Por: JOSE LUIS GOMEZ-MARTINEZ - The University of Georgia. // Foto-Postal Indio paceño, vendedor ambulante.
La historia de Bolivia hasta comienzos del siglo XX podría
resumirse en su aspecto social, con lo sucedido en su dimensión territorial: se
creyó que las leyes internacionales bastaban para garantizar la integridad
nacional, del mismo modo que se tuvieron por suficientes las leyes internas
para proteger la libertad y promover el progreso. Así, en lo territorial, toda
la actividad boliviana quedo limitada al altiplano y a los valles orientales, es
decir, en torno a las minas y a los latifundios, por lo que poco a poco Bolivia
tuvo que ceder el litoral del Pacifico y grandes extensiones de los llanos
bolivianos a Chile, Perú, Brasil, Paraguay y Argentina. De igual manera, la
«libertad>>, garantizada por la Constitución, mantuvo de hecho a los indios
-o sea, a mis del 60 por 100 de la población- marginados y en situación de
esclavitud hasta mediados del siglo XX. La minoría dirigente, preocupada más en
seguir la moda europea que en analizar la realidad del país, había comenzado,
ya desde la independencia, un proceso de autonegaci6n, tanto de su pasado
hist6rico como de lo peculiar boliviano, que impediría después cualquier intento
individual de reforma. Para el fracaso interior y para la falta de progreso en
el ámbito internacional, se fueron ensayando, según las épocas, diferentes
razones: si a principios del siglo XIX la causa de las desgracias lo era la herencia
española, a finales lo sería el elevado porcentaje de poblaci6n indígena; ya en
el siglo XX, Franz Tamayo lo achaca a la indisciplina; Tristan Marof, al
capital extranjero; León Rojas Antezana, a su condición mediterránea, y, en
fin, Cristóbal Suarez, incluso en la década de los setenta, a que Bolivia es todavía
un país joven. Mientras tanto, la realidad permanecía oculta en la hojarasca de
una imitación superficial de lo que se juzgaban elementos de progreso europeos.
Dentro del proceso de la toma de conciencia de la realidad
boliviana, interpretada desde la circunstancia íntima y dinámica que va
forjando su identidad, se distinguen tres etapas claves, separadas por dos
sucesos que precipitaron experiencias traumáticas en el devenir del pueblo
boliviano. Me refiero a la guerra del Chaco (1932-1935) y a la revoluci6n de
1952. Desde comienzos del siglo XX hasta la guerra del Chaco tiene lugar el
primer encuentro con la realidad boliviana; la guerra sirvió para acelerar el
proceso de toma de conciencia que, en una proyección idealista, forja ahora una
visión utópica, que a su vez hará crisis con la revoluci6n de 1952; a partir de
esta fecha se va haciendo ostensible el fracaso de un suelo, lo que da lugar a
la lenta aceptación de una realidad específicamente boliviana. Las páginas que
siguen son unas reflexiones en torno a la etapa inicial, es decir, las décadas
anteriores a la guerra del Chaco, que significan una primera interiorización en
las raíces de lo boliviano. En estos años surgen también, con carácter
problemático, los temas fundamentales que darán luego base a la toma de
conciencia de lo boliviano. Y aunque el estudio queda dividido en cuatro
partes, el propósito en cada una de ellas, independientemente de su contenido,
es mostrar la evolución del intelectual boliviano en el modo de pensar y de sentir
la propia realidad, desde comienzos de siglo hasta finales de la década de los
veinte. De un modo concreto, en las tres primeras partes se analizan las
posiciones en torno a la psicología del pueblo boliviano, el surgir del
indigenismo y el concepto de mestizaje y el problema de la educación; la
cuarta, <<hacia una toma de conciencia>>, sirve de resumen y
proyección de las anteriores.
A partir de la guerra del Pacifico (1879-1883) y sobre todo
con el inicio del gobierno liberal (1899), se introdujo en Bolivia oficialmente
el positivismo. Se imitaba así una ideología entonces de moda en Europa, pero,
como había ocurrido antes con el liberalismo y el krausismo, su repercusión
llego únicamente a los medios universitarios, en abstractos esquemas teóricos, que
no alcanzaron a influir en el comportamiento del pueblo. El lema positivista de
<<orden y progreso>> respondía simplemente a las necesidades de la
nueva realidad económica de un mundo comercial cada vez más industrializado. La
gran minería necesitaba mantener un orden interno capaz de atraer inversiones
extranjeras. Ello significaba, a nivel político, poner fin a los regímenes
personalistas de los caudillos; a nivel del pueblo, la <<defensa del
orden>> buscaba el mantenimiento del statu quo y el uso del ejército para
sofocar cualquier protesta o levantamiento indio o laboral. El positivismo en
Bolivia, por tanto, se negaba a sí mismo como ideología de la práctica, por la
adulteración que sufría y por mantenerse en un nivel teórico. Ninguno de los
gobernantes, conservadores, liberales o republicanos, llego a percibir que la
modernización y progreso del Estado dependía de la modernización y progreso de
la mayoría india.
Pero si el efecto inmediato del positivismo en el pueblo fue
nulo y su repercusión en la clase dirigente sirvió únicamente para reforzar su
mentalidad colonialista, motivó, sin embargo, en una minoría intelectual, la
marcha metódica hacia una comprensión de lo boliviano. Se comenzó a estudiar la
propia realidad en un principio desde fuera, desde el punto de vista del
europeo, pero aun en estos casos era Bolivia el objeto de estudio. Aparece así,
en 1903, El ayllu, de Bautista Saavedra, donde se describe la aldea aymara y
los supuestos rasgos psicológicos de sus habitantes. En 1909, Alcides Arguedas
publica Pueblo enfermo, detenido análisis de Bolivia y los bolivianos y las
causas que motivaban su estado de atraso, e inicia una prolongada polémica que,
por primera vez, coloca a Bolivia en un primer plano. Ahora se discutían, se
confirmaban o se rechazaban las afirmaciones de Arguedas, pero al mismo tiempo
se iba conociendo Bolivia, su geografía y sus habitantes. En el campo de la
educación, Franz Tamayo da a la prensa, en polémica con Felipe Segundo Guzmán,
una serie de ensayos que luego recoge en su libro Creación de la pedagogía
nacional (1910); se reflexiona aquí sobre la realidad del indio y su carácter;
sobre los problemas que causa la limitación de sistemas educativos creados para
pueblos diferentes; sobre cuáles deberían ser los métodos a aplicar al pueblo
boliviano. Jaime Mendoza, primero en las tierras del Potosí (1911) y luego en
continuos ensayos y discursos, descubre a los bolivianos su propia geografía y
la influencia de ésta en sus habitantes. En 1919, Alcides Arguedas inicia la
novela indigenista con Raza de bronce. Ya en la década de los veinte, hace su
aparición el ideal comunista en obras de protesta como El ingenuo continente
americano (1922), de Tristan Marof. Y, en fin, desde la universidad, Ignacio
Prudencio Bustillo propone una reforma inspirada en el socialismo en su obra
Ensayo de una filosofía jurídica (1923).
Todos estos escritores representaban únicamente una minoría
que tomaba conciencia de la morada vital boliviana de principios de siglo y que
reaccionaba contra algunas de las creencias que en ella dominaban. Sus libros
aportaban nuevas ideas, rechazadas al comienzo por la mayoría, pero que poco a
poco estaban llamadas a influir en el modo de pensar y de actuar del boliviano.
Incluso aquellas ideas que luego llegarían a ser definitivamente abandonadas
tuvieron en su momento el efecto de causar una reacci6n y, por tanto, inducir a
nuevas meditaciones. Analicemos ahora, aunque sea de modo esquemático, los
temas más importantes que surgen en estas tres primeras d6cadas de exploración
en lo boliviano y que asientan la base para la toma de conciencia de la propia
realidad que sigue a la guerra del Chaco.
1. PSICOLOGIA DEL PUEBLO BOLIVIANO
El prestigio y difusión que alcanzó en Europa el concepto y
los estudios sobre la “Völkerpsychologie” motivó a intelectuales bolivianos a
estudiar igualmente la psicología de su pueblo. Veían en ello, además, una
aproximación válida para la explicación de la realidad boliviana. Se pretendía,
en un principio, encontrar la interpretación del comportamiento histórico de
Bolivia a través del análisis del carácter de sus habitantes. En el proceso se
recargaba el contenido determinista de la herencia, del medio ambiente, de la
geografía y, sobre todo, de su composición étnica. El punto de partida, incluso
en aquellos intelectuales como Tamayo, que demandaban independencia cultural,
es siempre la perspectiva europea; las costumbres, el comportamiento y los
valores europeos sirven de medida para evaluar lo autóctono.
Felipe Guzmán señala, en 1910, en polémica con Tamayo, que
en sus ensayos, incluidos en El problema pedagógico en Bolivia, se ha basado en
<<la teoría de Darwin constituida en evangelio de la ciencia>> (p.
80) y en las teorías de Jean Finot sobre la capacidad intelectual, que
considera que «el índice cefálico ideal va casi siempre acompañado de cabellos
rubios, de estatura alta y otros signos de superioridad>> (p. 81). Ello
le reafirma en su creencia de que <<es menester destruir>> las
opiniones que niegan la existencia de <<razas superiores e inferiores>>
(p. 79). Pues <<la historia desde luego nos enseña que la humanidad debe
todos sus progresos a la raza aryana, que es la blanca>> (p. 79). Pero este
mismo hecho de plantear el problema significaba una aceptación consciente de su
existencia, y aunque tal aproximación a lo autóctono se haga a través de
principios extraños a la realidad boliviana, es ésta, no obstante, la que ahora
se estudia. Se descubre así su peculiaridad y se plantean también nuevos
problemas, esta vez de contenido puramente boliviano, que darán lugar a una
paulatina toma de conciencia. En un primer acercamiento a la psicología del
pueblo boliviano, se descubre que éste, a diferencia de los europeos, está
constituido por una diversidad de razas. De ahí surge la primera cuestión, que
al ser interpretada de modo contradictorio, dará después lugar a un detenido
tratamiento, del cual emergerá, ya en la década de los treinta, la dirección
actual de lo boliviano: la esencialidad de su mestizaje. En 1909, sin embargo,
Arguedas consideraba el mestizaje como hecho negativo: «Los elementos étnicos
que en el país vegetan, son absolutamente heterogéneos y hasta antagónicos. No
hay entre ellos esa estabilidad y armonía que exige todo progreso>>
(Pueblo enfermo, pp. 28-29).
De los tres grupos étnicos dominantes -indios, blancos y
mestizos-, los indios fueron considerados como raza inferior. Por supuesto, los
mismos que se llamaban partidarios del empirismo positivista no llegan a tal
conclusión a través de un proceso de análisis, sino mediante los factores
arbitrarios de no tener los indios piel blanca, de no poseer una cultura
europea y de representar una clase social secularmente oprimida. Es así como
Bautista Saavedra describe el indio y su aldea en El ayllu (1903); para él, de
acuerdo con el modelo europeo, el indio es algo exótico y, desde luego, extraño
a lo boliviano: en el ayllu viven unos seres inferiores en estado salvaje. La
inferioridad del indio, aceptada en un principio por razones pseudocientíficas,
harían proponer a Felipe Guzmán, en El problema pedagógico en Bolivia (1910),
la necesidad de fundir al indio con el blanco, pues, según él, <<las
razas inferiores que se mantienen puras no alcanzaran jamás el nivel de las que
se cruzan para fundirse en las razas superiores (pp. 79-80). Por ello concluye
que <<el indio si no se cruza con elementos superiores no saldrá de su
nivel moral>> (p. 85). Estas teorías racistas quedaron pronto
desprestigiadas, en Bolivia, en su manifestación directa, aunque se mantuvieron
durante mucho tiempo vigorosas en las evaluaciones subconscientes del indio y en
las soluciones que basaban su éxito en una posible inmigración europea. Para la
puna, nos dice Alfredo Sanjinés, <<un remedio ideal sería,
indudablemente, el promover la inmigración extranjera... a fin de que mejore
nuestra raza indígena, creándole estímulos interiores de que hoy carece>>
(La reforma agraria en Bolivia, p. 120).
El análisis a que se sometía lo boliviano traía consigo
también un darse cuenta del estado lastimoso en que se encontraba el país, un
pueblo enfermo, al decir de Arguedas. Y como su mayoría era india (más de un 60
por 100), se creyó encontrar una justificaci6n atribuyendo a la <<raza
inferior>> la causa del atraso; pues aun reconociendo su utilidad en la
agricultura y en la minería, nos dice Felipe Guzmán, <<es siempre un
factor negativo para el desarrollo de la cultura por su condición miserable y
su falta de conciencia personal y social>> (p. 72). Esta opinión de que
el indio es la fuerza que frena la marcha del país se convierte en una creencia
que arraiga en las décadas anteriores a la guerra del Chaco. De todos modos,
junto a las posiciones cargadas de un determinismo negativo, que parecían
descartar toda posibilidad de superación, se imponen, por su fuerza
provocadora, las reflexiones de Alcides Arguedas. La perspectiva que domina en
Pueblo enfermo (1909) sigue siendo la europea de su época, y ello le impide
comprender la dimensión india; pero como construye su obra a través de una
observación ms directa de la realidad boliviana, junto a los defectos que él
atribuye al indio, recogerá también los elementos positivos. El indio, señala,
<<será siempre nulo en obras de iniciativa y busca personal, pues, por
temperamento, es esencialmente misoneista, es decir, enemigo de lo nuevo. Reúne
bellas cualidades, a no dudarlo. Es fuerte, sobrio, económico, valiente,
paciente, tenaz, aguerrido>> (p. 237). Y lo que es todavía más
importante, Arguedas considera al indio capaz de superación: <<Fuerza es
desarraigar del sentimiento popular el prejuicio de que la raza indígena esta
irremediablemente perdida y es raza muerta>>, pues en Bolivia el indio
<<puede ser susceptible no sólo de adaptación, sino de educación
solida> (pp, 237-238). Estas afirmaciones motivaron la búsqueda de las
causas que mantienen al indio en estado de postergación y que el mismo Arguedas
explorara en su novela indigenista Raza de bronce (1919). Poco a poco se va
observando que la falta de higiene, la alimentación defectuosa y deficiente, la
opresión que anula cualquier intento de iniciativa individual o colectiva, la
marginalización forzada del proceso del Estado son causas directas del letargo
en el que parecía subsistir el indio. Por ello concluye Tamayo, en Creación de
la pedagogía nacional, que <<el indio es una inteligencia secularmente
dormida>> (p. 71).
Con Franz Tamayo aparece el otro extremo de la ecuación que
mantendría el vigor polémico. En lugar de fijarse en el color de la piel,
Tamayo ve en las actividades del indio <<la gran cualidad de la raza: la
suficiencia de sí mismo... que le hace autodidacta, autónomo y fuerte>>,
por lo que, contra la opinión de su tiempo, dirá que <<preciso aceptar
que en las actuales condiciones de la nación, el indio es el verdadero
depositario de la energía nacional>> (p. 33). Luego, partiendo de que
<<la base de toda moralidad superior está en una real superioridad
física>>, afirmar que <<la moralidad del indio, incomparablemente
superior a la del cholo y mucho más a la del blanco, es indiscutible>>
(p. 66). La posición de Tamayo, poco comprendida en un principio, suscitó, sin
embargo, renovado interés en lo indio y motivó investigaciones, como Mitos,
supersticiones y supervivencias populares en Bolivia (1920), de Manuel
Rigoberto Paredes, que trataban ahora de estudiar lo indígena desde dentro,
desde su propia realidad, evitando los prejuicios que habían dado origen a las
evaluaciones de Saavedra, Arguedas o Guzmán. Pero la obra de Tamayo no se
contenta con el rescate del indio, y si éste es <<verdadero depositario
de la energía nacional>>, el fracaso de Bolivia no puede deberse a él,
sino mis bien a aquellos que lo mantienen oprimido. Ello da lugar a lo que
Tamayo considera el <<incomprensible estado de una nación que vive de
algo y de alguien [el trabajo de los indios] y que a la vez pone un empeño
sensible en destruir y aniquilar ese algo y ese alguien (p. 35). Se comienza de
este modo el análisis del blanco boliviano 1, que en opinión de Tamayo es
<<quien debe ir a aprender del indio una 6tica superior y practica (p.
67). En 1924, Juan Francisco Bedregal recoge, en La máscara de estuco, el
pensamiento de Tamayo y formula una pregunta que sigue todavía incitando
discusión en la Bolivia actual: <<El problema del indio es un problema para
nosotros o nosotros somos un problema para el indio?>> (p. 127). Bedregal
concluye que el blanco era en verdad el problema.
Estas reflexiones llevaban, ineludiblemente, a reconocer la
existencia en Bolivia de dos realidades extremas: lo indio y lo blanco, y la
necesidad de poner fin a su mutua oposición y negación, que había paralizado el
progreso del país. Pero ese puente llamado a unir los extremos y que a partir
de la década de los treinta se identificaría con el mestizaje cultural, se ve
en estos años únicamente en su dimensión racial.
2. INDIGENISMO Y MESTIZAJE
Tanto los estudios sobre la psicología del boliviano como
aquellos otros que insistían en la fuerza del factor telúrico como ingrediente
decisivo en la realidad nacional aportaban en si algo común. Ambos descubrían
en el indio el componente esencial de lo boliviano. Se elevaba de este modo lo
indígena a un primer plano y se comenzaba a analizar su situación dentro de las
estructuras del país. Ello motivó que, por primera vez, se tomara conciencia
del estado de marginalización en que vivía. Del lado oficial, señala Arguedas
en Pueblo enfermo, la raza indígena <<mirada con absoluta indiferencia
por los poderes públicos, y sus desgracias sólo sirven para inspirar rumbosos
discursos a los dirigentes políticos; pero en el fondo todos están convencidos
de que sólo puede servir para ser explotada>> (p. 62). Mas el hecho de
que Arguedas plantease la cuestión significaba y a una toma de conciencia, que
forzaría el problema al ámbito de la discusión pública. Ello se consiguió sobre
todo con la publicación de Raza de bronce (1919). En los ensayos, el tema
indígena era planteado a un nivel teórico poco asequible para las masas. Con la
novela indigenista Raza de bronce, los problemas se encarnan en hombres
concretos, y ahora la injusticia que representaba la opresión, además de
contener la dimensión intelectual,
apelaba también a la esfera de los sentimientos y hacia comprensibles los
sufrimientos de una clase antes ignorada. El terrateniente de la novela, Pablo
Pantoja, era un espejo en el que muchos bolivianos veían reflejada su propia
realidad. Como Pantoja, ellos también habían heredado de sus padres <<un
profundo menosprecio por los indios, a quienes miraban con la natural
indiferencia con que se miran las piedras de un camino>> (p. 191); y con
pocas variantes, también hubieran podido afirmar que el indio para ellos
<<era menos que una cosa, y sólo servía para arar los campos, sembrar,
recoger, transportar las cosechas en lomos de sus bestias a la ciudad,
venderlas y entregarles el dinero>> (pp. 191-192).
De la obra de Arguedas se desprendía, asimismo, otra
conclusión que no fue comprendida al principio por los que exaltaban la
supuesta vitalidad del indígena. En la novela, el viejo indio Choquehuanka
dice, ante los abusos del patrón: <<Nosotros no podemos nada; nuestro
destino es sufrir>> (p. 132). Lo que Arguedas ponía de manifiesto era el
doble sentido de la realidad del indio. No solo era preciso educar al blanco
sobre la capacidad del indio, sino que se hacía igualmente necesario rescatar
al indio de sí mismo; hacerle creer nuevamente en su valor personal y en su
cultura. Surge de este modo un nuevo defensor del indio, que ya no idealiza lo
indígena en unas creaciones artísticas donde lo local adquiría el ropaje de lo
exótico y de lo fantástico de una edad dorada que quizá nunca existió; el
defensor que ahora aparece es el indigenista, el conocedor de la realidad del
indio y de su significado para Bolivia; es aquel que, como Tamayo, adquiere
conciencia de que <<el indio es el depositario del noventa por ciento de
la energía nacional>> (p. 33). Se inicia así la investigación sistemática
de todo ese sector de la sociedad boliviana antes ignorado, y se lleva a cabo
con el orgullo y la conciencia de ser pioneros de un movimiento innovador.
Desde las primeras investigaciones metódicas se pone de relieve que el indio
constituye el factor decisivo en la economía del país, hasta el punto, nos dice
Tristan Marof, de que ellos son los que <<mantienen la existencia de la
naci6n> (El ingenuo continente americano, p. 153).
De igual manera que la novela indigenista muestra a un indio
que no era ya el incario, las investigaciones que ahora se emprenden dan a
conocer un grado avanzado de mestizaje en la sociedad boliviana mucho mis profundo
que el puramente étnico. En un principio se le atribuyé contenido negativo,
llegando Arguedas a afirmar que <<es el mestizaje el fenómeno más visible
en Bolivia, el más avasallador y el único que explica racionalmente y de manera
satisfactoria su actual retroceso>> (Pueblo enfermo, 3.ra ed., p. 377).
No obstante, el mismo determinismo positivista que motivaba la posici6n de
Arguedas llevaba implícita otra proyección sobre la que reflexionaría por
extenso Tamayo en Creación de una pedagogía nacional. Parte Tamayo tambi6n de
una evaluación negativa: <<El mestizo no es un azar, es una
fatalidad>> (p. 51); pero se da cuenta, al igual que hizo después la
novela indigenista, de que la dirección hacia el mestizaje es algo que se
cumplirá <<irremediablemente en América>>, por lo que todo el
esfuerzo, cree él, debe dirigirse <<cumplimiento de la fatalidad
histórica que es su destino>> (p. 52). Aunque basado en estos principios,
sus conclusiones, sin embargo, muestran la pauta que daría base a la toma de
conciencia de lo boliviano, que luego tendría lugar en la década de los
treinta:
Entonces el mesticismo sería la etapa buscada y deseada a
todo trance, en la evolución nacional, la última condición histórica de toda
política, de toda enseñanza, de toda supremacía; la visión clara de la nación
futura; el encarrilamiento, de parte de los directores, de toda acción y todo
movimiento nacional (p. 52).
3. EL PROBLEMA DE LA EDUCACIÓN
Los efectos más perniciosos de la imitación, por su acción
de freno al desarrollo de una cultura auténticamente boliviana, fueron aquellos
que se reflejaron en las instituciones y sistemas educativos del país, sobre
todo a partir de las primeras décadas del siglo XX. Las ideas positivistas,
junto a los principios de orden y progreso, pusieron también de moda la
cuestión educativa y su reforma al nivel institucional. La reforma era
necesaria, pero el énfasis en los modelos europeos, a pesar de las numerosas voces
de protesta, dejaron los resultados truncados.
Durante el siglo XIX la educaci6n en Bolivia había caído en
un estado de abandono general, en el cual las universidades, sin reformas
notables, continuaban pasivamente las estructuras virreinales. Y los pocos
intentos a favor de una educación popular, como <<la escuela de
trabajo>> que Simón Rodríguez quiso crear a comienzos de la República,
fracasaron ante la decidida resistencia de la clase dominante, opuesta a
cualquier iniciativa que pudiera significar una modificación en la división de
clases, que hacia posible el régimen feudal que en la práctica gobernaba a
Bolivia. La situación de la educaci6n en Bolivia a principios del siglo XX
reflejaba, por tanto, en sus instituciones y en sus objetivos educativos, el
estancamiento a que conducía la posición conservadora y elitista de la clase
social dominante. Así, se daba el caso de que un país con un millón ochocientos
mil habitantes en 1900 apenas contaba, según las estadísticas más aceptadas,
con una población estudiantil de 32.820 alumnos de primaria en 1896 y 2.177 de
secundaria en 1912, pero al mismo tiempo poseía siete universidades. Ello
creaba una situación peculiar de desequilibrio que denunció primeramente
Arguedas en Pueblo enfermo y que después pasó a ser tema de reflexión en los
intelectuales mis destacados de la época. Según Arguedas, «hay una enorme
desproporción entre la salvaje y huraña intercultural de las clases populares y
la "alta ilustración" de las superiores, es decir, de aquellas que
frecuentan las universidades, y para que un pueblo tenga conciencia de su valer
es necesario que la mentalidad emane de la masa>> (p. 125). La ironía de
la situación era que las mismas universidades casi no existían nada más que de
nombre y servían para poco más que para el orgullo vacío de poseerlas. Así lo
reconoció oficialmente Felipe Guzmán en su polémica con Tamayo, cuando acepta
que <<es verdad , y en esto no hay exageración, que, con pocas
excepciones, la enseñanza universitaria es pobre o casi nula en Bolivia>>
(p. 67). No sólo era la enseñanza <<verbalista y charlatana>>, como
la evalúa Prudencio Bustillo, sino que, hasta la década de los treinta, las
únicas tres facultades que existían eran teología, derecho y medicina. Todo
esto en un país eminentemente agrícola y minero. Claro que el hecho de que en
Bolivia hubiera, según Tamayo, «más universidades que en Francia y Alemania
juntas, proporcionalmente a la población>> (p. 30), no significaba ello
amor a la cultura, como señala Arguedas, con sarcasmo, en Pueblo enfermo:
En estos ocho departamentos hay siete universidades, tres de
las cuales tienen tres facultades: derecho, medicina y teología; una, dos:
derecho y teología, y tres, una: derecho. El anhelo de instrucción es tal, que
en el año 1901 la facultad de Tarija contaba con un profesor y un alumno; la de
medicina de Cochabamba, un profesor y cuatro alumnos (p. 120).
La poblaci6n universitaria en 1912 se elevaba, según las
estadísticas, a 775 estudiantes.
Los centros de enseñanza carecían, en efecto, de vitalidad,
pero ello se debía a que seguían modelos importados, hecho sobre todo
significativo en la escuela de derecho. Arguedas planteó el problema en Pueblo
enfermo y Tamayo lo elevó, en 1910, a tema de discusión pública en sus ensayos
periodísticos; en ellos denunciaba <<todas estas ridículas universidades
y liceos de que estamos plagados en Bolivia, [que] no son otra cosa que
traslaciones y trasplantes de similares europeos a nuestro país>> (p.
30). No obstante estas críticas, poco después, en 1912, el Ministerio de
Educación adoptó para Bolivia los programas que regían en Bélgica para las
escuelas comunales de Bruselas. En realidad, la base ideológica que motivaba
esta posición había sido ya expuesta, con claridad, en la polémica que
mantuvieron, en 1910, Franz Tamayo y Felipe Guzmán, y que luego recogieron en
Creación de la pedagogía nacional y El problema pedagógico en Bolivia,
respectivamente. Mientras Tamayo partía de que <<nuestro problema
pedagógico no debe ir a resolverse en Europa ni en parte alguna, sino en
Bolivia>> (p. 6); Guzmán, en su posición de portavoz oficial, señala que
«la obra de nuestra educación será la de proporcionar la mayor facilidad para
adaptarse a una forma de civilización perfectamente encuadrada en el espíritu
de nuestro siglo. ¿Y cuál es esa civilización? No puede ser sino la
europea>> (p. 2). Guzmán parte del supuesto de que existe una cultura universal,
que identifica con la europea, y de que <<no es posible que existan
ideales antagónicos de progreso>>, lo cual le lleva a afirmar que «los pueblos
incipientes no pueden formar un carácter apartado del ideal universal de
cultura en todos los órdenes. Su tendencia es de asimilación más que de creación
de una modalidad típica, sui generis, única> (p. 2).
Esta polémica sobre la educación tiene hoy, para nosotros,
doble valor; por una parte, nos muestra dos posiciones contradictorias: la
oficial de- Guzmán, que reflejaba el sentir del pueblo, y el surgir de las
nuevas ideas, todavía minoritarias, que ejemplificaba la postura de Tamayo.
Pero mis importante todavía para nuestra perspectiva actual es el hecho de que
la posición que defendía Guzmán, que hoy nos parece casi en su totalidad
absurda, era, en efecto, la que representaba el funcionar de la morada vital
boliviana en aquellas primeras décadas del siglo XX. La situación entre ambos
intelectuales no podía ser mis antagónica; mientras Tamayo, pensando en el
futuro de Bolivia, insistía en que <<lo que hay que estudiar no son
métodos extraños, trabajo compilatorio, sino el alma de nuestra raza, que es un
trabajo de verdadera creación... Es una pedagogía boliviana la que hay que
crear y no plagiar una pedagogía transatlántica cualquiera>> (p. 6).
Guzmán, por su parte, afirma que <<es necia pretensión querer crear una
pedagogía completamente original. Lo racional y prudente es tomar de los
diversos países lo que puede ser adaptable al nuestro (pp. 4-5). Por supuesto,
Guzmán, como exponente de la mentalidad colonialista, en el momento de decidir
lo que es <<adaptable> a Bolivia, país rural y analfabeto en sus tres
cuartas partes, creerá que <la gimnasia sueca, los batallones escolares y
sus polígonos de tiro, los baños escolares suizos, las colonias escolares
belgas, las excursiones campestres, los juegos escolares franceses, la música
escolar italiana, etc., son perfectamente aplicables a nuestro país>> (p.
5). La protesta de Tamayo no fue por entonces comprendida, y su deseo de que
<<tratemos de formar bolivianos y no simios franceses o alemanes,
tratemos de crear el carácter nacional que seguramente (podemos afirmarlo a
priori) es del todo diferente del europeo>> (p. 6), tuvo que surgir del pueblo,
sobre todo a partir de la década de los treinta, para luego ir poco a poco
imponiéndose en las instituciones culturales.
La reforma que no se hizo, la que proponían pensadores como
Tamayo o Prudencio Bustillo, era demasiado radical para la estructura social
dominante en Bolivia; se basaba en tres principios básicos: el primero, el más
fundamental, era aquel que consideraba la educaci6n como algo más que un medio
de alfabetizaci6n. La nueva pedagogía nacional debería tender a la eliminación
del sistema de clases; se trataba, en palabras de Tamayo;
de destruir la barrera insensata e injustificada que
divorcia a la nación de sí misma, que la divide y la subdivide, y al hacerlo
destruye la unidad de fuerzas nacionales indispensables para la grande lucha
por la vida. Se trata de crear nuevos criterios sociales y 6ticos para rehacer
una nación que no es tal (p. 38).
El segundo principio hace referencia a la imitación. Se cree
legado el momento de iniciar la independencia cultural y se pide, como lo hace
Tamayo, una <<pedagogía nacional, es decir, una pedagogía nuestra, medida
a nuestras fuerzas, de acuerdo con nuestras costumbres, conforme a nuestras
naturales tendencias y gustos y en armonía con nuestras condiciones físicas y
morales>> (pp. 8-9). El tercer principio encauzaba la educación superior
a las necesidades de Bolivia y se resumía en la siguiente afirmación de
Prudencio Bustillo: <<El país necesita menos letrados y más técnicos,
agrónomos, ingenieros, peritos mercantiles, mineros (p. Iv). La aceptación de uno
cualquiera de estos principios hubiera llevado consigo el reconocimiento de los
otros dos; pero ello hubiera significado también rechazar, o con mis propiedad,
estar dispuestos a modificar una forma de vida, a sentirse bolivianos, no
descendientes de europeos residentes en Bolivia, y a reconocer que el éxito
propio dependía del de Bolivia como nación. El considerar la civilización
europea como única posible era, en cierto modo, una forma de escapismo que
permitía y justificaba la ignorancia de la realidad interior del país y que
hacia posible y necesaria a la vez la división de clases y la deliberada
opresión de la masa indígena.
Incluso la reforma universitaria, que iniciaron los
estudiantes de Córdoba (Argentina) en 1918 y que se extendió con rapidez por
todos los países iberoamericanos, llegó a Bolivia tarde y adulterada, y dio
lugar únicamente a una mascarada política marginal al problema universitario.
En realidad, la falta de una universidad seria y el reducido número y
dispersión de los estudiantes evitó que tuvieran repercusión directa en Bolivia
tanto los postulados de la reforma universitaria total, adelantados por los
estudiantes de Córdoba, como su ampliación con miras a una reforma social que
surge del Primer Congreso Internacional de Estudiantes, que tuvo lugar en México
en 1921. En Bolivia, las primeras manifestaciones estudiantiles tuvieron lugar
en una fecha mucho más tardía, y no fueron motivadas, en su principio, por
problemas universitarios. Surgen, en 1925, como oposición espontanea a la farsa
con que el gobierno se había propuesto celebrar la conmemoración del primer
centenario de la independencia política de Bolivia, y su contenido queda
expresado con claridad en las siguientes palabras que dirigieron los
estudiantes de Sucre a los de La Paz: <<La Federación de Estudiantes de
Sucre creyó, convenidamente, que la generación universitaria del centenario
debía retirarse de las bufonadas patrioteras y formular, en el día clásico de
la patria, una solemne promesa de redenci6n>> (La reforma universitaria,
p. 88). Los estudiantes de La Paz, a su vez, se unieron a los de Sucre en su
oposición al programa oficial, que ellos consideraban contrario a la realidad
del balance que proporcionaba el primer siglo de la república, y con el deseo
explícito de <<orientar el pensamiento y acción hacia la consecuencia de
una patria nueva>> (p. 85). Esta primera manifestación, si bien ajena a
los problemas estrictamente- universitarios, supone una incipiente toma de
conciencia, como se indica en una carta enviada por los estudiantes de Sucre al
presidente de la Federación Universitaria de La Paz: <<Creímos que en el
centenario de Bolivia, lejos de los festines y de los juegos pirotécnicos, la
juventud, ante un siglo de miseria y calamidades, debía renovar en lo íntimo de
su conciencia pura todavía, incontaminada, el juramento de sus mayores>>
(p. 87).
Cuando años más tarde llegó el momento de establecer unos
principios de reforma, en la Primera Convención Nacional de Estudiantes,
celebrada en Cochabamba en 1928, se había tomado ya conciencia del movimiento
iberoamericano. Pero, incluso entonces, los estudiantes bolivianos no llegaron
a comprender el verdadero significado de las bases reformistas que animaba el
documento de Córdoba. Se comienza, es verdad, afirmando que sus declaraciones
<<concuerdan con las del manifiesto de Córdoba de 1918 y las del Congreso
Internacional Mexicano de 1921>> (p. 119). En la realidad, sin embargo,
en Córdoba los estudiantes se limitaron en sus consideraciones a lo referente a
la universidad: su forma de gobierno, su misión, la libertad en la enseñanza,
en las ideas, selección del profesorado, etc. En México se añade una dimensión
social concreta: se trata de reformar la universidad y mediante ella la
humanidad. En Bolivia, en 1928, de los diez puntos de que consta el documento,
sólo el primero y el octavo se refieren periféricamente al problema
universitario; más que un manifiesto estudiantil parece una plataforma de
principios de un partido político. Ello explica que, en 1929, el Comité Pro Reforma
Universitaria señale que <<no siendo posible encarar la solución total de
la reforma... como es el programa de la actual generaci6n americana>, se
haya decidido postular solo por <<un aspecto parcial de ella>>:
<la autonomía y descentralización universitarias>> (p. 124). Es decir,
mientras en Córdoba la reforma surge en oposición a un régimen administrativo
anacrónico que parecía premiar la mediocridad a la vez que asfixiaba todo
intento de renovación, en Bolivia son precisamente estas fuerzas reaccionarias
las que se fortalecen en el imperio burocrático que les proporciona la autonomía.
4. HACIA UNA TOMA DE CONCIENCIA
Las calas de interpretación que hasta aquí hemos efectuado,
desde las primeras investigaciones sobre el carácter del boliviano a los debates
en torno al problema de la educación, han ido definiendo la morada vital
boliviana a comienzos del siglo XX. Su dinamismo queda determinado por el constante
proceso de dialogo que se establece entre las ideas de una minoría, que
cuestionan las creencias que dominan en su época, y las fuerzas reaccionarias,
que en acción constante tratan de anular cualquier novedad que vaya contra
principios establecidos. Toda idea que surge motivada por una realidad concreta
que pretende modificar, se vea o no luego coronada por el éxito, tiene siempre
una repercusión profunda en el desarrollo de la sociedad. Sirve para crear un
problema de algo que antes se daba por supuesto, y ello da lugar a una nueva
realidad, ahora problemática, que motiva el análisis de los anteriores supuestos
y su inevitable modificación ulterior. Así sucedió en Bolivia, por ejemplo, en
lo referente a su composición étnica. Hasta el siglo XX se había vivido en la
cómoda creencia de existir en el país un orden social entre dos grupos: los
indios y los blancos; unos eran los autóctonos, los otros los europeos; de los
mestizos se prefería no hablar. Arguedas y Tamayo, entre otros, rompieron el
espejismo de esta ilusión e iniciaron un análisis que incluso se prolonga hasta
nuestros días. El primer resultado fue el de reconocer que existía también un
tercer grupo, el de los mestizos. Es cierto que algunas posiciones, como la de
Tamayo, fueron pronto desechadas, pero al demostrarse que el indio no era
superior, se probaba igualmente que tampoco era inferior. Además, al analizar
lo que sin meditación se había llamado <<indio>> o «blanco, se llega
a la conclusión de que, en realidad, tales conceptos no existen en la pureza
extrema con que en un principio se los había considerado. El indio del siglo XX
no era ya el incario, y ni su modo de ser ni sus costumbres podían ser explicados
sin una constante referencia a la cultura occidental. El «blanco, a su vez, no
era tampoco el europeo, e, indiferente de su origen, su modo de ser era
inseparable de la realidad boliviana. En verdad, una vez superado el determinismo
biológico que aportaba el positivismo, se inició el proceso de redefinir el
concepto de mestizo para relegar a un lugar muy secundario o librarle del
elemento étnico. Se vio entonces que lo característico, tanto del indio como
del blanco boliviano, era precisamente su mestizaje.
Con lo anteriormente dicho se hace ahora comprensible el
significado de la actitud de los intelectuales de estas tres primeras décadas,
que, desde sus posiciones individualistas y a veces contradictorias, iniciaron
el proceso de interiorización en la realidad boliviana. Se destaca también que
al valorar, por ejemplo, la polémica sobre la educación, entre Franz Tamayo y
Felipe Guzmán, no importe tanto quién ganó en su momento, sino el hecho de que
la polémica misma era entre un individuo, con visión, que se negaba a aceptar
su realidad circundante y la fuerza subconsciente del funcionar del pueblo
boliviano, cuya actitud reaccionaria se oponía a cualquier modificación en el
modo de pensar dominante. El triunfo inmediato fue del pueblo -casi siempre lo
es-, pero las nuevas ideas quedaban expuestas y su mismo planteamiento
constituía un componente más de aquellas fuerzas cargadas de empuje
transformador y que eran las llamadas a proporcionar el carácter dinámico que
daría lugar al desarrollo del pueblo boliviano.
Detengamos por un momento este proceso dinámico de la
historia en uno de sus aspectos concretos para mostrar la configuraci6n de su
cambio. A principios del siglo XX existía en Bolivia un orden implícitamente
establecido entre los extremos componentes de su sociedad: los indios habían llegado
a creer que era su destino servir a los blancos, y estos vivían igualmente instalados
en la creencia de que, en efecto, los indios habían nacido para servir. Las
obras de Arguedas, Tamayo y Mendoza, entre otros, comenzaron a cuestionar las
premisas básicas de ambas posiciones. En el ámbito de la realización práctica,
sus intentos no consiguieron modificar la situación de inmediato, pero, y eso sí,
iniciaron el proceso de transformación. En la década de los veinte, acontecimientos
de fuera -Revolución mexicana, Revolución rusa- vienen a fortalecer el
planteamiento inicial. El problema se empieza a ver, al margen del elemento
racial, como cuestión social, y en el caso extremo de Tristan Marof, como una
declarada lucha de clases. Llegamos, así, a mediados de los años veinte, en los
cuales se descubre ya un nuevo modo de sentir, aunque éste no haya dado lugar todavía
a una modificaci6n en el tratamiento cotidiano del indio. La situación social
que impera deja de ser ahora, para el blanco, algo natural que se da por sí
mismo, para constituir un estado cuyos derechos hay que defender y cuya
existencia y prolongación indefinida en el tiempo se empieza a poner en duda.
Las nuevas ideas que surgen en dialogo con la realidad de
estos años parten ahora del supuesto de que la división estricta de clases es
algo negativo en vías de desaparecer. La discusión se centra, por tanto, en el
proceso que se ha de seguir en el cambio. Marof, en 1922, en El ingenuo continente
americano, es de la opini6n de que se necesita una transformación brusca y de
que <<en Bolivia debemos tomar como dogma político el comunismo>>
(p. 141). Prudencio Bustillo, en 1923, recoge y discute los méritos del
socialismo, y aunque teme que <no se abrirán campo en nuestro país, donde se
cree -por ignorancia naturalmente- que el socialismo es la confabulación
criminal de los pobres para robar a los ricos>>, el, sin embargo, ve en
<<el socialismo la moderna faz del ideal que con diversos nombres trata
de dar el bienestar y la felicidad a los hombres>> (p. 183). Pero
sostiene igualmente que «los cambios bruscos en las leyes y en las costumbres
nunca son ventajosos para un país, por lo que propone <<el progreso lento
y firme de las instituciones, en una palabra: la evolución (p. 164). Todo esto
causa que aquello que antes parecía ser patrimonio de los demás pueblos y que sucedía
a otros sin afectar en nada a la realidad boliviana, comience a ser sentido y a
surgir ahora de su propio seno. Por ejemplo, todavía en 1911, puede decir Jaime
Mendoza que <<los bolivianos son poco avisados. No saben ni lo que es una
huelga>>, y en boca de un gerente de minas pone las siguientes palabras:
<<No nos conviene traer aquí gente chilena. Pervierte [con nuevas ideas]
a la gente y de un momento a otro puede ocasionar un conflicto serio>> (En
las tierras del Potosí, p. 248). En 1912, los obreros bolivianos comienzan a
organizarse, todavía sin clara conciencia reivindicatoria, en la Federación
Obrera Internacional, y en 1918, con un programa de decidida orientaci6n
socialista, en la Federaci6n Obrera del Trabajo. La huelga se empieza a
considerar como legitima en la obtención de unos derechos que, cada vez más, se
estiman inalienables a la condición del obrero. La huelga misma, al igual que
las ideas de los intelectuales que hemos ido estudiando en estas páginas, no consigue
para el obrero, en estos años, ventajas inmediatas; pero cuando en Uncia, el 4
de junio de 1923, el gobierno hace uso del ejército para sofocarla en una
represi6n sangrienta, se definen tambi6n dos posturas: las fuerzas
tradicionales que desean mantener a toda costa las prerrogativas de matiz feudalita
dominantes en su momento, y los elementos progresistas, que presionan por una
constante evolución.
La década de los veinte supone, pues, para el antiguo régimen,
la última contienda con éxito desde el poder. La minoría dominante acepta la lucha
como algo necesario, y aunque todavía siga pensando que lo hace por mantener un
estado natural de cosas que, según ella, no debía ser modificado, en su
intimidad cada vez se siente más impotente para conseguirlo. Las medidas que se
adoptan demuestran por si mismas lo inútil del esfuerzo. Así el decreto de 23
de noviembre de 1926, que dice: <<Prohibense con carácter general los
encuentros de indígenas y se ordena que los subprefectos y demás autoridades de
provincias los eviten en absoluto, bajo su responsabilidad.>> Según la
masa va tomando conciencia de su realidad, a pesar de que por estos años es todavía
algo esporádico y sin un plan concreto de acción, van surgiendo igualmente
<ligas de defensa social>, como la de Sucre, cuyo objeto principal, nos
describe Carlos Medinaceli en 1927, es <<hacer una defensa contra todos
los ataques que se perpetraren por parte de la indiada a la vida o hacienda de
los señores latifundistas>> (Chaupi, p. 419). Es decir, se está llegando a
ese momento en la historia de Bolivia en el cual todo un sistema de creencias
hace crisis, para ceder luego paulatinamente a la arrolladora fuerza de las
nuevas ideas. La guerra del Chaco (1932-1935) será ese eje generacional que da paso
a una nueva Bolivia.
BIBLIOGRAFIA DE OBRAS CITADAS
ARGUEDAS, Alcides: Pueblo enfermo. Contribución a la psicología
de los pueblos hispanoamericanos. Barcelona: Vda. de Luis Tasso, 1909. [La
tercera edición, muy modificada y ampliada, es de 1937, y es la que después se reproduce
en ediciones subsiguientes. Para la cita del texto he hecho uso de la
reimpresión de 1982, La Paz: Editorial Juventud.]
- Raza de bronce (1919). Buenos Aires: Editorial Losada,
1945.
BEDREGAL, Juan Francisco: La máscara de estuco. La Paz: Arno.
Hermanos, Libreros, 1924.
BONIFAZ, Miguel (ed.): Legislación agrario-indigenal. Cochabamba:
Imprenta Universitaria, 1953.
GUZMAN, Felipe Segundo: El problema pedagógico en Bolivia. La
Paz: Imprenta Velarde, 1910.
MAROF, Tristán (seudónimo de Gustavo Navarro): El ingenuo
continente americano. Barcelona: Casa Editorial Maucci, 1922.
MEDINACELI, Carlos: Chaupi P'unchaipi tutayarka. La Paz: Los
Amigos del Libro, 1978.
MENDOZA, Jaime: En las tierras del Potosí. Barcelona: Vda.
de Luis Tasso, 1911.
PAREDES, Manuel Rigoberto: Mitos, supersticiones y
supervivencias populares de Bolivia. La Paz: Arno Hermanos, 1920.
PRUDENCIO BUSTILLO, Ignacio: Ensayo de una filosofía jurídica.
Sucre: Imprenta Bolívar, 1923. La reforma universitaria. Compilación, prólogo,
notas y cronología de Dardo Cúneo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977.
ROJAS ANTEZANA, León: Bolivia: del atraso al cosmos. Cochabamba:
Editora Nacional, 1983.
SAAVEDRA, Bautista: El ayllu. La Paz: Velarde, Aldazosa y
Cia., 1903.
SANJINJES, Alfredo: La reforma agraria en Bolivia. La Paz:
Editorial Renacimiento, 1932.
SUAREZ ARNEZ, Cristóbal: Desarrollo de la educación
boliviana. La Paz: Editora Universo, 1970.
TAMAYO, Franz: Creación de la pedagogía nacional (1910), en Obra
escogida. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979.
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