Foto: Prisioneros bolivianos llegados al puerto de Asunción.
Colección: Alfredo Boccia Romañach. Via: Eduardo Nakayama. - Memorias de la Guerra del Chaco (Grupo de Facebook)
Como muchos otros hombres que defendieron el territorio nacional durante la
Guerra del Chaco (1932-1935), el sargento Manuel Flores Herrera, en ese
entonces un joven chuquisaqueño valiente vio con atrocidad cómo los soldados
paraguayos mataban a sangre fría a los bolivianos que caían prisioneros.
Nada más cruel que ver como un hombre con la sonrisa dibujada en su rostro
apuntaba su arma a la cabeza de un compañero y luego de segundos de terror
escuchar un disparo y mirar como el cuerpo de otro boliviano cae ensangrentado
en medio del Chaco.
La impotencia de no poder hacer nada para salvar la vida de un boliviano, un
joven orureño, paceño, potosino, beniano o cruceño, era tan grande que se anidó
en el corazón de los testigos en un sentimiento de dolor.
La vida de los prisioneros no valían nada, las ejecuciones de los prisioneros
eran constantes. Esos recuerdos quedaron para siempre ella memoria de sargento
Manuel Flores.
La vivencia de este soldado se encuentra plasmada en la Semana Gráfica de 1934,
en una entrevista realizada por un periodista que usa el nombre de “Martín del
Fortín”.
SARGENTO
Ha llegado evadido del enemigo, el Sargento Manuel Flores Herrera. Es un
campesino de las provincias de Sucre, humilde, pero de una perspicacia
asombrosa y de un coraje parejo con su sencillez.
Este muchacho vivió segundo a segundo, en el corazón de la selva chaqueña, el
peligro de los reptiles venenosos, y burlando la persecución de las patrullas
paraguayas. Infeliz de él si hubiese delatado por sí mismo resuello.
La muerte estuvo tan cerca de él que en momentos creyó desmayar, se sintió
vencido, e iba a arrojarse a la tierra, renunciando a su única ambición, el
único sueño que le alentaba; volver a su patria, ver a sus padres y vengar a
compañeros de cautiverio haciendo conocer las monstruosidades que comete el
enemigo con nuestros hermanos.
El hombre cobarde que no tiene respeto por la vida del cautivo, ni respeta
heridos; salta de contento y se convierte en desafiante, burlón y corajudo
cuando sabe que su víctima no podrá erguirse para darle una bofetada.
Estamos hablando del odio que ha traído el sargento Flores al presenciar los
fusilamientos. Es quizá uno de los ex – prisioneros que más ha sufrido con su
propio dolor y con el de sus compañeros, en instantes en que ninguno de ellos;
lamentos que resonaban en la noche de la selva e impotentes, crispando los
puños y sintiendo el torrente afiebrado de sangre como por las sienes y la
punzada amarga en el corazón escuchaban como chasqueaba el látigo por el aire para
dar su restallazo sobre la espalda dolida, huesuda, llagaba de cargas troncos,
de uno de nuestros prisioneros.
Otras veces con lágrimas incontenibles escuchaban el trágico ruido de armas del
pelotón de infantes, cuando entre risas se daba la señal de “apunten”
consumando el asesinato de quienes doblegados por el cansancio no podían
trabajar más con el agua hasta la cintura en las canteras de Emboscada.
EL SARGENTO MANUEL FLORES
El heroico sargento cree todavía estar presenciando aquellas calamidades; le
parece un sueño hallarse ausente de aquel.
¿Cómo fue el saqueo de Campo Vía?
- Estamos en los momentos críticos del 11 de diciembre de 1933, en el cerco de
Campo Vía -comienza su relato el estafeta del comandante de la División Coronel
Banzer-.
Los oficiales y jefes son llamados al comando y en la tropa se advierte un gran
desconcierto.
Habíamos estado completamente sitiados por el enemigo. Pasaron muchas horas sin
que recibiésemos orden alguna. Era visible que sucedía alguna anormalidad. De
sorpresa se nos vinieron los “pilas” por todas partes y escuchamos voces de
mando que decían: “Dejen sus armas en pabellones, serán socorridos
inmediatamente”.
Sin acertar lo que nos correspondía hacer en este momento, completamente
desmoralizados tuvimos que entregarnos contra nuestra misma voluntad, al
enemigo. No había jefe ni órdenes como digo para ver lo conveniente y la
actitud que debíamos asumir. Entonces por propia iniciativa individualmente
comenzamos a destruir nuestras armas inutilizar mecanismos y todo lo que podía
hacerse desaparecer.
LA PENOSA JORNADA
Nuestro vía crucis comenzó desde ese momento. Salíamos de la trinchera, uno por
uno siendo conducidos con escolta, requisaban a cada prisionero quitándoles sus
prendas. Nosotros, con los brazos en alto nos dejábamos desnudar
completamente.
Era de ver la voracidad de los “pilas” por arrebatarnos nuestras cosas, mucho más
si alguno tenía anillos, relojes, etc. He presenciado como un oficial
paraguayo, un verdadero sinvergüenza y ladrón quitó golpeando con su pistola,
los dientes de oro que tenía uno de nuestros compañeros y mató a otro que se
resistió hacerle caso para la misma operación.
En este momento y recorriendo un poco más la picada vimos a nuestros jefes.
Poco más allá estaban los camiones donde depositaba el enemigo cuanto nos venía
despojando. Había camas, catres de campaña, cajas de conserva y una cantidad de
objetos en su mayoría de nuestros jefes.
Comienza la caminata hacía el fortín Gondra en formación por escuadras y con
orden de masacrar con ametralladora a todos nosotros si uno solo intentaba
desprenderse de las filas.
La jornada fue larga y penosa. No teníamos a quien pedir pan para resistir en
la marcha, ni agua, ni auxilio alguno. Anduvimos kilómetros de kilómetros bajo
un sol candente como recuas. Había que verlos guapear a los paraguayos,
golpeando a culatazos a los que desmayaban de sed o de cansancio.
“DELE EL TIRO DE GRACIA”
A nuestra vista y haciendo lujo de su instinto de ferocidad el enemigo hizo una
carnicería horrenda matando a nuestros compañeros como a perros. Bastaba la
orden del soldado más “huaycurú” (indio) para que se fusile y aun estos, por
propia cuenta y si les veía en gana, sentían un morboso placer de matar a gente
indefensa como eran los soldados que se atrasaban en la columna de marcha, por
demasiada fatiga.
La orden era: “Déle el tiro de gracia” y tras ello venía el balazo en plena
frente. ¡Infames! No tenían después ni la piedad que merece una víctima
inocente. En ese primer día se hicieron unos 50 fusilamientos más o menos según
los cadáveres que vimos de los que antecedían la caravana.
EN BOQUERON
…llegamos a Boquerón con las bocas secas, los pies destrozados por los abrojos
del camino, sangrantes. No teníamos ni pañuelos para atarnos a manera de protección.
Los calzados nos habían quitado los enemigos, no para utilizarlos como
seguramente se pensará, sino para recuerdo, según decían. Al acordarse de este
fortín suspendieron la orden de que debiéndose de una pequeña aguada y nos
hicieron descansar de pie, mientras ellos tendidos sus con la mayor comodidad
vaciaban sus caramañolas haciendo alarde de que tenían agua. Desde aquí los
bolivianos demostraron mayor unión. Los pocos que había conseguido el preciado
líquido en sus sombreros o latas viejas de conservas que hallaron en el
trayecto participaban aunque fuera un sorbo a sus compañeros de
sufrimiento.
NO SE PERMITÍA QUE NADIE SE SENTASE.
Más o menos eran las siete de la noche. Unas dos horas más tarde continuó otra
vez la fatigosa caminata con dirección a la Isla Poi. Una gran columna humana,
silenciosa, hambrienta, desesperada de conocer el fin que le esperaba, la vida
o la muerte, en manos de verdugos tan despreciables como cobardes. Otra vez se
hizo la marcha a culatazos. Tuvieron mayor rigor los fusilamientos amenazando
fusilar por compañías si desapareciese uno de los soldados. ¡Qué noche
horrible!.
Otra vez con el estómago vacío y la garganta áspera cubierta de polvo, los
labios barrosos que ya no dejaban respirar. Algunos comenzaron a masticar hojas
secas y cuanta hierba había al paso. Al enemigo poco le importaba matarnos de
hambre. No se tomaron las previsiones que suceden aquí, por ejemplo o en los
fortines del Chaco donde sus prisioneros son esperados con rancho, cama y
albergue suave y cómodo. Nosotros pasábamos puestos militares esperando y
diciéndonos; Será aquí donde nos den de comer; no nos decían nada. Será más
allá; lo mismo. Ni quien nos socorra, ni quien remedie el hambre.
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