Por: Víctor Montoya – Pagina Siete, 24 de marzo de 2015. Foto: Rey
afroboliviano Julio Pinedo. // Para más historias: Historias de Bolivia.
Los afrobolivianos, a quienes casi nunca se mencionó en los discursos
oficiales, son parte de la historia de un continente donde los conquistadores,
armados, impusieron su voluntad a sangre y fuego.
Con los conquistadores arribaron los primeros esclavos negros al llamado Nuevo
Mundo. Los jinetes de Francisco Pizarro llevaban en la grupa del caballo a
indios de Nicaragua y a un negro de Guinea, cuya piel oscura dejó perplejos a
los súbditos del inca Atahuallpa, como las armaduras de hierro y el estampido
de los arcabuces.
Cuando el negro se apeó del caballo, los indios le invitaron a lavarse
creyéndolo pintado. Y mientras los conquistadores les explicaban que, por
donación del santo Papa, esas tierras pertenecían ya a los reyes de Castilla, a
quienes debían prestarles acatamiento y vasallaje, los indios constataron que
el negro no perdía su color ni refregándose en el río.
Entonces, estupefactos como estaban, pensaron que allende los mares no sólo
existían hombres de caras blancas y luengas barbas, sino también hombres de
pelos rizados y piel oscura como el ébano, sin sospechar que ellos -los
nativos- y los negros serían los esclavos del nuevo sistema colonial.
Se dice que el inca Huayna Cápac, años antes de consumarse la conquista,
escuchó hablar del Sumaj orq’o (Cerro hermoso), donde estaba el preciado metal
que ellos usaban para adorar a sus dioses y adornar sus cuerpos. El Inca ordenó
clavar los pedernales para extraer los filones de plata; el cerro se estremeció
en un "¡potojsi!” (explosión), y de sus entrañas se alzó una voz cavernosa
anunciando en lengua quechua: "¡Kay hunuqnita pallan karumanta
jamuytanapaq!” (Esta riqueza está reservada para los que vendrán del más
allá).
Los súbditos del Inca huyeron en desbandada, hasta que en 1545, el indio Diego
Huallpa, quien buscaba a su llama fugitiva en las laderas del cerro, hizo una
fogata para pasar la noche y ahuyentar el frío. El fuego fundió el metal y,
ante la lumbre menguante de las llamas, el indio vio brotar las hebras de
plata, blancas como el resplandor de la luna. Los conquistadores, anoticiados
del mayor hallazgo de todos los tiempos, acudieron en caravanas desde los más
lejanos confines, unos a pie y otros a caballo.
Al cabo de un tiempo, en aquel cerro admirado por Don Quijote, se abrieron
socavones, se levantaron casas y templos. La urbe creció tanto que, según un
censo de 1573, Potosí tenía más habitantes que Madrid, Roma y París.
Los conquistadores llenaron las alforjas de plata y, no sabiendo cómo derrochar
su fortuna, mandaron a comprar vinos de España, marfiles de India, sedas de
Francia, porcelanas de China, medias de Nápoles, sombreros de Londres,
alfombras de Persia, perfumes de Arabia y, junto a todo este cargamento, las
prostitutas más caras del mundo y los esclavos que vendían los "negreros”
en las costas del continente africano.
La corona española, al constatar que el dramático descenso de la población
indígena se debía no sólo a las guerras de conquista y las enfermedades
importadas del Viejo Mundo, sino también a los vejámenes y trabajos forzados,
mandó a comprar esclavos negros en los puertos de las Antillas, con el fin de
preservar el monopolio comercial de sus colonias y reemplazar la fuerza de
trabajo de los mitayos, quienes morían por montones en el laboreo de la mina.
De la colonia a la república
La Colonia convirtió a Potosí en "Villa Imperial” y a los esclavos negros
en bestias de carga. Nadie se opuso a la esclavitud de los negros, ni siquiera
fray Bartolomé de las Casas, quien, a pesar de abogar a favor de los indígenas
con la Biblia en la mano, se olvidó, en una suerte de extraño racismo
teológico, que los negros tenían también alma y eran iguales ante Dios, aunque
el origen del racismo contra el negro no se debió a la pigmentación de su piel,
sino a un fenómeno de orden económico y, según algunos cronistas de la época, a
la baratura y superioridad de su fuerza de trabajo.
Los colonizadores ingleses y portugueses, creyendo que la fuerza física de un
negro equivalía a la de cuatro indios, organizaron compañías dedicadas
exclusivamente a la trata de esclavos negros. Sabían que esta carnicería
humana, respaldada por las monarquías europeas y el Papa, daba tantos
beneficios como los yacimientos de oro y plata.
Así, desde 1510 a 1791 -año en que fue abolida la trata de esclavos-, fueron
millones los africanos raptados de sus tierras, desarraigados de sus culturas
ancestrales y transportados como suministro de fuerza de trabajo a las tierras
que los conquistadores expropiaron a los habitantes del Nuevo Mundo.
De los negros que sobrevivieron a la travesía por alta mar, encadenados como
animales salvajes, marcados por el candente hierro y el látigo de mando, los
más robustos fueron destinados a Potosí; y de allí, tras largos años de haber
trabajado en las minas, sufriendo la peor vejación del colonialismo occidental,
se desplazaron hacia la región subtropical de los Yungas, donde aprendieron a
convivir en armonía con la dadivosa y protectora Pachamama.
Durante las guerras de la independencia latinoamericana, el libertador Simón
Bolívar proclamó la lucha contra la esclavitud y promulgó un decreto que
concedía la libertad a los negros. Empero, en un país como Bolivia, gobernado
desde las luchas independentistas por criollos y mestizos, los indios y negros
siguieron siendo los sectores más excluidos de la sociedad.
La Bolivia negra, por otro lado, no está registrada en los libros oficiales de
historia, cuyos textos, obligatorios en escuelas, colegios y universidades,
cuentan sólo la versión de los vencedores, mutilando así los capítulos
correspondientes al menosprecio y la esclavitud de los negros.
De ellos se sabe poco, y lo poco que se sabe es por medio de algunas
fraternidades folklóricas del Carnaval, en las que los mestizos se disfrazan de
morenos, arrastrando sus pesados trajes al ritmo de las matracas y enseñando la
lengua colgante de las máscaras, que simbolizan la ironía y la explotación
despiadada a la que fueron sometidos durante la Colonia.
El "apartheid” al estilo boliviano
Los negros, de hecho más desfavorecidos que los indígenas, han sufrido la mayor
discriminación social y racial, y han sido condenados a sobrevivir en una
especie de "apartheid” boliviano. Hasta antes del triunfo de la revolución
nacionalista de 1952, los negros y los indios no podían ingresar a lugares
públicos ni caminar por los barrios residenciales de las grandes urbes.
Durante siglos, la población afroboliviana vivió una suerte de
"apartheid”. No tenía carta de identidad ni figuraba en los censos de
población, como si su existencia hubiese sido ajena a la vida nacional, aunque
ya el 25 de septiembre de 1840 fue suscrito el tratado de Bolivia con Gran
Bretaña, en el que se acordó la abolición del comercio de esclavos.
Asimismo, según una ley del 11 de noviembre de 1844, se dispuso que los
"que por mar o tierra los introdujeran en Bolivia o los extrajeran de ella
para su venta, serán condenados como piratas a 10 años de presidio, sin
perjuicio de las demás penas impuestas por el trabajo”.
Otro tanto hizo la revolución nacionalista de 1952, que les concedió el derecho
a tener voz y voto, a elegir y ser elegidos; un derecho que pocos ejercieron
hasta la constitución del Estado Plurinacional de Bolivia, que incluyó recién
en el siglo XXI a asambleístas negros en las cúpulas de gobierno.
Baste echar un vistazo al pasado para darnos cuenta de que los afrobolivianos,
a quienes casi nunca se mencionó en los discursos oficiales de los demagogos de
turno, son parte de la historia de un continente donde los conquistadores,
armados de cruces, caballos y cañones, impusieron su voluntad a sangre y fuego.
Los territorios recién conquistados pasaban a ser propiedad de la corona
española y los negros fueron llevados a los yacimientos argentíferos de Potosí,
para que ejecutaran los trabajos forzados en el interior de la mina, donde
fueron reducidos a simples bestias de carga por la insaciable codicia y el
carácter sanguinario de los colonizadores.
Desde entonces ha transcurrido mucho tiempo para que los negros, que no se
acostumbraron al frígido clima del altiplano, se trasladaran a las regiones
subtropicales del país, donde se establecieron como agricultores, sin haber
olvidado su dramática historia ni su pasado.
Por eso mismo, no está lejos el día en que aparezca un Alex Haley entre los
negros aymaras y escriba, sin intermediarios ni voces prestadas, un libro
sorprendente y maravilloso como Raíces, en cuyas páginas se denuncia el
violento atropello del que fueron víctimas tanto en sus tierras de origen como
en las tierras del llamado Nuevo Mundo.
La supuesta superioridad del hombre blanco ha sido uno de los motivos que pro
vocó el menosprecio contra la raza negra, un prejuicio que, acéptese o no, se
mantiene vivo hasta nuestros días.
Si bien es cierto que la esclavitud fue abolida en América en el siglo XIX, es
cierto también que la sociedad blancoide y criolla no aceptó la igualdad de
derechos de los negros; por el contrario, creó un sistema político de
"apartheid”, como en Rhodesia, Namibia o Sudáfrica.
Una reflexión necesaria
Desde que sentí la discriminación racial en carne propia y dejé de creer en la
historia oficial de los vencedores, me resistí a compartir el racismo existente
en el país, donde la mayoría de los indios y negros no compartían la mesa del
patrón ni formaban parte de las esferas de gobierno.
Los afrobolivianos, por mucho que no sepan precisar si sus antepasados fueron
traídos de Senegal o de otras costas del oeste africano, siguieron conservando
la tradición de coronar a su rey en la comunidad campesina de Mururata, donde
se venera a los descendientes de ese rey negro que, encadenado de pies y manos,
murió durante la Colonia.
El último descendiente de esa casta de "sangre real” es Julio Pinedo,
quien, al cumplirse los "500 Años de Resistencia Indígena, Negra y
Popular”, en octubre de 1992, fue coronado en una ceremonia especial, donde
estuvieron presentes los negros, los indios aymaras y los zambos (hijos de
india y negro).
Sin embargo, lo patético de esta realidad es que, mientras los afrobolivianos
vienen coronando a sus reyes desde 1932, la mayoría de los niños bolivianos,
que aprendimos a conocer África a través de las historietas de Tarzán, no
veíamos en las calles a más negros que a los mestizos, de caras pintadas con
betún y disfrazados con vistosos atuendos, bailando de tundiquis y negritos en
el Carnaval.
Cuando los niños veíamos en la calle a un negro de verdad, nos pellizcábamos el
brazo y gritábamos al unísono: "¡suerte para mí! ¡suerte para mí!”... En cambio,
algunos, que confundían el exotismo con el racismo y veían a un negro en sus
sueños, se despertaban espantados y, restregándose los ojos, exclamaban:
"¡enfermedad! ¡enfermedad!...”.
La ignorancia sobre la historia y situación de los afrobolivianos dio lugar a
la creación de mitos y supersticiones en torno a sus supuestos poderes mágicos;
cuando en realidad, los negros no cargaban suerte alguna ni daban suerte a
nadie, ni siquiera a ellos mismos, que habían soportado tanta infamia y
discriminación desde que sus antepasados fueron atrapados en sus tierras de
origen y vendidos por los "negreros” a los dueños de minas y plantaciones
del Nuevo Mundo.
Así, criollos y mestizos reproducíamos en nuestros juegos las historietas de
Tarzán y las películas de cowboys, en los que nadie quería hacer el rol de
negro ni de indio, porque encarnar a estos personajes implicaba morir desollado
o con un tiro entre los ojos, a diferencia de Tarzán y del cowboy que siempre
resultaban ser los héroes en la batalla, como si sus vidas estuvieran
garantizadas por mandato divino.
A medida que fui creciendo, comprendí que el negro no sólo simbolizaba la
suerte, sino también la mala suerte y la enfermedad. De modo que en una
conversación coloquial, no era extraño que alguien dijera: "pasarlas
negra” o "tener la suerte negra”, en lugar de decir: "me encuentro en
una situación difícil” o "tengo mala suerte”.
Pero la frase que más me golpeó, como convocándome a una reflexión necesaria,
fue la que escuché en boca de una de mis profesoras, quien, a tiempo de
enseñarnos la fotografía de un hombre de raza negra, dijo: "Este hombre
tiene el color de sufrido”. Desde entonces no he dejado de pensar en que estas
expresiones de desprecio, que los criollos y mestizos utilizan para referirse despectivamente
a una persona de tez negra, traslucen una clara discriminación racial.
Ahora entiendo mejor por qué mi tía, una señora presumida y acomplejada de su
ascendencia mestiza, me aplicaba las cremas protectoras en la cara y me ponía
un gorro de visera ancha.
Claro que no era para cubrirme la piel del abrasante sol de la meseta andina,
sino para evitar que los vecinos me confundieran con "los niños de color
sufrido”. Por suerte, a mi tía no se le ocurrió la idea de blanquearme la piel
a la fuerza, como a ese negrito del cuento que murió de pulmonía de tanto que
su ama, de raza blanca, lo refregaba en leche fría.
SIN prejuicios
Con el transcurso del tiempo, y gracias a los sermones de un cura
tercermundista, mi tía se fue liberando de sus prejuicios raciales y empezó a
entender que el hombre negro no era un castigo divino ni un ser llegado de las
catacumbas del infierno, sino un individuo como cualquier otro, con los mismos
derechos y las mismas responsabilidades.
Si bien es cierto que mi tía se liberó de sus prejuicios y los afrobolivianos
gozan de mayores derechos y libertad que durante la Colonia, es también cierto
que algunos sectores de la sociedad, constituidos por los estamentos más
conservadores de la clase dominante, continúan manifestando conceptos
peyorativos contra el negro.
El hecho de agitar las banderas de la biología racial y el socialdarwinismo, y
plantear la tesis reaccionaria de que los blancos, genéticamente, son
superiores a los negros, y que debido a su inteligencia ocupan los puestos de
preferencia en la cúspide de la pirámide social, es una forma de afirmar que
los negros son "brutos” y "pobres” por herencia genética; una mentira
universal que rechazo enérgicamente.
En América Latina, desde la época de la Colonia, los negros e indios se han
sentido socialmente marginados por los criollos (blancos nacidos en América),
que siempre gozaron de ventajas sociales y económicas.
Ellos acapararon gran parte de la propiedad de las tierras y constituyeron la
clase dominante, alegando que el color de la piel no sólo era importante como
el apellido, sino que también determinaba el estatus social y económico de un
individuo de "raza superior”.
En lo que a mí respecta, una vez más, me resisto a compartir la opinión de
quienes creen todavía en la supremacía del hombre blanco, sobre todo, cuando sé
que Europa y América tienen una enorme deuda con África, con esa cultura que
tanto aportó al patrimonio espiritual y material de la humanidad.
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