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BIOGRAFÍA DE LA TENIENTE CORONEL JUANA AZURDUY (PARTE II)

Por: Mario `Pacho´ O' Donnell.

Para leer la primera parte clic en: BIOGRAFÍA DE LA TENIENTE CORONEL JUANA AZURDUY (PARTE I)

CAPÍTULO XX

El abandono de Chuquisaca por parte de los sol­dos godos hizo que Juana Azurduy viviera una de las pocas experiencias gratificantes de su lucha sin cuar­tel, ya que los Padilla aprovecharon la débil defensa de su ciudad natal para tomarla, ingresando luego por su calle principal al lento y elegante paso de sus cabalgaduras, enjaezadas con plata y cuero, mientras los chuquisaqueños, algunos sinceros y otros adulo­nes, los vitoreaban y arrojaban flores a su paso.
Detrás de Juana y de Manuel Ascencio venían en la más correcta formación que pudieron, los "leales" y los "húsares", además de los restos de honderos que fueran conducidos y entrenados por Hualparrimachi. También las bizarras amazonas que impresionaban con su porte feroz que daba pábulo a las leyendas de inaudito coraje y de barbaries superiores a las masculi­nas.
Los Padilla, prepararon a la ciudad para el ingreso de don Juan Antonio Alvarez de Arenales, quien lo hizo algunos días después, con tal algazara que en su informe a Roodeau así se refiere Arenales a esa fecha del 27 de abril: "Me he posesionado hoy de esta plaza, sin oposición, y con imponderables demostraciones de júbilo en lo general del pueblo".
Pero no se queda allí Arenales mucho tiempo ya que él también, movido por su propia historia, se pro­pone reconquistar su querida Cochabamba, de la que había sido gobernador, y así lo hace a mediados de mayo, rindiendo al gobernador realista don Antonio Uriburu y a su jefe militar coronel Francisco J. Velasco.

Arenales deja a Manuel Ascencio Padilla a cargo de Chuquisaca, y éste, dando muestras de responsabili­dad y modestia, convoca para ejercer el poder político a un ciudadano respetable, don Juan Antonio Fernán­dez, dejando para sí sólo el control militar de la región.
Las familias pudientes de la ciudad, que hasta entonces habían preferido apoyar a los realistas con­vencidas de su mayor poderío, habían ocultado sus riquezas, especialmente en los conventos y en los monasterios, descontando el saqueo de los Padilla y sus huestes. Pero Manuel Ascencio dio instrucciones a sus hombres, supuestamente incivilizados, de no tocar un solo doblón que no les perteneciese. Lo que fue religiosamente cumplido.
Se produce entonces su primer encontronazo con el general Rondeau, ya que éste lo conmina a abando­nar Chuquisaca, tratándolo poco menos que de usur­pador, y advirtiéndole que ya está en camino para hacerse cargo de su gobierno el coronel Martín Rodrí­guez. A pesar de su indignación y de los consejos de los suyos, los esposos Padilla obedecen estas órdenes y se retiran a su refugio de La Laguna.
En cuanto llega Rodríguez ordena la requisa de todos los tesoros que pudiesen encontrarse en Chu­quisaca, sin obviar conventos y demás lugares sagra­dos con el pretexto burdo de evitar que los mismos cayeran en poder del enemigo y de brindarles la ade­cuada protección.
`El coronel Daniel Ferreira llegó a la casa donde tenía sus sesiones el tribunal confiscatorio designado por el coronel Martín Rodríguez, en los momentos en que se hacía el lavatorio del dinero. Esto era presenciado por el coronel Quin­tana, presidente del tribunal, quien le dijo: Ferreira, ¿por qué no toma usted algunos pesos?'. Este, aceptando el ofrecimiento, estiró su gigan­tesco brazo, proporcionado a su estatura, y con tamaña mano tomó cuanto podía abarcar. Quintana repitió entonces: ¿Qué va a usted a hacer con tan poco?; tome usted más'. Entonces Ferreira, extendiendo su amplio pañuelo, puso en él cuanto podía cargar, algunos cientos.
"Con más generosidades como ésta, con lo que sustraerían los peones conductores, los cavadores, los agentes subalternos y algunos más, ¿qué extraño es que el caudal, cuando hubo de entrar en arca, hubiese disminuido notablemen­te? Se dijo que faltaba más de la mitad. " (José Marta Paz, Memorias.)
No se detuvo aquí la codicia de Martín Rodríguez, sino que, ebrio de poder, hízose designar supremo director de la Provincia del Plata, en un arresto inde­pendentista que erizó la piel de Rondeau, quien orde­nó su inmediata destitución y su reemplazo por el amigo de Manuel Ascencio, don Juan Antonio Fernán­dez.
Lo cierto era que la conducta del general en jefe del Tercer Ejército del Norte no era mejor, y como prueba de ello el mismo José María Paz nos relata lo sucedido después de la única victoria obtenida por Rondeau, en Puesto del Marqués:
"Nunca he visto, ni espero ver, un cuadro más chocante, ni una borrachera más completa. Los licores abundaban, y el frío y la fatiga de la noche antes, las excitaciones de todo género convidaban al abuso, que se hizo del modo más cumplido. Debo hacer justicia a los oficiales, pues, con pocas excepciones, no se vieron excesos en ellos.
"En las inmediaciones de La Quiaca, a tres o cuatro leguas del Puesto del Marqués, había otro cuerpo enemigo cuyo número no sabíamos y que no hizo sino presentarse en las alturas, para ser­vir de apoyo y reunión a los fugitivos. Es proba­ble que si doscientos hombres nos hubiesen atacado en aquellas circunstancias, nos derrotan completamente. Parecíamos más una toldería de salvajes que un campo militar.
"Dispénseme la acritud con que me expreso, porque ese día ha sido uno de los más crueles de mi vida. Veía en perspectiva todos los desastres que luego sufrió nuestro ejército, y las desgracias que iban de nuevo a afligir a nuestra patria."
A pesar de sus diferencias con Rondeau, los espo­sos Padilla esperaron en La Laguna seguros de que serían convocados para engrosar las filas del ejército que se aprestaba a la batalla contra los godos. Como dicho llamado no se produjese, Manuel Ascencio se desplaza hasta Pomata para entrevistarse con Martín Rodríguez, quien le informó que sólo necesitaban cabalgaduras y soldados ya que los puestos de mando estaban suficiente y adecuadamente cubiertos con los oficiales designados por el gobierno porteño.
Los Padilla, tragando saliva, sobreponiéndose a este nuevo desaire, optan una vez más por colaborar con los jefes abajeños convencidos de que todo sacrificio era bueno si las fuerzas realistas eran finalmente derrotadas y ese amado suelo y sus habitantes libera­dos del yugo hispánico. Cumplen entonces con lo solicitado y envían contingentes de animales y solda­dos que merecen el displicente elogio del coronel Rodríguez: "las fuerzas que me participó mandar no son despreciables, a ellas y las que pueda reunir en el curso do su marcha las destinaré a Pocoata". También le hace saber, nuevamente y como para que no que­den confusiones, que los esposos deberán permanecer en La Laguna, en espera de instrucciones y custodian­do las vías de acceso de aprovisionamiento realista.
No sólo fueron los Padilla los caudillos dejados de lado por Rondeau sino también todos los demás, con lo que el ejército patriota se vio privado del coraje, del patriotismo y del conocimiento del terreno de otros caudillo como Lanza, Zárate y Camargo. Los historia­dores que defienden la decisión de Rondeau indican que éste no quería indisciplinar sus fuerzas incorpo­rando a ellas jefes irregulares que si bien habían dado enorme pruebas de su bravura, no eran adecuados para desempeñarse dentro de las rigurosas estructuras de un ejército formal.

CAPÍTULO XXI

A la Laguna llegaron las funestas noticias de la derrota de Rondeau en Venta y Media, el 21 de octubre de 1,815, y las posteriores depredaciones de los soldados en fuga, acuciados por una geografía avara en recursos naturales y por un clima de tem­peraturas extremas, y desamparados por un coman­dante que no sabía combatir organizadamente y tampoco era capaz de llevar a cabo una retirada con orden:
"La primera parada, después que salímos de Chayanta -relata Paz-, fue en un lugarejo miserable donde apenas había dos o tres ranchos que estaban, cuando llegué, atestados de gentes y cuando pedí víveres y forrajes para mis cabalga­duras, me contestó el indio encargado de suministrarlos que no los había, porque todo lo habí­an tomado los soldados que traía la coronela tal, la teniente coroneles cual, etc. Efectivamente vi a una de estas prostitutas, que, además de traer un tren que podía convenir a una marquesa era servida y escoltada por todos los gastadores de un regimiento de dos batallones, y las demás, poco más o menos, gozaban de los mismos privilegios. Esto sucedía mientras los heridos y enfermos caminaban, los más a pie, en un abandono difícil de explicar y de comprender".
Estas circunstancias debilitaron el ánimo de Padilla, quien llevó a cabo entonces lo que quizá sea su acción más controvertida, lo que, paradojalmente, lo humaniza y da aún más mérito a su indómito heroísmo, que no se alojaba en el alma de un superhombre sino en la de alguien que también estaba expuesto, aparentemente, a tentaciones.
Lo que sucedió fue que los realistas, conocedores de la postergación que estaban sufriendo los esposos Padilla por parte de Rondeau, e intuyendo sabiamente su bajo ánimo, consideraron que era un buen momen­to para insistir en el soborno.
Con ese fin enviaron una destacada comisión a cuyo mando iba el capitán don Pedro Blanco condu­ciendo a 100 hombres de infantería y 25 jinetes, todos ellos desarmados como evidencia de que iban en son de paz y respeto.
Uno de sus oficiales, el capitán Hernando de Cas­tro, se adelantó a la tropa para anunciarle al caudillo chuquisaqueño que el capitán Blanco deseaba entre­vistarlo para arribar a alguna fórmula de conciliación. Como prueba de confianza Castro se ofreció como rehén, para asegurar a los esposos que no se trataba de una celada, y quedó desarmado bajo la custodia de doña Juana.
El relato de la escritora Anzoátegui de Campero, quien sostuvo largas conversaciones con doña Juana cuando ésta aún vivía, revela que ésta se opuso viva­mente desde un principio a dicha entrevista, rogándo­le de todas las formas posibles a su esposo que no concurriese. Manuel Ascencio insistía en que la entre­vista sería secreta y que nadie se enteraría, y que su motivo para concurrir a ella era desentrañar cuáles eran las verdaderas intenciones de los godos. Doña Juana lo acusó de ingenuidad y le advirtió que si su actitud trascendía, como era muy posible que sucedie­se dado el estado de gran alerta de toda la gente de la región, los guerrilleros mal interpretarían sus motiva­ciones.
Según la escritora citada, la discusión habría llega­do a un nivel de alto voltaje, inclusive de violencia, ya que doña Juana temía que el espíritu de su esposo se hubiese por fin dañado con tantas privaciones y tantas decepciones.
Habría entonces dicho:
-Escucha, Manuel Ascencio. Conozco la elevación de tus sentimientos y también la firmeza de tu carácter y de tus convicciones... pero sé también la astucia, la habilidad que distingue a los servidores del rey. Si su contacto empañara tu honradez... si te desviases de la senda del deber, ¡te juro que seré yo quien castigue tu infidencia a la causa de la patria!
Nuca se sabrá si la actitud del jefe guerrillero fue un quiebre en su moral o si, como siempre argumen­tase doña Juana en su defensa, sólo trataba de demo­rar a los godos para dar tiempo a que llegasen las par­tidas de los guerrilleros Cueto y Ravelo, con cuyo concurso se sentina ya en condiciones de darles batalla. Pe­ro lo cierto es que las prevenciones de su espo­sa se confirmaron, ya que, cumpliendo con un plan preestablecido, los hábiles Blanco y Castro esparcieron el rumor de que Manuel Ascencio Padilla se encontra­ba en Alcalá, considerándose perdido ya para la causa patriota y ofendido con los jefes del nuevo ejército auxiliar, negociando su rendición y la entrega de todas las fuerzas guerrilleras de la región.
Sabido es que en el espíritu humano una honda decepción puede hacer que un gran amor se transfor­me en un gran odio. Fue eso lo que sucedió en cien­tos de guerrilleros que tanto habían confiado en su gran jefe.
Difundida la noticia de su secreta reunión con los godos, en Alcalá y creída la intención de traicionarlos por parte de Padilla, se levantó un oleaje de hombres y mujeres enfurecidos que deseaban hacer justicia por sus propias manos y acabar con quien tanto los había defraudado.
Padilla, desprevenido, regresaba al encuentro de Juana, cuando fue rodeado por la turba rabiosa que exigía su cabeza.
Dentro de la casa donde a duras penas había logra­do refugiarse, en precaria situación, encerrado con lla­ve, su esposa le exigió juramento de que todo lo que se decía de él era mentira. Así lo hizo Manuel Ascen­cio y eso fue suficiente para que la jefa guerrillera saliese a enfrentar a quienes querían lincharlo.
-¡Esperen! -gritó, haciéndose escuchar-. Si tie­nen ustedes razón yo seré la primera en atravesar el cuerpo de mi esposo si es cierto que ha querido trai­cionarnos. Pero antes será necesario someterlo a jui­cio.
Juana Azurduy quería ganar tiempo, hacer que el fuego homicida de esas personas se aplacase, en la esperanza de que si lograba distraerlos algunas horas la vida de Manuel Ascencio tendría alguna chance.
Varios de los guerrilleros, advertidos de la manio­bra, protestaron y exigieron justicia inmediata y sin tanto trámite.
Ella volvió a imponer su voz y su presencia pode­rosas:
Yo soy aquí el jefe, no lo olviden -y luego agre­gó-: Para que tengan confianza en mis palabras serán ustedes los encargados de custodiar a mi esposo y deberán ustedes garantizarme que él llegará con vida al juicio que se celebrará lo más pronto posible.
Dicho esto, hizo un gesto hacia su esposo, quien pálido y mudo caminó hasta donde estaban sus otrora subordinados.
Además, sería imposible cobrarnos la vida de ninguno de nosotros, pues no está el "Tata" para darle los últimos sacramentos. Y nadie puede asumir la responsabilidad de enviar a uno de los nuestros al infierno.
Él cura Polanco, a quien apodaban el "Tata", uno de los lugartenientes más confiables de Padilla, había quedado como rehén del capitán Blanco.
El ardid de doña Juana tuvo éxito, ya que las horas pasaron echando aceite en la rabia de quienes se sentían traicionados por quien tanto habían admirado. Y Padilla no tardó en rehabilitarse ante sus soldados con el coraje que demostró en la batalla librada pocos días después contra los hombres del capitán Blanco, quie­nes fueron arrollados por los patriotas a cuya cabeza, más valiente que nunca, iba Manuel Ascencio.
Una anécdota, relatada por el dueño de la casa escenario de los hechos ocurridos, don José Barrero, sugiere que entre doña Juana y el rehén español, el capitán Hernando de Castro, se habría desarrollado una fogosa relación de amor que tuvo como corolario que el oficial realista perdiera la vida durante la referi­da batalla enfrentando a sus propios compañeros de armas en defensa de doña Juana. Dícese que recibió en su cabeza un sablazo que iba dirigido a la jefa gue­rrillera y que luego murió desangrado en los brazos del mismo Barrero, auxiliado por doña Juana.
De ser esto cierto, veríamos que cada uno de los esposos se permitió casi simultáneamente un desliz en la coraza de sus convicciones, quizá para recobrarlas luego aún más vigorosas.

CAPITULO XXII

Una vez más los Padilla regresaron a su querida Chuquisaca, donde fueron otra vez recibidos con muestras de cariño. Allí los alcanza una carta del general Rondeau en la que no sólo los anoticia de la injustificable debacle de Sipe-Sipe sino que también, irreverentemente, como si no los hubiese ofendido al dejarlos fuera de su ejército, como si no hubiese diez­mado las fuerzas de los Padilla con su mala conduc­ción, los urge a continuar en la lucha. Es decir, a guar­dar sus espaldas mientras huye desvergonzadamente:
"Cuartel General en Marcha.
"A 7 de Diciembre de 1815.
"Señor Coronel Comandante en jefe del Departamento de Chuquisaca, Don Manuel Ascencio Padilla:
"Después del contraste de nuestras armas en los campos de Sipe-Sipe y Viluma, me hallo en retirada con dirección a la ciudad de Salta, donde cuento con elementos de refuerzo, debien­do luego tomar de nuevo la ofensiva para volver sobre mis operaciones de guerra. Estaré de regre­so sin que pase mucho tiempo. U.S. que ha pres­tado a la causa de la Patria tan constantes y distinguidos servicios, debe ahora redoblar sus esfuerzos para hostilizar entre tanto al enemigo sin perder los medios más activos y que sean imaginables para lo que queda U.S. autorizado ampliamente.
"Espero que en esta ocasiónserá U.S. tan dili­gente y entusiasta en obsequio de la Santa Causa de la Patria, como ha sido ejemplar y benemérita su conducta y su valor desde un principio en todos tiempos.
"Dios guarde a U.S. -Jose Rondeau. "
Para hacernos una idea del vigor en sus conviccio­nes que evidencia la carta con la que Manuel Ascencio responde a Rondeaur, y en la que reafirma su indómita decisión de continuar en la lucha, hay que tomar en cuenta que un caudillo de los quilates de Antonio Alvarez de Arenales, vencida ya su moral por Sipe­Sipe, convencido ya de que nada cabía por hacer y que la ineptitud de Rondeau y la anarquía y venalidad de sus hombres habrían desperdiciado la última opor­tunidad en el Alto Perú, decide abandonar el campo de batalla y se dirige con sus hombres más fieles hacia Jujuy.
Imaginable es la indignación con que Padilla, segu­ramente alentado por su esposa, redactó la famosa carta que transcribimos en su totalidad porque así lo merece:
"Reservada.
"Señor General:
"En oficio de 7 del presente mes, ordena U.S. hostilice al enemigo de quien ha sufrido una derrota vergonzosa; lo haré como he acostum­brado hacerlo en más de 5 años por amor a la independencia, que es la que defiende el Alto Perú, donde los altoperuanos privados de sus propios recursos no han descansado en 6 años de desgracias, sembrando de cadáveres sus cam­pos, sus pueblos de huérfanos y viudas, marcado con el llanto, el luto y la miseria, errantes los habitantes de 48 pueblos que han sido incendia­dos, llenos los calabozos de hombres y mujeres que han sido sacrificados por la ferocidad de sus implacables enemigos, hechos el oprobio y el ludibrio del Ejército de Buenos Aires, vejados, desatendidos sus méritos, insolutos sus créditos y en fin el hijo del Alto Perú mirado como enemi­go, mientras el enemigo españoles protegido (sic) y considerado. Sí Señor, ya es llegado el tiempo de dar rienda suelta a los sentimientos que abri­gan en su corazón los habitantes de los Andes, para que los hijos de Buenos Aires hagan desa­parecer la rivalidad que han introducido, adop­tando la unión y confundiendo el vicioso orgullo autor de nuestra destrucción.
“Mil ejemplares de horror pudieran haber irri­tado el ánimo de estos habitantes que U.S. llama en su auxilio. La infame conducta que con el mayor escándalo deshizo, rebajó y ofendió el vir­tuoso Regimiento de Cbuquisaqueños que babían salido a morir por su patria, la prisión de los Coroneles Centeno y Cárdenas por haber hostili­zado a Goyeneche y debilitado sus fuerzas para que él las batiera y premiar a hombres que habí­an desolado a millares de habitantes (pero eran del Alto Perú), la pena impuesta a los Vallegran­dinos por haber propuesto destruir a los enemi­gos para vengar sus agravios y los de la Patria. La prisión de mi persona por haber pedido se me designe un puesto para hostilizar a Pezuela con altoperuanos, que siempre sin sueldo, siempre a su costa, sin partidos y por solo la Patria, han sacrificado su vida y su fortuna, con otros millo­nes de insultos que han sufrido en general todos los pueblos, desde el primer mandatario hasta el último cadete de Buenos Aires no han podido mudar el carácter honrado y sufrido de los altoperuanos, nosotros amamos de corazón nuestro suelo, y de corazón aborrecemos una dominación extrangera (sic), queremos el bien de nues­tra Nación, nuestra independencia y desprecia­mos el distintivo de empleos y mandos, olvidamos el oro y la plata sobre la que hemos nacido y donde ha sido nuestra cuna.
"La justicia de nuestra causa y nuestros sacrosantos derechos, vivifican nuestros esfuerzos y nivelan nuestras operaciones contra esta generalidad de ideas. El Gobierno de Buenos Aires manifestando una desconfianza rastrera ofendió la honra de estos habitantes, las máxi­mas de una dominación opresiva como la de España han sido adoptadas con aumento de un desprecio insufrible, la prueba es impedir todo esfuerzo activo a los altoperuanos, que el ejército de Buenos Aires con el nombre de auxiliador para la Patria se posesiona de todos esos lugares a costa de la sangre de sus hijos, y hace desapa­recer sus riquezas, niega sus obsequios y genero­sidad.
"Los altoperuanos a la distancia sólo son nombrados para ser saheridos. ¿Por qué haberme destinado al mando de esta Provincia amiga sin los soldados que hice entre las balas y los fusiles que compré a costa de torrentes de sangre? ¿Por qué corrió igual suerte el benemérito Camargo mandándolo a Chayanta de Sub-delegado dejando sus soldados y armas para perderlo todo en Sipe-Sipe? ¡Olvídese muy en buena hora el empeño del Alto Perú y sus revoluciones de tiempos inmemorables para destruir la monarquía! Si Buenos Aires es el autor de esa revolución, ¿para qué comprometernos y privarnos de nuestra defensa.? El haber obedecido todos los altoperuanos ciegamente, el haber hecho esfuerzos inauditos, haber recibido con obsequio a los ejércitos de Buenos Aires , haberles entregado su opulencia, un degrado y. otros por fuerza, haber silenciado escandalosos saqueos, haber salvado los ejércitos de la patria ¿son delitos? ¿A quiénes se debe el sosten de un gobierno que siempre nos acuchilló? ¿No es a los esfuerzos del Perú que ha entretenido al enemigo, sin armas por privarle de ellas los que se titulan sus hermanos de Buenos Aires?
¿Y ahora que el enemigo ventajoso inclina su espada sobre los que corren despavoridos y saqueando debemos salir nosotros sin armas a cubrir sus excesos y cobardía? Pero nosotros somos hermanos en el calvario y olvidados sean nuestros agravios abundaremos en virtudes.
"Vaya US. seguro de que el enemigo no ten­drá un solo momento de quietud. Todas las Provincias se moverán para hostilizarlo, y cuando a costa de hombres nos hagamos de armas, los destruiremos para que U.S. vuelva entre sus her­manos. Nosotros tenemos una disposición natu­ral para olvidar las ofensas: quedan olvidadas y presentes. Recibiremos a U.S. con el mismo amor que antes, pero esta confesión fraternal, ingenua y reservada, sirva en lo sucesivo para mudar de costumbres, adoptar una política juiciosa, traer oficiales que no conozcan el robo, el orgullo y la cobardía.
"Sobre estos cimientos sólidos levantaría la patria un edificio eterno. El Altoperú será reducido primero a cenizas que a la voluntad de los Españoles. Para la patria son eternos y abundantes sus recursos, U.S. es testigo. Para el ene­migo está almacenada la guerra, el hambre y la necesidad, sus alimentos están mezclados con sangre y, en habiendo unión para lo que ruego a U.S. habrá patria.
"De otro modo los hombres se cansan y se mudan. Todavía es tiempo de remedio: propenda U.S. a ellos si Buenos Aires defiende la América para los americanos, y si no...
"Dios guarde a U.S. muchos años. "La Laguna, Diciembre 21, 1815. Manuel Ascencio Padilla."
Un renombrado historiador boliviano señala que en ese potente "y si no..." debe buscarse la base del pos­terior deseo altoperuano de independizarse no sólo de España sino también de la Argentina, doble cometido que se cumplió en 1825.

CAPÍTULO XXIII

De allí en más la acción de los partidarios altoperua­nos fue aún más heroica, ya que al retirarse las tropas porteñas volvieron a quedar, y esta vez para siempre, a merced de la represión de los realistas. Esta fue tan brutal que recordemos que Bartolomé Mitre enumeró 105 caudillos, de los que cuando el Alto Perú logró su independencia en 1825 sólo quedaban vivos 9.
Lo tardío de la ruptura de sus cadenas con España, la más tardía de todas las naciones sudamericanas, indica también a las claras hasta qué punto fue vigoro­so el dominio de los godos, quienes tuvieron en sus jefes y oficiales del Alto Perú algunos de sus más experimentados, hábiles y despiadados militares de la guerra americana.
Luego de Sipe-Sipe apenas quedaron el cura Muñe­cas e Larecaja, Betanzos entre Cotagaita y Potosí, Uriondo y Méndez en Tarija, Camargo en Cinti, Lanza en Ayopaya, el argentino Warnes en Santa Cruz de la Sierra y los esposos Padilla cubriendo la región entre Chuquisaca y La Laguna.
La mayoría de los nombrados pagaron caro su patriotismo y tuvieron finales trágicos. Así, por ejem­plo, el presbítero Ildefonso Escolástico de las Muñe­cas, nacido en San Miguel de Tucumán, quien llegó a ser cura rector de la catedral del Cuzco. Ya en 1809, en el levantamiento de La Paz, se había decidido por la Revolución Americana y luego en 1814 tuvo activa participación en el alzamiento del cacique Pumacahua, cuyo infortunado desenlace lo obligó a buscar refugio en la inhóspita región montañosa de Larecaja.
Allí desarrolló una vigorosa acción guerrillera, sublevando en masa a las multitudes de esa región de probada tradición revolucionaria, a la que conducía en su doble condición de caudillo y sacerdote.
Cuando en 1815 el tercer ejército auxiliar argentino al mando de Rondeau se internó en el altiplano, el cura Muñecas fue uno de los muchos jefes locales que le prestaron apoyo. Junto con los caudillos Monroy, Carriere y Carrión, dirigiendo una tropa numerosa de indios y criollos, impidió que los realistas traspasaran el río Desaguadero. Finalmente, la superioridad numé­rica, estratégica y en armamento de su enemigos los deshicieron en los altos de Paucarkolla; Monroy al verse perdido se suicidó de un pistoletazo, en tanto que Carrión, Carrieri y otros cinco jefes revoluciona­rios fueron hechos prisioneros, fusilados y sus cabezas expuestas en picas a la vera del camino hacia La Paz, como escarmiento.
El cura Muñecas logró escapar y en muy poco tiempo había rehecho sus fuerzas, con las que luego de sucesivos encontronazos con las tropas realistas quedó dueño de una vasta región al norte y al este del Lago Titicaca.
Para el virrey Pezuela se transformó en una exigen­cia de primer orden el destruir a este caudillo, uno más de los que le impedía avanzar sobre las provin­cias rioplatenses, para no dejar al descubierto su reta­guardia. Para ello fue destacado un poderosísimo ejér­cito al mando del coronel Agustín Gamarra, que logró cercar al cura Muñecas al pie del nevado de Sorata y lo aplastó en Colocolo, procediendo luego a pasar por las armas a todos los prisioneros.
Nuevamente logró escapar Muñecas aprovechando su conocimiento de la tortuosa geografía de la zona, pero fue prontamente denunciado por un indio com­padre, cayendo en manos de las fuerzas españolas junto con los 30 fieles que aún lo acompañaban, los que fueron fusilados de inmediato.
El cura fue conservado con vida y el capitán lime­ño Pedro Salar recibió orden de trasladarlo ante la presencia de Pezuela en Cuzco, donde iba a ser degradado y ahorcado. Pero en el camino, cerca de Tihuanacu, fue asesinado por la espalda por indica­ción de Salar, seguramente cumpliendo órdenes supe­riores.
El cadáver del sacerdote fue rescatado por algunos indios que lo veneraban y enterrado en la capilla de Huaqui.
Otro mártir de nuestra independencia fue el gran caudillo José Vicente Camargo, con quien nuestra historia, igual que con los demás jefes de partidarios que combatieron en el Alto Perú, ha sido inmensa­mente injusta, debido a que sus lugares de nacimien­to, como así también las regiones donde guerrearon, pertenecían entonces a las Provincias Unidas del Río de la a Plata, pero pasaron, a partir de 1825, a pertene­cer a un nuevo país, Bolivia. Por lo que también dejó de reconocérseles su argentinidad y su ciclópea contribución a algunas de las mejores páginas de nuestra historia, sumergiéndolos en un olvido afren­toso.
Desde Cinti las montoneras de Camargo amenaza­ban constantemente la fortaleza de Cotagaita y mante­nían así las puertas abiertas para el ingreso de los ejér­citos patriotas desde la Argentina. Sus acciones audaces y sorpresivas causaron honda preocupación a los jefes realistas, y decidieron a Pezuela a ordenar en enero de 1816 al brigadier Antonio María Alvarez marchar con 500 hombres sobre Cinti. Al caer la noche pene­traron en el valle, sorprendiéndose al divisar los cerros tachonados por numerosas fogatas. Eran los hombres de Vicente Camargo, que, advertidos por sus vigías, los esperaban armados de hondas, piedras y cuchillos. En la planicie, la caballería del mayor argentino Gre­gorio Aráoz de Lamadrid dio comienzo a sus manio­bras, distrayendo al enemigo y permitiendo así que los descalzos y bronceados montoneros cayeran sobre los chapetones y los derrotaran.
Pezuela, sin salir de la sorpresa, ordenó al ''coronel Olañeta que alcanzara a Lamadrid y vengara la derrota de Alvarez. Tal orden se cumplió el 12 de febrero en las márgenes del río San Juan.
Pero seguían las guerrillas de Camargo obstruyendo el avance realista hacia el sur. Era necesario despejar de rebeldes toda la zona y para ello organizó una nue­va y poderosa expedición al mando del coronel Bue­naventura Centeno. En el mes de marzo arrollaron: a las avanzadas patriotas para apoderarse de Cinti, pero entonces chocaron con las milicias de Camargo, las cuales hicieron proezas de valor y causaron considera­bles bajas a las fuerzas de Centeno. Los refuerzos oportunos y las informaciones proporcionadas por dos traidores ayudaron a los del rey a salvar la situación.
“La batalla es de muchos episodios crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de mayo al 3 de abril -escribe Heriberto Trigo-. Al amanecer de este último día los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo, y en el acto es pasado a degüello. No es el único a inmolado, pero su nombre seguirá siendo de gloria y bandera de combate."
Esta etapa marca la aparición de jefes realistas de mayor ferocidad que los hasta entonces conocidos; también de mayor eficacia en el cumplimiento de sus misiones. Entre ellos cabe destacar al coronel Francis­co Javier Aguilera, quien se dirigió hacia el oriente para acabar con Padilla y con Warnes, y el mariscal de campo don Miguel Tacón, quien fue destinado a Poto­sí.
Inauditamente, es éste también un período de triunfos y de victorias de las fuerzas irregulares de los Padilla sobre los cada vez mejor organizados y bien pertrechados ejércitos del rey.
Entre las más importantes se encuentra la de El Villar, en la que, por su valor y por haber conquistado una bandera, doña Juana es premiada, a instancias de Belgrano, con el grado de teniente coronel del Ejército Argentino, lo que la colmará de orgullo.
Cabe señalar que la relación de los Padilla con Buenos Aires siempre fue muy estrecha, a pesar de las decepciones y malos tratos que sufrieran por parte de los porteños. A pesar de ello su insignia siguió siendo la bandera azul y blanca y por ello el color celeste fue la contraseña entre los patriotas, tanto que el cruel Tacón imponía graves castigos y penas para las muje­res que, en Potosí, llevasen algo celeste en su vesti­menta.
La buena relación de Manuel Ascencio y Juana fue, esencialmente, con el general Belgrano, a quien apre­ciaban y respetaban, sentimientos que éste les corres­pondía en grado superlativo. Para él era clarísima la gran importancia que los jefes de partidarios como los esposos Padilla tenían para el buen éxito de la revolu­ción desatada el 25 de mayo de 1810, ya que las fuer­zas realistas no podían desguarnecer su espalda ante esa amenaza y por lo tanto se veían impedidos de avanzar victoriosamente sobre Buenos Aires, aunque los ejércitos abajeños hubiesen sido destrozados, como había sucedido luego de Huaqui, de Vilcapugio y de Sipe-Sipe.
Esta fue la razón por la que no sólo distinguió a doña Juana sino también a Manuel Ascencio:
"Señor Coronel de Milicias Nacionales, don Manuel Ascencio Padilla.
"Incluyo a Ud. el despacho de Coronel de Mili­cias Nacionales a que le considero acreedor por los loables servicios que se me ha instituido está ejerciendo en esos destinos de libertarlos del yugo español lo que ya ha jurado nuestro Soberano Congreso, resuelto a sostenerlo con cuantos arbi­trios quepan en los altos alcances de su elevada austeridad. (...)
"En el entretanto, poniéndose Ud. y toda su gente bajo la augusta protección de mi generala que lo será también de Ud., Nuestra Señora de Mercedes, no tema Ud. riesgos en los lances acor­dados con la prudencia, pues ella siempre es declarada por el éxito feliz de las causas justas como la nuestra.(...)
"No deje Ud. de comunicarme siempre que pueda sin inminente riesgo los resultados de sus empresas, sean favorables o adversas, para mi conocimiento y poder y o tomar las medidas que considere oportunas.
"Dios guarde a Ud. muchos años.
"Tucumán a 23 de octubre de 1816.
Manuel Belgrano".
Esta designación llegó cuando hacía ya varias semanas que la cabeza de Padilla, sus ojos vaciados por hormigas, gusanos y caranchos, lucía empicada en el extremo de un palo al lado de otra, de mujer, que sus asesinos supusieron de doña Juana.

CAPÍTULO XXIV

Don Manuel Ascencio Padilla murió como había vivido: heroicamente, y en la única forma que hom­bres como él morían en ese entonces: ferozmente.
Los realistas habían acumulado más fuerzas que nunca con el objetivo de liquidar a la guerrilla de los esposos. En Tinteros, Padilla con 1000 indios y 150 fusileros había triunfado sobre sus enemigos, aunque a costa de importantes pérdidas entre las que se encontraban Feliciano Azurduy y Pedro Barrera.
En Pitantora la columna de Prudencio Miranda había sido atacada por los tablacasacas, pero había logrado contenerlos y luego ponerlos en fuga. No tuvo tanta suerte el guerrillero Lorenzo Granieta, cuya partida fue deshecha en Tipoyo.
Para Juana y Manuel Ascencio era evidente que su situación era más comprometida que nunca, ya que sus espías les informaron que Miguel Tacón con 2000 hombres había partido de Chuquisaca en una acción combinada con Francisco Javier de Aguílera, quien con 700 hombres también avanzaba desde Vallegran­de. La finalidad era tomar a los Padilla entre dos fue­gos.
Padilla, que siempre tuvo un alto sentido de la estrategia militar, ordenó a los montoneros de Yampa­ráez y Tarabuco, dirigidos por Carrillo, Miranda y Ser­na, que salieran al encuentro de las fuerzas de Tacón para detenerlas. El a su vez se atrincheraría en La Laguna para cortar el avance de Aguilera.
Pero la prolongación de una guerra desfavorable y la irrefutable evidencia de que las fuerzas argentinas ya no volverían, por lo que el triunfo de los patriotas era, más que difícil, imposible, fomentaban las deser­ciones en las filas rebeldes y también las traiciones. El guerrillero Mariano Ovando, quien había pertenecido a las partidas guerrilleras y que conocía a fondo las costumbres y las tácticas de los Padilla, se pasó al bando contrario y enseñó al coronel Aguilera la senda para llegar a La Laguna velozmente adelantándose a Manuel Ascencio.
Los expertos que han estudiado la batalla de La Laguna aseguran que Padilla equivocó la táctica, ya que tratándose de un campo abierto envió a su infe­rior infantería por el centro a atacar las fuerzas rivales mientras la caballería al mando de Cueto debía embes­tir contra la retaguardia enemiga.
Pero a su frente estaba el coronel Aguilera, un hombre de gran coraje y curtido en muchas batallas, quien odiaba hondamente a Padilla y no sabía lo que era el miedo. Las tropas realistas aguantaron a pie fir­me el ataque patriota y luego avanzaron resueltamen­te, envolviendo al enemigo y entablando una lucha cuerpo a cuerpo sangrienta que duró varias horas., al cabo de las cuales los guerrilleros se vieron obligados a retirarse en desorden.
La catástrofe pudo evitarse porque la caballería de Cueto alcanzó a sostener su orden y protegió admira­blemente la fuga de los infantes.
Esto sucedió el 13 de septiembre de 1816. Al día siguiente, Padilla entró al Villar con las fuerzas que le quedaban y allí acamparon en el santuario, que era el lugar prefijado para el encuentro, y esperó a que se le fueran juntando quienes vagaban dispersos por la zona.
Allí estaba también doña Juana, quien había queda­do como reserva con algunos guerrilleros y una pieza de artillería, custodiando el parque de municiones y la caja de caudales.
Las heridas, la derrota y el agotamiento hicieron que los rebeldes perdieran reflejos de prudencia que eran la única garantía de supervivencia en esa guerra tan despiadada. Pero por sobre todas las cosas, nunca sospecharon, porque nunca se habían enfrentado con un jefe como Aguilera, que los seguiría con tanta tena­cidad y sigilo al mando de una fuerte columna de caballería, cayendo sobre los guerrilleros como un alud de pólvora y metralla sin darles tiempo de orga­nizarse y matando a quienes no lograban huir.
La sorpresa, esta vez, sembró pánico y desorden en las filas de los perpetuos sorprendedores. La teniente coronela, imperturbable, acudió sin hesitar a la resis­tencia, con ese vigor nunca desmentido, luchando en primera línea, recibiendo un proyectil en la pierna al iniciarse la lucha y enseguida otro aún más grave en su pecho, aunque se esforzó por que los suyos no se apercibiesen de ello, resistiendo la creciente vehemen­cia del dolor y el sangrado para no provocar el desá­nimo en las filas patriotas.
Leamos la algo pomposa y emocionada descripción de Joaquín Gantier:
"Deshechas las columnas libertadoras, cundió el desorden en el campamento y no se dejó espe­rar el desastre. Minutos después los ‘Leales’ y todos huían sin escuchar la imponente voz de su caudillo, ni las amonestaciones de la heroína que aún luchaba a brazo partido.
"Solos ya los esposos Padilla, fueron los últi­mos en abandonar el teatro póstumo de sus heroicas hazañas. Padilla, seguido del padre Mariano Polanco y una mujer que acompañaba a doña Juana, que iba en último término, se ale­jaban precipitadamente, pero tarde... Un grupo de caballería a cuya cabeza se precipitaba Agui­lera estaba apunto de apresar a doña Juana, lo cual notando el valeroso y ejemplar esposo tornó bridas para salvar a su amada compañera, des­cargó sus pistolas logrando derribar a uno de los oficiales, entretanto, ganaba distancia doña Juana.
"Mas, había llegado el término de las fatigas para el óptimo espíritu del valeroso guerrillero que trabajó e hizo más resistencia que los gran­des ejércitos contra las fuerzas coloniales y pasa­se al reposo de la inmortalidad.
"Cargando con el arrojo del que mide el peli­gro y hace abnegación de su vida, sable en mano se lanzó contra sus enemigos, pero pronto una bala hirió de muerte al indomable caudillo que desplomado cayó para dar reposo a su fati­gado organismo y la ascención triunfal a su generosa alma ".
El coronel Aguilera decapitó al derribado Padilla allí mismo, y a continuación, con sus manos ensan­grentadas y con una feroz expresión de triunfo en su rostro alzó el macabro trofeo por los pelos y lo exhi­bió a soldados y oficiales que prorrumpieron en alari­dos de victoria.
Luego, con el mismo sable chorreante, destroncó también a la amazona que iba al lado de Manuel Ascencio y que erróneamente creyeron que era doña Juana.
El mismo Aguilera, satisfecho, anticipando el júbilo que la noticia provocaría en sus superiores en Lima, encajó los cuellos en el extremo de largas picas que ­luego alzaron en la plaza de El Villar para terror y escarmiento de quienes desearan oponerse al rey.
Existe otra versión de la muerte de Padilla y es la que dio el arriero traidor, Manuel Ovando, cuya decla­ración fue recogida por el doctor Adolfo Tufiño en 1882, cuando Ovando contaba 105 años de vida:
"Cuando las armas patriotas flaquearon ante las impetuosas cargas de los realistas, dejando un sinnúmero de muertos, emprendió Padilla la fuga, así como los demás, por la abra de la baja­da a Yotala.
"Nunca se me hubiera proporcionado mejor ocasión para realizar mi meditada venganza, no perdía de vista al guerrillero en el combate; y tan luego que torció la brida y apretó los ijares de su mula, me apresuré a seguir a Aguilera que se propuso perseguirlo personalmente; pero su bestia fátigada y sin aliento para tal acto se lo impedía, es que entonces aprovechando del brío de mi caballo, me precipité tras el Caudillo, él me amenazó al darse vuelta con la pistola amarti­llada, la que en su desgracia había estado sin cargar. Bajaba precipitadamente envuelto en su poncho de castilla color aurora y a dos brin­cos me puse a corta distancia de él, en media bajada a Yotala, donde le descargué dos tiros sucesivos de pistola, que lo derribaron en tierra bañado en su sangre; es entonces que descabal­gándome y encontrándolo exánime, me asomé con el puñal a cortarle la cabeza, acto que tra­tó de impedírmelo el intruso padre Polanco, conocido por "el Tata", pretexto de prestarle los auxilios espirituales, pero una amenaza enérgica de mi parte, apartó de la escena al desgra­ciado sacerdote, mi paisano.
"La cabeza del Caudillo fue presentada a Aguilera quien se la llevó a La Laguna a exhibir­la en una pica".
Juana Azurduy, mientras tanto, sosteniéndose ape­nas sobre su cabalgadura debido a la importancia de las heridas que la iban vaciando de sangre, continuó la huida acompañada de unos pocos leales. Pronto la alcanzarían los informes de que su marido había sido muerto y, a diferencia de otras tantas veces en que ella confió en que la sagacidad y el coraje de Manuel Ascencio desmentirían tal tragedia, esta vez estuvo segura de que nuevamente el destino le había asesta­do un terrible golpe. Dudó en volver atrás para ella también inmolarse junto a su querido esposo, pero, demasiado débil y convencida por sus compañeros, continuó la difícil fuga hacia el valle de Segura de tan funestas memorias.
Su misión como nueva jefa de las fuerzas guerrille­ras era poner a salvo el tesoro, al que el historiador y general español García Camba llamó el "depósito de sus rapiñas", tasado en aproximadamente 60.000 duros.
En realidad lo que doña Juana más anhelaba en esos lúgubres momentos era poner a salvo a su hija Luisa, y llevar consigo una caja de madera en la que los Padilla guardaban sus papeles. Entre ellos su designación como teniente coronela.

CAPÍTULO XXV

La lucha no daba tregua y, sobreponiéndose al inmenso dolor que la embargaba, ya que la muerte de Manuel Ascencio le fue confirmada por algunos que habían visto su cabeza exhibida como macabro trofeo de guerra, se puso a la tarea de designar al nuevo jefe que continuaría la guerra. La voz se expandió por toda la región, convocando a los caudillos de partida­rios a un consejo. Juana Azurduy fue su presidenta, vistiendo de negro, con el rostro endurecido por su voluntad de no ser traicionada por lágrimas, los puños crispados sobre la mesa.
Fue muy difícil ponerse de acuerdo en quién podía sustituir a una figura tan imponente como la de Manuel Ascencio. Circularon los nombres de Jacinto Cueto; de Fernández, de Severo Bedoya, pero cada vez que el fiel de la balanza parecía caer sobre alguno ellos se excusaban, por cuanto la convicción general era que la misma doña Juana debía tomar la sucesión de su difunto esposo. Pero ésta estaba convencida, y seguramente tenía razón por la idiosincrasia de las gentes de la región, que el nuevo jefe también debería ser un hombre con el cual ella colaboraría, según prometió, ­ como lo había hecho con Manuel Ascencio.
La elección se tornó tan difícil y trabada que final­mente todos pidieron a la teniente coronela que fuese ella quien designara al nuevo comandante. Quizá todavía impresionada por su magnífico desempeño en la batalla de La Laguna, Juana se inclinó por Jacinto Cueto, y como segundo fue nombrado don Esteban Fernández. El consejo se cerró con la instrucción al nuevo jefe de que informase al general Manuel Bel­grano sobre lo decidido, quien así lo hizo:
"En el mismo día (14 de setiembre) salí de mi casa con dirección para Pomabamba, recogiendo la gente dispersa y busqué mi reunión, en la raya de la frontera, punto de Segura, donde me encontré con la mujer del finado, el sargento mayor don Pedro Bedoya y demás oficiales que entendían en la misma diligencia de reunir sus compañías. Aquí se trató de nombrar un coman­dante de la división para dar principio a la reor­ganización de nuestras fuerzas, y después de haber cedido voluntaria y públicamente sus acciones y derechos el expresado sargento mayor por igual consentimiento de los oficiales, en que también tuvo voto la mujer del coronel, recayó en mí dicho cargo como comandante de caballe­ría y otras atenciones que merecí a dicha acor­dada junta. Como se supiese que Tacón había llegado a La Laguna con setecientos hombres, después de haber dejado guarnición en Tarabuco y que la división de Aguilera volvió al Valle­grande con disposición de marchar a Santa Cruz, me interné a este pueblo de Sauces para dar mis providencias en los puntos necesarios, y entender en la composición de armas, todo a mi costa y sin apensionar a persona alguna, como también para combinar con el coronel don Igna­cio Warnes, a quien ocurrí por el auxilio de municiones y un cañón, según lo acredita el ofi­cio que en copia acompaño a U.S. y salgo de aquí el día de mañana para Pomabamba a veri­ficar mi reunión en Molleni donde tengo citados a todos los comandantes de partida que queda­ron atrás y se retiraron a parajes seguros, a excepción del insubordinado don Apolinar Zára­te, que se mantuvo en Tarabuco después de ser llamado y allí fue sorprendido con pérdida de veinticinco hombres y otros tantos fusiles; practi­cada nuestra reunión general pasaré a V. E. la votación de mi nombramiento, firmado por los oficiales junto con el estado de la fuerza y arma­mento, que según cálculo será de trescientos fusi­les; y luego que reciba el auxilio pedido a Santa Cruz, me dispondré a operar prudentemente según exija la necesidad. "
Los tiempos posteriores a la muerte del gran caudi­llo patriota fueron oscuros para la causa rebelde. Por un lado los realistas festejaron el hecho con justificada satisfacción. Lo expresa el general español García Camba en sus memorias escritas mucho tiempo des­pués: "La destrucción de Padilla era de la mayor importancia para la pacificación de los partidos o sub­delegaciones de la provincia de Charcas y aun para la inmediata de Santa Cruz de la Sierra. No hay voces con que expresar dignamente la actividad y decisión del coronel Aguilera". Donde dice "pacificación" debe leerse "exterminio". Fue así como el coronel Aguilera, sin perder tiempo, el camino expedito hacia Santa Cruz, partió de inmediato con el objetivo de terminar con el otro gran caudillo de la zona, el argentino Igna­cio Warnes.
Las cosas no fueron mejor en el interior del campo rebelde, ya que la autoridad de Cueto y de Fernández fue rápidamente puesta en cuestión, en primera ins­tancia como pudo leerse en su comunicación a Bel­grano por Apolinar Zárate, quien quizás consideró que por su proximidad le hubiese correspondido ser el sucesor de Padilla. Muy rápidamente, también el sub­jefe Fernández y Ravelo se insubordinaron y decidie­ron formar una división propia.
El principal motivo de esta anarquía no era sola­mente la inevitable confusión generada por la ausen­cia de un líder indiscutible y la imposibilidad de su sustitución inmediata, sino también una disputa cre­matística por los caudales que la guerrilla de los Padi­lla había ido acumulando a lo largo de sus correrías. Caja que continuaba bajo custodia de doña Juana pero que despertaba la ambición de no pocos de los jefes de partidarios, no sólo por codicia personal, sino por­que también un suculento tesoro como ése garantiza­ba la compra de armas y cañones necesarios para el buen suceso de sus tareas bélicas.
La fama del general don Martín Güemes se había extendido por todo el Alto Perú. Muchas veces Manuel Ascencio y Juana habían comentado las hazañas de este hombre de noble origen salteño, quien al mando de sus gauchos aplicaba en Salta y Jujuy tácticas de guerra muy similares a las de los jefes de partidarios altoperuanos.
Por todo ello, impotente para dominar el caos desatado en las filas patriotas, la teniente coronela encomendó a fray José Indalecio de Salazar escribir al caudillo solicitándole enviase "en lugar del finado un jefe de integridad, amor, celo y honradez, procedi­miento para prever el cáncer perniciero (sic) que pue­da probablemente cundir e infectar toda la masa de esta porción brillante, que si en la actualidad es vir­tuosa pero puede después corromperse e inutilizarse para la vigorosa defensa que necesitan practicar estas provincias".
Güemes respondió enviando al teniente coronel don José Antonio Asebey, pero nunca llegó a destino debido a que su designación provocó controversias y algunos de los más importantes jefes se negaron a aceptar su autoridad.
Lo cierto es que doña Juana no se encuentra en las mejores condiciones para controlar el divisionismo desatado en sus filas, ya que ha caído en el abatimien­to y su mente está ocupada por una única obsesión: rescatar la cabeza de su amado Manuel Ascencio, la que, a pesar de las semanas transcurridas, sigue aún clavada en la plaza principal del pueblo de La Laguna insultando a quienes tanto lo veneraron.
La teniente coronela llama a su presencia a Caipé, un joven flechero tacafucus que le ha demostrado gran lealtad aun en los momentos difíciles que está viviendo, alguien que le recuerda a Hualparrimachi, y le encomienda recorrer la zona reclutando indios y criollos para formar un nuevo ejército a sus órdenes.
Al cabo de unos días Caipé se presenta ante su jefa con poco más de 100 hombres, entre flecheros y algu­nos ex fusileros de Padilla decididos a vengar su memoria ultrajada. Tampoco falta una decena de sus diezmadas amazonas. Sabedora de que la partida es aún insuficiente, doña Juana solicita a Esteban Fernán­dez y a Agustín Ravelo que le presten sus servicios.
Esta de todas maneras exigua tropa se vio significa­tivamente aumentada en el trayecto hasta La Laguna por bandadas de indios ávidos de venganza, que a la vista del pueblo, y sin esperar orden alguna, se aba­lanzaron como un huracán sobre los realistas que comandaba el coronel Francisco Baruri, perforando sus líneas de defensa.
Se desató entonces una de las carnicerías más espantosas de nuestra lucha por la independencia, ya que, a la vista de la podrida calavera del gran caudillo, quienes fueran sus súbditos sintieron hervir su sangre y masacraron a todo realista que encontraron a su paso, y también a quienes hubiesen colaborado con ellos, dejando las polvorientas calles teñidas de san­gre.
Nada de esto advertiría Juana Azorduy, sus sentidos aplicados a descender esa cabeza de órbitas habitadas por gusanos y de carne apergaminada y devorada por los cuervos. En una dolorosísima procesión la llevaron hasta la iglesia y allí la depositaron sobre el altar, ofi­ciándose a continuación un último responso con los elevados honores correspondientes a su rango de jefe de la guerra de recursos altoperuana y de coronel del Ejército Argentino.
Estos emocionantes funerales parecerían haber marcado un punto de inflexión en la vida de doña Juana, la que de allí en más fue despeñándose en una curva descendente hasta aquella tremenda carta, escri­ta ocho años más tarde, cuando vagaba pobre y depri­mida por las selvas del Chaco argentino:
“A las muy honorables juntas Provinciales: Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Cbarcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución. Aunque animada de noble orgullo tam­poco recordaré haber empuñado la espada en defensa de tan justa causa. La satisfacción de haber triunfado de los enemigos más de una vez deshecho sus victoriosas y poderosas huestes, ha saciado mi ambición y compensado con usura mis fatigas; pero no puedo omitir el suplicar a V.H. se fije en que el origen de mis males y de la miseria en que fluctúo es mi ciega adhesión al sistema patrio ( .. ) Después del fatal contraste en que perdí a mi marido y quedé sin los elementos necesarios para proseguir la guerra, renuncié a los indultos y a las generosas invitaciones con que se empeñó en atraerme el enemigo.
"Abandoné mi domicilio y me expuse a bus­car mi sepulcro en país desconocido, sólo por no ser testigo de la humillación de mi patria·, ya que Mis esfuerzos no podían acudir a salvarla. En este estado he pasado más de ocho años, y los más de los días sin más alimento que la esperan­za de restituirme a mi país (... ). Desnuda de todo arbitrio, sin relaciones ni influjo, en esta ciudad·(no hallo medio de proporcionarme los útiles y viáticos precisos para restituirme a mi casa (...) Si V.H. no se conduele de la viuda de un ciudadano que murió en servicio de la causa mejor, y de una pobre mujer, que, a pesar de su insuficiencia, trabajó con suceso en ella...”

CAPÍTULO XXVI

En 1817 la situación de los caudillos patriotas se había vuelto desesperante. El terrible Aguilera, luego de haber dado cuenta de Padilla, se dirigió raudamen­te hacia Santa Cruz de la Sierra, escenario dominado por el coronel Ignacio Warnes, quien, a pesar de su inferioridad numérica, acorralado, salió al paso de los tablacasacas en El Pari, donde se libró la batalla más sangrienta de todas las que tuviera el Alto Perú por escenario, ya que de los 2000 hombres que intervinie­ron en ella sólo sobrevivieron 200.
Fue otra vez Aguilera quien, abalánzandose sobre un Warnes ya herido, a pesar de lo cual no cejaba en sus gritos de aliento repartiendo mandobles a diestra y siniestra que hacían estragos en sus enemigos, lo aba­tió con un disparo a quemarropa de su arcabuz y lue­go, aún con vida el gran caudillo cruceño, destroncó su cabeza, la que también colocó en el extremo de una pica, durante varios meses, a la vista de hombres y mujeres que circulaban por la plaza principal de la ciudad camba.
No fue esto suficiente para el feroz y eficaz coronel de los ejércitos del rey, nacido también en Santa Cruz de la Sierra, sino que a continuación entró a saco en su ciudad natal pasando por las armas a mil de sus habitantes.
No fueron Padilla y Warnes los únicos inmolados, ya que en pocos meses también habían perdido su vida Camargo, Esquivel y el cura Muñecas.
Una de las causas de esta matanza se debió a que San Martín había por fin convencido al gobierno por­teño de que la mejor vía hacia Lima no era a través del Alto Perú sino cruzando los Andes y embarcándo­se en el Pacífico, para así sitiar y rendir el Callao. La historia dio la razón a ese gran estratega militar que fue San Martín, el primer verdadero jefe con instruc­ción y experiencia bélica, quien sustituyó a hombres de buena voluntad pero de poca aptitud en el campo de la guerra, como fueran Castelli y Balcarce, Belgra­no y Rondeau, todos ellos militares improvisados por imperio de las circunstancias.
Pero lo cierto es que la decisión de San Martín dejó a los valientes caudillos altoperuanos a merced de la represión y venganza realista, los que no tuvieron mayor inconveniente en apaciguar la región a sangre y fuego, imponiendo terror y demostrando una cruel­dad pocas veces vista en la historia de la humanidad.
Las fuerzas godas estaban ahora a las órdenes del muy apto general De la Serna, quien había llegado desde la península a la cabeza de importantes refuer­zos, y tanto él como Pezuela, promovido ahora a virrey, otro militar de valía, coincidían con San Martín en que la vía del Pacífico era la mejor para rendir Lima. Por lo tanto les era imprescindible distraer fuer­zas patriotas de este objetivo, amenazando con la invasión de las provincias del Río de La Plata a través de su frontera norte. Para ello era necesario garantizar su retaguardia terminando de destrozar a las guerrillas altoperuanas que hasta entonces le habían impedido concentrar las tropas necesarias para franquear el impenetrable tapón que imponía la acción de Güemes y sus gauchos en la frontera de Salta y Jujuy.
Aniquiladas las guerrillas del norte y del oeste, doña Juana se dirigió hacia el sur, donde resistían los caudillos tarijeños, en estrecha relación con Güemes. Entró así en los dominios del valiente y noble Francis­co Uriondo, quien le brindó una recepción con todos los honores que su admiración por la teniente corone­la le merecían. Seguramente doña Juana se dirigió también hacia el sur, anoticiada de que su amigo el general Manuel Belgrano había vuelto a hacerse cargo del ejército del norte tras el fracaso de Rondeau.
Fue Belgrano quien, ante la tremenda presión que los godos estaban ejerciendo sobre los caudillos alto­peruanos, dio instrucciones al coronel Aráoz de Lama­drid de que incursionara en la zona para ejecutar una maniobra de diversión que distrajera algunas fuerzas al servicio del rey, y así impedir o aminorar la masa­cre.
Nada más podía hacer Belgrano, al frente de un ejército en estado deplorable, como informa al gobier­no de Buenos Aires:
"Los capellanes, que debían dar el ejemplo acerca del orden y conducta cristiana del ejérci­to tienen procedimientos que llenan de rubor, haciendo algunos de ellos vida escandalosa con mujeres, juegos y otros vicios. Los oficiales debí­an llenarse de vergüenza por quebrantar sus arrestos y fingirse enfermos para concurrir de noche con descaro a los bailes, haciendo ostenta­ción de su deshonor, mientras sus conversacio­nes se reducen a murmurar de su general, de sus jefes y compañeros. "
Y, como si esto fuera poco, la miseria:
"Yo mismo estoy pidiendo prestado para comer. La tropa que tiene el Gobernador Güemes está desnuda, hambrienta y sin paga como nos hallamos todos, y no es una de las menores razo­nes que; lo inducen a hacer la guerra de recursos al enemigo. Yo mismo babría hecho otro tanto, pero estoy muy lejos, y temo se me quedaría en la marcha la mitad de la fuerza de lo que se llama ejército".
A Aráoz de Lamadrid se suman Uriondo, Méndez y Avilés, y con su ayuda libra la batalla de La Tablada, en la que consigue una buena victoria. Ningún parte da cuenta de la intervención de Juana Azurduy, por lo que se supone que, quizás muy deprimida, Uriondo decidió mantenerla bien custodiada para facilitar su recuperación.
El efecto de su victoria no fue bien aprovechado por Aráoz de Lamadrid, quien, desobedeciendo las precisas instrucciones de Belgrano, se aventuró más allá de lo que la prudencia dictaba, sufriendo algunas derrotas parciales que luego desembocaron en el gran desastre de Sopachuy, batalla en la que seguramente por indicaciones de doña Juana había contado con las partidas de Ravelo, Fernández y Asebey.
Fue ésta la última esperanza de las diezmadas gue­rrillas altoperuanas de que un ejército argentino pu­diera dar vuelta la situación, y la imprudencia y la impericia de Aráoz de Lamadrid hizo recrudecer otra vez no sólo la represión realista sino también el caos y la anarquía, y por sobre todas las cosas la defeccíón en las filas patriotas. Sus jefes no eran ya solamente muertos, sino que algunos de ellos optaron por pasar­se con armas y bagajes al enemigo.
El caso de Eustaquio Méndez, "El Moto", uno de los mayores guerrilleros, es relatado por García Camba y silenciado por la historia oficial:
“A principio de noviembre (1818( se presentó espontáneamente al general en jefe el caudillo Eustaquio Méndez, quien con el caudillo Uriondo conmovía la provincia de Tarija; se presentó con su numerosa partida y armas fiado en la generosidad del general español. Este envió tranquilos a sus hogares y labranzas a los hombres de guerra del célebre Méndez, conocido por ‘el Moto’porque era manco, le declaró teniente coronel a nombre de S.M. y señaló a sus dos sobrinos una moderada pensión, mereciendo estas gracias la aprobación del país, las cuales era de esperar sirviesen de útil estímulo al arrepentimiento”.

CAPÍTULO XXVII

Juana Azurduy, viuda de Padilla, necesita el sosiego y la protección para restañar las profundas heridas anímicas que el destino ha producido en su espíritu.
La convulsionada Tarija no puede proveérselo y por ello parte hacia el sur, en busca de alguien a quien Manuel Ascencio mucho estimaba y de quien Arenales, les había hablado con entusiasmo. Alguien a quien, como hemos visto, ya doña Juana había solicitado ayuda cuando la anarquía iba deshaciendo la fuerza de sus partidarios.
Martín Güemes era, probablemente, lo más pareci­do a su esposo que podía hallarse: también provenía de una familia acomodada y, a pesar de ello, conven­cido de sus ideales de libertad y justicia, había empu­ñado las armas en contra de los intereses de su propia clase social. El también era alto, fornido, muy bien parecido. El también sabía hacerse amar por sus hom­bres, que eran capaces de dar la vida a una orden suya.
El gran caudillo salteño recibió a la teniente coro­nela con demostraciones de afecto y admiración y, sabiendo que sería la mejor forma de ayudarla, incluyó a doña Juana en su ejército, asignándole tareas de mando y responsabilidad.
Güemes aparece con una personalidad controverti­da en opinión de los historiadores que se ocuparon de él, aunque quizás ello estuviese influenciado por el hecho de que dichos textos fueron escritos al calor de las luchas intestinas entre unitarios y federales, defor­mando la visión que de él se transmitió a la posteri­dad.
"Este caudillo -escribiría José María Paz, su contemporáneo-, este demagogo, este tribuno, este orador, carecía hasta cierto punto del órga­no material de la voz, pues era tan gangoso, por faltarle la campanilla, que quien no estaba acos­tumbrado a su trato, sufría una sensación peno­sa al verlo esforzarse para hacerse entender. Sin embargo, tenía para los gauchos tan unción en sus palabras y una elocuencia tan persuasiva, que hubieran ido en derechura a hacerse matar para probar su convencimiento y su adhesión.
"Era además Güemes relajado en sus costum­bres y carente de valor personal, pues jamás se presentaba en el peligro. No obstante, era adora­do de los gauchos, que no veían en su ídolo sino al representante de la ínfima clase, al protector y padre de los pobres, como lo llamaban, y tam­bién, porque es preciso decirlo, el patriota since­ro y decidido por la independencia: porque Güe­mes lo era en alto grado. El despreció las seductoras ofertas de los generales realistas, hizo una guerra porfiada, y al fin tuvo la gloria de morir por la causa de su elección, que era la de América entera".
Quizás un general español que combatió contra Güemes pueda darnos una visión más ajustada de lo que significó el caudillo salteño y sus gauchos para nuestra independencia:
"Los gauchos eran hombres del campo, bien montados y armados todos de machete o sable, fusil o rifle (carabina de caballería), de los que se servían alternativamente sobre sus caballos con sorprendente habilidad, acercándose a las tropas con tal confianza, soltura y sangre fría que eran admirados por los militares europeos, que por primera vez observaban a aquellos hom­bres extraordinarios a caballo, y cuyas excelen­tes disposiciones para la guerra de guerrillas y sorpresa tuvieron repetidas ocasiones de compro­bar. Eran individualmente valientes, tan diestros a caballo que igualan si no exceden, a cuanto se dice de los célebres mamelucos y de los famosos cosakos (sic), porque una de las armas de estos enemigos consistía en su facilidad para dispersarse y volver de nuevo al ataque, manteniendo a veces desde sus caballos y otras veces echando pie a tierra y cubriéndose con ellos, un fuego semejante al de una buena infantería". (García Camba, Memorias.)
Doña Juana pasó varios años junto a Güemes durante los cuales no es imposible que hayan sosteni­do alguna relación amorosa, ya que la teniente coro­nola era todavía una bella hembra a pesar de que el sufrimiento había dejado huellas en su cuerpo, en tan­to que Güemes era un varón a quien mucho gustaban las mujeres; como eran mentas de la época.
La vida afectiva de la teniente coronela parece ser un tema tabú para los historiadores que de ella se han ocupado, como si fuese inimaginable y quizás descali­ficante reconocer en tan idealizable figura de nuestra historia supuestas debilidades de su carne. Por el con­trario, todo parece indicar que la pasión en su lucha patriótica seria similar a la que alimentaba sus deseos de mujer, como lo muestra el elevado nivel erótico que adornaba su relación con Manuel Ascencio y que seguramente también dio calor a vínculos de doña Juana con otros hombres.
Otra circunstancia que la unía a Güemes era su compartida enemistad contra el general José Rondeau, quien llegó a distraer el Ejército del Norte a su mando, acampado en Jujuy, para atacar al caudillo salteño.
Este, seguramente disconforme con el mando de Rondeau, previendo que un ejército tan indisciplinado estaba condenado al desastre, abandonó, con sus gau­chos, el Ejército del Norte y se dirigió hacia Salta. En el camino se apropió del armamento que había que­dado almacenado en Jujuy, y luego, ya en Salta, se hizo elegir gobernador. Esto de alguna manera signifi­caba una rebeldía ante Buenos Aires, ya que hasta entonces las autoridades provinciales habían sido designadas por el gobierno central.
Güemes había regresado sinceramente indignado por la corrupción del ejército porteño, lo que hizo que en Salta cundieran exagerados rumores de que Ronde­au y sus subalternos cabalgaban con sus alforjas llenas de oro.
Como una prueba más de su ciega incapacidad, Rondeau decidió escarmentar al caudillo salteño y se dirigió a enfrentarlo con su ejército. Como no podía ser de otra manera, fue derrotado contundentemente por las experimentadas montoneras de Güemes, quie­nes dejaron a las tropas sin víveres, ya que habían retirado todo el ganado que hubiese en su camino, a tiempo que les producían crecientes bajas a favor de un decisivo predominio en la caballería.
"Es inconcebible tanta imprevisión, mucho más en un general que sabía prácticamente lo que era la guerra irregular o de montonera y lo que valía el poder del gauchaje en nuestro país, pues lo había visto en la Banda Oriental. No puedo dar otra explicación, sino que se equivocó en cuantó a las aptitudes de Güemes y el prestig­io que gozaba entre el paisanaje de Salta ".(José M. Paz, Memorias.)
Como es de imaginar, estos desatinos en el interior de las fuerzas patriotas provocaron su debilitamiento, lo que se hizo grave, pues un poderoso ejército realis­ta, al mando del general Ramírez Orosco, invadió Sal­ta. Eran 6 batallones, 7 escuadrones y 4 piezas de arti­llería, formando un total de aproximadamente 4.000 hombres.
A pesar de la desorganización de las guerrillas argentinas y de no poder contar con el refuerzo de las tropas regulares, la resistencia de los gauchos salteños fue admirable y eficaz.
Al proclamar ante el Cabildo de Salta, su nuevo triunfo, un Güemes más preocupado que eufórico decía:
"A pesar de no haber sido oportunamente auxiliados, una vez más hemos conseguido, aunque a costa del exterminio de nuestra pro­vincia, el escarmiento de los tiranos".
No hay registro de la intervención de la teniente coronela en las luchas intestinas argentinas; es posible que ella aya querido evitarlo y, por otra parte, que Martín Güemes le haya ahorrado ese calvario.

CAPÍTULO XXVIII

Papa los realistas eliminar a Güemes es una necesi­dad de primerísimo nivel, y no están dispuestos a desaprovechar el debilitamiento que la ceguera de muchos argentinos que lo combaten por razones viles produce en el jefe de los gauchos.
El general español Olañeta dispone que su lugarte­niente "el Barbarucho", que acampaba en Yavi con 300 hombres, marche hacia el Sur en maniobra oculta y sigilosa, con el propósito de alcanzar en el menor tiempo posible la ciudad de Salta, sorprender a los patriotas y cumplir con el objetivo principal: asesinar a Martín Güemes, verdadera pesadilla para los godos.
Una vez más, la tragedia planea sobre Juana Azurduy.
Entre las medidas que adopta para encubrir esta operación, Olañeta levanta su propio campamento de Mojos sin dejar ninguna tropa, fingiendo retirarse en forma ostensible hacia Oruro, pero con la idea de, en cuanto esta marcha hubiese engañado a los patriotas, retornar velozmente para apoyar la "operación coman­do" del coronel Valdez, "el Bárbarucho".
Todo se ejecuta según lo previsto, y en su marcha hacia el Sur, Valdez, en lugar de avanzar por la Que­brada lo hace inadvertidamente por el camino del Despoblado (actual Ruta Nacional N° 40, que parte de la localidad de Abra Pampa, sigue por San Antonio de los Cobres para alcanzar el Valle de Lerma al oeste de Salta), que como su nombre lo indica es desolado y deshabitado, también áspero y lleno de dificultades por la falta de agua y víveres.
"El Barbarucho" era un español que, como Olañeta, de comerciante que había sido en el tráfico de mulas y mercaderías con el Perú había pasado a ser un bravo oficial en el ejército del rey, para sostener la autori­dad española contra la revolución.
Según era fama, se había hecho experto en contra­bando durante su vida de comerciante, practicándolo ventajosamente por los senderos extraviados de las serranías que corren por el poniente de las provincias de Salta y Jujuy. Este ejercicio lo había convertido en un baqueano experto, ladino y audaz, lo que sumado a sus prendas de militar corajudo y disciplinado pare­cía como venido a pelo para llevar a buen puerto la riesgosa y desde todo punto de vista trascendental operación que se le había confiado.
"Tan brusco era, tan fogoso y tan bárbaro, que muchas veces, después de cometidas sus torpezas, se arrepentía de ellas; y se lo oía exclamar entonces, con la misma dura franqueza que correspondía a sus ímpetus mal educados. ‘;Qué barbarucbo soy!’, quedándole así para siempre esta calificación apropiadísima, que él mismo se la daba" (E. Frías).
Valdez, ayudado por indios baqueanos y algunos salteños enemistados con el jefe gaucho, cruza la alto­planicie del Despoblado y se embosca, el 7 de junio de 1821, en la serranía de los Yacones, con unos 400 hombres de infantería.
Aquí dividió sus fuerzas en partidas a cargo de buenos conocedores de la ciudad y ordenó que las mismas se dirigieran a rodear la manzana de la casa de Güemes, lo que se realiza sin mayores tropiezos. Uno de los colaboradores del jefe patriota, que ha estado reunido en su casa y atraviesa la plaza, se topa con una de las patrullas del Barbarucho y es muerto de un disparo. Güemes escucha la detonación y sale solo a la oscuridad cerrada de la noche, convencido de que se trata de un disturbio sin importancia promovido por algún opositor, quizá borracho, sin imaginar­se que eran los realistas quienes se habían desplegado por toda la ciudad.
Al darse cuenta de lo que realmente sucedía, la­mentando haberse aventurado sin escolta, pretende huir a la carrera por una calle lateral, pero cae en una encerrona y él también es herido, según es tradición, por una descarga en el trasero.
Batiéndose con su proverbial bravura logra subir a un caballo y se dirige al río Arias, donde es transpor­tado en camilla hasta la hacienda de la Cruz, para des­de allí continuar su fuga hasta el El Chamical, donde fallece, después de desangrarse durante diez días y pese a los cuidados de su médico, el 17 de junio de 1821.
Muerte que parece confirmar la hipótesis de que Güemes padecía de hemofilia, razón por la cual no participaba, y sus gauchos lo comprendían, en entre­veros y escaramuzas.

CAPITULO XXIX

La muerte de su amigo y protector despeña irremi­siblemente a doña Juana en la miseria, como lo revela la dramática carta anteriormente citada que dirigiese a las autoridades salteñas solicitándoles ayuda para regresar a su Chuquisaca natal, ya parte de la Repúbli­ca Bolívar, luego Bolivia.
La respuesta oficial a tan dramática solicitud fue avaricienta:
“Salta, mayo 2 de 1825.
Habilítese a la viuda del Teniente Coronel Manuel Ascencio Padilla, con cuatro mulas pertenecientes al Estado, entregándose, por el minis­terio de Hacienda, la cantidad de cincuenta pesos para los gastos de su marcha”.
Nadie recibió en su ciudad natal a la gran heroína, quien llevó consigo a su hija Luisa, ya de once años, descubriendo que la mayoría de sus propiedades habían ido confiscadas y otras estaban en poder de su hermana Rosalía, quien durante todos esos años había sostenido una vida sin compromisos, obediente a su destino de dama chuquisaqueña sólo preocupa­da por la educación de sus hijos y la atención de su esposo.
Doña Juana reclama la devolución de sus bienes y logra que el gobierna boliviano apenas le reconozca su hacienda de Cullco:
"Chuquisaca, agosto 11 de 1825.
"Autos y vistos: Constando por la sentencia de remate dada en cinco de enero de mil ocbocien­tos diez que corre a fs. 58 del Expediente manda­do agregar, que la subasta de la Hacienda de Cullcu propia de la Teniente Coronela del Ejérci­to doña Juana Asurdui (sic) viuda del Coronel Dn. Manuel Ascencio Padilla, se vendió por el Gobierno anterior por sólo su patriotismo: declá­rese conforme al Superior Decreto de trece de abril del presente año de su Excelencia el Sr. General en Jefe del Ejército Libertador encargado del Mando Supremo de estas Provincias, que puede la indicada Asurdui tomar posesión de dicha Hacienda, sirviendo este Auto de suficiente despacho en forma".
La extrema indigencia en que vive hasta el final de sus días hace que más adelante se viese obligada a malvender esta propiedad.
Una de las razones de la falta de reconocimiento de sus compatriotas hacia alguien que lo había entre­gado todo por la causa independentista se debió a que quienes habían quedado en la cresta de la ola cuando llegó el momento de la libertad habían sido en su gran mayoría personas de dudosa conducta durante la larga guerra. La mayoría de los caudillos, en cambio, habían muerto o ya no contaban, y por otra parte la primitivez de los sobrevivientes hacía que las negociaciones politiqueriles fueran para ellos escena­rios en los que se desenvolvían con mayor dificultad y menor éxito que en los aguerridos campos de batalla. Esto hizo que quienes treparan a las posiciones de gobierno y de poder fueran personajes como el maris­cal Santa Cruz, hoy héroe nacional de Bolivia, quien durante varios años a principios de la gesta libertadora combatiese del lado realista, teniendo a su cargo nada menos que la represión sangrienta del levantamiento patriótico de La Paz en 1809.
Así lo señala Paz, descorazonado:
"No puede menos de contristarse la imagina­ción de un argentino y de un soldado de los primeros años de la guerra de la independencia, considerando lo poco que han servido para su país y para esos mismos soldados aquellos sacrifi­cios y ver que sólo sirvieron para allanar el camino a otros guerreros más afortunados y facilitar su carrera a los Santa Cruz y otros muchos que como él hicieron la guerra más obstinada a esa misma Independencia, de que aho­ra son los grandes dignatarios y los verdaderos usufructuarios, mientras que los más antiguos y los mas leales soldados de la gran causa de América arrastran una penosa existencia en la oscu­ridad, la proscripción, la miseria y el olvido ".
Las feroces luchas intestinas que se abatieron sobre la república recién constituida, bautizada con el nombre de Bolívar a instancias de Sucre, fueron otras razones por las cuales no hubiera tiempo ni disposi­ción para el reconocimiento a quienes tanto habían luchado y sufrido por la libertad, como en el caso de Juana Azurduy, quien envejecía solitaria y olvidada con la sola compañía de su hija Luisa, con quien nunca llegó a desarrollar una relación con la intensidad afectiva que había llegado a tener con sus hijos muer­tos.
Uno de los pocos momentos de felicidad fue aquel en que sorpresivamente Simón Bolívar, acompañado de Sucre, el caudillo Lanza y otros, se presentó en su humilde vivienda para expresarle su reconocimiento y homenaje a tan gran luchadora. El general venezolano la colmó de elogios en presencia de los demás, y díce­se que le manifestó que la nueva república no debería llevar su propio apellido sino el de Padilla, y le conce­dió una pensión mensual de 60 pesos que luego Sucre aumentó a cien, respondiendo a la solicitud de la cau­dilla:
"Sólo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo; mas el cielo que señala ya el término de los tiranos, mediante la invencible espada de V.E. quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una numerosa familia y de una tierna hija que no tiene más patrimonio que mis lágrimas; ellas son las que ahora me revisten de una gran confianza para presentar a V.E. la funesta lámina de mis des­gracias, para que teniéndolas en consideración se digne ordenar el goce de la viudedad de mi finado marido el sueldo que por mi propia gra­duación puede corresponderme".
Esa paupérrima pensión de 100 pesos mensuales le fue pagada puntualmente apenas durante dos años, deglutida por  la anarquía que se agravó aún más des­pués de que el mariscal Sucre fuese herido en el cuar­tel de San Francisco y que el presidente Blanco fuese asesinado en la Recoleta. Recordemos que Pedro Blanco conducía las tropas realistas que reiteradamen­te se enfrentaron contra los Padilla, a pesar de lo cual, mientras doña Juana subsistía malamente, él llegaba a la máxima magistratura de un país nacido de la indó­mita lucha de otros por la libertad.
Buenos Aires, a su vez, cuyos errores políticos sumados a las conspiraciones de Sucre habían provo­cado en 1825 la pérdida del inmenso y feraz territorio altopetuano, parecía considerar que quien hubiese nacido y habitase más allá de sus nuevas fronteras, en Chuquisaca, por ejemplo, era un extranjero. Aunque se tratase de una mujer que todo lo había dado en su heroica lucha por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la plata. O por tratarse, justamente, de una mujer, pues de haber sido hombre, con seguri­dad, distinta hubiese sido su suerte. Y el reconocimiento de sus méritos en tantos campos de batalla. Como que nuestra Argentina tampoco ha destinado ni una página de su memoria al fogoso y eficiente cuer­po de amazonas que guerrease a sus órdenes, cubrién­dose de gloria a la par de la nombrada, arremetiendo con el mismo ímpetu y desangrándose por los mismos plomos.
Doña Juana quedó completamente sola de familia cuando su hija Luisa contrajo matrimonio con Pedro Poveda Zuleta y se fueron a vivir lejos.

CAPÍTULO XXX

Quienes la conocieron ya anciana, como el historia­dor Gabriel René Moreno, que transcurrió su infancia en Chuquisaca, relata que con alguno de sus amigos se les ocurrió que esa Juana Azurduy de la cual se contaban hazañas podía ser la viejecita del mismo nombre que habitaba sola y pobre una vivienda en el barrio de Coripata. También cuenta que a pesar de que los niños le tiraban la lengua para que hablara sobre los hechos de la independencia, casi nada salió de su boca y que transcurría largas horas en silencio, pensativa, recordando y evocando a tantos seres que­ridos, teniendo siempre a su lado una cajita en la que guardaba sus tesoros más preciados: las comunicacio­nes de Belgrano nombrándola teniente coronela y algunas oxidadas condecoraciones.
Mientras tanto Bolivia se desangraba en absurdas luchas intestinas. Así lo relata Alcides Arguedas:
"La República entró en un período de franca desorganización. En menos de un año, desde el 10 de junio de 1841 basta el 20 de octubre, hubo trece alzamientos revoltosos, de los cuales cuatro por Santa Cruz, seis en favor de Ballivián y tres en el de Velasco, todos exclusivamente a nombre de personas y sin invocar ningún principio, sin orientaciones ideales, únicamente impulsados por los caudillos angurriosos, en terrible y cons­tante afán demoledor".
Lo que más indignaría a la teniente coronela es que Santa Cruz, cómo ya lo señalásemos, había sido cola­borador directo de Goyeneche, Ballivián había lucha­do a las órdenes de De la Serna y también Velasco había sido integrante de los ejércitos del rey, a los cuales ella y Manuel Ascencio combatieron con tanto desprendimiento y con tantos sacrificios.
Por fin la muerte se apiadó de doña Juana y deci­dió llevársela. Por ese entonces vivía sólo acompañada por un niño desvalido, Indalecio Sandi, algo corto de entendederas, hijo natural de un pariente lejano, quien simbolizó, aun en su desamparo postrero, su hondísi­mo amor por los más necesitados.
A la teniente córonela ya no le importaba que la hubieran abandonado sus prójimos porque poco a poco había ido internándose en su riquísimo mundo de recuerdos, confiando quizás en que la justicia de Dios la devolvería por fin junto a sus amados Manuel Ascencio, Manuelito, Mariano, Juliana, Mercedes, Hualparrimachi, al galope con el frío viento de la Puna acariciando sus caras, felices, riendo con los ojos vueltos hacia el cielo azulísimo, blandiendo el sable que Belgrano le legase, el general abajeño que la saluda agitando su brazo al verla pasar haciendo retumbar el suelo con los cascos de su caballo que parece volar, porque ella aprieta sus ijares en el lugar exacto que su padre le enseñó, pero Manuel Ascencio la alcanza, porque es hombre y muy macho, y la abraza con ternura y la besa hasta mojarle las mejillas, Juana avergonzada porque sus hijitos e hijitas los miran amarse y entré ellos se hacen morisquetas cóm­plices, contentos porque otra vez están juntos, porque Hualparrimachi acaba de componer su mejor poema, porque ninguna bomba cae alrededor, porque de nadie y de nada deben huir, porque nadie acosa, tor­tura o decapita, porque es primavera y todo está en orden, mientras inauditamente las áridas laderas del altiplano se cubren de flores bellísimas, eternas.
Sin parientes ni amigos, a los 82 años, en medio de la más absoluta pobreza y soledad, Juana Azurduy pasó sus últimos instantes.
La alcoba donde murió se encuentra en la casa número 218 de la calle España, en el patio interior que parece el corralón de algún antiguo tambo, donde viajeros y trajinantes alquilaban una pieza para pasar la noche.
El cuarto es pequeño y miserable, tiene un venta­nuco al oriente y la puerta al norte. Dentro hay una escalerilla de adobe para alcanzar la abertura, las pare­des están blanqueadas y el techo enseña sus recias vigas y sus cañas trenzadas, rumorosas de vinchucas.
En un lecho humilde con márfagas burdas que los indios llaman "ppullus" expiraba doña Juana. Además del lecho, había en la alcoba una vajilla de barro, en las paredes algunas imágenes, el arca pequeña con los papeles y otro catre para Indalecio, el niño harapien­to, único testigo del último suspiro de la teniente coronela.
Murió, como no podía ser de otra manera, un 25 de Mayo. Y esto, un postrer homenaje de la Historia, tam­bién fue, una vez más, motivo para el desaire de sus contemporáneos, ya que cuando el niño Sandi se diri­gió a las autoridades chuquisaqueñas reclamando las honras fúnebres que le hubieran correspondido por su rango, el mayor de plaza, un tal Joaquín Taborga, le respondió que nada se haría, pues estaban todos ocu­pados en la conmemoración de la fecha patria.
Nadie, salvo el niño y quizás un cura, acompañó los resto de la gran Juana Azurduy, y éstos fueron depositados en una fosa común. "Se sepultó en el panteón general de esta ciudad en fábrica de un peso”, dice la partida de defunción. Es decir, que su muerte sólo mereció un oración, y su costo fue de un peso...
Muchos años más tarde, cuando quiso rendírsele el postergado homenaje que merecía, hizose cavar en el lugar que Indalecio Sandi, casi anciano ya, señaló como el de la probable sepultura de doña Juana, y algunos huesos que entonces se rescataron fueron considerados simbólicamente como pertenecientes a la gran guerrera.

Para leer la primera parte clic en: BIOGRAFÍA DE LA TENIENTE CORONEL JUANA AZURDUY (PARTE I)

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