Por: Ricardo
Ávila Castellanos - 1 julio, 2018 // Del libro: Santa Cruz y Tarija de
Heriberto Trigo Paz. // http://elpais.bo/obsesion-por-la-patria/
La Confederación Perú — Boliviana es realidad que, como un
sueño, acaricia Andrés Santa Cruz. Lo étnico, lo geográfico, lo político, la
sugieren y hasta podría decirse que la imponen. Ese ideal madura en el
pensamiento del mariscal y plásmase en un plan que se pone en marcha. Se trata
de dos Estados que se integran, que se necesitan juntos, pero que, al advenir
la independencia, fueron divididos. Su población forma nacionalidades de
idénticas raíces, creadas y alimentadas por milenios del Imperio de los Incas.
La geografía hermana a ambos pueblos. Lo histórico, lo social, la estructura
económica, todo conforma a esos países dentro de un común denominador.
Por las venas de Santa Cruz corre sangre de los Calaumana, descendientes
directos de los Incas, mas no es sólo el ancestro. Se inculpa al Protector
intenciones monárquicas. Pero él no busca ceñir corona alguna a su cabeza. Por
sobre todo y ante todo, está su visión de estadista que comprende la razón
histórica, a cuyo servicio pone su inteligencia y su pensamiento, la vida.
Para Santa Cruz hubo y debía haber sólo el Gran Perú, una sola patria andina,
grande, libre y soberana, en la que habitó un pueblo feliz, aquel del Incario,
sobre el que se volcaron, más tarde, riadas de pasiones y egoísmos.
He aquí una referencia reveladora del pensamiento crucista: En vísperas de
proclamarse la independencia de Bolivia, el mariscal Sucre escribe al
Libertador Bolívar: “Me ha indignado el modo con que Santa Cruz habla de
Bolivia; la trata de las Provincias Altas, después que ha hablado del Perú”.
Santa Cruz no concibe el Perú dividido. Su pensamiento madura hasta ser
obsesión y, un día, realidad. Esa realidad se llama Confederación
Perú-Boliviana. El mariscal de Zepita es su “Protector”. Y lo es como
estadista, antes que como militar. La época impone que conjuguen pluma y
espada, que Santa Cruz posee y sabe manejar.
El Protector comprende su destino y se entrega de lleno a la tarea de asentar
las instituciones, fortalecer el Estado, vigorizar el ejército. Su actividad es
constante y creadora. Por algo él tiene la vida tendida hacia adelante; mira
hacia adelante; vive hacia adelante… Y es como una fuerza cósmica que se
expande por América.
Los países limítrofes ven crecer un gigante. Es el Imperio de los Incas, en una
forma moderna. Y no ocultan su inquietud. Dicen sentirse amenazados y acosan y
hostigan a la Confederación y a su Protector. Solapadamente invaden su
territorio y llegan a declararle la guerra. Santa Cruz los repele, los vence y los
perdona, una y otra vez.
Pero en lo interno, en el Bajo y en el Alto Perú, vienen tejiendo menudo los
apetitos personales, las pasiones bastardas, la mezquindad, la vanidad o lo que
sea; y surgen las luchas intestinas, implacables, irresponsables. Algunos
personajes que ayer exaltaron hasta la exageración al Protector, hoy le dan las
espaldas y complotan contra él.
Enemigos de fuera y enemigos de dentro van carcomiendo la Confederación. Yungay
(29 de enero de 1839) marca el punto final. Gamarra, entre otros peruanos,
combate en esa batalla, junto con el ejército chileno. Los gobernantes de
Bolivia felicitan, sin escrúpulos, a los vencedores de su propio ejército…
El sueño de grandes proyecciones, el ideal político de la Confederación Perú –
Boliviana se ha desvanecido. Una frustración más en América.
Santa Cruz, vencido por propios y extraños, toma el camino del exilio, amparado
por unos marinos ingleses.
Se radica en el Ecuador, cuya gente —escribe él mismo— “venera los principios y
sabe agradecer los servicios prestados a la causa de la Independencia”.
Desde allí sigue atento el acontecer de la patria nativa. Ve con dolor que cada
día se hace algo más para destruir la obra de su creación. Sumido en
preocupaciones, no se resigna a ser simple espectador. Y sabiendo que la
anarquía interna y la invasión extranjera amenazan a Bolivia, el ex Protector,
sobreponiéndose “a las ofensas personales, a los agravios, a las injusticias”
que ha sufrido (son sus propias palabras), escribe al general Velasco,
presidente de la república. Lo hace “con la voz de la razón y del patriotismo”,
y le expresa sus ideas sobre el momento político. Pero al propio tiempo sus
amigos conspiran a su favor en el país, y él no es ajeno al movimiento.
La carta al presidente queda sin respuesta porque, sin analizar si pudo o no
ser contestada, Velasco es derrocado ese mismo mes (junio de 1841), y Santa
Cruz proclamado presidente de la república.
Al saberlo, Agustín Gamarra, presidente del Perú, declara la guerra a Bolivia,
invade su territorio y ocupa la ciudad de La Paz (13 de octubre de 1841).
Mientras tanto, asume la presidencia el general José Ballivian, que se apresta
a repeler al invasor. El derrocado general Velasco, patrióticamente suma sus
fuerzas, organizadas en el sur para la lucha por el poder, a las del general
Ballivian. La batalla definitiva es en los campos de Ingavi (18 de noviembre),
donde el triunfo del ejército boliviano consolida la independencia nacional.
Santa Cruz celebra la victoria, desde el exilio.
A la muerte de Gamarra, en Ingavi, sucédense en el Perú las luchas intestinas.
La gente leal al ex Protector piensa en él y le llama. Santa Cruz —que está
siempre atento y conspira— decide su retorno. En septiembre de 1843 está en
tierra peruana. La noticia alarma por igual a los gobiernos de Chile, Perú y
Bolivia que, en acción combinada, se empeñan en su búsqueda. Aprehendido cerca
de Tacna, es entregado a Chile, para su custodia. Se le destierra a Chillán.
Sus reclamos y protestas parece que no valen nada. Trata de huir de la prisión,
pero la vigilancia es rigurosa. Sólo la acción decidida del rey de Francia, de
la reina de Inglaterra y del gobierno del Ecuador, obtiene que se abra
“conversación” sobre el asunto, fijándose Santiago de Chile como asiento de las
deliberaciones.
Reunidos los plenipotenciarios de los tres países (Bolivia, Perú y Chile),
convienen en las bases del Tratado que se suscribe el 7 de octubre de 1845,
estipulando que Santa Cruz se traslade a Europa, con el compromiso de no volver
a América. En diciembre es canjeado el documento y, en abril de 1846, el ex
Protector se embarca para Francia, donde recibe honorable acogida.
Al asumir la presidencia de Bolivia (6 de diciembre de 1848), el general Manuel
Isidoro Belzu nombra a Santa Cruz su ministro plenipotenciario ante los
gobiernos de Francia, Inglaterra, Bélgica y España. Hay que destacar ese acto
de justicia y gratitud.
Convocado el pueblo boliviano, el año 1855, para elegir al sucesor de Belzu,
Santa Cruz regresa a América. Desembarca en Buenos Aires y se introduce hasta
la frontera con Bolina, cerca de Tarija. No le es dado pasar adelante, ingresar
a territorio nacional. No hay duda que el propósito que le anima es retomar el
poder. Sus amigos tarijeños están en contacto con él, y ofician de sus agentes políticos.
Uno de ellos, que le entrevista en Salta, regresa a la villa trayendo la
impresión viva del mariscal. Los años y los dolores han marcado huellas en su
físico; pero mantiene el porte grave, es invariable su serenidad y sus ideas
son siempre claras.
Bolivia necesita a Andrés Santa Cruz. Él lo sabe, lo saben sus amigos leales,
lo sabe el pueblo, pero eso no basta…
Por Orán y Santa Victoria van y vienen los emisarios. Traen cartas y
manifiestos políticos, y llevan al mariscal informaciones útiles. Otros actúan
por Yavi y Humahuaca, por Chichas… La actividad desplegada no es escasa, pero
sí inútil. Los comicios ponen ropaje de legalidad a la elección del general
Jorge Córdova, cuya figura pasa opaca por la historia nacional.
Santa Cruz no se resigna ni se da por vencido. Continúa firme en la frontera
argentina. La comunicación con sus correligionarios es ininterrumpida.
Córdova, que asume la presidencia de la república el 15 de agosto de 1855, teme
un “golpe de estado”, en favor de Santa Cruz.
En previsión, adopta medidas en lo interno y, por otra parte, gestiona y
obtiene que el gobierno argentino “interne” al mariscal, alejándole de la
frontera con Bolivia.
Poco tiempo después, Santa Cruz se embarca nuevamente con dirección a Europa.
Quizá tiene la esperanza de que la distancia amengüe su dolor patriótico. En
Francia está su retiro de paz y de amor.
Un día, escribe a uno de sus generales: “Sólo tengo una aspiración y es dejar
mis cenizas donde tuve mi cuna”. No podrá cumplirla. La muerte cierra sus ojos
y apaga su corazón en Versalles, el 25 de septiembre de 1865, y sus cenizas
serán trasladadas a Bolivia al cabo de un siglo.
En Tarija, sus amigos y compañeros de armas e idealidades reciben la noticia de
su muerte con profundo dolor. Pónense de pie, quizá en posición de firmes, como
en los tiempos heroicos. Y miran el retrato de aquel hombre que sufrió
ingratitudes, calumnias, infamias; y que acabó sus días lejos de la patria,
soñando con ella.
Tarija, julio—septiembre de 1965.
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