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LA RABONA BOLIVIANA: UNA HISTORIA PARA UNA MUJER SIN HISTORIA

Por: Antonio Paredes-Candia y Josermo Murillo Vacareza / Suplemento Cultural El Duende del 1 de julio al 26 de agosto de 2018. / La Patria de Oruro.

(I) En estos últimos años todos presenciamos y somos protagonistas de los muchos cambios que experimenta la sociedad en todas partes del mundo; es probable que esa conjunción de movimientos masivos y acelerados hubiera ocasionado una era crítica en la que existen desequilibrios de concepto, de acción, de ideas y de interpretaciones.
Como es natural, dentro de esos cambios se halla la mujer que en pos de una total emancipación, a pesar de sus congresos parciales y universales, no la ha logrado aún, porque todavía falta remover en las mentes cierta sedimentación de ideas, que sólo se ha clarificar cuando adquiramos nuevos modos de comprender, no la propia vida sino la ajena, dentro de un grupo, de un sector, de un estamento o de una clase en el espacio amplio de la sociedad en su conjunto. Gravitan todavía muchos prejuicios, divisiones, situaciones que, al mantener algún sentimiento de misoneísmo, demoran la penetración de enjuiciamientos que deben producirse despojados totalmente de anacronismos.
Cuando el pensamiento se dirige a estimar las circunstancias en que la mujer asume actitudes de significado social, ese pensamiento tiende a limitarse en el circunscrito campo del grupo dentro del cual estamos ya ubicados, y eso hace difícil para la mayor parte de las personas valorar la actuación de los grupos que son ajenos porque el etnocentrismo, o modo equívoco de traducir lo extraño o insólito, aún persiste en algún grado de hermetismo en la estructura, sea de clase o de jerarquía, que nos obliga a aplicar nuestro típico cartabón a los que consideramos que es una estratificación social de menos valor. Esto es válido en mucho todavía cuando tenemos que enjuiciar las actitudes de la mujer en las diversas áreas donde pervive.
Nosotros hemos heredado de la colonia un sistema de estratos sociales cuya impetrabilidad se mantuvo hasta que concluyó el siglo XIX, y que consistió en ubicar al indio en lo más sumergido de esa escala impidiéndole todo ascenso, en poner sobre él el estrato de lo mestizo, ambos sobre la presión de una clase media, y asentada en la cúspide el escrúpulo pasudo nobiliario que nos dejó como una impronta el sistema de poder y privilegio de esa herencia de falsa segregación étnica, que sólo era permisiva para una movilización horizontal en el parea propia de cada sedimento social. Este fue también un fenómeno universal que se acentuó en el colonialismo ejercido por los países occidentales en el siglo pasado, y que ha dejado vallas todavía resistentes. Quizá encontremos aquí parte de la explicación de que ciertas estructuras dentro de las que la mujer realiza su existencia le permiten cierta promoción en ese ámbito, mas ya no en el ajeno.
Pero, desde comienzos de este siglo la dinámica de las estratificaciones, movida precisamente por el fenómeno de la movilidad vertical, ha quebrado los hermetismos, ha invadido a las capas que se consideraban superiores y se ha trasfundido en ellas.
(II) Creemos necesario este exordio para predisponer una comprensión más humana y justa hacia un personaje que la narrativa histórica la ignora deliberadamente; ese personaje es la mujer anónima que casi nadie la cita ya que el sólo nombrarla podía manchar las epopeyas que parecieran ser privilegio de los hombres, y que en las épocas del siglo pasado era la víctima del mayor desdén porque hasta los preconceptos éticos de esos días prohibían y condenaban la más simple alusión a ella.
Esta mujer que no tiene nombre sino sobrenombre, ha vivido en los episodios más difíciles de nuestra Patria, contribuyendo con su abnegación heroica a formarla; es un ser que está sumido en el silencio del olvido y el anonimato. Ella ha dado su sacrificio, sus sufrimientos y su vida desde que se inició la lucha por la libertad y la independencia, y ha tenido su sitio y la tragedia de su tumba en los hechos más dolorosos de la propia existencia nacional; quedó oculta en los repliegues más recónditos de los avatares que Bolivia padeció en su afanosa necesidad de supervivencia. Quizá con su callado valor se hizo más heroica que las mismas legendarias mujeres de Numancia.
Apareció en cuanto al pueblo formó sus huestes guerrilleras para hostilizar y destruir a las fuerzas militares que sostenían el despotismo; estuvo al lado de los hombres de Manuel Ascencio Padilla y junto a Juana Azurduy, con los combatientes de Warnes, de Moto Méndez, de José Miguel Lanza, de Muñecas y de tantos otros que derrocharon su existencia en luchas sangrientas e incesantes.
Invocamos testimonios y revelaciones de quienes vieron a estas mujeres en una diaria sorpresa, combatir como los hombres en todos los lugares donde la muerte se parapetaba en las breñas, los llanos, en los ríos y en las montañas.
En un extenso y sobrecogedor documento descubierto por Gunnar Mendoza en los archivos históricos que tiene a su cuidado, y que ha denominado "Diario de un soldado de la Independencia Altoperuana en los valles de Sicasica y Ayopaya, del Tambor Mayor Vargas" y que se publicó en 1952, está una parte del heroísmo de esa pobre y admirable mujer cuyo supremo holocausto deseamos que se difunda en la memoria, porque ahora la mente de las generaciones de nuestro siglo ha de reivindicarla.
Mendoza, para ponderar esa lucha guerrillera que no daba cuartel a hombres ni mujeres, dice en algunas partes preliminares a ese "Diario" del Tambor Mayor Vargas:
"La verdad entrañable de la lucha emancipatoria altoperuana, guerra de facciones, callada, opaca, sin cosas ni personas espectaculares, pero al mismo tiempo inexorable, eterna, fatal, cuya grandeza heroica emana paradójicamente de su propia pequeñez". "Si en la facción hay gente de todas partes, la hay también de todas las edades, desde muchachos de 17 años hasta viejos de 70". "En fin, las acciones bélicas no parecen estar restringidas al varón en esta guerra extraña. Y si bien, sin constituir no mucho menos ejemplares como de la famosa amazona patriota doña Juana Azurduy de Padilla, hay encuentros donde queda una mujer muerta, y en otro mueren 16 hombres y dos mujeres". "Serían aquella humildes rabonas o vivanderas, aventuradas junto con la tropa en los riesgosos repliegues de los valles".
El Tambor Mayor Vargas, en su "Diario" y con su propio lenguaje, al describir lo dramático de esa lucha dice: "Como avanzasen (los guerrilleros) echando voces y llamando a varios oficiales por su nombre, principalmente el nombre del Comandante Lira, no tuvieron más defensa los enemigos que correr conforme pudieron cada uno, y el jefe que era Calved, se había quedado a retaguardia para proteger a su gente, se quedó plantado en un ciénago el caballo; él se había apeado, se encajó en el lodo y no pudo sacar el pie, y no mataron a punta garrotazos y lanzados. Por último cayó un Coronel, acérrimo realista, y fue fusilado, cortada su cabeza y remitida al pueblo de Mohoza, donde se plantó en una pica en la plaza. El Comandante Lira mandó fusilar al español prisionero Ildelfonso García". En esa acción murieron dos mujeres. El mismo Diario dice en otras páginas que Marcelino Castro (un patriota) cayó prisionero, pero que cuando estaba en capilla, una mujer de noche ingresó a su prisión para despedirse, pero le dejó sus polleras, y vestido con ellas Castro huyó al amanecer y salvó su vida para incorporarse a la guerrilla del Comandante Lira.
Estas eran mujeres que nunca se separaban de los soldados, y como los fusiles de "avancarga" de entonces se cargaban tiro por tiro mediante una baqueta, eran las mujeres las que hacían esa rápida operación mientras los soldados usaban otras armas en ese intervalo, pero caían también abatidas por los proyectiles enemigos.
El general Miguel Ramallo en su libro "Guerrilleros de la Independencia", relata que el coronel Javier Aguilera, derrotado Ascencio Padilla en la batalla del Villar, decidió capturarlo junto a su esposa. Cuando Padilla trató de protegerla fue muerto por Aguilera que los degolló con su propia mano. Juana Azurduy logró salvarse, pero la guerrillera que la acompañaba cayó prisionera, y en el acto le cortaron la cabeza. Ambos macabros trofeos fueron exhibidos en el pueblo de La Laguna (hoy Padilla), en cuyo entorno se practicaron escenas de horror.
Benjamín Torrelio, en su folleto "La influencia política de la mujer" publicado en 1897 relata los siguiente: "Disfrazada de india salió de Oruro una mujer en busca del Capitán Chinchilla, que comandaba una pequeña fuerza de guerrilleros de Lanza, al que le comunicó la salida de una división de 711 hombres en auxilio de Ramírez, que fue derrotado en el valle de Ayopaya, con cuyo motivo tuvo lugar un combate en el que los expedicionarios perdieron más de una mitad de sus fuerzas, y es tradicional que esta heroína tomó parte con él (Capitán Chinchilla) con un coraje sin ejemplo".
Arturo Costa de la Torre, cuando escribió su estudio "Las mujeres en la independencia", también alude a esa mujer se la más ínfima categoría social: "Las hubo desde las más humilde ´jubonera´, la mestiza y la criolla de la medianía social que imperaba entonces"." Junto a estas esclarecidas patriotas había anónimas y humildes mujeres, tan valerosas y tan grandes como lo han sido recogidas por la historia. Mujeres anónimas y silenciosas que pasaron por la vida sin la recompensa de la gloria y que honraron la historia de la Libertad altoperuana, mujeres que silenciosamente aportaron arranques de valor y abnegación de los que las dirigían simbolizando gallardamente a la mujer del pueblo".
En otra parte de su libro expresa: "También las había las rabonas o vivanderas que seguían a los patriotas y guerrilleros, a través de calcinados valles y de abruptos desfiladeros, dejando sus energía y su generosa vida en los escarpados riscos de las montañas, acaso también en los inhumanos recintos de cárceles y prisiones. Sus nombres y orígenes sólo quedaron en los signos de interrogación y del misterio. Empero sus sombras se levantan aureoladas de gloria en todos los episodios de la lucha emancipadora, donde sus espíritus atizaban orgullosos la consecución de las libertades de los pueblos altoperuanos".
Todos nos conmovemos ante el conocido episodio de las mujeres de la Coronilla de Cochabamba, cuando se inmolaron otras mujeres del pueblo que combatieron junto a los rebeldes que fueron aniquilados.
Esta mujer del soldado, cuando llegó la hora de la independencia de nuestro país, y se comenzó a organizar un ejército regular no fue mencionada por nadie de los que iniciaron su lucha por el Poder, sin embargo de que se convirtió en auxiliar importante de las tropas y era parte de su organización logística, como nos demuestra el Coronel Julio Díaz Arguedas en el libro "Fastos militares de Bolivia". Así nos dice: "Dieciséis años de lucha incesante que ensangrentaron el Alto Perú, desde Chacaltaya en 1809 hasta Tumusla, último combate efectuado en 1825". "Podemos decir que la infantería de los impropiamente llamados ejércitos patriotas, no contaba con más armas que algunos fusiles anticuados de chispa, la mayor parte se reducía a escopeta, pistolas, espadas, chuzos (lanzas) hondas, macanas y látigos sujetos a grandes mangos de madera, con que lucharon frente a las aguerridas y bien armadas tropas españolas". "El aprovisionamiento consistía en un poco de maíz tostado, chuño, un pedazo de charque y algunos puñados de hojas de coca. Carecían de uniforme militar". Con esa ración tan mezquina, la rabona preparaba el condumio de su compañero, de sus niños, aun cuando para ella no quedara residuos.
Este autor, aludiendo al nuevo ejército de la República recién creada, nos da estas referencias: "El soldado era valiente hasta la temeridad, sobrio, de una resistencia inquebrantable para las marchas". "Los elementos que formaban la clase de tropa estaban compuestos en su mayoría por cholos o mestizos, el indio y el blanco entraban en porcentaje mínimo. El soldado era casi profesional, pues toda su vida la pasaba en los cuarteles. Muchos de ellos eran hijos de viejos sargentos o cabos y nacidos dentro de los cuarteles; se enrolaban desde niños en las bandas de música, y llegaban hasta los más altos grados". Eran auténticos hijos de las rabonas, o sea de una estirpe de valor y resistencia. "Las marchas a pie constituían el púnico medio para llegar a las fronteras, o a los sitios donde era necesaria su presencia. De ahí que las tropas bolivianas descollaron en todo tiempo por su resistencia en los cambios. El sistema de las marchas consistía en largas columnas de hileras abiertas a ambos lados del camino, forma en que vencían las distancias por las interminables pampas del altiplano, o trasmontando las altísimas cordilleras andinas, para internarse en las fragosas quebradas de los valles, sorteando caudalosos ríos y venciendo las intrincadas marañas de los bosques".
Las mujeres iban con ellos, llevando en la espalda a sus lactantes, y de la mano a sus párvulos a quienes nunca abandonaban en medio de tan penosos sacrificios.
El Coronel Julio Díaz Arguedas en su libro "Fastos militares de Bolivia" continúa de esta manera su descripción acerca de las valientes tropas bolivianas y las aguerridas rabonas:
"El aprovisionamiento de las tropas en campaña -continua el autor citado-, se realizaba mediante vivandera. Estas tomaban la delantera de las tropas y confeccionaban el rancho". Eran así importantes para preparar el alojamiento y la alimentación para que los soldados estuvieran en condiciones de combatividad, de modo que esas mujeres no descansaban nunca. Llamadas en otras partes "cantineras", "vivanderas" o "juboneras", los que se referían a ellas tenían cierto pudor gramatical de llamarlas "rabonas" creyendo que esa palabra era impropia para escribir y quizá impúdica, o sinónimo de prostituta. Ignoraban que su sobrenombre derivó del hecho de que, al principio, iban "a la cola" de los soldados, como parte del "rabo" o la retaguardia de los destacamentos. Pero el término se arraigó de tal modo que la Academia Española la incorporó al léxico castellano como "la mujer que por lo general acompaña a los soldados en las marchas y en campaña".
Esas mujeres no tenían más patrimonio que una olla y algún menaje de cocina, una manta envejecida y sus polleras raídas por estas desventuras; sufrían privaciones, gélidos fríos, acampaban en campo raso, cubrían a sus niños con esas polleras, o se congestionaban con la fiebre de las selvas, pero nunca se abatían por el desánimo o la fatiga. Ellas estuvieron en los ejércitos del Mariscal Santa Cruz, y entre las tropas del General José Ballivián; la salvadora batalla de Ingavi, que aniquiló para siempre la ambición peruana de someter a Bolivia a su dominio, batalla en la que las tropas bolivianas vencieron con efectivos que eran la mitad de los soldados del ejército invasor. Se decidió, como apunta un testigo ocular, porque las mujeres estaban junto a los soldados ayudándoles a cargar sus fusiles de modo que el fuego de ellos no cesara en su ímpetu. Nunca se ha hecho mención de ello porque militares e historiadores subestimaron siempre el concurso decisivo de las rabonas como de seres a quienes había de inhibirse de mencionar.
Y cuando sobrevino la tragedia de la Guerra del Pacífico, ellas descendieron por el camino de Carangas hacia el pueblo de Tarapacá en la costa, con las primeras tropas que sirvieron de núcleo para formar batallones con los peones del Altiplano que trabajaba en esas salitreras. Asimismo cruzaron los desiertos para llegar a Tacna con las tropas de Daza desde La Paz, y con él siguieron hacia el río de Camarones en esa marcha frustrada donde murieron muchos soldados rendidos por la sed y la fatiga en la llanura inhóspita de los yermos fatales.
Es admirable, como otros muchos hechos que aún se ignoran, el episodio que en su diario denominado "Los Colorados de Bolivia, recuerdos de un Subteniente" describe Daniel Ballivián, presente en la batalla del Campo de la Alianza. Así dice: "Mientras el ejército se ponía en marcha aquella noche aciaga del 25 de mayo de 1880, con el objeto de sorprender al enemigo que, según informaciones, se encontraría pernoctando en la Quebrada Honda, casi todas las rabonas, esas famosas e inseparables compañeras del soldado boliviano, esas mujeres extraordinarias, encarnación genuina de todas las virtudes, amalgama extraña de abnegación, emprendían a su vez retirada rápida a Tacna, en la creencia de que ya no tendrían oportunidad de seguir desempeñando sus tradicionales servicios de proveedoras del ejército, trabado en lucha heroica y desesperada con el enemigo. Se retiraban pues presurosas y diligentes, cargadas de sus canastos, vajilla y demás enseres y cachivaches que constituían toda su hacienda".
Pero nuestro ejército fracasó en su intento de sorprender a las tropas chilenas, porque sus jefes se desorientaron en la noche oscura de ese desierto, caminaron extraviados los soldados hasta el amanecer y agobiados todos ellos por la fatiga, tuvieron que disponerse a la batalla para la que ya estaban en posesión las tropas chilenas, mientras que las nuestras se consumían de sed y de hambre, pero firmes y resueltas en las posiciones que les habían señalado para trabar la lucha decisiva en la que, como sabemos, los soldados bolivianos se inmolaron con un valor que no se abatió ni con el último disparo de la derrota. Cuando esas tropas estaban ya en combate, Ballivián fue testigo de una escena pasmosa de valor y serenidad.
"Me distrajo de mis cavilaciones, dice Ballivián, la presencia de una rabona. Era la del Sargento Olaguivel, que llegaba con su criatura a la espalda, y sosteniendo en una mano una ollita de barro. Venía desde Tacna trayéndole el almuerzo a su compañero. Después de saludarlo, la mujer procedió sin vacilación a vaciar en un plato el contenido de la olla, mientras el sargento aprisionaba en sus robustos brazos al niño, que besaba y acariciaba con ternura. Cuando le hubo alcanzado el plato, la rabona tomó a su vez al niño, sujetando al mismo tiempo el rifle. Terminado el almuerzo, hombre y mujer se confundieron en estrecho y prolongado abrazo de despedida, después de lo cual ella volvió a presentarle al niño para que lo besara por última vez, y echándose en seguida a la espalda cogió el lío y emprendió rápidamente el regreso a Tacna. Durante la conmovedora escena que acabo de describir, todos los que la presenciamos guardamos un respetuoso silencio. Testigos involuntarios de la tierna y emocionante despedida de aquellos dos seres a quienes el destino había unido con los lazos misteriosos del cariño, pensábamos olvidando el peligro que, por igual, se cernía sobre todos nosotros, en la posibilidad de que en breve una bala traidora los rompiera para siempre".
"Mientras la rabona se alejaba, todo el batallón la seguía con la vista, y no había caminado ciento cincuenta metros, cuando una bomba fue a caer a dos pasos de sus talones levantando una nube de polvo. Una sensación de angustia oprimió todos los pechos, al mismo tiempo que de quinientos labios se escapaban las exclamaciones de: ´¡La ha muerto! ¡La ha muerto!´. La nube levantada por la bomba envolvió a la mujer durante unos segundos hasta que disipada aquella, surgió ésta a nuestra vista como una vista fantástica. Al verla de pie y con la cara vuelta a nosotros, no pudimos reprimir un grito de admiración y de alegría. Estaba allí sana y salva, sin rasguño. Tenía la vista fija en el sitio donde había caído el proyectil chileno, hacia el cual se dirigió por fin resueltamente para examinarlo más de cerca. Después de unos minutos de observación, hízonos con el índice de la mano derecha una señal negativa como si dijera: ´No tengan cuidado, son inofensivos´, después de lo cual nos envió un saludo de despedida y, dando media vuelta, siguió su interrumpido viaje. Todos, oficiales y tropa, comentaban con admiración la serenidad pasmosa de esa mujer extraordinaria".
La historia que deseamos esculpir en honor de estas mujeres de nuestro pueblo para que no queden en la sima oscura del desconocimiento y el olvido, no culmina aquí.
Durante la presidencia del General Narciso Campero y, como dicen los documentos oficiales de la época, para "establecer comunicación directa con el Paraguay, resguardar la seguridad de las fronteras y fijar las bases de una colonización progresiva en la región del Chaco Central" y "con el pensamiento de franquear por tierra un camino expedito que pusiera en comunicación al Departamento de Tarija desde luego, y un poco más tarde, a los de Santa Cruz y Chuquisaca", se organizó en 1883 la Expedición Boliviana de Tarija a Asunción, bajo el mando y conducción del Dr. Daniel Campos, quien con esa hazaña se hizo inmortal. "No se trataba de una expedición propiamente científica, dice el Dr. Antonio Quijarro, Ministro de Gobierno de Campero. Se trataba de disipar el encanto de esas impenetrables soledades, de romper la barrera que oponían los salvajes, para aprovechar de esos emporios de riqueza no explotada por el hombre, y de dar el primer paso a la apertura de nuestra salida al Mundo". El mismo Quijarro añade que ya en 1879 "con el designio de zanjar cuanto antes la cuestión de límites pendientes, a fin de que una solución equitativa permitiese establecer relaciones íntimas de amistad y comercio con una nación hermana, procurando al mismo tiempo para nuestra Patria una salida directa y expedita hacia el Atlántico por la región del Plata", se intentó una empresa semejante. Era todo un plan que los sucesivos gobiernos no lo comprendieron, y que más tarde, con la neurosis de un Presidente que creyó tomar Asunción por las armas, ha dado lugar a una barrera mucho más inmensa para esa apertura hacia el Atlántico, devoró a 50 mil jóvenes y desmembró más aún a Bolivia.
La expedición partió el 20 de agosto de 1883. Campos dijo a su amigo el citado Ministro Quijarro: "Estoy resuelto a sufrir hasta donde permita el límite humano, con tal que realice mi sueño dorado, que es llegar al Paraguay".
Cuarenta rabonas marcharon con los soldados de la expedición hasta el lugar denominado Teyú, donde se fundó el Fortín Creveaux en memoria del explorador francés asesinado poco tiempo antes por los salvajes. En ese fortín quedaron a guarnecerlo 326 soldados, y la expedición continuó con 183 hombres y cinco rabonas. Pero la travesía duró más de lo calculado, las provisiones se agotaron, los expedicionarios padecían de sed y de fiebres tercianas; el hambre les obligó a comer la repugnante carne de sus mulos cansados; ya no podían caminar con los pies sangrantes e hinchados. Cadavéricos y silenciosos, la llama de la fiebre en los ojos y cruzándonos miradas sombrías como nuestros destinos, dice Daniel Campos, continuamos el viaje. Los expedicionarios se extraviaron en el desierto. Tres soldados se desplomaron muertos, atormentados por la sed. La columna se había desviado del camino y ambulaba confundida y sin rumbo. Milagrosamente apareció un hombre que los condujo a un río. Él y su mujer los socorrieron con alimentos, y los guiaron hacia Villa Hayes, donde les confesó que había recibido una inmensa sorpresa al ver salir del monte salvaje a estos valientes exploradores.
Vencidas tantas penurias, los expedicionarios llegaron en un barco fluvial a Asunción, donde los recibió el Presidente de la República con todos sus ministros, en tanto que una inmensa muchedumbre los ovacionaba, pero todos quedaron suspensos ante la increíble presencia de cinco mujeres que, con inagotable resistencia y un fantástico heroísmo, habían vencido mejor que los hombres, tantos sufrimientos, y quienes desde el barco saludaban sonrientes a la multitud".
Campos en su informe oficial dice: "Cuando hallamos agua, el vibrante acento de las cinco heroicas mujeres se destacaba como un grito del alma en esa soledad". Y cuando describe la llegada a Asunción, pone esta nota de estupor: "Nadie habría creído en la realidad de las cinco mujeres expedicionarias, y a poco las vieron risueñas, en actitud modesta y con sus polleras hechas jirones. Semejaban seres de fantasía. "Considero -remarca Daniel Campos- que no necesito detenerme en acentuados razonamientos para encarecer los méritos singularísimos alcanzados por las cinco heroicas cantineras que, con asombro general, han efectuado la formidable travesía sin desalentarse jamás y prestando al propio tiempo valiosos servicios durante la expedición". Ellas hacían el papel de enfermeras mientras que en su propio ser se mantenía esa mayor resistencia de la mujer con relación a la del hombre.
El sentido histórico de Daniel Campos conservó para la posteridad los nombres de las cinco mujeres que eran: Manuela Poma, Isabel Vargas, Ana Condori, Romana Alemán y Florencia Rivas, que deberían grabase en todas partes para simbolizar el glorioso heroísmo de todas las mujeres del pueblo en las horas de sacrificio y que la Patria recoge en sus momentos supremos.
La epopeya que parece quimérica de estas mujeres de tan generosa abnegación, prosiguió aún en la lucha intestina de fin del siglo XIX, conocida como la Revolución Federal, y se reanudó cuando marcharon a lo largo de casi 2.000 kilómetros en la Guerra del Acre.
Refiriéndose a esa hazaña, en el libro "Resumen histórico" de esa campaña, su autor don Miguel Alaiza, comprendiendo también a las rabonas, acentúa que los miembros de esas expediciones "tenían la vista acostumbrada a los dilatados horizontes de la altiplanicie y un organismo habituado a las bajas temperaturas, de donde resulta un contraste desde el primer día su inmersión en la oscuridad de la selva, esa lucha contra la insana naturaleza y los ardores de un clima tropical". Las mujeres hacían la compañía inseparable de los soldados, y de allí también retornaron con su intrepidez silenciosa y su altruismo escondido, que son dos lábaros del eterno valor de la mujer boliviana.
La rabona, un ser de fidelidad inquebrantable, ha desaparecido de los cuarteles desde que ya no hay soldados profesionales, al establecerse el servicio militar para los que concluyen su adolescencia.
Pero quizá, lo que la antigua mujer de las tropas significaba en sufrimiento, abnegación y heroísmo supervive con la misma grandeza en la mujer del pueblo que sobrevive a la pobreza y la injusticia, sea como las atormentadas palliris de las minas, como la madre soltera abandonada junto con sus hijos, en un sistema que ya no debe subsistir, para que esa mujer del pueblo sea la generatriz de descendencias libres de pobreza y conviva en una nueva sociedad en la que se la honre y sea el paradigma como lo son todas las mujeres en todas sus condiciones cuando la vida pide de ellas todo el concurso de su nobleza.
Con verdadera osadía intelectual confesamos que asumimos la difícil labor de interpretar la actuación de estas mujeres que por su ínfima condición social, su analfabetismo absoluto, su cultura circunscrita a la comunidad de un cuartel de sus tiempos, su vida precaria en un concubinato azaroso, su infelicidad y su pobreza, tenían el sentimiento de su minusvalía en una sociedad que en su tiempo las miraba con el más completo menosprecio.
¿Cuáles eran las motivaciones más profundas de su ser que la impulsaban a tanto sacrificio y heroísmo?
Ella no iba con las tropas por la fuerza que era la que constreñía a los soldados a ser en parte mercenarios, obligados por las levas y amenazados por las más duras penas si incurrían en deserción. No se escondía ni huía de los peligros; veía caer heridos o muertos a los combatientes, a su lado parecía su compañero dejándola abandonada con sus hijos huérfanos, de todo lo que casi nadie se condolía, a menos que otro soldado le diera su protección.
Era una mujer que combatía perennemente en dos frentes; en la lucha misma con el enemigo y en la batalla diaria por alimentar a él y a su prole con el mezquino socorro de los soldados de entonces.
La contribución sicoanalítica nos ayuda al intento de completar un estudio sobre la rabona con su propia psico-historia, porque desde Freud, Adler y otros que han explorado lo más hondo del subjetivismo de los personajes, explican los impulsos subconscientes que provienen del sentimiento de inferioridad, cuya primera reacción es la de buscar compensaciones a lo que se considera frustrado.
Thedor Reck sostiene que el sufrimiento es una forma de conducta propia, como una actitud a la vida.
El sufrimiento, dice la Dra. Horney, es el sentimiento de la propia debilidad que se expresa en determinados actos hacia uno mismo, hacia los demás y hacia el destino. Es una evolución que va desde la sumisión a la rebelión latente, que es una sublimación de la minusvalía.
Toda persona de estrecha cultura se explica los fenómenos con sentido fatalista; esta mujer concebía su destino de sufrimiento y lo compensaba con su resignación y su arrojo. Todas la mujeres, cualquiera sea el nivel al que pertenecen, tienen una enorme carga de sufrimientos, y el mayor quizá proviene de que, después de haber criado a sus hijos con la mayor ternura, su dolor es más grande cuando se alejan de ella, que compensa al sentirlo autónomos y configurados, aun cuando el precio sea la mayor ingratitud.
La rabona en cada época tuvo penosas frustraciones y silenciosas compensaciones, ya sea al ver sustraído de dolores y enfermedades a su soldado merced a su solicitud, al incorporar a sus hijos como pequeños tambores de su batallón, o al adquirir la sensación del éxito en una jornada de combate.
También su instinto maternal le hacía entrever que eran suyos los soldados a quienes acompañaba para ayudarlos. La rabona de las guerrillas presentía que estaba protegiendo algo de su infancia, y que cuando la patria llegó a su mayoría con su emancipación, la abandonó, la desconoció y postergó, como una hija ingrata que se avergonzó de su madre porque era una chola pobre y humillada. Se compensó simplemente con la vaga figura para ella de que algo se había logrado.
Esos son pues los actos de esa mujer que por propia voluntad se sacrificó porque en esa inmolación sentía satisfecho su instinto, y que sin embargo no tuvo historia, ni monumentos, ni menciones, y cuya tumba como un fasto del pasado de nuestra patria, no debería quedar en la profunda concavidad de un cenotafio borrado por las lluvias y el viento, el olvido y el desconocimiento.
Ahora, desvanecidos para siempre los prejuicios sociales de antes; superado quizá definitivamente el retrógrado etnocentrismo, comprendemos el holocausto edificante de esa mujer, cuanto más humilde más gloriosa, y que debe ser el símbolo del pueblo y que ha dejado de ser anónima y desconocida, porque ya tiene historia y está inevitablemente incorporada a las páginas memorables de nuestro pasado.

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