquidados
cruelmente. El saqueo comenzó allí en sus bolsillos o en sus morales. Igual
fusilamientos se hicieron en las Lomas de Pacollay. Fueron esos mismos
destacamentos los que volvieron a la ciudad de Tacna para seguir su orgía
bárbara, el odio, incendio, robo, abuso con las mujeres”.
Las rabonas eran las vivanderas del ejército, aquellas que se encargaban de
cargar los alimentos, cocinar, atender y acompañar a los soldados durante la
campaña. De esta manera, se suplía la insuficiente logística del ejército.
Su denominación como “rabonas” se debe a que, según Juan Ramón Quintana,
ocupaban el rabo del ejército; es decir, el último lugar en las columnas
militares. En la Batalla del Alto de la Alianza, acompañaron a los soldados
hasta el último momento.
Según algunos testimonios, al término de los combates, alrededor de 500 huyeron
hacia Tacna, cargando sobre sus espaldas a sus pequeños hijos y llevando ollas
de comida. Otras, se habían quedado en los campos de combate buscando a sus
soldados heridos o muertos.
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