Por: Diego
Martínez Estévez / En la fotografía se observa a un futuro subteniente del
ejército boliviano, jurando a la bandera tricolor.
BERNARDO VIOLETA, DOS VECES HERIDO
(EL REPUBLICANO. 18 de noviembre de 1933)
El combate del 15 de septiembre.- El camarada en llamas.- Un asalto a la
bayoneta.- El retorno de Boquerón a Yujra.- El susto de un valiente.- Unas
botas de charol.- El prisionero
Bernardo Violeta es casi un niño. No ha cumplido 19 años y vuelve al Chaco a
cumplirlos cuando su cuerpo de niño que apenas llega hasta la adolescencia, ya
está mordido por dos tremendas heridas de bala, que como a un redentor, le han
dejado cicatrices indelebles en los dos brazos.
Su fisonomía misma es la de un niño. Se divisa en sus pupilas mansas, en su voz
lenta y cansada, en su gesto de inocencia, el niño bondadoso en cuya vida
contempla su madre cómo se desarrolla el porvenir igual que un ovillo cuyo hilo
se tiende fácilmente hacia la esperanza.
¿Quién puede admitir que este muchachuelo de ojos tranquilos y dulces que
relata llanamente sucesos capaces de crispar los nervios, haya empuñado una
ametralladora con esas manos aún habituadas sólo a manejar juguetes? Su corta
edad, su propio temperamento de niño, no le hacen capaz todavía de retener en
el reino tormentoso de las obsesiones, las sombras trágicas de los seres que ha
visto caer fulminados, las de los que se retorcían como culebras sobre arena
sintiendo las tetánicas vibraciones del dolor y las de los que se arrastraban,
deformes y monstruosos con un pie roto, con una mano tronchada, los rostros
descompuestos de miedo y de sufrimiento, hacia los puestos de la Cruz Roja.
Entretanto, toda su infancia no ha sido suficiente para limitar en él esa
capacidad extraordinaria con que ha peleado y soportado los padecimientos de la
campaña. De sus labios delgados y finos que se han abierto cuántas veces para
repetir las palabras mortales del ataque, los narra ahora, de un modo simple, a
la vez terrible. En sus ojos, que han visto ese teatro nebuloso en que los
hombres, enloquecidos de rabia se acuchillan, se muerden y se desgarran a la
lumbre de los fogonazos crepitantes de la metralla, vuelven a copiarse sus
figuras familiares del amor: la madre, los hermanos, los pequeños amigos que no
han ido aún a la campaña. Todo cuanto hizo y vio está fresco en su memoria,
pero como una visión irreal, como un sueño infantil en que el héroe de siente
feliz.
EL COMBATE DEL 15 DE SEPTIEMBRE.
Fue entre el trágico Yujra y el infernal Boquerón hacia el que iba el
Regimiento 6, del que Violeta era tirador de ametralladora. Avanzaba la tropa
tiroteándose nutridamente con el enemigo, oculto en la orilla del bosque, a un
lado del camino. Los paraguayos no podían detener esta columna de doscientos
hombres, agiles y diestros que se aplastaban contra el suelo para evitar las
balas y disparaban desde allí. Por fin, el destacamento penetró en el monte,
frente a un pajonal y entró en posiciones. El soldado, en época de paz,
prolonga el tiempo en la construcción de posiciones. Tarda diez y quince
minutos cavando un menguado foso en el que se oculta mal. Pero, en la guerra,
le bastan dos minutos para profundizar todo lo que necesite su cuerpo al
esconderse.
Allí, a la orilla del monte, aprovechando los matorrales, se emplazó las
ametralladoras pesadas. La tropa estaba lista para disparar, pero el enemigo
era invisible, aunque se hallaba cerca, en el bosquecillo del frente, pasado el
pajonal. Los oficiales comunicaron la orden de previsión: no disparar un tiro.
Los soldados, temblorosos ante la inminencia del combate, guardan silencio,
pueden oír los latidos de sus corazones. En ese momento – piensa Violeta – no
sé qué cosa hacer: la garganta reseca, los labios apretados, la mirada que
vigila inquieta todo el frente. De pronto, un soldado enemigo y otro y otro,
salen del bosque. Avanzan cautelosamente y llegan en masa cerrada hasta los
ochenta metros. Nuestras ametralladoras comienzan a crujir. La primera fila
enemiga cae, la segunda, la tercera, la cuarta que avanzan, se arremolinan
vacilando. Por fin, dan la espalda y pretenden volver al bosque. Nuestras balas
les hieren por la espalda, les hacen estrías breves en la ropa, les abren
agujeros minúsculos en los pulmones, en el dorso todo y como cogotazos
bárbaros, les hacen caer en las posturas inverosímiles que sólo el dolor
inventa.
Después, un silencio corto, quiebran el aire, los gritos de los que no han
muerto aún. Las voces oprimidas por el dolor como por un peso en el vientre,
repiten las palabras conocidas ¡Camilleros”. Agüita por Dios… Mamacita... Estoy
herido!
El corazón de nuestro héroe va sintiendo misericordia. Es niño al fin, este
soldado que disparó su terrible ametralladora liviana, cuyos cargadores casi
vacíos, contempla fugazmente. Pero, vuelven a surgir de la espesura los
enemigos, ahora ya semi escondidos. Sus ametralladoras comienzan un fuego
espantoso. Silban las balas encima las cabezas y algunas tocan a los nuestros.
Hay quienes caen muertos, hay quienes, como súbitamente amputados, ya no se ponen
en pie y se arrastran alzando solo las cabezas, hacia el monte, entre cuyas
malezas aguardan las camillas.
Responden los nuestros. El ta-ta-ta-ta de las máquinas de guerra se multiplica,
viboreando en toda la línea. Más soldados caídos. Violeta ve allí cerca,
delante de él, a un soldado envuelto en llamas, cuya boca se abre
desesperadamente aunque los brazos estén inmóviles, aferrados al fusil.
EL CAMARADA EN LLAMAS.
Violeta que maneja su ametralladora liviana, la abandona. Salta del pozo en que
está metido, corre hasta el camarada que está envuelto ya por el fuego; le
desgarra la ropa chamuscándose las manos y apaga la llama. Después toma de un
pie al soldado, lo arrastra bajo de un árbol y lo deja allí. El pobre tiene
quemado el muslo y la cadera.
Violeta vuelve al foso y siente silbar las balas cerca de él. Algún enemigo lo
ha visto y lo persigue. Al entrar a la posición, una bala le hiere en el brazo
izquierdo. A él, parécele haber recibido un garrotazo y no se da cuenta de la
herida sino cuando ve correar su sangre. El oficial lo mira y no le dice
palabra. Violeta toma la ametralladora con la mano derecha y comienza de nuevo
a disparar, sintiendo poco a poco el desfallecimiento del que se desangra. El
oficial, usa una correa de sus botas y procura atajar la sangre. Violeta sigue
disparando.
El soldado que se quemó no está herido. Una bala ha tocado la caja de fósforos
que llevaba en el bolsillo, inflamándola; la deflagración causó un acceso de
atonía nerviosa al pobre, que se habría carbonizado a no salvarle Violeta, que
sacrifica en el tramo ese mismo brazo generoso y débil con que salva a su
desconocido camarada.
UN ASALTO A LA BAYONETA.
Las órdenes circulan rápidamente a lo largo de la línea. Después la voz aguda y
persuasiva del oficial ¡Soldados, al asalto!
La violencia con que salen los hombres de sus fosos, por un curioso fenómeno de
inercia les hace tropezar, caer, irse de bruces y volver a levantarse antes de
correr contra el enemigo. Los paraguayos incendian de metralla toda su línea,
pero los cuchillos que avanzan contra ellos agigantados por los resplandores
del acero lanzan rayos de luz y rayos de miedo que penetran y desmadejan los
nervios del enemigo. Varios paraguayos sueltan las armas y huyen. Los que
resisten son penetrados, cortados, sajados, degollados por las bayonetas. Hay
un paraguayo en cuya garganta Violeta ve hundirse un cuchillo que, como la vara
de Moisés, hace saltar un chorro líquido negruzco del cuello herido, mientras
una tos macabra sacude el cuerpo estremecido del paraguayo, que se ahoga en su
sangre.
EL RETORNO DE BOQUERÓN A YUJRA.
Otra bala hiere a Violeta en el antebrazo derecho y lo inutiliza como a
tirador. Pero no puede volver hasta la ambulancia, porque el Destacamento está
cercado. Hay que avanzar hacia Boquerón, romper el cerco del fuerte y llegar a
él. Los paraguayos, acuchillados, huyen, perseguidos todavía por las
ametralladoras que vuelven a puntearles las espaldas volteándolos en saltos de
payasos trágicos. Nuestros hombres avanzan, disparando siempre, en un impulso
arrollador que destroza hombres, matorrales y árboles. De pronto, cuando va
haciéndose ralo el monte, divisan Boquerón, las trincheras bolivianas, los
uniformes de nuestro ejército. Entran al fortín, abrazan, todavía resoplando de
fatiga, a los sitiados, todos pálidos, sucios y flacos. Están allí dos horas o
tres. Violeta lleva los dos brazos entumecidos e inútiles, fatigantes y
cansadores como una carga que duele . Bien puede quedarse en el fortín evitando
que lo maten al regreso. Pero el oficial ha dicho, persuasivo como siempre,
“ninguno del 6 puede quedarse”.
Violeta regresa con los demás por ese camino a Yujra, húmedo de sangre y
estremecido de disparos.
¡Cómo va, ahora el pobre muchacho! Sus compañeros que le rodean, avanzan
arrastrándose y disparando contra las dos lados del camino cuyas orillas
boscosas crepitan de metralla y fusilería enemiga.
Violeta no puede arrastrarse, porque, virtualmente, ya no tiene brazos. Anda de
rodillas o en cuchillas, durante legua y media, encogiendo el tronco, agachando
la cabeza, para no ser herido. Esta marcha sobre las rodillas, tropezando y
cayendo a cada instante, durante dos o tres horas, no le aniquila.
Cuando la tropa, que se ha abierto paso hasta cerca de Yujra divisa el puesto
boliviano, Violeta se incorpora y corre, erguido y veloz como un niño que busca
el escondite jugando a los rondines, hasta Yujra y entra en las trincheras
después de ese calvario en que sus brazos heridos son como una cruz.
EL SUSTO DE UN VALIENTE.
- ¿Recuerdas algún incidente que te hizo reír?
Sí, cuando me hirieron por segunda vez. Los dolores y la pérdida de sangre me
hicieron echarme en el suelo de costado, sujetándome el brazo izquierdo con el
derecho. Tenía los ojos cerrados y debí esta pálido. De pronto pasos rápidos y
sentí que alguien se tendía detrás de mí. Sin duda, me creyó muerto y
parapetado en mi cuerpo apoyó su carabina sobre mi brazo herido y disparó un
tiro. El traquido movió mi brazo. Di la vuelta la cara, con un grito de dolor y
el soldado, seguro de que yo estaba muerto, supuso que resucitaba, dio otro
grito y dando un salto corrió a un foso para seguir disparando contra el
enemigo, rabiosamente. Este muchacho que ha combatido con valor ejemplar es de
Cochabamba.
UNAS BOTAS DE CHAROL.
Veíamos un cadáver paraguayo cerca de nosotros luciendo unas hermosas botas de
charol que brillaban con la luz solar. Alguno que había perdido las abarcas se
arrastró hasta el cadáver pretendiendo quitarle las botas. Era un indiecito que
forcejeó largo tiempo sin resultado. El muerto no quería dejar sus botas y se
arrastraba con cada tirón del necesitado camarada. Pero este dio con el modo de
poner quieto el cadáver del oficial paraguayo. Amarró el muerto a un tronco e
iba a descalzar al enemigo, cuando sobrevino la orden de avanzar. Al hacerlo,
el indiecito revolvía la cara, mirando con nostalgia esas botas que para él
hubiera sido un gran botín.
EL PRISIONERO.
Herido Violeta, se le hospitalizó en Muñoz. Junto a su catre, estaba el de un
prisionero. Eligio Merele. Hablaban todos los días y se hicieron amigos. Los
dos jóvenes, pasada la hora del odio, se querían, recordando ambos del hogar,
de los amigos, de las aventuras.
- Merele era bueno —dice Violeta— ese era bueno. El Negro Méndez, que también
era su amigo y yo, nos tuteamos con Merele. Pero este prisionero no combatió
contra el 6. Cayó en Agua Rica, herido.
Este heroico muchacho Violeta no tiene siquiera rencores. Las heridas de sus
brazos no le duelen, seguramente, cuando habla del prisionero.
Carlos Montenegro.
// El relato de más arriba, corresponde a las acciones de
Saavedra - Fernandez, del año 1933.
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