Foto: Isla de la Luna también conocida como Coati. // Para más: Historias de Bolivia.
Todo estaba planificado. Cuando le llegó la pelota, el presidiario sacó a
propósito un riflazo que no tenía destino de gol y menos dirección al arco del
equipo rival, sino que se fue por encima del vetusto edificio de la gobernación
de la cárcel de Coati.
Corrió, después, presuroso para supuestamente recuperar el balón y ponerlo otra
vez en juego; sin embargo, en cumplimiento de lo acordado con los demás
detenidos políticos, ya no volvió al campo de juego y entró por la parte
trasera a la gobernación e inmediatamente se apoderó de una carabina, con la
cual intimó rendición a un par de guardias que, con las manos levantadas,
miraban con terror al delantero, antes destacado goleador, pero ahora
convertido en el ariete de la famosa fuga de la prisión de Coati del 2 de
noviembre de 1972.
Era Todos Santos y la gente había llegado a Coati o Isla de la Luna, en sus
embarcaciones, para espectar un partido de fútbol, pero, en cambio, comenzaba a
ver los incidentes de una masiva fuga de la también llamada “Isla del Diablo”,
porque el Gobierno dictatorial del general Hugo Banzer Suárez la había
habilitado, nuevamente, como una cárcel, pero con muros de agua, ya que estaba
en medio del lago Titicaca, para los detenidos políticos del régimen.
En cuestión de segundos, los reclusos se adueñaron de la situación, hicieron
prisioneros a los policías, los encerraron en las celdas y se apoderaron de las
armas. Habían tomado la isla. Explotó un explicable júbilo. El gobernador del
penal, el coronel Guillermo Burgoa, y su 21 subordinados ahora estaban tras las
rejas, como si el mundo, en apenas unos minutos, hubiera dado un giro de 180
grados, un vuelco, y las palomas cazaran a las escopetas.
Pero cometieron un error: pletóricos de la contagiante alegría que da la
recuperación, así sea momentánea, de la libertad, sacaron de las celdas las
duras payasas rellenas de paja sobre las que solían dormir mal y las quemaron,
como si con ese acto exorcizaran una reclusión llena de penurias y
humillaciones; la pira gigantesca despedía una gruesa y elevada columna de humo
que llamó la atención de los efectivos policiales del Estrecho de Tiquina,
quienes pensaron, casi por deformación profesional, que Coati era asolada por
un incendio, por lo cual, después de dar el parte de rigor y subir a sus
lanchas, se dirigieron, por supuesto que armados, hacia la isla.
Cuando los uniformados arribaron a Coati sólo encontraron a sus camaradas en
las celdas: los presos habían escapado en los botes de los comunarios. Aquel 2
de noviembre, 72 presos políticos llegaron a la orilla opuesta, a la localidad
de Sampaya, y comenzaron a trepar una escarpada ladera con el fin de llegar
hasta la frontera con Perú para solicitar asilo político.
PARA DETENIDOS POLÍTICOS
En la actualidad, Coati es oficialmente la Isla de la Luna e integra un
circuito turístico y una antiquísima trilogía mítico-religiosa con la población
de Copacabana y la Isla del Sol, donde, según las tradiciones, surgió la
estirpe de los incas, pero en el pasado también fue una cárcel para detenidos o
perseguidos políticos.
Ya no queda ningún edificio en pie del complejo carcelario que, desde 1933,
según la obra Coati 1972, del periodista Carlos Soria Galvarro, se construyó en
la isla.
El presidente Daniel Salamanca (1931-1934) expropió Coati en 1933 a la familia
latifundista Acosta para transformarla en un presidio para “vagos mal
entretenidos y reos rematados”; operó como presidio, señala el libro De la Isla
del Diablo a la libertad, de Rubén Ardaya, hasta 1952, cuando el Gobierno del
MNR clausuró el recinto, aunque después lo reabrió para recluir a falangistas y
opositores a ese régimen; el presidente Hernán Siles Zuazo, también movimientista,
cerró el penal a causa de la presión obrera en 1956.
Había, por tanto, dos categorías de reclusos: los presos políticos y los
comunes. Pero 16 años después, en 1972, el Gobierno de facto del presidente
Hugo Banzer Suárez rehabilitó el presidio para que albergara tan sólo a
detenidos políticos: ese año se tenía un numeroso grupo de 150 personas.
Desde el Estrecho de Tiquina ya se puede ver la isla: se asemeja a una mancha
que emerge del lago Titicaca. Su principal atractivo turístico está en la
ladera contrapuesta a la que se mira desde la Isla del Sol, donde están
situadas las ruinas del santuario de Iyakuyo que, durante el incario, albergó a
las vírgenes del sol o ñustas. Los presos de distintas épocas dejaron grabados
sus nombres sobre esas antiquísimas piedras.
“Cuando llegué a la isla en 1947 no había más que tres o cuatro familias, que
tenían sus parcelas en las que sembraban principalmente papa”, dijo el escritor
y poeta Héctor Borda Leaño en una entrevista en 2000. Tenía 19 años cuando
desembarcó en Coati, tras ser aprehendido en la tumultuosa etapa posterior al
colgamiento del presidente Gualberto Villarroel, durante el Gobierno del
presidente Tomás Monje Gutiérrez; en esa época, era un opositor falangista y
compartió la reclusión con un grupo de militantes del MNR.
“Cuando llegué a Coati, el espectáculo era impresionante: había hombres con
largas barbas y melenas, con gran expectativa por la llegada del bote; muchos
se ponían contentos porque iban a salir de esa prisión”, relató, también en una
anterior entrevista, el abogado y ex ministro de Trabajo Eusebio Gironda, quien
también estuvo recluido en ese recinto, aunque en 1972. Encontró en la isla a
muchos de sus compañeros, todos izquierdistas. Y fue uno de los que se fugaron
el 2 de noviembre de aquel año.
EL SUFRIMIENTO COTIDIANO
“Lo usual era que nos soltaran a la mano de Dios. Incluso cuando llegamos,
tuvimos que colocar esteras de totora sobre las ventanas para protegernos del
frío, porque dormíamos en un galpón; recuerdo que la esposa del gobernador nos
vendía el almuerzo, que todos los días era pesq’e de quinua”, evocó Borda
Leaño.
Pero las condiciones del encierro recrudecieron para el grupo de 1972; el
almuerzo se cocinaba con un charque de llama que, según los testimonios de los
detenidos, estaba plagado de gusanos o parásitos. “Llegaban víveres, pero los
policías no les daban a los presos. Papas agusanadas cortaban y les daban”,
narró una añosa pobladora de la isla, Sebastiana Mamani. Jacinto Mamani, otro
poblador insular, rememoró que, por lo general, los detenidos políticos comían
al mediodía una lagua de harina de maíz, que se preparaba en turriles cortados
por la mitad.
Si los presos de 1947 eran prácticamente abandonados en Coati, para que se las
arreglaran como pudieran, como aseguró Borda Leaño, en 1972 se implantó una
severa vigilancia a cargo del gobernador del penal, el coronel Guillermo
Burgoa, y 21 policías, respaldados por los llamados “buzos” o
quintacolumnistas, quienes se infiltraban entre los presos; eran agentes
encubiertos que debían informar a Burgoa sobre cualquier “movimiento
sospechoso”. Además, una valla metálica cercaba el rudimentario complejo
carcelario, compuesto fundamentalmente, entonces, por el edificio de la
gobernación y tres celdas alineadas en las que se encerraba bajo llave a los
detenidos.
“Algunos presos se aproximaban y te preguntaban si no querías participar en una
fuga, para sacarte información; pero, por nuestra formación política, estábamos
prevenidos contra ellos”, contó Gironda.
Casualmente, el gobernador de Coati, en 1947, era el entonces capitán policial
Guillermo Burgoa.
LOS OTROS, “LOS ANGELITOS”
En 1947 compartían los infortunios en la isla los presos políticos y los
comunes, catalogados como reos rematados.
La anciana Sebastiana Mamani los recordaba muy bien: “Cuando se iban con
libertad, otra vez volvían, porque no se olvidaban de su oficio de maleantes;
se perdían un año y otra vez volvían. En la tarde recibían castigo, azote, por
tener hambre robaban. Hacían dos filas para recibir su lagua de maíz”.
En el presidio, en 1947, se habían recreado las divisiones sociales del
exterior, que se reflejaban en estas dos actividades. “Mientras los señorones
movimientistas jugaban bridge, los otros presos hacíamos carreras de piojos,
porque a los pocos días estábamos infestados de ellos, y a los ganadores se les
permitía volver de donde habían salido”, evocó Borda Leaño.
El soporte de la pirámide social eran los presos comunes, los “angelitos”, los
delincuentes prontuariados de La Paz. Pasaban las de Caín, aunque a veces
recibían una que otra recompensa. “Nos prestaban a algunos que entendían de
sembrar, unos diez maleantes, para que cosechen papa, oca, el fin de semana. Y
después les hacíamos una watía. Los políticos no trabajaban porque eran
caballeros, mestizos, no entendían de sembrar”, relató Sebastiana Mamani.
Los presos comunes vivían en otros ambientes, alejados de los que ocupaban los
detenidos políticos. Pero en algunas ocasiones, quién sabe cómo, lograban
reunir el dinero suficiente para comprar un corderito: lo apostaban en un
partido de fútbol contra los detenidos políticos.
“Claro que perdíamos a propósito. No íbamos a ser tan desgraciados para
ganarles su corderito: se iban felices”, rememoró Borda Leaño. En alguna
ocasión, los presos políticos recibieron, en reciprocidad, el mismo tratamiento
de los comunarios, que llegaban en lanchas a motor y en botes, para perder un
partido en el cual la apuesta, casi invariable, era un cebado cordero.
Las ideologías separaban, además de las diferencias sociales -se formaban
grupos de siete u ocho personas para una habitación-, a los reos políticos de
1947, lo cual quedó establecido cuando no prosperó un conato de huelga de
hambre en reclamo por una mejor alimentación; en medio de los encendidos
discursos, alguien descubrió una surtida caja de víveres bajo la cama de Víctor
Chino Andrade, quien llegaría a ser un importante jerarca del MNR y hasta
embajador del país en Estados Unidos.
Podría pensarse que los presos de 1972, todos de partidos izquierdistas, tenían
más afinidades que diferencias, pero también estaban disgregados en cuatro grandes
facciones (como siempre): los del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML),
del Partido Comunista Boliviano (PCB), del Movimiento de la Izquierda
Revolucionaria (MIR) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN, los “elenos”);
en el testimonio del entonces mirista Alfonso Camacho Peña, recogido en el
citado libro de Rubén Ardaya, se asegura que muchos reos juraron como nuevos
militantes ante alguno de los comités ejecutivos de los cuatro partidos, en
tanto que otros optaron por ser sólo simpatizantes.
Borda Leaño relató que, durante su forzada estadía en Coati, los policías
“fondearon” a un “angelito”, lo cual, al parecer, era una bárbara y repetitiva
práctica, como lo testimonian los pobladores de la isla. “Allá en la wichinka,
en la cola de la isla, al fondo los tiraban a los más mañudos, al agua,
amarrados de pies y manos. Eran los presos comunes, los hundían”, afirmó la
comunaria Sebastiana Mamani.
En el libro de Ardaya se lee un pasaje escalofriante: a comienzos de los 40,
cuando la Policía dejaba a los “angelitos” bajo la autoridad del jilakata o
jefe de Coati, los isleños presenciaron un acto de antropofagia, cuando uno de
los reos rematados falleció a causa de una extraña enfermedad.
Pero los comunarios de la isla vivían atemorizados porque tanto los “angelitos”
como los detenidos políticos tenían un rasgo en común: un hambre lobuna; cuando
desaparecían corderos y se registraban destrozos en los cultivos de papa, las
quejas llegaban al gobernador.
Borda Leaño narró que había maquinado un método para calmar al demonio de la
hambruna: extraía algunas papas y después colocaba, con gran habilidad, la
planta en el mismo lugar, para que los comunarios no se percataran del hurto
forzoso. “Una vez el gobernador nos dio una chocolateada (paliza o sesión extrema
de ejercicio físico) en la cancha de fútbol, porque uno de los lugareños
denunció un robo de papas”, contó.
EPÍLOGO DE LA FUGA
Pero los detenidos políticos no soportaban la vida rutinaria, el encierro entre
esos muros de agua. “No había qué hacer. Yo solía dar una vuelta completa a la
isla en dos horas; iba a las ruinas, al otro lado; por las noches jugábamos
cartas. Algunas veces me metía al lago y lavaba mi ropa”, evocó Borda Leaño.
En 1972, los detenidos estaban mejor organizados, puesto que formaron grupos
para llevar a cabo actividades, por ejemplo, de cocina y limpieza; otros, en
sus momentos libres, se entrenaban en la cancha de fútbol para ser titulares en
una suerte de “selección de Coati”.
NI BIEN SE PISABA LA ISLA YA SE COMENZABA A DISEÑAR UN PLAN DE FUGA.
El 2 de noviembre de 1972, cuando los evadidos arribaron a la zona costera de
Sampaya, se impuso un sálvese quien pueda, aunque previamente, bajo la
coordinación de un “estado mayor”, conformado por Froilán Aguilar Paredes
(PCML), Alfonso Camacho Peña (MIR), Jorge Sattori (PCB) -después recapturado y
fallecido en el accidente aéreo en el que salvó la vida el jefe mirista y ex
presidente Jaime Paz Zamora- y Fernando Alvarado Jacobs (ELN), se había
establecido la meta de llegar hasta Yunguyo, Perú, para pedir asilo político.
La escarpada subida, después de la cual se llegaba a una meseta, para luego
descender hasta Yunguyo, puso a prueba el estado físico de los esmirriados y
pésimamente alimentados detenidos; otros, cuyos lazos de solidaridad habían
crecido durante los días del infortunado encierro, se apoyaron mutuamente para
trasponer aquel calvario.
La noticia de la fuga de 72 detenidos políticos sorprendió a la dictadura
banzerista, que envió a los cazas de la Fuerza Aérea Boliviana para que
sobrevolaran la zona con fines intimidatorios y disuasivos; se escuchaba, según
algunos testimonios, el traqueteo de las ametralladoras. Cuando llegó la gélida
noche, durmieron a la intemperie, a la espera de que la luz del amanecer los
ayudara a encontrar la mejor senda hasta la frontera. La Policía, sin embargo,
logró recapturar a cuatro de ellos.
El 3 de noviembre de 1972 lograron trasponer la frontera, en Yunguyo, 67
detenidos políticos. Después lograron que Cuba los admitiera como refugiados
políticos. Uno de ellos, maltrecho, apareció cerca de la línea demarcatoria:
cojeaba. Los otros, detrás de la barda, lo alentaban a que venciera los últimos
metros para recuperar lo que ya nunca más perdieron: la preciada libertad.
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